RESEÑAS. Maximilano Crespi. Black out Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 4 / diciembre 2017 / pp. 93-106 ISSN 2422-5932
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BLACK OUT
Maximiliano Crespi
Fantasmas
Black out de María Moreno es un libro a la vez soberbio y cauti-
vante.
1
Juega ex profeso con la impunidad con que juegan los ni-
ños cuando son vistos jugar por los adultos a ser algo que no
puede llegar a ser: un juego con la propia insolencia y el propio
poder de seducción de lo imaginario. Simula ser la síntesis im-
posible y por ello mismo necesaria de una vida en una obra y
de una obra en una vida. En él se activa secreta y salvajemente,
en el espacio de la ficción, una suerte de método progresivo-re-
gresivo que pone en escena la teatralidad última de lo imagina-
rio. Sería casi un María Moreno par María Moreno si no fuera po-
sible agregar que la operación moreniana inscribe además una
picaresca flexión paradojal que se puede leer en el título del li-
bro, pero también en el nombre y en el género sobre los que se
compone.
En ese punto, la opción de María Moreno se aparta de la
simplificación comercial en la que suelen abrevar las adscrip-
ciones celebratorias a la escritura del yo. Una autobiografía
elaborada el día después de una borrachera destruye desde el
vamos, en su materialismo ensoñado, toda ilusión referencial.
Pero confronta especial y deliberadamente con la creencia natu-
ral es decir, de una naturaleza inculcada, asimilada y reprodu-
cida según la cual se afirma que no hay más que cuerpos y
lenguajes. Black out es una novela viviente que viene a decir
y dice sin pena pero también sin culpa lo que casi nadie
quiere oír: que hay fantasmas.
Notaciones
1
Una primera versión de este texto fue leída bajo el título “La sed verdadera” en la presentación de
Black out de María Moreno, el 23 de noviembre de 2016 en el Centro de Investigaciones Artísticas.
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Entre el silencio atónito y fascinado que, por su desmesura, por
su voluptuosidad, por su fruición y su prosa a la vez refinada y
abrasiva, distinguida ante todo por su elegancia plebeya, se im-
pone a la autografía del fantasma de María Moreno y el deseo
insensato pero ya irresistible sobre el que se sueña justificado
el trabajo de la crítica, hago notas. Antes círculos, subrayados,
marcas en el texto impreso. Todo empieza ahí: identificando
esquirlas. Astillas filosas, que se incrustan en el cuerpo lector
cuando la carne viva recibe las ráfagas de la frase moreniana.
Paciencia, culo y terror. Las llamadas llegan, atropellandose, una
tras otra. Las registro con disciplina pero también con teatrali-
zado descuido. Como si, confiado a lo aleatorio del apunte in-
formal, pudiera acaso desentenderme de la verdad última de ese
instante en que se acusa el afecto. La cosa pasa por el cuerpo.
La notación registra una contingencia y distingue un matiz
tajeando sutil el orden de lo sensible, dando cuenta de algo que
está siempre antes, siempre un paso más acá de la comprensión.
Nada garantiza que la lectura se produzca. Al contrario. No es
del todo improbable que, áspera y cortante en su impulso no-
velesco, la notación acabe hundiéndose en la propia carne que
la cría, como lo haría acaso una uña encarnada.
Pero la evasión no es alternativa: escribir la lectura es aquí
también una cuestión de deseo. Como en el cuento ese que
siempre hace Luis Gusmán, el del ladrón de bancos al que le pi-
caban las manos cada vez que veía pasar un camión de caudales.
Materiales
Hay un viejo interrogante al que retrotrae la fábula negra ins-
cripta en Black out. ¿Qué hacer con las (propias) neurosis? De
Jean Starobinski a Marthe Robert, las conjeturas se suceden y
desaguan en la paradoja complementaria que crean las posicio-
nes de Barthes y Deleuze. Se puede asumir, con el autor de Crí-
tica y clínica, la imposibilidad de escribir con las propias neuro-
sis, porque ellas no son fragmentos de vida sino, al contrario,
estados en los que se cae cuando el proceso se encuentra inte-
rrumpido, impedido, cerrado (Deleuze, 1996: 24). Pero, in-
cluso aceptando esta hipótesis, quedaría siempre por definir en
qué punto detener la escritura porque, a decir verdad, ¿quién
sabe dónde y cuándo comienza la neurosis?, ¿y una adicción? a
esperas de que se reanude el proceso de la vida. O bien se
acepta, con Barthes, la propia neurosis como un mal menor,
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planteándola no en relación con una salud sino con la me-
drosa aprehensión de ese imposible anunciado por Georges
Bataille, es decir, admitiendo que es justamente ese mal me-
nor el que hace posible leer, escribir y volver a leer y volver a
escribir bajo el pulso de un fraseo inquietante: loco no puedo,
sano no querría, sólo soy siendo neurótico (Barthes, 1987: 14).
El infortunio de la imaginación puede dar siempre algo
más. Sólo exige que el mal menor se transforme en un com-
promiso con la neurosis, un prometerse al deseo de volverla
más o menos compatible con la necesidad de un “ajuste de
cuentas con el medio (Starobinski, 2008: 190). Odradek anda y
habla, luego cojea y apenas si puede identificarse; se ríe pero la
suya es ya una risa sin pulmones, inhumana, ni trágica ni có-
mica. No tiene un origen definido pero tampoco tiene un fu-
turo. Parece pertenecer a un espacio intermediario del que la
propia muerte está excluida (Robert, 1970: 14).
La pregunta merece ser planteada. ¿Y si el propio proceso
de la cura coincidiera justamente con el pasaje de lo inexpresado
a la forma de la expresión? Larespuesta adecuada es una
forma de la cura sólo cuando es capaz de intervenir llevándo-
nos a una angustia de otro género (Moreno, 2016: 257). Escri-
bir no nos quita las ganas de tirarnos por la ventana, es cierto.
Pero tampoco nos empuja a ella. Es (también) amor lo que san-
gra. Lo hemos comprobado este mismo año: se puede escribir
y de hecho se escribe sobre la propia mitología literaria, ima-
ginando escenas y recreando duelos (Ricardo Piglia), o sobre la
propia liturgia de una lucha no menos mitológica contra los
monstruos de la adicción (Pablo Ramos), o sobre la propia mi-
tología de la composición familiar que hace cuerpo en la lengua
(Sylvia Molloy). El riesgo tomado en cada caso la afectación
literaria, la moralización patética, la confusión del origen con el
destino puede llegar a traicionar incluso el valor específico de
los materiales. Pero la apuesta sólo será ella misma despreciable
cuando cambiando el deseo por la necesidad deje al descu-
bierto la hilacha descocida de un interés personal. María Mo-
reno no se permite la ilusión: la literatura no tiene poder subli-
matorio que muchas veces se le pretende adscribir. Las páginas
de Subrayados dedicadas a Barón Biza y a Virginia Woolf arras-
tran la huella indeleble de esa íntima convicción.
Pero Black out es la prueba de que también se puede escri-
bir en la contracción formal que recusa cualquier extorsión re-
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ferencial y convierte el material escrito en una función de la
forma: el material no sobrepasa los límites de la forma, perte-
nece concretamente a lo formal; es un error confundirlo con
elementos exteriores a la construcción (Tinianov, 1980: 118).
Géneros
Novela, memorias, relato de época, microensayos, crónica so-
cial, diario íntimo, galería de personajes, registro desnudo, crí-
tica, glosa, mapa. Lo que hay alrededor de lo que falta: porque
lo que falta es justamente lo que borra el propio texto de Black
out. La determinación provocativa con que la Moreno alienta la
promiscuidad de los géneros es un signo de su modernidad.
Vestirse, desvestirse, travestirse: por ahí pasa siempre la verdad.
Pero no hay que confundir: en este libro no hay la obstinada
ambición de construcción de un personaje ahogado en la trage-
dia de no dar nunca con la apariencia justa. No hay el intento
de comprender o articular un semblante con un destino. Black
out propone otra cosa. Por momentos, elegíaco y por momentos
abiertamente irónico, el vínculo con el propio pasado aparece
en el texto siempre tensando el deseo entre la novela senti-
mental y la picaresca. Sostener esa tensión es lo sabemos por
Starobinski la prerrogativa de una escritura con el oficio para
decirlo todo, aun aquello que se promete inconfesable. El dere-
cho a decir supone a veces la autoridad para anunciar el secreto
sobre el cual se fundan los lazos que pueden narrarse sin com-
partirse. El testimonio es siempre testigo de una experiencia
intransferible: la que se elabora como construcción de un sen-
tido para la historia pequeña y materialista de esos seres infames
sin traje ni semblante a medida. El modelado de la tribu. La
pulsión es menos trágica que novelesca. Desarma y sangra. Es la
descripción de una lucha salvaje cuya verdad más íntima se recibe
en el cuerpo y se arrastra siempre a la escritura; y después de
todo, quizá esté expuesta, como la carta robada, a la vista de
todos pero bajo el registro refinado y sutilmente paradójico de
la ironía.
Subrayo ¿ahora yo? la ambigüedad de este pasaje:
[Dejé.] Porque me estaba matando y porque éste es el mayor
secreto que cuento después de todo tal vez sí quiera ser una
dama, y las damas no se matan copa a copa, sino disparándose un
tiro con una pequeña pistola con mango de nácar (Moreno,
2016: 404).
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Tradiciones
Es cierto que, en una primera impresión, prevalecen los ecos
sólidos, ásperos, casi minerales de esa tradición boedista cuyo
rastreo en el texto moreniano remite siempre a tres tipos de pa-
siones: la pasión por lo rancio, la pasión por lo descompuesto,
la pasión por lo miserable. Una política de la grela que se ex-
pone como tal por referencia implícita al higienismo normaliza-
dor. Pero también lo es que esa triada pasionaria de lo bajo, de
lo sucio, de lo escatológico no está nunca ligada al chorro abra-
zador de la hemorragia. Está cortada, como leche cortada, por
el beso agrio de una distancia que como en todas las vidas in-
fames empieza con la muerte de un padre y se prolonga irre-
mediablemente en el extrañamiento del nombre. Frankenstein,
la valija, las costuras.
Dedicado a Ricardo Piglia y Beba Eguía el libro al principio
desconcierta. Pero en la recurrencia perentoria a Perlongher, a
Lamborghini, a Copi y, sobre todo, a Puig, encarrila el sentido del
homenaje. Piglia, el último lector, el que ironizando con el
contexto, con la referencia y con su propio lugar en el campo
literario, afirma en la solapa de Black out que María Moreno es
el mejor narrador argentino del presente; Piglia, el que hizo
primero y mejor de nadie una lectura de Puig, ese precursor in-
justamente castigado por el manoseo de las figuraciones y male-
dicencias con que la crítica modernista Beatriz Sarlo expulsa a
las etnografías contemporáneas de la República de la Litera-
tura. ¿Se puede imitar una percepción del mundo sin imitar a la
vez sus voces? ¿Cuándo, cómo, dónde sería verificable esa dis-
tancia? ¿Tiene el texto otra existencia que sus propias voces?
Pienso en los versos de Anita Leporina, otra gaucha
enmascarada en el nombre prestado: Prefiero cualquier maldad
del mundo / a la mía. De esto que soy / no hay distancia.
Ficciones
Que la memoria hable. Un libro de memorias no exige eviden-
cias (Moreno, 2016: 296). Por supuesto: lo único que exige es
ese trabajo de elaboración que se hace llamar ficción. Lo vivido
no cesa de plagiarse a sí mismo porque preexiste como paisaje
como escenografía, como condición a priori para todas las figu-
ras que se prestan para encarnarlo. La amenaza del estereotipo y
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la ejemplaridad. No se trata de vivir en obra, como Simón el es-
tilita sobre su columna: el ruido del mundo se cuela siempre
por todos lados. La teatralidad de la autobiografía pasa por otra
parte. Consiste en hacer como si lo que concierne estrictamente a
lo vivido no fuera, ante todo, ese mismo trabajo formal que lo
hace presente. No soy espontánea pero atiendo a lo que voy
imaginando (Moreno, 2016: 325).
A excepción del registro delDiario de la abstinencia,
donde el estiaje confirma que estamos ante un texto cuyo tenor
factual presupone una distancia insalvable, el modelo de ficción
que prevalece en Black out no se legitima por la voluntad de
exactitud sino, al contrario, por la sutileza de su artificio. No
hay lugar para el chantaje. La memoria emerge en un materia-
lismo ensoñado: Como a menudo planeo mis frases metida en
la cama, es probable que me vaya deslizando de la vigilia al
sueño y, poco a poco, lo que memorice no tenga ninguna rela-
ción lógica (Moreno, 2016: 325). El relato de lo vivido se ela-
bora en el umbral de lo soñado. Hay que tener el diablo que
tiene la Moreno en la sangre para compensar como ella la al-
quimia benjaminiana de convertir la imagen onírica en imagen
dialéctica.
Black out no es (ni quiere ser) una confesión; es un mito de
origen y autocreación. Tensa así la cuerda de la verdad porque,
comprometiéndose en el registro lábil de la ficción, da a luz un
texto único, cuyo delicado blend incorpora una potencia de la
que la literatura autobiográfica se presumía desprovista. Detrás
del sueño, está siempre la metamorfosis: el trastorno de las
formas. Como los mensajes del cielo, los del inconsciente en el
fondo nunca son realistas.
Temas
La vergüenza de decir quiénes somos nos obliga a elegir el
modo, dice otro formalista ruso. Lo que recuerdo es lo que
más me angustia recordar y también lo que recuerdo primero,
dice María Moreno. Irse en la sangre, perderse en el alcohol,
dejarse llevar por la letra. Nunca la deriva estuvo más agenciada
a flujos y fluidos. Beatnik criollo. El tema está sin embargo
siempre un poco más acá: en la boca abierta del vaso, del padre
del lobo que siendo el pueblo también es el soberano. A veces
escribe Moreno sueño con esa boca sola, la de mi padre, sus-
pendida en el aire, separada de todo cuerpo, una abstracción,
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pero carnal (Moreno, 2016: 29). Como en el sueño, la lógica es
la del desenfreno: vacilación, caída libre, prosa cortada, fusión
de escenas, de lecturas, imágenes, líneas de texto, anécdotas,
instantáneas, voces, noches, vértigo, fantasmas.
Pero cuando finalmente emerge, el tema adquiere la
consistencia de una verdad revelada por la experiencia. La que
no quería que su primera imagen fuera la de un animal que
sangra descubre que el suyo no es en el fondo un libro sobre la
adicción; es más bien un libro sobre el derecho a no entregarse
por completo a la pulsión de muerte. Se entra por entrar (a la
tribu) Yo quería ser la única mujer (Moreno, 2016: 182);
Coqueteaba con un whisky en la mano en una mesa de varones
pesados que me enorgullecía de integrar como única dama, ima-
ginándome una igual, ignorante de cuánto mi presencia atempe-
raba sus bromas soeces, la brutalidad de sus chistes misóginos
(Moreno, 2016: 301). Se sale por salir, por nada es decir,
cuando ha madurado ese poder soberano cuya eficacia radica,
no ya en la posibilidad de traicionar, sino en la de confirmar,
como en Briante, la elegancia suprema de una escritura que no
se arrodilla ante nadie (Moreno, 2016: 188).
Nombres
Cristina Forero ya no existe. O existe sólo con el de María Mo-
reno. En la corrosiva ficción de Norberto Soares, los dos
nombres verdaderos de la voz que habla desde Black out. Pero
en el espacio imaginario del origen, el nombre de María Moreno
es el sobreviviente de una serie que incluye los nombres de Susy
Kawasaki, Juan González Carvallo, Rosita Falcón. En la memo-
ria de Moreno esos personajes conviven irónicamente, como fi-
guras de cartón de un Tango Park que un poco recuerda la des-
hilachada soledad en que trabajaba el Gabino Betinotti soñado
por Oscar Steimberg. Una rockerita desgreñada, un machista
recalcitrante, una viejita quejosa y picarona, una cronista frívola
de la vida cotidiana que gradualmente se fue convirtiendo en
una lectora mordaz de la verdad histórica que a veces eleva a
mitológicas las vidas infames y las lenguas plebeyas.
No me reconozco en mi nombre, dice la Moreno. Ni
en mi pasado ni en mi presente ni en mi sexo, agrega provoca-
tivamente en una entrevista. Si la mujer es la loca del hombre
(su reverso, aquello que el hombre no se atreve a pensar y a es-
cribir) es porque constituye una resistencia al nombre. Como en
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el tango Felisa Tolosa de Luis Amadori (donde el nombre pres-
tado se componía con un nombre pedido y un apellido inven-
tado), en María Moreno la operación también es doble: un
nombre propio profanado y un apellido expropiado a la lógica
patriarcal. La lógica retroactiva señala siempre una refundación
del lugar de la enunciación y hace emerger una mitología pa-
gana, irónica, casi contra natura.
León Rozitchner bien supo leer ese pasaje transformador
en la provocativa declaración con que las Madres de Plaza de
Mayo empezaron a reconocerse paridas por sus propios hijos.
A los ojos del Poder, las tontas que, por su deseo lo imposi-
ble, ya se van volviendo locas. María Moreno opera sobre esa
lógica para justificar una elección: Me gusta llevar el apellido
de mi hijo.
Series
La extraterritorialidad del heterónimo constituye el revés de
trama de otra promiscuidad: la del corpus. Textos perdidos,
tópicos borrosos, tradiciones oscuras, ecologías sucias: novelas
vivientes que están escritas si haber sido escritas todavía. Las
series sobre las que se compone el libro son tres. Están alterna-
das y temáticamente contaminadas unas por otras. Aunque por
momentos se retoman, se corrigen, se desmienten y se pisan los
talones para dar un efecto de estabilidad, cada serie responde a
un tropo diferente y, a los efectos del relato, complementario
respecto de los demás: la galería, el pasaje y el territorio. Cada
una supone, más que un género, una disposición genérica: La pa-
sarela del alcohol, la del retrato que articula vida y obra (un es-
critor se hace con y contra otros escritores); Del otro lado de
la puerta vaivén, la del ensayo de ascesis y construcción de
sentido (en la pequeña vida); Ronda, la de la cáustica re-
memoración de las escenas de la heráldica etílica bajo el celo
perceptivo del dipsómano.
En cada una de esas series proliferan a su vez sutilmente
reformulados muchos de los reconocidos temas morenianos.
Está la mirada corrosiva frente al consenso cantado del pro-
gresismo biempensante, en especial en torno a las sexualidades
y las políticas de géneros una insolencia cuya potencia crítica
que se prolonga tanto en las agudas y pacientes reflexiones de
lectoras académicas (como María Pía López, Lucía de Leone,
Laura Arnes) como en las dentelladas de furia con que Paula
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Puebla interviene a contrapelo de los debates pautados por la
ideología dominante. Está la novela familiar con sus figuras ní-
tidas, su estimulación alegórica (la historia de la mangosta ima-
ginaria) y su reverberación metonímica (la caracterización de un
padre tomador que ama los animales exóticos pero que no sabe
cómo cuidarlos). Y está, por supuesto, la galería de sus propios
animales exóticos, de esos amores contrariados, esos que no
se matan ni terminan nunca de morir: Norberto Soares, Miguel
Briante, Claudio Uriarte, Jorge Di Paola Levin, Héctor Liberte-
lla, Charlie Feiling. Como los temas, esos seres que vuelven no
son mitificados ni consagrados en la eucaristía de la memoria,
sino interpelados en su condición y su legado efectivo. La Mo-
reno los lee, los relee (entreverando tesis diversas, no necesa-
riamente argumentadas y no necesariamente vinculantes con sus
proyectos conscientes); los pasa por la piedra de la crítica. De
ese tratamiento riguroso que, como en Subrayados (2013), es
una forma de resistencia contra la muerte siempre termina por
parir algo vivo, cálido, sufriente y singular, una experiencia cuyo
valor político toma cuerpo en ese contexto dinámico y orgánico
que hace al ecosistema, a la ecografía de la tribu.
Como en algunas novelas de David Viñas, las series están
articuladas en un montaje que descentra y descompone la histo-
ria como a través de un prisma. ¿Qué es una biografía sino la
memoria de un cuerpo que proyecta imágenes fantasmáticas de
sus relaciones con los otros? Black out no se ciega en el angus-
tiado soliloquio de Narciso; habla intensa, casi obstinada-
mente bajo el signo de una ninfa: Eco.
Dice el Diario de la abstinencia: ¿Y si escribir no fuera
lo que me sostiene? (Moreno, 2016: 249). Puntos suspensivos.
Tonos
La política de las formas es una épica de los tonos y una ética
de los temperamentos. Los bellos textos de A tontas y a locas
presuponen el ahogo represivo de la dictadura y por eso presu-
men todavía una bordadura gongorina (travesti, diría con
justeza Daniel Link), con tendencia dócil al arcaísmo populista
y a la cita implícita, y articulado sobre un matiz eufórico: un
foulard empapado en purpurina barroca con un fleco de jerga
psicoanalítica, otro de materialismo dialéctico pop y otro de
feminismo fashion, más algunas motas de argot farandulesco y
tartamudeo histérico, diría ella misma. En El fin del sexo y otras
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mentiras (2002) el tono sardónico desplaza gradualmente el re-
gistro de la polémica y el sermón laico a un diario de lecturas
que se prolonga y profundiza con sutil escalpelo en las ficciones
sobre lecturas de Subrayados. Pero en Black out sin ceder a la
edulcoración nostálgica el tono melancólico se vuelve literal-
mente temperamento.
Transición democrática, apogeo neoliberal, crisis
institucional, fin de ciclo progresista. En cada caso, un contexto
político y cultural o mejor n: un estado de la imaginación
sobre/contra el cual la lectura articula materialmente sus hipó-
tesis en una determinada tónica, es decir, hace emerger un ethos:
un espacio sensible, promiscuo y revulsivo.Algo parecido a
una voz, una voz hecha de todo lo que nadie quiere escuchar, lo
que se ningunea por idiota o por irrelevante, lo que se rechaza
por defectuoso, balbuceante o excéntrico, resume con pertina-
cia Alan Pauls.
Escrituras
Ley de la conservación de la materia. No recuerdo otro libro
de María Moreno tan escrito como este, le comento al verbo-
rrágico Diego Erlan y él responde con un Sé, que juega con el
doble sentido de aprobar y cuestionar la obviedad de mi frase.
Ironiza: la expresión puede leerse en varias direcciones pero en
principio conviene ir por la literalidad, cuesta abajo en la ro-
dada. Black out es un libro cuya escritura, en vez de dispersar,
encausa. Un trabajo que va del estilo a la ideología y de la
ideología al estilo. Que los sentidos no se pierdan en el bru-
moso presente de la relativización: se escribe para hacer pre-
sente un fantasma. Se reescribe para que no se manque en las
cristalizaciones de la consistencia. Se puede alimentar el fuego
de la crítica sin dar pasto a la ternera siempre insatisfecha del
cinismo oficial.
Nada se pierde. La escritura de María Moreno no hay
novedad en esto pasa muchas veces por encima de su propio
rastro y, sin perder la pulsión natural de su respiración, refor-
mula sus énfasis y su densidad material. Se escribe, se reescribe,
se cartonea. Moreno lee hiperescribiendo: sin dejar de sobreexi-
gir la materia y siguiendo siempre un régimen de asociación
metonímica. Por esa razón no ha dejado de ser barroca aunque
haya atemperado esos brotes excesivos que son la fiesta o,
mejor dicho, el carnaval en la lengua perlongheriana. Las fra-
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ses largas corren blandas pero siempre impecables. Como ríos
de superficie mansa pero de arrastre profundo, cargan a veces la
enumeración caótica pero no por dejarse llevar, sino para pro-
ducir ese efecto de promiscuidad casi pop que da cuenta de una
sensibilidad omnívora. Sueltan a veces brazos, digresiones, pa-
réntesis, en una suerte de artilugio distractivo, para desaguar de
golpe en esas zonas precisas donde ha dispuesto descargar el
peso del texto. No es una cuestión de afectación retórica. La
frase moreniana está integrada a una táctica pero, antes que eso,
lo está a un complejo protocolo de percepción del mundo y sus
relaciones sensibles.
Todo se transforma. Sin embargo, esa revirada transforma-
ción no puede describirse como un mero avatar de la cosmética
contemporánea si no se restituyen a esa práctica plebeya y mile-
naria del camuflaje amoroso sus orígenes mágicos, religiosos y
medicinales.
La felicidad no tiene nada que ver con los finales felices.
Tiene que ver con los momentos en que el concepto de necesi-
dad no oblitera la emergencia del deseo. Puede que la escritura
no llegue nunca transfigurar esa cura à la lettre con la que sueña
todo escritor neurótico; lo que no puede negarse es que dé tes-
timonio cierto de una sed verdadera.
Felicidades
La coda de Black out alude a la imaginación del libro como un
tributo múltiple y ritual de despedida sin ningún resquicio para
la nostalgia puesto que sólo se tiene nostalgia de lo que no
se ha vivido (Moreno, 2016: 407). La aclaración es pertinente y
busca llamar la atención sobre su aspecto no definitivo. En su
carácter religioso y ceremonial el rito ratifica en la repetición la
continuidad misma de la tribu. Lo que se presume es un pasaje.
El ritual puede ser de purificación, de sangre, de iniciación, de
tránsito, de conmemoración, de consagración, de exorcismo o
de expiación. Y requiere siempre el oficio y la mediación de un
partenaire.
Hay también en esa valoración del rito compartido cierta
reminiscencia de matiz barroco. El rito es la instancia misma del
pasaje. No es ni la vigilia ni es el sueño. Está inmerso en la os-
cilación a la vez cómica y dramática del barco ebrio, en la vaci-
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lación por momentos, rabelesianamente infame de esa verdad
tremenda que despunta en la cresta rugosa de un doble sentido.
La felicidad de la lectura emerge, no cuando el rito de la
escritura simula fidelidad a la plenitud de un duelo, sino justa-
mente en los pasajes de alegría feroz que lo postergan, aun al
llegar donde “las últimas poblaciones. Entre el placer y el
goce, en el camino que lleva de la máquina de escribir a la mesa
del bar, el tiempo es otro y el mismo. Como bien suele decir el
filósofo contemporáneo César Luis Menotti, no hay otra vida
que la que se vive; ni hay más tiempo que el del aprendizaje.
Entre la página 404 y la 405 de este libro falta una tabula-
ción que la palabraRonda hubiera hecho acaso demasiado
obvia para una escritora cuya generosidad irrenunciable radica
en contar siempre con la inteligencia de la tribu que lee entre lí-
neas incluso a media luz. Las luces que saltan a lo lejos / no
esperan que vayas a apagarlas (Spinetta, 1973). La sed verda-
dera viene siempre de otra parte. Eco, ninfa de las grutas y las
bocas abiertas: la felicidad propia sólo se anuncia en las últimas
palabras de los otros. Quizá por eso asocio mi propia imagen de
la felicidad a esa forma de la inteligencia sensible que se piensa
siempre en plural y que, en el texto vitalista de María Moreno,
brota siempre como un llamado de atención amorosa.
Está dicho: no importa si el buen partenaire miente o dice
la verdad. Lo que importa es que nunca pierda de vista su ver-
dadera misión: hacer sufrir, inquietar, no calmar jamás. Esa
misión no le es propia. Es la que el otro también va recreando
en él. De ese modo funciona la lectura. El hígado de Prometeo
llama también a los cuervos. Por esa razón última de la lectura,
ante el texto desbordante de Black out, el buen partenaire vol-
verá siempre porque siempre, como a mí, le habrá quedado algo
por decir (Moreno, 2016: 290-291).
Maximiliano Crespi
Universidad Nacional de La Plata
CONICET / ANPCyT
Contacto: maxicrespi@gmail.com
RESEÑAS. Maximilano Crespi. Black out Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 4 / diciembre 2017 / pp. 93-106 ISSN 2422-5932
105
Enviado: 3/4/2017
Aceptado: 6/7/2017
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