Guerrero, “Ansiedad capilar…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 103-111 103 ISSN 2422-5932
ANSIEDAD CAPILAR:
SYLVIA MOLLOY Y EL FIN DE SIGLO
Javier Guerrero
Universidad de Princeton
Investiga sobre la intersección entre la cultura visual y la sexualidad en la América Latina de los siglos XX y XXI. Es
autor de Tecnologías del cuerpo. Exhibicionismo y visualidad en América Latina (Iberoamericana / Ver-
vuert, 2014) y editor de Relatos enfermos (Conaculta / Literal Publishing, 2015) y Vulgaridad Capital. Políticas
de lo vulgar y desafíos del “buen gusto” en América Latina (Taller de Letras, 2015). Es coeditor de Excesos
de cuerpo: relatos de contagio y enfermedad en América Latina (Eterna Cadencia 2009, reimpreso 2012) y
del dossier Cuerpos enfermos / Contagios culturales (Estudios 2010, 2011). También es autor de un libro sobre
el cineasta venezolano Mauricio Walerstein (FCN, 2002) y de la novela Balnearios de Etiopia (Eterna Cadencia,
2010).
Contacto: jg17@princeton.edu
Todo sobre Molloy
NÚMERO
ESPECIAL
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En 1844, María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, mejor
conocida como La Condesa de Merlin, publica la primera versión, en
francés, de su crónica de regreso a Cuba. En La Havane, luego
aparecida a en castellano en edición autocensurada y titulada como
Viaje a La Habana, la Condesa relata un retorno que, aunque se debe
a razones eminentemente económicas, el reclamo de una herencia, se
narra como una necesidad, un regreso empapado de nostalgia, una
vuelta pendiente en el tiempo.
Mi afición o casi obsesión por la Condesa partió del seminario
de Sylvia Molloy, Travel Writing in Latin America en la primavera de
2006, dictado en la Universidad de Nueva York. Digo obsesión
porque el relato de la Merlin fue quizá, si la memoria no me
traiciona, uno de los primeros textos que leímos. No obstante, pese a
haberla dejado atrás pronto e incursionado en la lectura de otros
textos no menos provocadores, ella seguía en mi memoria. El
corbatín que se acomodaba Sarmiento en París o algún detalle
insignificante de Una excursión a los indios Ranqueles señalados por
Sylvia Molloy eran suficiente excusa para traer de vuelta a la
Condesa, volver sobre el texto de la Merlin, interpelar a Molloy hasta
un punto casi sospechoso sobre María Mercedes Santa Cruz. Pronto,
mis continuas y hasta impertinentes inquisiciones sobre la misteriosa
autora, a quien nunca había leído antes o de la que incluso jamás
había creído oír hablar, se convirtieron en un chiste del seminario.
Mis intervenciones generaban, en Sylvia y en el resto de los
participantes, como mínimo, sonrisas o miradas peregrinas.
Recuerdo, incluso, haber visto a una de mis compañeras llevarse las
manos a la cabeza tras alguna asociación, admito, del todo
descabellada. Por ejemplo, el cuerpo de la Condesa cubana, en
tránsito de vuelta a Francia, me interesaba mucho más que el cuerpo
que llegaba de París a La Habana. Desestabilizada la casa, el regreso
era doble y el segundo de ellos me interpelaba aún más. ¿Pero por
qué me fascinaba el cuerpo de la Merlin? ¿Por qué no podía olvidar
la escena en la que la Condesa se disponía a regresar a Paris, rodeada
de frutas y animales, convertida en casi una virgen santera? ¿Por qué
seguía pensando tanto en la Condesa y su enigmática cabellera?
Una vez finalizado el seminario, ya transcurrido el verano, me
reuní con Sylvia Molloy para hablarle, por supuesto, de la Condesa.
Esta vez, venía mucho más preparado. Recuerdo haber pedido por
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Interlibrary Loan la primera versión de la crónica de viaje, hacer una
copia del material microfilmado, página a gina, leerla en francés.
Recuerdo incluso pedirle a una amiga, en un viaje fugaz que hiciera a
La Habana, que me trajera una copia original de la versión cubana.
Leí sus otros textos autoficcionales, Mis doce primeros años e Historia de
Sor Inés, comparé, contemplé los diferentes retratos. Algo cuir había
en ellos. La contundencia y altura de su moño, su larguísimo cuello,
el generoso escote e impostado refinamiento. Fantaseaba que Sylvia y
yo, juntos, tiraríamos de la manta para cuestionar la sexualidad de la
muy discreta aristócrata cubana, sexualidad de la que ya sabía la
propia Molloy sospechaba.
Pero una vez sumergido en el mundo de la noble escritora,
descubrí que, si bien nunca había leído estos textos, el nombre debía
serme del todo familiar. A Reinaldo Arenas, la Merlin le fascinaba.
Volví a sus novelas y textos, ahora tras la huella de la Condesa. En
diversas entrevistas comprobé que Reinaldo fantaseó con la idea de
escribir una novela sobre María Mercedes Santa Cruz. Asimismo, en
cartas personales y notas sueltas, especialmente las escritas durante
su clandestinidad en el parque Lenin de La Habana, Arenas firmaba
sus denuncias y mensajes secretos con el pseudónimo Condesa de
Merlin. Viaje a La Habana toma su nombre del texto de Santa Cruz,
incluso comienza con un epígrafe de ella. Sumada a breves pero
contundentes apariciones tanto operísticas como mingitorias en El
color del verano, la Condesa protagoniza un cameo en La Loma del
Ángel. En la versión libre de Cecilia Valdez, Arenas recrea el regreso
de la Merlín a Cuba, la llegada de la Condesa al Paseo del Prado.
Relata: Lujosamente ataviada, “vestida a la francesa [la Condesa]
batía graciosamente el monumental abanico hecho con plumas de
pavorreal, para luego proseguir su tránsito (1995, 65).
Repentinamente, un extraño incidente obstruye la marcha de la
distinguida dama: Fue entonces cuando, en medio de aquella
inmensa polvareda () surgió una mano hábil y veloz que
acercándose rápidamente a la volanta de la Condesa comenzó a tirar
de su peineta calada. Se trata de la negra Dolores Santa Cruz [quien]
evidentemente más hábil en la técnica de una peineta que la Condesa
en el arte de conservarla, pudo finalmente tomar la prenda,
llevándose consigo la hermosísima cabellera aristocrática, y quedando
María de las Mercedes de Santa Cruz, tal como era: absolutamente
calva (66).
Reinaldo Arenas traviste y desviste a la Condesa, haciendo
explícita la construcción del género y dando cuenta de las complejas
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negociaciones raciales de la Cuba decimonónica. En es en este “ir y
venir de ropas, en la disputa por la preciada peineta, se desvela un
cuerpo sexuado que se materializa en el extranjero, que se sella lejos
de casa. Entender estas políticas del cabello, las reflexiones que se
tejen entre trenza y coleta, pelambre y copete, han sido
fundamentales para pensar un problema que ha centrado mi interés
crítico: el cuerpo y su materialidad como condiciones necesarias para
interrumpir las alegorías y metáforas que han históricamente sitiado a
sensibilidades indeseables o proscritas en América Latina.
Pero en esta oportunidad he querido convocar el pelo de la
Condesa de Merlín para abordar la ansiedad capilar que ha dominado,
a mi juicio, la estelar intervención crítica de la escritora y académica
Sylvia Molloy en el campo de los estudios latinoamericanos. No son
pocas las referencias que Molloy ha hecho acerca del cabello. Del
pelo rizado en Las memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra, a
la larga cabellera de Oscar Wilde; de la trenza como fetiche en La
amada inmóvil de Amado Nervo, al pelo liberado de una novela de
Atilio Chiáppori: Molloy ha sabido leer el peso crítico del cabello.
Propongo entender tal gesto como una fundamental clave de lectura
en la exhaustiva y radical revisión que Sylvia Molloy hace del fin de
siglo latinoamericano. La argentina descentra la mirada hegemónica
de la crítica e intelectualidad latinoamericana, a partir de operaciones
ingeniosas que discuten la estrechez del statu quo ilustrado para
replantear las líneas que han dominado las más importantes
discusiones de la región. Naturalmente, también esto se produce a
partir de la propia intervención corporal de Sylvia Molloy en la
escena crítica latinoamericana. Sus textos y su propio cuerpo
producen un hiato crítico en las narrativas que han dado forma al
pensamiento cultural moderno de América Latina. Y este tránsito, la
compleja interrogación que su deslumbrante lectura suscita, tiene un
punto de partida indiscutiblemente cosmopolita. Comienza nada más
y nada menos con la llegada de Oscar Wilde a los Estados Unidos.
El 2 de enero de 1882, el pare entonces joven poeta Wilde llega
al puerto de Nueva York a bordo del vapor Arizona para iniciar una
gira que lo llevará a varias ciudades de Estados Unidos y Canadá. De
este viaje proviene su muy citada, aunque nunca confirmada frase
ante la pregunta de rutina de un funcionario de aduana: No tengo
nada que declarar más que mi genio. Wilde llega a Nueva York y en
el continente dicta más de 140 charlas en 260 días (Morris 3) y
concede casi un centenar de entrevistas (Hofer 4). Pero es en la
noche del 9 de enero de 1882 cuando oficialmente el poeta irlandés
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inicia su gira con una charla titulada El renacimiento ingles del arte
en el Chickering Hall de Nueva York. Un mes después, el 11 de
febrero, Martí publica la muy citada crónica del encuentro en la que
describe con abundantes detalles la seductora y muy estudiada
apariencia del dandi irlandés:
Ved a Oscar Wilde! No viste como todos vestimos, sino de singular manera.
Ya anuncia su traje el defecto de su propaganda, que no es tanto crear lo nuevo,
de lo que no se siente capaz, como resucitar lo antiguo. El cabello le cuelga, cual el
de los caballeros de Elizabeth de Inglaterra, sobre el cuello y los hombros; el
abundoso cabello, partido por esmerada raya hacia la mitad de la frente. Lleva frac
negro, chaleco de seda blanco, calzón corto y holgado, medias largas de seda
negra, y zapatos de hebilla. El cuello de su camisa es bajo, como el de Byron,
sujeto por caudalosa corbata de seda blanca, anudada con abandono. En la
resplandeciente pechera luce un botón de brillantes, y del chaleco le cuelga una
artística leopoldina. Qué es preciso vestir bellamente, y él se da como ejemplo.
Solo que el arte exige en todas sus obras unidad de tiempo, y hiere los ojos ver a
un galán gastar chupilla de esta época, y pantalones de la pasada, y cabello a lo
Cromwell, y leontinas a lo petimetre de comienzos de siglo (1).
En su muy influyente ensayoLa política de la pose, Sylvia
Molloy parte de la profunda impresión que la apariencia de Oscar
Wilde genera en José Martí. De acuerdo con Molloy, la extravagancia
de Oscar Wilde parece producir en el intelectual cubano un
sentimiento tanto de perturbación como de inesperada fascinación.
Molloy cita largamente la crónica de Martí, en especial parte del
pasaje que acabo de reproducir para entonces llamar la atención
sobre una de las afirmaciones: No viste como todos vestimos, sino
de singular manera. Molloy se pregunta a quiénes se refiere el
nosotros evocado por Martí o más bien qué de ese nosotros parece
inquietar la imagen de Oscar Wilde. Es a partir de estas preguntas
que la autora encuentra el punto de partida para toda una reflexión
crítica en torno a la pose y su capacidad transgresora, reflexión que no
se queda allí, sino que como ya señalé, perpetra una relectura radical
del fin de siècle hispanoamericano. Esto se confirma con
contundencia cuando en la introducción de su libro Poses de fin de
siglo. Desbordes del género en la modernidad, que recoge toda su reflexión
sobre el género y la sexualidad en un contexto hispanoamericano de
entresiglo, Sylvia Molloy cite una serie de escenas como figuras
indispensables para pensar su tecnología crítica y, por lo tanto, su
radical relectura del campo. La lista naturalmente comienza con la
descripción de Martí un Oscar Wilde vestido de terciopelo en el
Chickering Hall de Nueva York y continúa con una colección de
escenas no menos interesante: una caricatura de José Ingenieros
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perversamente “itaianizado, una foto de Teresa de la Parra y Lydia
Cabrera en París paseando un perrito, el Próspero de José Rodó
acariciando la estatua de Ariel, el dibujo de un corazón ahuecado en
una carta de Delmira Agustini al hombre que la mataría, la imagen
del perro muerto de Tolstoi imaginada por Rubén Darío, una
fotografía de las manos de Amado Nervo aunque me parece que
Molloy quiere referirse a las manos enjoyadas de Salvador Novo y
otra de Rosita de la Plata, el inmigrante español travestido (2012:
12). Toda la lista, todas las escenas que presenta Sylvia Molloy para
poner en perspectiva el fin de siglo hispanoamericano apelan a la
vista: todas parecen estar mediadas y medidas por los ojos.
Su lectura de Wilde, como ya adelanté, es la que inicia la
discusión que marcará toda la intervención de Sylvia Molloy en el
campo. Molloy centra su interés en el pelo de Oscar Wilde para
discutir y, sobre todo, escenificar cómo la crítica y la intelectualidad
latinoamericanas se han hecho de la vista gorda con respecto a estas
otras sensibilidades, otros cuerpos y líneas de pensamiento para
hegemonizar la estrecha agenda del pensamiento latinoamericanista.
Por lo tanto, Wilde no constituye una mera anécdota en la crónica de
prensa de José Martí. No es para nada un tópico colorido en la
discusión del fin de siglo hispanoamericano. Molloy entiende que en
esta crónica pone en escena un impasse fundamental entre la
inteligencia letrada latinoamericana y aquello que resulta indecible,
aquello que se hace invisible o incognoscible. Wilde, más allá de su
elocuencia, que no es aún dominante en su primera intervención de
la gira internacional, más allá de su sapiencia y erudición, intervendrá
con su propio cuerpo o, como ya sabemos, con su única política de la
pose para irrumpir el fin de siglo. Su intervención, la de Oscar Wilde,
pareciera ahora decir Molloy, hace dudar a la jefatura de la ciudad
letrada latinoamericana no solo de su capacidad de dominar una
comunidad cada vez más heterogénea, sino de poder sostener su
propia noción de certidumbre. Tal como Nelly Richard propone, son
estos nuevos grupos de actores que emergen de la multiplicidad
social quienes reclaman el derecho a la singularización de la
diferencia, oponiéndose a la uniformidad represiva de la identidad
mayoritaria. Mujeres, indígenas, homosexuales y jóvenes, vitalizados
por el debate transcultural y feminista de la periferia latinoamericana,
son los llamados a revisar la síntesis metropolitana de la modernidad
y, por supuesto, el cuerpo generizado (Richard 3). Por lo tanto, una
gran detonación se produce en el seno de esta crónica y es Sylvia
Molloy quien logra detectar tal eclosión, configurar su conflictiva
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política. Si se quiere, la escritora sabe leer este fin de mundo; el sisma
que le mueve el piso al mismísimo Martí sirve para cuestionar cómo
se ha diseñado no solo el canon hispanoamericano, sino la
arquitectura más de avanzada de su pensamiento.
Con sus políticas de la pose, Molloy desorienta la crítica
latinoamericana. La lista de escenas a la que hace referencia en Poses
de fin de siglo y que antes repasé, no resulta más que una poética de un
trabajo crítico que desprograma las separaciones entre vida de autor
y esfera pública, sexualidad y política, cosmética y letra. Quiero, sin
embargo, puntualizar dos problemas adicionales que hacen posible
esta intervención. Por un lado, debo insistir en que el trabajo de
Molloy excede las pertenencias nacionales y las obediencias de
campo, áreas, territorios y lenguas. Aunque en su propio libro Poses
de fin de siglo, la autora afirme:Propongo una reflexión sobre las
culturas de fines del siglo xix en América latina, particularmente en
la Argentina; más específicamente, sobre la construcción paranoica
de la norma con respecto a género y sexualidades y sobre lo que no
cabe dentro de esa norma, es decir sobre lo que difiere de ella (17).
Sylvia Molloy miente. Su trabajo, organizado en este mimso libro,
excede de manera contundente su país de origen. Poses de fin de siglo
no es un libro particularmente interesado en la cultura nacional
argentina, ni tampoco continúa la tradición del pensamiento crítico
argentino. Su trabajo produce una poco común interacción entre
figuras como José Asunción Silva o Augusto DHalmar, se encarga
de conectar las metrópolis y las provincias con las poses, melenas y
atavíos. Tanto este libro como su intervención crítica ponen en
circulación las ansiedades nacionales de Chile, Colombia, Cuba,
Estados Unidos, México, Uruguay, Venezuela y, por supuesto,
también de la Argentina.
Por otro lado, el cuerpo de Sylvia Molloy constituye de por si
un desafío. No puedo dejar de hacer referencia al escenario, o más
bien a la escenificación a la que Sylvia Molloy echa mano, para
enmarcar la discusión que propone en La política de la pose.
Molloy comienza su relato haciendo referencia a haber leído un
trabajo titulado Decadentismo e ideología en una sesión plenaria
de la Asociación Internacional de Hispanistas. En tal evento, de
acuerdo con la autora, un asistente preguntó con desparpajo y clara
autoridad si la ambivalencia de Martí y Darío con respecto de Wilde,
sobre la que la presentación de Molloy abundaba, no radicaba más
bien en en el hecho de que estaban preocupados por asuntos más
importantes, es decir, la construcción de una identidad continental
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(129). En su artículo, Sylvia Molloy hace referencia a dos
comentarios de la misma índole suscitados por su presentación, uno
por cierto a cargo del influyente intelectual brasileño Roberto
Schwartz ––aunque la académica no mencione su nombre. Ambos,
por supuesto, frivolizaban o por lo menos minimizaban las repuestas
de Martí y Darío ante el desafiante y contundente cuerpo de Oscar
Wilde. La política de la pose respondía, a su vez, a este doble
desafío: la mirada sobre Oscar Wilde que describe Martí y la mirada
sobre Molloy, descrita por ella misma, producen una incisión
paralela.
La intervención de Sylvia Molloy, su cuerpo generizado en el
corazón de la academia, desafía la maquinaria crítica e interrumpe de
manera decisiva su sistema circulatorio. Es entonces cuando se
fragua otro fin de siglo, uno mucho más lujurioso y trasvestido.
Porque, a fin de cuentas, la luenga melena de Oscar Wilde se inscribe
políticamente en el pensamiento latinoamericano a partir de la corta
cabellera de Sylvia Molloy. Sin su desconcertante intrusión capilar, la
incomodidad y repudio de Martí o Darío habrían continuado siendo
meras y coloridas anécdotas; la lengua entrecortada de Delmira
Agustini, otro síntoma de la Nena de casa; el vestuario de Alejandra
Pizarnik, una extravagancia de mal gusto. Su política perpetra un giro
irreversible en los estudios culturales de la región, un
desmelenamiento finisecular. No es, para nada, poca cosa.
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