Amante, La cita robada Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número Especial / mayo 2021 / pp. 16-29 16 ISSN 2422-5932
LA CITA ROBADA O LOS
LABERINTOS DE LA MEMORIA DE MOLLOY
Adriana Amante
Universidad de Buenos Aires New York University
Adriana Amante es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesora de
literatura argentina del siglo XIX en esa universidad y en la New York University en Buenos Aires. También es
investigadora del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA y directora académica de la Escuela Superior
de Creativos Publicitarios. Ha recibido becas del Fondo Nacional de las Artes, el Instituto Camões y la Universidad
de Buenos Aires, y ha sido investigadora visitante en la New York University, en la University of London y en la
Universidade Nova de Lisboa. Ha publicado numerosos artículos y ensayos en diversas revistas especializadas, ha
editado textos de autores clásicos argentinos y ha traducido obras de Machado de Assis y de Fernando Pessoa. Integra
el consejo de dirección de la revista Las Ranas. Es autora (junto con Florencia Garramuño) de la
compilación Absurdo Brasil. Polémicas en la cultura brasileña (2000) y de Poéticas y políticas del
destierro. Argentinos en Brasil en la época de Rosas (2010).
Contacto: aa71@nyu.edu
Todo sobre Molloy
NÚMERO
ESPECIAL
Amante, La cita robada Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número Especial / mayo 2021 / pp. 16-29 17 ISSN 2422-5932
A David Oubiña
No puede describir su propia voz, no puede oírse, solo oye las palabras que anota. Ve el gráfico de
una voz la suya, ve la arquitectura que va estableciendo, siente el placer físico que le
proporciona la palabra por un momento justa, luego reemplazable, pero ignora el tono. Lo
imagina grave, acaso sea distinto; cuando alguien le dijo, no hace mucho, que le gustaba su voz y
que había escrito algo sobre ella, pensó que querría leerlo para oírse.
Sylvia Molloy, En breve cárcel
Ella se venga por el monólogo.
Simone de Beauvoir citando a Flaubert en “Monólogo”
La cautivante lectura
“Not surprisingly, Borges provides us with a beginning”, reza la apertura del primer
capítulo de At Face Value, el libro que Sylvia Molloy publica en 1991 originalmente
en inglés sobre las formas de la autobiogafía en la literatura latinoamericana. Y si digo
“reza”, quiero aclarar que no es que quiera echar mano de la manera convencional
de aludir a una enunciación cosa que voluntariamente preferiría evitar para decir
lo que Molloy hace al decir esa frase, sino que ante todo estoy proyectando lo que yo
hago con ese texto de Molloy.
Acto religioso, cívico o militante, lo cierto es que, como un ritual de iniciación
(para introducirlos en la escritura crítica, o en la poética de Molloy, o en la literatura
de Borges, o en la de Sarmiento), pido en mis clases que algún o alguna estudiante
que hable bien inglés lea la primera página y media, por lo menos hasta la confesión
de lo evidente:
If I have gone into this story at lenght it is not solely for the pleasure of repeating
(and thus translating for my own means) a particularly haunting, near-perfect story.
Perhaps better than others, this story by Borges exemplifies what his whole work
stands for: a mise en texte of the scene of reading in Spanish America, and
concomitantly, of a narrative practice.
1
Molloy encuentra en “El evangelio según Marcos” la cifra (y lo digo a propósito con
esa palabra borgeana) del abordaje crítico que hace con ese gesto discursivo, que es
a la vez una cita, una reversión sin dejar de ser una transcripción y, obviamente, una
traducción. Así, es Borges, que no será y eso quiero resaltarlo la materia del libro,
el que le ofrece la escena clave de lectura y de su puesta en texto, y a partir de alMolloy
1
Sylvia Molloy, At face value. Autobiographical Writing in Spanish America, Cambridge: Cambridge University Press,
1991, p. 16.
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se detendrá entonces en las interpretaciones desviadas, las falsas o erradas
atribuciones, los malentendidos, las citas erróneas, las distorsiones creativas
mortales o no de la literatura latinoamericana, empezando por Sarmiento.
2
En el modo en que Molloy vuelve a contar ese relato están su interpretación
y su análisis; y más que nada en las intromisiones de su yo (cosa que claramente
también aprendió de o con Borges), diseminadas en la sutileza de una forma adverbial
o en la puesta en duda de alguna aserción: not surprinsingly, for all its suddenness, thinking
(quoting?). Molloy tiene (¿comete?) la osadía de extenderse bella y morosamente para
contar sin que podamos saber de antemano adónde quiere llegar ni cuándo va a
terminar; pero sin duda el gesto más temerario está en volver a contar a Borges. Pone
en acción la pulsión de narrar (un cuento, una escena, un episodio, una anécdota, un
incidente) y obtiene entonces la cifra que le permite la develación de algún sistema.
Así se despliega la escritura crítica de Sylvia Molloy; en una articulación
perfecta entre la ficción la que se lee, la que se vuelve a contar, la que se escribe y
la indagación: no un discurso de certezas, sino un sendero de derivas. Molloy, como
crítica, nunca es previsible. Porque tampoco como lectora lo es. Siempre detecta lo
irreductible, eso que está acallado o desplazado, el detalle desdeñado, lo que parece
no tener sentido: la barra de azufre en el cajón de un escritorio en Borges; la escena
queer en Sarmiento que solo ella es capaz de recuperar, más que por lo que él dice,
por lo que calla; la flor en el ojal del pecho que se extiende sobre una mesa de
disección en el Boris de Eduardo Wilde; el nodo homosexual de la poética de
Pizarnik en Hilda la polígrafa. Se detiene en lo nimio o lo furtivo para entender el todo.
No creo necesario informarlo pero sí recordarlo: no entra por los lugares trillados ni
del género ni de la autobiografía. Entra con la fruición de una lectora curiosa con
fascinación escópica siempre, con mordaz aunque simpática malicia a las obsesiones
de los otros, a las zonas menos visibles de los otros, pero también a las
construcciones más inadvertidamente evidentes de los otros.
3
Octubre de 1996. Estoy haciendo el curso de doctorado de Sylvia Molloy
sobre literatura y nero en New York University desde septiembre. Llegan los
padres de David de visita y vamos en auto a Boston, para ver el indian summer, cuando
las hojas estaban en su pick. En el camino, cuento el arrobamiento que me había
producido Sylvia leyendo fragmentos de lo que estudiábamos (Borderland, Augusto
2
Es fundamental no olvidar nunca que ese efecto se da plenamene sobre todo en la versión original en inglés, casi
una contrapartida de la acción del aquiescente Baltasar Espinosa, que les traduce a los Gutre de la Biblia en inglés,
reactivando lo aprendido de lengua y oratoria en el colegio de Ramos Mejía.
3
Me encanta ver cómo muchos procedimientos del ensayo crítico pueden entrar a su ficción; pero lo que
verdaderamente me maravilla en el modo en que los procedimientos de la ficción entran en su ejercicio de la crítica.
No pasa en cualquier caso: se da en Piglia, se da en Pauls, se da en Molloy (cf. Adriana Amante, “Notas sobre Piglia
[o la experiencia personal de un estilo]”, en Adriana Rodríguez Pérsico [org. ], Los lugares de la literatura. Ejercicios
críticos sobre Ricardo Piglia, dossier en Revista Landa, publicação do Núcleo Onetti Núcleo de Estudos Literários
Latino-americanos, da Universidade Federal de Santa Catarina, volume 5 n.° 2, 2017).
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D’Halmar, El jardín de al lado, Demira Agustini, De sobremesa, La vorágine), la tintineante
calma con que los analizaba, la articulación diáfana y la modulación que mantenía en
equilibrio la emoción, la intensidad pareja y la duración bien distribuida, el tempo
calmo de su dicción, el timbre delicadamente grave de su voz. No lo dije así,
seguramente, pero lo dije de tal modo que, cuando terminé la exposición de lo que
me había impactado, mi suegra, que había entendido perfectamente bien lo que yo
estaba intentando explicar, lo remató sin ambages: “¡Te enamoraste!”.
La arquitectura de la voz
AA: Pocos escritores hay que, como vos, muestren tanta articulación entre lo que
escriben y lo que hablan: tu escritura tiene el tono, el ritmo, la cadencia y cierta
morosidad (que no es lentitud) de tu voz. ¿Tenés registro de eso?
SM: No conscientemente. No lo percibo. Lo que se me ocurre es que al vivir
en un país que no habla castellano como primera lengua, mi castellano se ha vuelto
más… no sé: “literarioes la palabra. Pero hablo con mi escritura. Mi escritura es un
acto de interlocución.
…………………………………………………………………………….
Me acuerdo de algo que me pahace muchos años. Papor un período en el que
no podía hablar en público. Era una fobia que me paralizaba. No podía hablar: me
empezaba a temblar la voz hasta que se me iba. O sea que no podía dar conferencias,
no podía dar clase: no podía hacer nada. Y me acuerdo que estaba en terapia y que
el analista me dijo: “Divida; separe las cosas entre lo que se dice y la performance de lo
que se dice, y olvídese de la performance. Piense en el texto suyo, en el que va a leer,
y trate de hablar a través del texto, en lugar de hablar el texto; es decir: pasar por el
texto”. No qué sentido tenía; pero lo intenté, porque estaba muy desesperada, y
funcionó.
Es reconocible el ductus de la escritura de Molloy. El ductus de su literatura,
podría decir, para incluir allí no solo el sonido (cómo lee Molloy: la altura, el tono de
su voz) y la grafía (cómo es la letra de Molloy: su trazo), sino también el stylo (cómo
inscribe Molloy, cómo enuncia Molloy: su impronta). El ductus de su literatura tiene
un eje claro, erguido sin soberbia, íntegro sin severidad, diestro sin rigidez (lo digo y
me entrampo en una paradoja, dado que Molloy es zurda). Es ajustado, acertado,
equilibrado. Es emotivo sin estridencias, es fluido sin aceleración, es moroso sin
lentitud; se planta sin imponer, sugiere sin desleer, abunda sin sobrecargar, diseña sin
clausurar. Como su caligrafía: más cerca del aplomo perspicuo de una escritura
sentada que de la premura que se inclina en la letra cursiva. Cada palabra tiene su
peso específico: porfía, traste, rellano, che, importantemente.
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Como puede convalidarse en “Homenaje” –de Varia imaginación, el proyecto
estético-literario de Molloy se enciende a partir de la memoria de las palabras oídas
en el pasado (que no es solo la infancia); una memoria que apunta, como quien acopia
con calma, sin arrebatarse, sonidos, órdenes y desórdenes, y algunas bonitas palabras:
Mi entrenamiento para retomar soltura con un inglés escrito soltura y dominio no
fue emular a autoridades sino practicar el bric-à-brac: anotaba en papelitos palabras,
expresiones, cláusulas adverbiales (por lo general adversativas) que me gustaban y que
quería usar: notwithstanding, hitherto, despite, conversely. Un poco como quien plagia: o,
más precisamente, como alguien que espía una performance y luego la reproduce.
4
El bric-à-brac, que es tan Molloy. Porque arma repertorios de palabras o expresiones
a veces en desuso, como congeladas en el tiempo, extrañadas en el vaivén al que las
someten el castellano, el inglés o el francés, las tres lenguas que domina. Arma tanto
colecciones de palabras como de gestos o de objetos, como quien rescata en el
mercado de pulgas cosas ajenas para hacerlas propias, o como quien lleva allí eidola o
fetiches propios para volverlos de otro (quizás, incluso, para devolverlos): la tetera
para el culto inglés de una madre de ascendencia francesa, los tonos lapidarios de
Victoria O., la estatuita andina de llamitas que copulan y el librito negro de
Schopenhauer sobre la mesa de luz, los alfajores Havanna para ML., la lanzadera de
Paula Albarracín, los mohínes de Puig. Son las petits riens, las tises (todas estas
expresiones, claro, son las suyas) que tanto movilizan su crítica como su ficción. Esas
fruslerías que tanto le gustan, esas cositas sin importancia que ella ilumina para volver
a ponerlas en valor componen, junto con los recuerdos menos palpables, el nudo del
funcionamiento de la memoria en su literatura: todo eso, esa heteróclita colección de
cositas de nada (y acá entran también los versos sueltos, las escenas literarias o
cinematográficas, alguna enunciación borgeana y el nonsense que se puede hablar
gozosamente con las gallinas, los perros o los gatos, “frases inanes, pedacitos de
parlamentos semiolvidados, frases absurdas derivadas de lugares comunes que me
han quedado en la memoria, o de canciones que recuerdo vagamente, o de palabras
que mi hermana y yo inventábamos de chicas
5
). Son aquello que “no me deja”,
convirtiendo en ocasiones a la que narra en una Funes disgustada o pesarosa, que se
las arregla de todas formas para asimilar esas menudencias a “aquellos objetos de
‘Tlön’, convocados y disueltos en un momento según las necesidades poéticas”.
6
Quizá en ese modo del souvenir inevitable anide la verdadera densidad de su memoria,
compuesta por lo que se selecciona, se organiza, se reordena cada vez que se tiene
que “levantar la casa”, pero que resulta imposible desechar (a me atrae más lo
4
Sylvia Molloy, “La lección de escritura”, en Vivir entre lenguas, Buenos Aires: Eterna cadencia, 2016, p. 75.
5
Sylvia Molloy, “Ecolalias”, en Vivir entre lenguas, p. 28.
6
Sylvia Molloy, “Traducir a Borges ", en Rafael Olea Franco (editor), Borges: Desesperaciones aparentes y consuelos secretos,
México, El Colegio de México, 1999 p. 279.
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doméstico que lo íntimo en la escritura de Molloy), lo que se vuelve insistente como
una ecolalia incontrolable: “Ya no hay casa, no hay antes, solo cámara de ecos”.
7
Abril de 1997. Casi final de nuestra temporada en NY. Me desvelaba conocer
Vassar College, donde había estudiado Elizabeth Bishop, a quien había descubierto
una noche ventosa en la Bobst Library. Molloy estuvo dispuesta a conducirnos, a
David y a mí, Hudson arriba hasta ese pueblo un tanto fantasmal en el que ella
también había pasado algunos años. Una parada para almorzar nos enfrascó en los
primeros manuscritos de El común olvido. Después vendrían los otros libros y, más
que la amistad, la familiaridad definitiva; y en los dos planos, el despliegue absoluto
de la domesticidad de Molloy. No lo íntimo, no lo privado: lo doméstico, que tienen
su centro en las casas (Olivos, Long Island, Chelsea, Scalabrini Ortiz), habitadas por
perros, gatos, gallinas, libros que se apilan, bric-à-bracs y souvenires de unos o de otros
descubiertos en San Telmo o en los malls de Southold.
La escritora como copista
“Con timidez Vera le acaricia el pelo, ella roza torpemente los dedos de Vera y al
querer acariciarle a su vez la cabeza ve que las raíces están completamente blancas”.
Ecolalia transformada (transmutada) de la escena del reencuentro en que Fréderick
percibe el cabello encanecido de su amada Madame Arnoux, en La educación sentimental
de Flaubert, Molloy hace lo que hace siempre: reescribe como quien hace reverberar.
8
La escena es una cita. No se asienta en el literal traslado de las mismas palabras de
un texto a otro, sino en el encuentro no fortuito entre lo propio y lo ajeno. Y si bien
no necesariamente enloquece, la cita siempre enajena. Se toma lo que se lee, y se lo
reescribe para poder releerlo, pero transformado: ha sido repito enajenado. Tanto,
que a veces hasta no se lo reconoce. Paradoja de una escritura especular, que sabe
del juego incantatorio del reflejo, como La condesa sangrienta: “Podemos conjeturar
que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de su morada”, dice
Alejandra Pizarnik, como bien lo sabe Molloy.
9
En Molloy, leer o releer también es
una acción refleja, pero refleja como se dice de un verbo: (re)leer es (re)leerse. La cita
es ir al encuentro del otro en el afán de encontrarse a una misma. Faltar a una cita,
entonces, ¿será un atentado moral a la escritura? ¿Una forma del delito amoroso de
la literatura? ¿O un des-cuidado de sí? La cita (de esa escena de La educación sentimental)
es también una forma amorosa de la venganza.
10
La cita como ecolalia ya de un
texto, ya de una escena es habitualmente impúdica en Molloy (como el discurso de
7
Sylvia Molloy, “Levantar la casa”, en Varia imaginación, Rosario: Beatriz Viterbo, 2003, pp. 83-85; y Desarticulaciones,
Buenos Aires: Eterna cadencia, 2010, p. 73, respectivamente.
8
Digo “Molloy” –es hora de aclararlo como quien dice “Borges”, esa entidad que es y no es la escritora, y acciona
sobre todo como una función de su discurso.
9
Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, en Obras completas. Poesía & prosa, Buenos Aires: Corregidor, p. 384.
10
Cf. Sylvia Molloy, “Citas de la memoria”, en Citas de lectura, Buenos Aires: Ampersand, 2017.
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ML. en Desarticulaciones, y como el discurso de Molloy en alguna parte de
Desarticulaciones), porque le hace contar “lo que no quisiera que nadie escuchara” ya
que “creerían que estoy perdiendo la razón”.
11
AA: Aunque aparente no serlo, El común olvido es, si no el único,
probablemente sí el libro de citas (literarias y de voces) de Molloy. Por un lado, es el
libro de citas textuales, desviadas, que explotan en contextos totalmente desgajados
de la razón, de la explicación, del fundamento. Y, al mismo tiempo, es un libro donde
todas las citas y todos los encuentros que se dan, si bien nunca son deseados, van
volviéndose de todos modos ineludibles. Daniel trata de evitarlos, pero siempre cae
en esos encuentros y citas, a veces por azar y otras veces por tonto.
SM: Lo que más me interesó, el primer motor de escritura fue no tanto citar
un texto escrito como citar cierta entonación, una cierta manera de hablar. Hay un
personaje que, si se quiere, es una especie de personaje archivo: Samuel Valverde,
que habla de una manera muy marcada, y que remite sin duda a José Bianco. Yo
quería capturar la particularidad de esa dicción de Bianco, quería capturar las
anécdotas de Bianco. Capturé una voz. No se trata de un trabajo de recuperación
histórica ni mucho menos: lo que quería era usar esas citas para contar otra historia,
para contar mi historia, para apropiármelas.
AA: Otra cita inevitable: "En mi corta experiencia de narrador, he
comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir
una entonación, una voz, una sintaxis peculiar, es haber descubierto un destino
(Borges)."
12
GS: ¿La cita sería una forma en la que quien escribe, en lugar de ser hablado
por ese intertexto o por ese conjunto de conversaciones que de alguna manera son
la tradición, puede tomar la iniciativa y gobernar esa intertextualidad?
SM: Yo empecé a escribir a través de citas, porque anotaba citas, que es una
manera de quedarme en literatura; es decir, de citar dentro del texto. Cuando escribía
En breve cárcel, me acordaba de relatos de Silvina Ocampo y metía cosas; es decir:
pasaba de mi texto al de Silvina. Y a veces era un detalle, una cosita mínima: un
adjetivo, o un adverbio (porque los adjetivos no me gustan, pero lo adverbios, sí).
La transcripción es el extremo de la cita, el deseo de escribir un texto que ya
está escrito antes (el que leés o el que escribís, “que a veces puede ser el mismo”, me
agrega Sylvia). No es extraño que a Molloy le la haya encantado “El evangelio según
Marcos”, el texto de la repetición entre lenguas de la crucifixión de Cristo, en el
relato pregnante que Baltasar Espinosa les ofrece cada noche a los Gutre (el padre,
11
Sylvia Molloy, “Ecolalias”, Vivir entre lenguas, p. 28.
12
Jorge Luis Borges, "La poesía gauchesca", en Discusión, 1932, en Obras completas. 1923-1972, Buenos Aires: Emecé,
p. 181.
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el hijo… y la muchacha de incierta filiación). Esa historia de extrema literalidad, que
la escritora misma repite, traslada, transcribe en su “particurlaly haunting, near-
perfect storylectura. Ella misma juega al filo, como Espinosa: a veces empieza en
el idioma que no va a ser aquel en el que tiene que escribir para que eso dispare y
produzca una especie de copia en la traducción, como para poder alcanzar la
literalidad de su escritura. Para alcanzar la literalidad; esto es: para encontrar las
condiciones de posibilidad de la letra, de su escritura. Así, para estar en condiciones
de ejercerla, Molloy prefiere instalar su escritura en un estado provisorio:
en cada nueva copia de este texto propone geografías vagas, una latitud frígida
aceptable, un invento nevado que no la convence, que tacha. Querría no nombrar,
por coquetería, con desenfado. Sabe que nombrar es un rito, ni más ni menos
importante que la inscripción de una frase trivial. Pero también sabe que los nombres,
las iniciales que había escrito en una primera versión, han sido sustituidos; la máscara
del nombre que recuerda, del nombre con que dijo, con que creyó que decía, ha sido
reemplazada por otra, más satisfactoria porque más lejana. Se pregunta por qué
disimula nombres literalmente insignificantes cuando pretende transcribir, con saña,
una realidad vivida.
13
Ese texto aparentemente definitivo deja ver el espesor de manuscritos que se copian;
y es en el traslado que se produce la metamorfosis, la alteración que lleva de la
experiencia real (que existe, sí, cómo no) al modo en que se la configura en las
ficciones. Al fin y al cabo se trata de seguir creando, como en la infancia, unas
“ficciones controlables”.
14
Es en En breve cárcel donde se nota más el calibre de esta
escritura que se ejercita (como quien de ese modo se realiza) en las acciones de copiar
y de transcribir.
Copiar y transcribir implican, también, tachar, o sustituir (se tacha para
sustituir, más que para eliminar; y se tacha para mostrar, más que lo tachado, el acto
de tachar). En En breve cárcel, hay nombres que, aunque se tachen, quedan igual en
evidencia; o, peor mejor: al dejar en evidencia la tachadura, se alienta la búsqueda de
las evidencias. También se da en Desarticulaciones: ML., E., H., X., V., L., A., N.,
iniciales de nombres que no quieren articularse. Pero si el nombre completo se
oblitera, como otra forma de la tachadura, antes que no dejarlo ver lo que se consigue
es el deseo de adivinarlo. (No muy distinto funcionan el “amigo” o los “amigos” que
actúan como partners circunstanciales o discursivos para que el relato, el recuerdo, la
circunstancia se desarrollen).
Los nombres, como las citas robadas, se distorsionan pero no se eliminan;
quedan sous rature en la escritura, como las pruebas de un crimen o como un
atrevimiento. A Molloy no le disgustan el equívoco, el lapsus o la enmienda. No digo
13
Sylvia Molloy, En breve cárcel, Barcelona: Seix Barral, 1981, p. 19.
14
Sylvia Molloy, En breve cárcel, p. 20. Hay allí un dejo/eco (probablemente involuntario), de la “ficción calculada”
de José Mármol en Amalia.
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que siempre necesariamente los exhiba, pero es claro que los aprovecha. Como el
narrador de “Historia del guerrero y de la cautiva” cuando busca en los palacios de
su memoria ese recuerdo esquivo pero insistente que le provoca la historia del
bárbaro iluminado y después de algún fugaz desvío por la China que, en vez de
suprimir, deja al descubierto llega a la historia que le oyó alguna vez a su abuela
inglesa.
Enero o febrero de 1997: Spring semester en NYU. David y yo tenemos una
cita con Molloy. Ella ha ideado un Guided individual reading para nosotros dos. La listita
de textos que convinimos (-imos?) en leer es corta, contundente. On longing, de Susan
Stewart, fue de esos libros el más precioso don o souvenir que nos legó. Nos
recuerdo sentados frente a su amplio escritorio, en la oficina luminosa que daba al
corner de 19 University Place con East 8th Street. A nuestra izquierda recuerdo
particularmente la cantidad de ejemplares de tapas azules de la primera edición de At
Face Value, y recuerdo (creo) un dibujo firmado por Silvina Ocampo. Cada miércoles,
esperábamos que Sylvia llegara a nuestra cita sentados en el sillón de la antesala del
Departamento de Español y Portugués. Los otros estudiantes graduados nos
burlaban: “Ah, es cierto que hoy tienen terapia de pareja”. Y sí.
La educación sentimental de Molloy
En un puñado de textos hay una escena condensadora que pertenece a la experiencia
vital de Molloy, pero que ella, en vez de usarla como forma de la vanidad para el
despliegue de un yo, la selecciona, la cuenta (o la imposta) porque encuentra allí la
cifra de una obra literaria, la del escritor o escritora de los que se hablará: Enrique
Pezzoni, Manuel Puig, José Bianco, Norah Lange, Jorge Luis Borges, Silvina
Ocampo, y Victoria (si no continuamente evidente, siempre agazapada). De
publicarlo como serie o unidad, ese libro sería la Educación sentimental de la escritura
de Sylvia Molloy. ¿O de la escritora Sylvia Molloy?
Siempre hay una escena autobiográfica: un recuerdo, un episodio, una
anécdota. En “Traducir a Borges” son arriba de tres. Molloy ensayó varias versiones
de este texto (ya lo he dicho: ella también se transcribe, copirobándose a misma).
La más completa y la más fascinante de las versiones es la publicada en México en
1999, como no dejo de recordarle.
15
Todas, no obstante, conservan este incipit
deslumbrante:
15
Hay una versión que lleva el título de “Pensar a Borges”; que reaparece parcialmente como “Borges, encore”, en
Citas de lectura. La que yo prefiero (inexorablemente) es "Traducir a Borges", la incluida en Borges: Desesperaciones
aparentes y consuelos secretos, que mencioné en la nota al pie número 6. Aunque la literatura de Molloy no sea
esencialmente narrativa (aun cuando En breve cárcel y El común olvido cuenten una historia), siempre hay episodios,
escenas, situaciones (anecdóticas o no) que se cuentan. Pero lo que sobre todo hay en la literatura de Molloy (y ya
no me refiero o no me circunscribo solamente a su ficción) son historias que se cuentan una y otra vez. Que se han
leído y vuelven a contarse (en rigor, como ella dice de Borges, a referirse, en ese “relevo narrativo” que ella le señala
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La última vez que vi a Borges le dije que había traducido ‘La encrucijada de Berkeley’ con el
tulo de ‘Berkeley's Quandary’. Le gustó. Le gus mucho. Me dijo, con su natural gentileza,
que sonaba mejor en inglés que en español. También me dijo lo mucho que le gustaban ciertas
palabras inglesas (palabras de veras inglesas, decía, no derivadas del latín), palabras que
empezaban con qu: quill, queasy, quake, qualm, quagmire (esta en especial le gustaba). Mientras
escuchabamo las decía, más bien entonaba, como quien declama, tuve la impresión de que
todas pluma, desasosegado, temblor, duda, atolladero de algún modo aluan a su obra.
16
Me gusta confirmar que Molloy es una impostora. Ella lo admite, ella lo
exhibe: combina la firmeza de la impostación de una voz con la certera expropiación
de lo ajeno, que es otra forma del engaño. No importan (no me importan) las palabras
que Borges en efecto haya dicho. Sospecho (y hasta deseo, incluso) que no
necesariamente han sido justo esas (o justo todas esas), y que Molloy como decía
Piglia de Borges: con esa astucia para falsificar que hemos convenido en llamar su
estilo las ha forzado e incluso inventado.
Efecto afterthought. Tomo esa palabra de un título de Molloy para pensar el
modo en que procesa los episodios o anécdotas que le ocurrieron a ella o a otros (o
a ella con otros), manipulados por su crítica o su ficción. Su escritura ensayística o
ficcional, entonces, se me presenta como un rescate diferido. Es en ese delay entre lo
que vive y lo que escribe que opera su escritura. La dilación no es tanto una operación
temporal como un artificio estético.
Gracias a Molloy, (re)tenemos imágenes de algunos escritores que se habrían
perdido, o que no existirían, porque puede que sean, no digo inventos ex nihilo, pero
imágenes apócrifas que deleitan a un espíritu escópico como el suyo, que hurga en
las poses de los otros para hallar no tanto su rostro como su propia voz. La memoria
selectiva de Molloy y digo selectiva, no porque no sea capaz de recordarlo todo
(lamenta ser un poco Funes cuando, tullida en parte como él por la fractura de una
pierna, está condenada a la inmovilidad y a la “insistencia molesta” del recuerdo),
sino porque se solaza en seleccionar lo que debe ser recordado es la contraparte de
la memoria ciega de la desarticulada ML. Las vidas de los otros son, más que un
material narrable, un juego de variaciones de la escritura propia.
como característico): Molloy contando “Wakefield” de Hawthorne, o “El muerto” y “El cautivo”, de Borges (en
“Dislocación e intemperie: el viaje de vuelta”, Caracol: 10, Universidade de São Paulo, 2005), y como ya mencioné
“El evangelio según Marcos”. En su obra ensayística, también vuelve a contar lo que ya ha contado, lo que ya ha
escrito (su propia “Casa tomada”, de Varia imaginación, reaparece en “Dislocación e intemperie”; o la anécdota sobre
el título maloído/malentendido/malinterpretado de En breve cárcel con Silvina Ocampo en “Para estar en el mundo:
los cuentos de Silvina Ocampo”, en Nora Domínguez y Adriana Mancini, La ronda y el antifaz, Buenos Aires:
Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras UBA, 2009 y en Citas de lectura).
16
Sylvia Molloy, "Traducir a Borges", p. 273. Molloy empieza el texto como la traductora (que es), desarrolla la
mayor parte del argumento como la crítica (que es), y termina enunciando como la escritora (que es), siempre que
nos tomemos la licencia de pensar que esas tres condiciones cualidades pudieran concebirse en su escritura
separadamente.
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Número Especial / mayo 2021 / pp. 16-29 26 ISSN 2422-5932
SM: A pesar de haber escrito sobre autobiografía, no me interesa la
autobiografía en sí. No me interesa escribir mi autobiografía. Me interesa leer
autobiografías ajenas para ver el enorme trabajo de ficción que hay en toda
autobiografía, que es la composición de un personaje y aquello que André Gide
llamaba “el ser facticio preferido”. No ficticio: facticio. El ser construido preferido.
17
Y
me interesa ver cómo funcionan las autobiografías como técnica narrativa. Y en
cuanto a lo que se refiere a mi propia autobiografía, me resulta más ¿cómodo? usar
el material autobiográfico mío. Lo he dicho más de una vez: no inventar, o no
puedo inventar ab ovo. Necesito un punto de partida para inventar y ese punto de
partida me lo dan los recuerdos, o sea que a partir de ese pasado mío armo una
ficción.
Molloy toma, saquea, usa, transcribe, cita las autobiografías de otros tanto
como las propias. Los textos que surgen de historias, anécdotas o núcleos de sentido
autobiográficos o familiares, se completan con núcleos familiares de escritores que
lee: Hudson, Steiner, Canetti, Supervielle. Son también historias de familias urdidas
por la lengua, que ingresan a la vez al universo familiar de la escritora.
Desde su primer libro, En breve cárcel, Molloy escribe en tercera lo que piensa
y elabora en primera persona. A partir de ahí, se las ingenia para ejercitar su reverso:
hacer pasar la primera persona como si fueran cosas que le pasan a otra. Je est une
autre, incluso en los textos que seguirían, construidos como breves iluminaciones,
donde también podrá decir a los otros como yo. Quizás ahí esté la clave del sistema.
No es otra cosa que una distorsión (usa la misma palabra para hablar del misreading de
Sarmiento en At Face Value, como de la creación en “Dislocación e intemperie”). Así
articula (y desarticula) la relación entre autobiografía y ficción. Es en el delicado
equilibrio (diestro, sutil y no autocentrado) entre las dos ¿instancias? que se asientan
sus ficciones de la autobiografía:
una vez me preguntaron en una entrevista acerca de la ‘crueldad’ de contar episodios
de vidas ajenas. Considero que contar vidas de otros fuera de contexto no es
necesariamente más ‘cruel’ que el citar un texto escrito por otro en el texto propio.
18
La vida de los otros, como una forma de la autobiografía. Autobiografías, punto. No
importa de quién.
17
En “Otro Sarmiento” (de Citas de lectura, p. 61), Molloy piensa esa categoría de Gide en relación con Sarmiento.
18
Sylvia Molloy, “Ficciones de la autobiografía”, Revista Vuelta, Año XXI, número 253 México, diciembre 1997.
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El calco de la madre
Recurro a una inolvidable imagen que tengo de Norah Lange, la imagen que surge
inevitablemente cuando pienso en ella. Corren los os cincuenta. Adolescente, estoy
con mi madre en la esquina de Suipacha y Paraguay, cuando vemos cruzar la calle a
una mujer, intensamente pelirroja, vestida toda de negro. Lleva grandes anteojos de
sol y empuña juguetonamente, como un dandy su bastón, un delgadísimo paraguas
negro. ‘Ahí va Norah Lange’, dice mi madre que la conocía porque era amiga de sus
hermanas. Y agrega, con tono de desaprobación (y acaso de envidia) semejante al que
usaba cuando hablaba de Chichina o Haydée, pero esta vez exacerbado, como si
Norah llevara al límite la rareza de las Lange: ‘Es una extravagante’. Y enseguida, en
aparente contradicción, me dice: ‘Mirala bien’. Yo seguí su consejo, acaso profiláctico,
acaso envidioso; miré, sin saber bien por qué, hasta que la perdí de vista. Podría haber
dicho, como la narradora de El cuarto de vidrio: ‘Después, solo necesité seguir mirando’.
Años más tarde descubriría que el mirar es actividad primordial en Norah Lange como
lo es en mí. Esa fue la única vez que vi a Norah Lange y, hasta el día de hoy, se puede
decir que la sigo mirando.
19
El estilo de Molloy está marcado por los modalizadores, que son los que dan el tono.
Molloy acota, sopesa, valora. Mientras la ve a Lange, ve a su madre mirando a Lange
y custodiando la moral de su hija, y se mira a ella y a su madre mirando a Lange
porque su madre le dice no solo que la mire, sino que la mire bien. Así, la imagen
que se tiene de Lange es casi una hipálage, imagen traslaticia, porque la imagen que
tiene es la que su madre le señala como quien se la transfiere. Lo escópico en Molloy
(en la Molloy que ha estudiado poses y poseurs) anida, antes que en la coincidencia
con Lange, en el mandato materno.
La madre, en la literatura de Molloy, es una usina de anécdotas que no se
reducen a pequeñas peripecias narrativas, sino que se entregan a la amplitud del
fraseo, del énfasis, de la repetición. Pero la madre no es solo una dadora de anécdotas
(aunque eso no depende tanto de quien las ofrece la madre sino de quien decide
recogerlas Molloy); es también y más que nada una dadora de sentidos. Porque esa
madre es ante todo una voz que descarga el peso del dictum o “de la doxa
argentina”
20
sobre el texto de la hija que, a fuerza de estilo indirecto libre o de textos
citados sin comillas, es como si la fagocitara.
Molloy La escritura de Molloy arroja una mirada lapidaria ¿o tal vez
meramente despojada? sobre su la madre. Sin censura pero sin saña (o al revés: sin
saña, aunque sin tapujos), se la muestra tal cual Molloy imaginaba que era. Por eso la
figura de esa madre está sobredeterminada o configurada por (exceso de)
modalización. No era la voz del padre (como en Borges), entonces, como creí
19
Sylvia Molloy, “Una tal Norah Lange”, prólogo a Norah Lange, Obras Completas, tomo I, Rosario: Beatriz Viterbo,
2005; y en Adriana Astutti y Nora Dominguez (comp.), Promesas de tinta. Diez ensayos sobre Norah Lange, Rosario:
Beatriz Viterbo, 2010.
20
Sylvia Molloy, “Gestos”, en Varia imaginación, p. 72.
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durante mucho tiempo, la que la literatura de Molloy buscaba entre las tardes y la
lluvia. Acaso sea la madre el gran personaje de su obra.
MU: ¿Es posible pensar la instalación de la voz lesbiana en la literatura
argentina a través de un discurso desviado, como es el de las ficiones maternas?
SM: Lo que trato de hacer en Varia imaginación es rescatar una voz materna
que sabe mucho s de lo que dice y a la vez niega que lo sabe. Ese vaivén, esa
incertidumbre materna que no sabés exactamente si o si no, dónde está. Esa
ambigüedad materna aparece sin duda en Varia imaginación.
No es casual, entonces, que sea justamente en la iluminación titulada “Varia
imaginación” donde intersecten el lesbianismo primero callado, después disfrazado
y por último confesado (a), y la madre. Es otra forma del in between (como entre las
lenguas, como entre la crítica y la ficción, como entre la biografía y la autobiografía):
entre la madre y la sexualidad de la hija, entre la madre y la sexualidad lesbiana de la
hija. Ese entrelugar está enunciado en el dictum mayor, tal vez la frase más
decidamente atrevida de la madre que, en su aparente elusión, le dice a su hija cuando
se embarca para Francia: “En Europa hay mujeres mayores que buscan secretarias
jóvenes pero en realidad lo que buscan es otra cosa”. Especie de moraleja de las
historias que, no Molloy, pero el personaje de su la madre en la literatura de Molloy,
escribe por debajo, como sous rature, de/en la escritura de su la hija. La madre, que la
ha condenado a la repetición, porque “Doctor, esta chica es un calco mío”:
21
Hace poco, sentada a la mesa, me sorprendí repitiendo un gesto de mi madre. […]
Era un gesto trivial, anodino: tomar el borde del mantelito que se tiene delante y
plegar el borde dos o tres veces sobre mismo en dirección al plato, como quien
pliega el borde de una hoja de papel. […] Es como si citara a mi madre, y la cita me
inquieta porque no la puedo controlar.
22
Malgré elle. A diferencia de las de la infancia de la narradora de En breve cárcel, esta
ficción se vuelve incontrolable. Hay algo pulsional (como un arrojo del cuerpo),
entonces, que irrumpe en la escritura. Como cuando la madre decide dejar la casa
familiar para mudarse a un departamento más chico luego de la muerte del padre, y
para despedirse “pasó la mano por el vano de una puerta, apretó una palma contra
una pared, rozó lentamente con los dedos un picaporte” citando, sin saberlo, una
escena cinematográfica de Greta Garbo.
23
Un picaporte que se roza con los dedos es una forma palpable de la memoria.
Acaso fuera ese mismo picaporte como el cuchillito de mango de asta del cautivo
21
Sylvia Molloy, “Gestos”, en Varia imaginación, p. 72.
22
Sylvia Molloy, “Gestos”, en Varia imaginación, pp. 71-72.
23
Sylvia Molloy, “Levantar la casa”, en Varia imaginación, pp. 84-85.
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Número Especial / mayo 2021 / pp. 16-29 29 ISSN 2422-5932
de Borges el que Molloy recuperó al permitírsele entrar fugazmente a la casa de su
infancia en uno de sus eternos retornos a Buenos Aires:
No reconocí nada en este interior que veía por primera vez salvo la puerta, una vieja
puerta con manija de porcelana que recordaba muy bien, y que pertenecía a la parte
vieja de la casa. Estaba cerrada, y estaba yo a punto de preguntar si podíamos entrar,
con la esperanza de reconocer lo que había del otro lado, o lo que recordaba que había
del otro lado, cuando el muchacho, mirando el reloj, dijo que se le hacía tarde para la
clase, con lo cual tuvimos que dar por terminada la de por sí breve visita. Y así partí,
habiendo realizado el sueño de entrar en la casa pero sin haber visto nada que pudiera
reconocer, salvo una puerta vieja del otro lado de la cual, quizá, me esperaba mi casa.
24
La casa había sido remodelada. Salvo el jardín, donde todo estaba prácticamente
como antes, el resto había sido enajenado. Solo pudo reconocer el detalle desplazado,
fuera de lugar (otra hipálage): esa manija de porcelana de la vieja puerta de la casa de
Olivos de la que, como Asterión, Molloy elige no salir; y espera que Teseo y Ariadna,
en vez de liberarla, la lleven cada vez que regresa para repetir domésticas ceremonias
en los laberintos de su memoria.
25
24
Sylvia Molloy, “Dislocación e intemperie: el viaje de vuelta”, p. 23.
25
Los fragmentos de diálogos con Sylvia que cito (y manipulo) en este artículo se dieron el 16 de noviembre de
2016, en el contexto de la Serie de Lecturas Frost, de la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad Nacional
de Tres de Febrero que dirige María Negroni (https://www.youtube.com/watch?v=BcjjIBA7Qno). Aparte de SM
y AA, aparecen las voces de Guillermo Saavedra y Marta Urtasun. Otros diálogos blicos con Sylvia son parte
estructurante de este texto también, como el que tuvimos con ella Anna Kazumi Stahl y yo en “Sylvia Molloy, entre
lenguas”, en la sede de New York University en Buenos Aires, el 17 de noviembre de 2017; o el que compartimos
con Julio Schvartzman y los estudiantes de nuestro “Taller de escritura para la tesis”, en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA en noviembre de 2019. La regularidad de las fechas (noviembre) confirma que a Sylvia le gusta la
primavera de Buenos Aires. A esos, le sumo las conversaciones familiares, las domésticas que mantenemos desde
hace casi veinticinco años, y que me llevan a no ser capaz de concebir la lectura de su obra sino como un acto
resplandecientemente dialógico.