Massuh, Elogio…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021/ pp. 123-131 123 ISSN 2422-5932
ELOGIO DE LA
INCOMODIDAD
Gabriela Massuh
Universidad de Buenos Aires
Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Filología por la Universidad de Erlangen-
Núremberg con la tesis Borges, una estética del silencio (Editorial de Belgrano). Docente universitaria, periodista en
temas de cultura y traductora de Kafka, Schiller, Enzensberger, Rilke y Camus, entre otros. Dirigió el departamento de
Cultura del Instituto Goethe de Buenos Aires durante más de dos décadas. Publicó, entre otros, Formas no políticas
del autoritarismo (con Simón Feldman), Benjamin en América Latina, Ex Argentina y La Normalidad (con
Alice Creischer y Andreas Siekmann), El trabajo por venir (con Norma Giarracca), El robo de Buenos Aires.
La trama de corrupción, ineficiencia y negocios que le arrebató la ciudad a sus habitantes (2014) y Nací
para ser breve. María Elena Walsh. El arte, la pasión, la historia, el amor (2017). Es autora de las novelas
La omisión (2012), Desmonte (2015), La intemperie (2017) y Degüello (2019).
Contacto: g_massuh@yahoo.de
Todo sobre Molloy
NÚMERO
ESPECIAL
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Número especial / Mayo 2021/ pp. 123-131 124 ISSN 2422-5932
Publicado en 1979, Las Letras de Borges de Sylvia Molloy propone un
inquietante recorrido a través de toda la obra del autor de Ficciones.
Un recorrido que tal vez no haya sido superado hasta el momento.
La de Molloy es una lectura fundacional. Sin exagerar puede decirse
que, como lectura desde el interior de producción, es el análisis más
exhaustivo de los mecanismos que llevaron al escritor argentino a
ocupar el lugar que hoy ocupa en el mal llamado Canon. El de
Molloy es un libro inevitable. Funda -o más bien inaugura- una
manera de leer a Borges. Acaso sin saberlo, tal vez sin haberlo leído,
quien hoy lee a Borges ha pasado por el libro de Sylvia Molloy.
¿Desde qué lugar leyó Sylvia Molloy los textos de Borges a fines
de la década de 1970? Su premisa básica para entenderlos, analizarlos
y abordarlos es la aceptación de esa radical incomodidad que
generan. O que generaban hacia finales de la década del setenta,
mucho más que ahora, porque hoy nos acostumbrarnos a esa esencial
incomodidad de que todo texto de Borges tiene tantas
interpretaciones como lectores.
Borges empezó a escribir ficción de manera casi tardía. Para
superar la timidez de abordar un género nuevo para él, atravesó un
camino en etapas. El libro de Molloy es el deslumbrante relato de ese
peregrinaje donde Borges se va transformando en Borges. El primero
de esos pasos fue la premisa de aceptar el carácter artificial del
mecanismo narrativo: letras, frases y párrafos se articulan como un
juego de abalorios, fragmentos que permiten el pasajero lugar de la
palabra. Esto es leer a Borges desde la vanguardia: es la articulación
de los disjecta membra cuyos detalles aislados o circunstanciales
por fin solo encuentran coherencia en la máscara.
1
El segundo es la aceptación del engaño como cualidad inherente
al acto de escribir. Escribir es mentir varias veces o todo el tiempo.
Escribir es burilar una máscara engañosa donde el hecho de escribir
es ese pretendido delito que Borges le atribuye a los seudo criminales
de Historia universal de la Infamia.
El tercer paso es la deconstrucción del yo narrativo o la nadería
de la personalidad. A partir de allí se constituye el no-lugar de los
textos de Borges. En este sentido, Molloy se remonta muy lejos en su
genealogía de la obra para leer toda su obra de ficción a partir de
postulados que ya están en su primerísima producción (Fervor de
1
Silvia Molloy, Las letras de Borges. Buenos Aires: Sudamericana, 1979. Véanse págs. 37 y ss.
Todas las citas pertenecen a esta edición.
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Buenos Aires y los luego desechados Inquisiciones y El tamaño de mi
Esperanza). Molloy describe al joven Borges saliendo del espacio
clausurado de su quinta de Adrogué para volver a salir a otra
clausura: la ficción. Se trata de ese inclúyanme afuera que describe
la paradoja de la escritura de Borges.
El cuarto paso es la omisión del nombre. Borges se desprende
del deslumbramiento de la fascinación adolescente por los paisajes
arrabaleros de Buenos Aires para convertir al paisaje en todos los
paisajes, a los nombres en todos los nombres mediante la
instauración de la careta, la máscara, de lo que no tiene retrato ni
cara. En este sentido, agregaría Molloy, Borges es un descarado.
Molloy describe de manera magistral cómo el joven Borges,
todavía poeta, necesitó anular desprenderse del yo, anularlo, para
ponerse a escribir ficción. Aquí ocupan un lugar central sus eternos
juegos con biografías ficticias, desde la apropiación y ampliación del
Wakefield en el Nathaniel Hawthorne, pasando por el falso
enaltecimiento de ese poeta menor que fue Evaristo Carriego, hasta
llegar finalmente al paroxismo de las biografías de Historia Universal
de la Infamia. Es la invención, ya no del personaje-escritor como
palurdo, sino del escritor como personaje menor insidioso, el
nincompoop de Hawthorne como modelo de los bobos, pretenciosos,
nimios, indecidores de los que salen los Pierre Menard, los Carlos
Argentino Daneri, de alguna manera también Bouvard y Pecuchet o
Baltazar Gracián: poetas menores de las antologías. Los textos de
Borges están inundados de poetas mentirosos al borde del delito
literario. Del mismo modo como estaban al borde del delito los
protagonistas de Historia Universal de la infamia.
Escribir ficción fue para el Borges de Molloy una manera de
llegar a la propia orilla. A través de cuatro resignaciones que son los
cuatro postulados que articulan al Borges que hoy leemos: la
renuncia a todo criterio de verdad, la postulación de la absoluta
artificialidad de lo escrito, la deconstrucción del yo y la puesta en
abismo del nombre. No era fácil llegar a estas conclusiones en la
década de 1970. Las Letras de Borges es una fascinante lectura de estos
cuatro principios borgeanos.
El primer relato de Borges publicado como ficción y no como
aquellos escamoteos del género que fueron Evaristo Carriego, Historia
universal de la infamia y El acercamiento a Almotásim (incluido
primero en Historia de la Eternidad, luego en Ficciones) fue Pierre
Ménard autor del Quijote. Para Molloy la mise a nu (puesta al
descubierto) de los procedimientos que solapadamente obran en
textos anteriores. Pierre Menard no inaugura la ficción borgeana,
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simplemente la afirma (53). Así visto, el Pierre Ménard sería la
profundización de esa incomodidad que genera el permanente hiato,
la molestia de ese típico deslimitar el texto interrumpiendo el flujo
normal entre el lector y el autor, entre el narrador y el autor, entre
el lector y el personaje.
La tipología del personaje Ménard analizada por Molloy, como
antes la de Wakefield, vuelve a subrayar ese gesto irónico, tramposo,
juguetón de ensalzar al narrador como palurdo, esos absurdos
plumíferos de garra, hommes de lettres de probada psicología que
inundan las letras de Borges (57).
Es decir, parecería sostener Molloy, hay lenguaje cuando hay
trivialidad. Un ejemplo: cuando el narrador de El Aleph llega al
centro del relato una vez superada el incesante palabrerío vacuo de
Daneri, cursi detentador de frases hechas, el narrador confiesa
arribar al inefable centro de mi relato, empieza aquí mi
desesperación de escritor.
Así Molloy sobre el Pierre Menard:
La primera ficción declarada de Borges pone de manifiesto lo que
los relatos previos habían anunciado: que toda letra escrita presiona,
que toda letra escrita inscribe una tensión. Que el acto de escribir,
como el acto de leer, acaso parezcan, (acaso sean) actos tautológicos.
() Los textos de Borges, al recuperar textos anteriores, al anunciar
escritos posteriores no determinan: literalmente indeterminan el
lugar fijo, el monumento horaciano en el que a menudo se entierra la
literatura. (57)
Siguiendo esta línea de ocultamientos y juegos de abalorios, El Aleph
sería la transición de las máscaras al doble como un monólogo de
dos. Es la descentralización del relato.
Ya no hay máscara o rostro como no hay paulatinamente
personaje porque ya nadie sabe cuál es el nombre verdadero y
cuáles son sus ídolos (76). Para refrendar este postulado, Molloy
sostiene que del relato borgeano puede decirse lo que Schopenhauer
de la historia: que es un calidoscopio, en el que cambian las figuras,
no los pedacitos de vidrio, a una eterna y confusa tragicomedia en la
que cambian los papeles y máscaras, pero no los actores (la cita es
de Otras Inquisiciones). Esta interpretación es la que da pie para leer a
Borges desde la vanguardia, es decir, desde la legitimación del
fragmento.
Molloy va construyendo a un Borges maestro del desasosiego.
Al que, como lector o lectora, hay que acostumbrarse. Desasosiego
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del lector, desasosiego de las letras que conjuga. Leer a Borges es la
zozobra permanente de la incomodidad, del hiato, del engaño, del
malestar, de la inquietud. A grandes rasgos sería esta la tesis de Las
letras de Borges, aunque tanto con Molloy, como con Borges, la palabra
tesis es injusta porque nada se detiene en un solo concepto;
siempre existe otro que lo refuta. Aunque sí, me atrevo a afirmar que
se trata de una tesis porque la autora vuelve a refrendarla de manera
literal casi cuarenta años después de publicado el libro.
En 2017 Sylvia Molloy dio una memorable conferencia en la
Biblioteca Nacional titulada Borges y yo.
2
Allí se refiere a uno de
los numerosos encuentros que tuvo con él en Buenos Aires, aquella
vez acompañándolo de regreso a su departamento luego de una
comida en casa de Bioy Casares. El recuerdo de Sylvia Molloy
refrenda su libro de una manera maravillosa. Cuenta que, durante el
trayecto, Borges ejercía una suerte de elogio de la lengua inglesa y le
recitaba a Sylvia las palabras inglesas que más le gustaban porque
eran palabras verdaderamente inglesas y no derivadas del latín. De
modo que recitó cadenciosamente en inglés quill, quick, queasy, qualm,
quagmire que en castellano significan pluma, incomodidad, temblor,
atolladero, embarazo
Culmina Sylvia en la conferencia: tuve la sensación de que esas
palabras, de algún modo, aludían a su obra. Es este el desasosiego
que vindicaba en el libro escrito casi cuarenta años antes. Esa, la
sensación de todo lector desprevenido, sostiene en la charla, es la
naturaleza radicalmente extraña de la obra de Borges, “la
inquietante movilidad de la obra de Borges.
Las letras de Borges no es el intento de convivir con el
desasosiego, no pretende explicarlo, ni siquiera de transformarlo en
lectura lisa. Todo lo contrario: es el intento de ahondarlo hasta, casi,
el paroxismo del silencio. O hasta un infinito tirabuzón ascendente o
descendente que sigue girando hacia arriba o hacia abajo a medida
que avanza toda lectura sin convertirse jamás en letra fija. A pesar de
este hiato, a pesar de los múltiples abismos que se abren
permanentemente en la lectura, Sylvia Molloy insistirá siempre en la
dispersión, la bifurcación, la multiplicación coincidiendo acaso con
ese Borges que, refiriéndose a la Biblia, invalida su contenido
diciendo que tiene tantas interpretaciones como lectores.
No existe en Las letras de Borges un corpus bibliográfico en el
cual se apoye su autora. Hacia fines de la década de 1970 existía en
2
Su registro puede verse por Internet: https://www.youtube.com/watch?v=brM-t5FY-Tw
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lengua castellana un grupo de críticos que habían intentado fundar
una concepción totalizadora de la obra de Borges a partir de una
interpretación esencialista: un Borges de afiliación a la literatura
fantástica, un Borges metafísico, un Borges de afiliación agnóstica,
etcétera. Los más importantes, los trabajos de Ana María
Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges
(1956), de Jaime Alazraki, Aproximación a la prosa narrativa de JLB
(1974) y Borges: hacia una lectura poética de Emir Rodríguez Monegal
(1978). No hay ninguna referencia a ellos en el libro de Molloy.
En las primeras páginas de Las letras de Borges la autora admite
que su punto de partida no es el de la sustracción: el texto borgeano
es uno más de la serie cuyo potencial de inquietud -mejor: cuya
provocación intelectual- ha sido prostituido y debilitado por una
lectura eliminativa (11). Molloy opta por aceptar en la lectura la
sumatoria de recursos, no tenerles miedo, no dejarse ofuscar por
ellos: la superstición del texto fluido inaugura malas costumbres.
¿Cuáles serían para Molloy esas malas costumbres? Restar los
ripios, renunciar a tropezar con los hiatos, desechar la incomodidad
hasta reducir al texto a una esencia que no tiene. Molloy propone la
renuncia al esencialismo: “No nos detengamos en el texto, que el
texto se demore entre nosotros. Eso que Molloy llama la
superstición de la lectura eliminativa convirtieron a Kafka en
kafkiano, a Borges en borgiano: la anticipada y cómoda postulación
del ya se sabe de qué se trata.
Comenta el artículo de Jean Wahl que figura en los Cahiers de
L´Herne dedicado a Borges y cita la frase imperativa de Wahl: hay
que conocer toda la literatura y toda la filosofía para descifrar la obra
de Borges. A lo que Molloy responde categórica: No, no es
necesario conocer toda la literatura y toda la filosofía de Borges;
simplemente porque la obra de Borges no reclama que se la
descifre. (56)
Molloy llama crítica obtusa a aquella que se desconcierta ante
la falta de realidad de las ficciones de Borges. Se refiere a esa
crítica que, partiendo de una mímesis mal entendida, sostiene que a
esas ficciones les falta algo. Se refiere a un comentario de Uno y el
Universo donde Ernesto Sábato sostenía que Borges construye
cuentos en que fantasmas que habitan rombos o bibliotecas o
laberintos no viven ni sufren sino de palabra. (19) Molloy señala
que la postulación de Sábato (es decir, que Borges carezca de
realidad) es precisamente aquello que ella, Molloy, considera uno de
sus rasgos más importantes: la sustitución de un elemento personal
fijo (personaje, geografía, relato) por el vacío. Significa que Molloy
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se sitúa en la vereda opuesta de aquellas lecturas que no soportan la
desconfianza, las que no comprenden la figura de Verlaine por la que
una cosa no pueda ser ni del todo la misma, ni del todo otra (ni
tout a fait la même, ni tout a fait une autre).
Es que para leer a Borges no solo hay que aceptar la inquietud.
Hay que partir de ella. Molloy elige esa inquietud que es aceptar el
vaivén del texto de Borges, abrirse a lo uncanny, lo misterioso, lo
extraño, lo desasosegado cuyo postulado es la eliminación del yo de
la escritura: aquella nadería de la personalidad por la cual todo texto
es un lugar en transición. Nunca adscribe a quienes se someten al
malentendido de que Borges es un autor de literatura fantástica. Y
postula, misteriosa palabra en Borges y en Molloy, una ética del texto
borgiano, que es la recta conducta de un texto que declara y conoce
los desvíos, admite las trampas inevitables, los simulacros que por fin
no disimula (60 y ss)
Llama crítica enceguecida a aquellas interpretaciones que
reclaman cortes nítidos sin entender que la vacilación determina
desde un comienzo el proceso de composición y contrapone:se
escribe y se lee el texto borgeano en la inseguridad, en el filo donde
se conjuga y a la vez se disgrega el lenguaje (24) De esta
inestabilidad renueva, en y para Borges, la figura del flâneur literario
desgajándolo de la figura de ese flâneur en Baudelaire que se
lamentaba de la desaparición de los rasgos del pasado en la ciudad
moderna. Se acerca más a la noción de Walter Benjamin para quien el
flâneur también es un flâneur-voyeure que busca espacios libres y
no quiere renunciar a su mundo privado. Es el Borges joven que
recorre los arrabales para liberarse de las rejas de la quinta de
Adrogué, es el Borges del varias veces citado texto epifánico del
sentirse en muerte y es también el Borges adulto que transforma
esa flânnerie en un alucinado recorrido por las hereotopías
conceptuales del saber universal que convierte nada más (y nada
menos) en literatura.
Sylvia lee a Borges ya no desde sus frases, sino desde adentro
de su propia letra. No lo deja adscribir a ninguna corriente externa a
esas letras, a ninguna teoría que pueda armarse, en tanto que esencia,
como centro productor de su escritura. No hay visiones filosóficas,
literarias, teológicas, psicológicas; no hay o teorías del conocimiento,
ni de la ciencia ni de lo que fuere donde insertarlo o clasificarlo.
Borges es un hiato en materia de interpretación. Es, si se quiere, la
interpretación que él mismo, sus máscaras, sus artilugios, genera. Por
eso le parece un cliché el criterio metafísico que postula de E.L.
Revol para interpretar “El milagro secreto. (65) Criterio que, por
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otra parte, aplicaron hasta el cansancio los primeros analistas locales
de la obra de Borges, aunque tal vez sea él mismo el responsable de
esa atribución errónea.
En realidad, fue Michel Foucault quien propuso una manera de
leer a Borges que desbarató, de alguna manera, todas las lecturas
anteriores. En su famoso Prefacio a Las palabras y las cosas,
refiriéndose a su lectura de El idioma analítico de John Wilkins
sostiene:
Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al
leerlo, todo lo familiar al pensamiento al nuestro: al que tiene nuestra
edad y nuestra geografa, trastornando todas las superficies ordenadas y
todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga
vacilacin e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo
Otro.
3
Molly no cita este párrafo. Pero el malestar de Foucault y esa
risa que profiere no sin un malestar indudable, difícil de superar se
parece mucho a lo que propone Molloy cuando sostiene que la
manera de leer a Borges es, simplemente, risa y malestar. Y agrega:
la risa ante Borges, con Borges, escasea como escasea el
reconocimiento de que el texto borgeano acaso perturbe. El texto
borgeano se ha vuelto cifra solemne e inamovible: anulado, casi, en
nombre de la cultura. Descreyendo de los dudosos beneficios de
los lectores de admiración beata, aclara a continuación: hay que leer
la erudición de Borges en su letra, como aval que asegura la
autenticidad del texto -ficción o ensayo- desatendiendo su función
primordial: la de inquietar básicamente a través de la risa, señalando
a la vez su falsía y verdad (61). La falsía y la verdad: esta es la
escritura como engaño, el lenguaje como desasosiego, la reducción
del criterio de verdad hasta convertir la lectura en un pacto con la
mentira, con la infamia, casi con el delito, con la historia universal de
la infamia.
En una nota al pie de página Molloy recurre a un párrafo de
Maurice Blanchot dedicado a Henry James y se la aplica a Borges:
¿Qué nombre dar a esa presión a la que somete su obra, no para
limitarla sino para hacerla hablar enteramente, sin reserva, dentro de
su secreto sin embargo reservado? (59). Sin decirlo explícitamente,
Sylvia Molloy adhiere a eso que Blanchot recomendaba en toda
3
Michel Foucault, Las palabras y las cosas, Buenos Aires 1968, (Siglo XXI)
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lectura de Borges: comprenderlo exclusivamente desde el universo
que autoriza la literatura. Ningún otro.
4
De eso van Las letras de Borges, de ser percibidas, leídas, gozadas,
amadas por el corpus literario que ellas mismas generan. Borges no
tolera el juicio ajeno y por eso desespera. Por eso incordia. Por eso
molesta. Decirlo hoy es casi una verdad de perogrullo. Admitirlo
hace cuarenta años era fundar un modo de lectura. Con Sylvia
Molloy aprendimos a leer a Borges desde el tembladeral de un no-
lugar en cambio permanente tan inquietante como las máscaras,
como los dobles, como los laberintos, como la infamia que Borges
proponía como escritura. Al decir de Foucault y también al decir de
Sylvia Molloy, la incomodidad de Borges es la de haber perdido el
lugar común. O, dicho de otra manera, el único lugar común es la
mesa de disección donde las múltiples partes ya no pueden
conjugarse en un todo o pueden generarlo de manera infinita sin
centro y sin circunferencia. Esa es la monstruosidad incómoda de la
enumeración heterotópica: la ruina del lugar común.
5
Leer a Borges es, como dice Molloy, detenerse en esa
incomodidad, es frecuentar la inhospitalidad. Es aceptar que el
espacio común está en ruinas. Habrá que empezar de nuevo. Aceptar
las ruinas, aceptar el incordio y aceptar que leer es encontrarnos de
manera permanente con marcas ingratas que rompen no solo la
fluidez del texto sino la del sentido.
Pregunta final: si no existe acceso a Borges más que por los
hiatos que él mismo propone. ¿Qué nos está diciendo entonces? O
bien: ¿Es lícito preguntarnos si Borges quiere decirnos algo?
Personalmente formularía esa pregunta de otra manera. Preguntaría
como Christa Wolf: ¿qué queda? Lo que queda de Borges después de
leer a Sylvia Molloy es una cuidadosa articulación de diferencias en
cuyos intersticios permanece de manera latente un resto, una ruina
inasimilable. ¿Un desconsuelo? Tal vez el desconsuelo de aceptar la
irritación de que la literatura ya no sea un espejo del mundo sino una
cosa más agregada al mundo. ¿Y qué más queda? Yo diría, y acaso
Sylvia Molloy comparta este manotazo de ahogada, aquella frase que
perdura y sigue definiendo, más allá de los hiatos y las incertezas, el
hecho estético como la inminencia de una revelación que no se
produce. Una revelación que no se nombra: el comienzo de la
desesperación de todo escritor.
4
Maurice Blanchot, El libro que vendrá, 1959, Caracas (Monte Ávila) p. 110.
5
Michel Foucault, op. cit. p. 2.