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A contraluz: World Literature y su lado salvaje
Miguel Rosetti
CONICET/UBA
que el mundo no sea una unidad
ni como sensorium ni como «espíritu»,
sólo esto es la gran liberación
sólo con esto queda restablecida otra vez
la inocencia del devenir...
Frederich Nietzsche
I. World Literature, vista desde lejos
Desde que Franco Moretti, hace ya más de una década, reanimara las
discusiones en torno a la World Literature (en conjunto con los trabajos de
Pascale Casanova), fueron numerosas y variadas las repercusiones. Las
conjeturas de Moretti produjeron exenciones críticas, compilaciones de
artículos, debates académicos y su principal efecto, el más palpable, parece
haber sido la puesta en primer plano del interés existente en el diseño de
programas metodológicos de lectura. En caso de que uno se aventurara a
trazar el resultado panorámico de esta inquietud generalizada, el paisaje
probablemente se vería surcado por una divisoria de aguas: de un lado, los que
dispuestos a encolumnarse, sostendrían el ideal de un estudio planetario de la
literatura y del otro, los defensores de aquello contra lo cual la World Literature
parecería erguirse: la lectura directa y la autonomía relativa, no exenta de
matices, de las literaturas locales.
Arreciaron, desde ambos bandos, pedidos de membresía para áreas no
radarizadas, denuncias por omisión, declaraciones solemnes de amor a la
lectura. El objetivo del presente texto es menos indagar la pertinencia puntual
de estos reclamos, que lo que resulta opacado por ellos; esto es, el conjunto de
sobreentendidos compartidos sobre los que se apoya la (no tan) hipotética
mundialización contemporánea de los métodos de lectura. Postulada como un
sistema idóneo para pensar como factible y deseable la construcción de una
“literatura del mundo” (y no una literatura universal), pergeñada con evidente
potencial polémico, articulada en un lenguaje elegante y pedagógico, y con una
cuota de incorrección política que la academia norteamericana en sus áreas
más severas le es difícil soportar, la World Literature asoma, más allá de su
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potencial heurístico, como un espacio sintomático de las tensiones y
convergencias que recorren los estudios literarios contemporáneos.
Dado su ascetismo conceptual y la temeridad de sus formulaciones, hay
una voluntaria sobreexposición a la crítica ideológica. El contexto editorial (New
Left Review) e intelectual (la Academia norteamericana) de su concepción
vuelven relevante este gesto, en el que además transporta un intento de
revitalización letal de la tradición comparatística, una espacie particularmente
sensible a la dimensión política en la institucionalidad literaria, cuya
convocatoria se hace en aras de consumación. Sin embargo, es su afinidad
con la línea más moderna de la crítica literaria latinoamericana, línea
persistente cuya inmunidad ha sido diplomáticamente obviada, la que se
encuentra en el centro de mi interés al volver a la propuesta de Moretti. y que
permite mantener intactas las grandes autopistas de la tradición crítica e
inexplorados caminos alternativos. No se trata de probar la utilidad de la
propuesta de Moretti, blanco fácil para la impugnación, un enemigo, además de
cómodo, útil para realizar esta tarea de limpieza hermenéutica; sino más bien
aprovechar la ocasión de una modelización “fuerte”, para dibujar sobre su
fondo (y a trasluz) un modelo “débil”, deducible de la propia genealogía del
latinoamericanismo y de su espectral relación con el campo crítico de los
estudios literarios comparados.
Ya fue innumerablemente señalado que la propuesta de Moretti hunde
sus pies desde sus primeras conjeturas en (y no pudo no ser leída sino a la
sombra de) una tradición prestigiosa: la de la Weltlitertur. En rigor, es en las
oscilaciones que existen entre cada uno de estas nociones axiológicas (entre
World Literature y Weltliteratur y Literatura Universal) donde se ponen en juego
no solo rudimentos metodológicos, sino hipótesis literarias, éticas, políticas,
temporales. Si para Goethe y Marx éste era una imagen a través de la cual
proporcionar una idea sensible del inevitable “advenimiento” del concierto
cultural mundial (y su mercado); si para Eric Auerbach se trataba más bien de
un nombre crepuscular para una práctica cuyo objeto sería la construcción de
“la coalescencia fatídica de las culturas” en el momento de su estandarización
(2007:6]), para Franco Moretti se trata de infundir a la noción un proyecto
disciplinario específico y de largo aliento, una profesión potable dentro del
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mercado académico, nada más -nada menos- que un oficio (y una ética
profesional consiguiente) que no debe reinventar su propio modus operandi a
cada paso: yo, lector (principal, secundario) de la World Literature.
Así Moretti extrae a la Weltliteratur de la nebulosa en la que la
concepción goethiana la había dejado, sin problemas, ni objeto claro; y, por el
otro, desmitifica el legado auerbachiano de una ciencia literaria de imposible
exhaustividad. Para convertirla en un trabajo sumario y abordable, proyecta el
montaje de un aparato de escala planetaria, imaginamos, reticulado alrededor
de centros de estudio dispersos por todo el mundo y en posición de producir un
insumo inciertamente rentable en el campo profesional de la cultura mundial
para que esta deje de ser un “espejismo”. La primera anotación que surge es
bien cara a la academia norteamericana: el despliegue de la teoría es
inescindible del despliegue organizacional. La segunda, nuestra: su proyección
profesional no sucedió.
En este punto, la propuesta de Moretti se produce como correlato más o
menos directo de un proceso de integración económica mundial, la
denominada “globalización”, cuya responsabilidad en la circulación (desigual)
de bienes y ampliación y concentración del mercado editorial y académico, es
patente. Y, de hecho, se trata de volver positiva y real el espejismo de una
cultura mundial. El mundo, tal como lo piensa Moretti, perdería su estatuto
imaginario, para devenir una cifra objetiva, una figura estable, una premisa
dada, finalmente dotado de una cultura. En tanto la Weltliteratur era un pretexto
experimental del humanismo, ya sea el teleológico de Goethe y Marx (detrás
de su Weltliteratur, está siempre el hombre griego contra sus contemporáneos
particularistas), o el escatológico de Auerbach (delante de su Weltliteratur, está
el hombre trágico “unificado en su diversidad” ante sus contemporáneos
estandarizados), la World Literature renuncia a todo sondeo de la tradición
“occidental” al servicio de su asentamiento sobre un territorio firme y finito. Al
hombre-síntesis de unos, y al hombre-sintetizador de otro, Moretti parece
proponer el hombre-sintético: aquel que puede proceder de manera natural por
la vía de un método predeterminado, sin producir mayores ruidos teóricos y
haciéndole lugar a todos en la medida en que estos se ajusten a sus
prerrogativas. Es decir, la pequeña utopía académica radica en que no hay
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obstáculo epistémico que el trabajo cooperativo y acumulativo no pueda sortear
en su trayectoria virtual por la producción literaria del mundo dado un corte
transversal del tiempo y del espacio. Basta ubicar a cada elemento literario en
su longitud y latitud -junto a sus lectores especializados-, para explicar el
desarrollo de las variaciones formales, en el contexto de su cultura y aún en la
historia de su literatura nacional primero, para integrarlas, finalmente, en una
historia de la literatura mundial.
Es evidente que la World Literature, en miras de tornar al planeta un
“morfoespacio literario” (2007:103), se sustrae a todo pensamiento de la
temporalidad, más allá de Braudel, a tal punto que se limita a proyectar su
resultado en un “historia” de la literatura mundial, de la que no ofrece más
indicaciones que las cronológicas. Esta desatención a la historia, y su evidente
espacialización, es en todo contraria al sondeo de Goethe y Auerbach, para
quienes el tiempo (la tradición) está lejos de ser un archivo positivo,
acumulado, listo para desclasificar y reclasificar, y constituye con tonos
diferentes (con paradójico porvenirismo en uno, como conservacionismo
trágico en el otro) el laboratorio de una filosofía del hombre, de la historia, y del
presente. Decía Auerbach, en un tono lejano al de Moretti:
Lo que sea que seamos, somos en la historia y solo en la historia nos
podemos desplegar. Es la tarea de los filólogos demostrar esto, de modo
que penetre de manera inolvidable en nuestras vidas (1967: 6)
Esta vocación historicista y secular, inscripta en una tradición que había dado
luz un único modo (el filológico) de comprender y salvar a todos los lenguajes,
las literaturas y tradiciones modo que hay que sostener bajo el paraguas
mítico de la ciencia-, es la contraparte indisociable de un mandato ético: hacer
sobrevivir aquello que todavía vive en la tradición (las heterogeneidades de esa
síntesis disyuntiva que es el Hombre, “todas las potencias del ser de las que es
capaz” [1967:7]). Esta urgencia del presente está “puesta a distancia” en la
World Literature. Moretti aclara, acusado de estar realizando un diseño
metodológico solapadamente imperialista, que su propuesta apenas intenta
“mostrar un aspecto de la prehistoria de nuestro presente” (2003: 91). Esta
observación temporal parece ser imprescindible para darle viabilidad a la
iniciativa porque la “globalización” tan solo habría hecho visibles y actuales las
nuevas condiciones materiales para centralizar una única vía de dar cuenta de
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una conocimiento literario que corresponde y es significativo para la prehistoria
de nuestro presente, como si este se ubicara en un plano distinto en que la
relación entre literatura y tiempo ya no funciona con la misma intensidad que
antes. Para ambos, el reconocimiento de la diversidad humana del pasado
depende de un único método analítico. Sin embargo, Moretti postula que ese
método tiene pertinencia en el presente, pero no para el presente; porque su
objeto, la literatura, no lo tiene, y en este punto como su objeto no es “crítico”,
su disciplina tampoco
1
.
Al convertir a la Tierra en nación mundializada, al transformar a sus
habitantes en ciudadanos del mundo, Moretti aspira a la estabilidad con la que
cuentan las literaturas nacionales. De esa forma, busca escapar del hábitat
propio, crónico, conato, de la tradición de las literaturas comparadas: la crisis.
La comparatística, concebida así, como disciplina de la crisis, sujeta al
comparatista a un rol que vacila e involucra simultáneamente al del médico y
juez, rol que los grandes comparatistas han sabido ocupar. Les corresponde
dar diagnósticos y emitir sentencias. El tipo de operación intelectual que
demanda implica, por lo tanto, una dimensión temporal. Lo leímos en Auerbach
(1967), para la tradición de las literaturas comparadas el presente y el mundo
son sus horizontes de realización y lo que en su seno se debate es lo que se
debate en cualquier situación crítica: algo del orden de “la continuidad de la
vida y la eventualidad de la muerte” (PALTI, 2005: 17). Filología de la
Weltliteratur es la exposición al mismo tiempo de una inflexión en el tiempo, y
el establecimiento de un método distintivo que le da una forma (en este caso,
apocalíptica) al devenir temporal.
Ese campo operatorio es el que intenta eludir Moretti, al tratar a las crisis
parciales y cíclicas (intrasistémicas) de las literaturas comparadas (una
verdadera crisología) como una crisis abismal, general (sistémica). “No una
literatura comparativa, sino una literatura mundial”, comenzaba su primera
conjetura Moretti, dado que la “primera no ha cumplido las expectativas de
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1
En su introducción de La literatura vista desde lejos (2007), Moretti señala el
creciente desinterés por el estudio de la literatura, a tal punto de saludar a modo de
broma a los profesores que cruzan fronteras hacia los estudios de cine, televisión,
publicidad, comics, videojuegos. Plantea que el método propuesto vendría a salvar el
peligro de su desaparición, arriesgándolo todo.
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estos orígenes” (2000: 65). De alguna manera, lo que efectivamente sucede al
integrar sin s a las literaturas nacionales y continentales como un insumo
(un término) del análisis comparativo, pese a que enunciativamente se las
condene en una suerte de ritual iniciático (la lectura distante sumada a la
literatura mundial “son contrarias a la historiografía nacional” [2000:71]), es que
evacúa al comparatismo de toda su potencial para el pensamiento de lo
heterogéneo y contingente, y no le suministra otra marca distintiva que el
expediente de la “comparación” en su acepción más ejecutiva y reposada:
“contrastar” formas en el marco de una “morfología comparativa” (2000:71).
Ahora bien, la intervención releída, focalizadamente, se presenta no
tanto como una ejercicio de contemporaneidad en la tradición de la
Weltliteratur, sino, por el contrario, como un acto purgatorio, de alejamiento
definitivo, que se consolida en un pequeño desplazamiento en los claustros
norteamericanos. Los textos de Moretti son un “llamado al orden” disciplinar, un
intento de morigerar los excesos en los estudios literarios contemporáneos, y
en este punto, una suerte de puesta en revista superficial de la situación de las
humanidades en la academia norteamericana. World Literature sería el nombre
del ansiolítico que la academia norteamericana produjo contra la
inexhaustividad del método comparativo, ya no solo por efecto de su herencia
historicista, sino también por el impacto coetáneo de su dispersión culturalista.
En este sentido, el informe Bernheimer de 1993, donde se evaluaban los
corolarios del progresismo universitario, la expatriación de la disciplina de su
sitial del elite, su descenso y conjugación con los “deseos políticos” de sus
lectores, se presenta hoy como un extraño antecedente (la formulación de
todos los problemas) sobre el que se inscribe la propuesta de Moretti. Al
cambiar y construir un nuevo contexto de actuación, señala todas las
soluciones. Aplaca los problemas de la traducción resueltos por la vía de
lectores “nativos”, el drama de la interdisciplinaridad respaldada en una
sociología mundial y un protocolo estadístico, la inestabilidad la teoría literaria
en nombre de un suelo categorial firme, y la porosidad de la “literatura”,
saneada por los constructores de cánones nacionales y por las decisiones del
mercado editorial. Moretti responde bastante nítidamente al llamado del
informe, que exigía la necesidad de abocarse a una tarea de
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“recartografización” (BERNHEIMER, 1997:56). Para él, no se trata de impugnar el
común suelo multicultural o “la sensibilidad con respecto a las diferencias
culturales” (1997:58), sino conferir al problema una metodología al uso que
garantice no extraviarse en un campo cada vez más expandido, atacando el
instante de peligro cognitivo, el más “débil” por subjetivizante: la lectura. La
hipersolvencia metodológica (que lo faculta para construir un objeto a su
medida) no es posible sino porque concede a otros los “ejercicios teológicos”
de lectura (Moretti, 2000:57). En su versión filológica positiva (el autor, el
comentario, el establecimiento textual), o en su versión negativa (el texto y la
textualización del sentido), tayloriza el proceso de lectura, y tercerizándola, se
evita la comparación ad hoc que, al parecer y como la analogía, produce
demonios.
Vemos que la producción conceptual es el fruto de la dinámica propia de
la discusión académica y, en este punto, su diferendo se realiza sobre una
compleja red de acuerdos, donde lo que diverge no radica en la perspectiva,
sino en la zona que la perspectiva elige iluminar. En ambas parcelas se abona
el esquema básico de un único mundo y una diversidad de culturas (y
literaturas). Esquema que puede ser reformulado al uso capcioso de diversas
nociones antropológicas-jurídicas-económicas-filosóficas (la naturaleza, la
forma-de-vida, el capital, el hombre, el espíritu, la literatura, el sistema-mundo)
que constituyen el territorio común de una variedad de formalizaciones
particulares y desiguales (las culturas, las formas de vida, las minorías,
materializaciones y subsistemas locales). El caso es que Moretti decide llevar
este presupuesto al método, y alumbrar más enfáticamente un horizonte de
totalización y un modo homogeneizante de pensar la diferencia que ya estaba
presente en los corrientes intelectuales que lo anteceden. Los estudios
culturales nunca pudieron abandonar la idea de totalidad, que solo se
atrevieron a fragmentar [Link, 1997:31]. La globalización, se sabe, no es otra
cosa que la cara económica del ideal cívico del multiculturalismo.
Con el falso universal del mundo, Moretti concibe como consumada la
completa homogeneización cultural del planeta, asume como un fatum y un
factum de partida que la cultura funciona (o al menos funcionó) en todos lados
de la misma manera. Lo que reaparece es la totalidad como premisa y las
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totalizaciones son, pese a todo, anticomparativas (y anticomparatísticas). Como
dijo Nietszche, “no se puede juzgar, ni medir, ni comparar, ni negar al todo”
(1998:67-68).
II Ahora, Latinoamérica: más allá de la sociología literaria
María Teresa Gramuglio (2011), en un artículo reciente, nota hasta qué
punto el comparatismo latinoamericano ha sido una perspectiva de baja
densidad institucional, pero de amplio y creciente interés. Se trataría de una
suerte de propensión intelectual intuitiva dotada de una historia propia, aunque
no lo suficientemente puesta en su contexto disciplinar. Llama a ese forma
subteorizada de lectura, una comparatismo implícito (43). Explicitarlo o, en todo
caso, disciplinarlo, no debería hacer caer bajo la sombra el hecho de que la
afinidad de los estudios latinoamericanos y la tradición comparatística está
dada por la fatalidad, es decir, otra vez, por el dato inscripto en la historia de su
propia práctica, compulsivamente abocada a pensar una entidad como la
“literatura latinoamericana” que solo puede entenderse en relación con
procesos y formaciones que afectan en principio a otra áreas (o a otros
mundos). Este es el fatum y factum latinoamericano. En otras palabras, de
haber un comparatismo latinoamericano furtivo, su eje de desarrollo está
marcado no tanto por las catástrofes nacionalitarias, ni la globalización
capitalista tal como se entiende desde la caída del muro de Berlín, sino por el
proceso de integración –de mundialización- que comienza con la Colonia y que
llega al presente.
Aunque se ha notado la pertinencia urgente de cuestiones tales como si
es “la nación” la única categoría sintética contra la colonia, o si la
descolonización política puso al descubierto una colonización del conocimiento
y de la imaginación como “el” hecho mundial, el comparatismo latinoamericano
no se volcó con intensidad exclusiva a una crítica definitiva de los
nacionalismos, tal como su antepasado europeo, ni se contentó con un registro
exclusivo de las experiencias de resistencia cultural, como su culposo par
norteamericano. En tanto osciló entre ambos focos, la peculiaridad de la
coacción colonial y su proceso decolonial más extendido, la pertinacia de los
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modos de vida vernáculos y la aparente unidad lingüística, propiciaron que,
puestos a comprar, los latinoamericanos ejercieran una incursión en
Latinoamérica como zona de contacto (de tensión, conflicto, pero también de
“fecundación de lo diverso” [Auerbach, 1969: 2]). Su régimen de diferenciación
atemperado y, por lo tanto, desprovisto del peso de absolutismos étnicos y
filosóficos, lo separó de las corrientes críticas que se derivan del comparatismo
clásico (del orientalismo en sus diversas vertientes) y produjo que los estudios
literarios del continente no hicieran otra cosa que volver una y otra vez a
pensar qué es lo que sucede cuando los mundos (no uno, ni necesariamente
dos) entran en consonancia, y por lo tanto, no terminan de constituirse como
tales. Estos semi-mundos conformarían el “proceso”, “tránsito”, “paso”
propiamente latinoamericano, y demarcarían el camino sinuoso de su crítica.
En ese mismo artículo Gramuglio anota que la última tentativa de pensar
una práctica comparativa desde América Latina fue el proyecto inconcluso de
redactar una historia de la literatura latinoamericana por parte de un grupo de
selectos críticos literarios coordinados por Ana Pizarro a principios de la
década de los ochenta. Uno de los documentos más relevantes (más
programáticos) de esa experiencia es el que registra la reunión llevada a cabo
en la Universidad de Campinas en octubre de 1983, bajo el nombre de La
literatura latinoamericana como proceso (1985), donde se realiza un análisis
exhaustivo de las posibilidades y perspectivas del método comparativo para
construir una literatura latinoamericana que pueda dar cuenta de sus
asincronías, subsistemas literarios, sus zonas de coalescencia cultural, sus
focos de circulación. El propósito era producir una mirada sintético-histórica
que retuviera tanto las conjunciones como la divergencias continentales y por
lo tanto dispusiera de los instrumentos para construir un “archisistema” literario:
América Latina no solo como la sumatoria de sus literaturas nacionales, sino
también como una dinámica histórica de conjunto que la integra y le da
consistencia como unidad trascendental y en contrapunto con otras unidades
geopolíticas. Una condición básica para una nueva historia “comparada”.
Resulta natural que en la busca de este “proyecto intelectual” se
recurriera como principio operativo a la “comparación contrastiva” (Pizarro,
1984), en plurales niveles de análisis (intranacional, internacional,
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intercontinental), a la necesidad de especialistas de cada una de las áreas
(literaturas indígenas, folklorología, literatura popular, literatura metropolitana),
a un horizonte “explicativo” que cuenta de los fenómenos análogos y
diferenciales que produce la literatura del continente en relación a las
literaturas “centrales”, y a una forma precisa de textualización, una “historia”.
En todo caso, lo significativo es que la perspectiva latinoamericana, descrita
así, reaparece como un germen temprano de la propuesta de Moretti, dando
cuenta hasta qué punto la tradición propiamente latinoamericana produce como
herencia un conjunto de tópicos ya tensados por los problemas de la
identificación y la internacionalización de lo latinoamericano a lo largo de siglo
XX (cosmopolitismos/regionalismo; centro/periferia; universal/local) que
adelantan no el material hermenéutico pero el sistema de ideas del que está
hecho centralmente la World Literature
2
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Es llamativo que a lo largo de los artículos que componen América
Latina en la Literatura Mundial publicado en 2006, coordinado y prologado con
garbo por Ignacio Sánchez Prado, el reclamo por una distribución más justa en
los sitiales de occidente y el derecho negado a “la ciudadanía cultural” de
América Latina en la Literatura Universal suene, con el reclutamiento forzoso
de héroes periféricos (Darío, Borges), más alto y perentorio que el justo
reconocimiento al pensamiento latinoamericano al que Moretti honra. Al fin y al
cabo, el crítico italiano cita, usando como instrumental teórico en momentos
cruciales de sus conjeturas, las ideas de Roberto Schwartz y Antonio Candido,
dos de los concurrentes a la reunión de Campinas, quienes vemos guiar y
pautar las discusiones de la hora. Tal vez esta, y no otra, sea la razón del déjà
que experimenta Mabel Moraña al leer a Moretti (en SÁNCHEZ PRADO,
2006:319). A lo largo de los artículos se señalan las excepciones
confirmatorias, se indica la opacidad ideológica de sus reglas de
funcionamiento; se multiplica su lógica, desplegando las semiperfierias de las
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
2
Es posible señalar, incluso, que en esta transferencia de imperativos metodológicos
que aparecen en la reunión de Campinas se deduce un recorrido similar al que va de
la Weltliteratur de Auerbach a la World Literature de Moretti, y que tiene su origen en
la compilación América Latina en su literatura, donde el continente era antes que un
“proyecto intelectual”, “el país del futuro”, una porción cualificada de la cultura como
patrimonio de la humanidad, tal como lo propiciaba la UNESCO.
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periferias; o directamente se invierte su sentido, al certificar en la usina
monumentalizante del cosmopolitismo latinoamericano la altura “occidental” de
la literatura del continente, en pie de igualdad con cualquier otra “área literaria”:
los escritores latinoamericanos tendrían la proteica posibilidad de, al mismo
tiempo, reclamar y “destruir” (o “deconstruir”) la modernidad.
En todo caso, lo relevante es que pareciera imposible refutar su sistema
categorial porque la ofensa se revertiría sobre la propia tradición del
pensamiento latinoamericano. Sus figuras operacionales (centro/periferia), el
historicismo teleológico, su versión exocéntrica de la historia de las ideas, la
certeza de poseer una literatura “interferida” y lateral deben quedar intactas.
Así como los centros no pueden leer bien la literatura latinoamericana, los
latinoamericanos solo podemos referir estas formas de interferencia y
posicionalidad literaria a la matriz explicativa de una “desigualdad estructural”
en cuyo despliegue lógico se descubre siempre la tutela de una sociología
nacional o continental. Esto, cuando no se quiere caer en fórmulas
voluntaristas que intentan “desestructurar” este paradigma jerárquico
verbalmente, por la mera postulación de un tête a tête [Cfr. COUTINHO, 1994].
En suma, pese a que el diagnóstico es irrefutable, inclusive indiscutible,
y por lo tanto conforma el sentido común de cualquier debate académico, el
ensayo de Campinas se orienta a no restringirse a la puesta en evidencia de la
importancia de las relaciones de poder externas, sino a atender el peso de las
dinámicas internas y las coaliciones modernizadoras entre “sistemas literarios”
(y en esa vía se propone trabajar Gramuglio). No obstante lo cual, no menos
cierto es que este arsenal de conceptos parece haber quedado detenidos en el
tiempo, subsidiarios de la “teoría de la dependencia”, suplementos
evolucionistas del “subdesarrollo”, y ligados a la marca de identificación con la
que se regodean las “periferias”, instadas a dar respuestas “originales” a las
tendencias centrífugas del “centro”.
De hecho, los estudios literarios jugaron un rol particular y probatorio de
esta dinámica: fueron, en el juego de tiempos y motivos de las literaturas
vernáculas, un campo de ensayos privilegiado. Su asunto crítico más acudido,
más densamente trabajado y objeto de los más sofisticados abordajes
latinamericanistas giró alrededor de la “forma” literaria como “compendio de las
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relaciones sociales” (MORETTI, 2000:73), el corazón crítico de la propuesta de la
World Literature. El latinoamerincanismo, en la pluma de sus más grandes
críticos, supo construir un enfoque que obtuvo de las relaciones sociales su
razón de ser, y no como mero agregado externo, monocausal, mecánicamente
determinado, sino en su carácter de nervio a la vez externo e interno de las
formas literarias. Una sociabilidad, sin embargo, que solo se supo articularse
con las formas en que el socius se configura dentro de la experiencia y doctrina
occidental, capitalista, moderna, de las relaciones sociales y que deja, de
plano, afuera a aquello que constituye su exterior.
En definitiva, la clarividencia de la intuición de esta perspectiva, deudora
del modernismo literario, filtrada por la teoría crítica marxista y concertada
como perspectiva continental, se catequizó como el aporte más fecundo, activo
y perdurable de la crítica latinoamericana al punto tal de recentralizarse.
Devuelta al centro, la calidad se hizo cantidad, y el consagrado y pertinaz
formalismo sociológico, hostil tanto al contenidismo como al textualismo, mutó
en apéndice de una sociología estadística “mundial” y el mecanismo “secreto”
de un dispositivo epistemológico cerrado que, desde las reuniones en
Campinas hasta la propuesta de Moretti, somete a los lectores
latinoamericanos a la reiteración.
Si, entonces, desde finales de la década del setenta y principios del
ochenta el latinoamericanismo verifica este estancamiento (paralelo a su
promoción global subrepticia y descuajada de las coyunturas que lo
produjeron), resulta necesario comenzar por despejar el terreno que desde
entonces sostiene su inercia para ver qué procesos alternativos y
contemporáneos de pensar la literatura latinoamericana quedaron
suspendidos. Empezar a revertir la pregnancia de la perspectiva sociológica,
en otras palabras, hacer de Latinoamérica un “locus legítimo de enunciación
teórica” [SÁNCHEZ PRADO, 2006:9] para que produzca nuevamente sus propios
problemas como lo hizo la generación de Campinas, exige realizar un
relevamiento de lo persistente, no en tanto aquello que se repite en los
programas críticos, los proyectos intelectuales, las aspiraciones
generacionales, sino en lo que insiste: las imantaciones pasivas, campos de
imaginación conceptual, que desbordan el cauce sociológico con obstinación.
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Releer esta tradición, a contrapelo de sus intenciones, posiblemente
haga emerger la imagen de una comparatística latinoamericana cuya
existencia se infiera no de las condiciones de verdad que postula, sino de sus
condiciones de posibilidad (“de aplicación”, diría Wellek [1963:213]). Ni
canonizantes, ni contracanónicos, la perspectiva, analizada en el largo aliento,
deberá tener en la comparación su instrumento analítico predilecto, una
comparación, siempre situada entre los mundos expresados (nativo, criollo,
europeo, americano) y no después de ellos.
III Ángel Rama y el plus ultra antropológico: literatura y visiones del
mundo
Pocas figuras como la de Ángel Rama representan con más exactitud la
ofensiva modernizadora que intentó construir (crítica y editorialmente) en
América Latina una literatura continental, su problemas, sus agentes y las
constelaciones de partida. Pocas figuras constituyen un campo de operaciones
críticas versátiles, arriesgadas y expuestas a la decepción. Emblemático, Rama
encarna el non plus ultra del latinoamericanismo moderno. Sin embargo, su
muerte, inesperada, apenas dos meses después de la reunión de Campinas y
las últimas estribaciones de su obra permiten contornear un legado que se
despega del mainstream sociológico de la crítica latinoamericana, tal como se
formuló y exportó, abriendo paso a un más allá
3
.
A pesar de ser uno de sus más entusiastas promotores, dedicado
durante años a tejer una densa red de sociabilidad intelectual en América
Latina, no titubea Rama durante la reunión de Campinas en sostener que
aquello que se está poniendo en marcha es “imposible”, que no existen
“equipos intelectuales lo suficientemente desarrollados” (1985: 45), aceptando
con modestia la paradoja que importa declararse: “no soy un comparatista sino
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
3
“Más allá” es un manierismos propiamente ramiano que condensa fuertemente su
abrazo modernizador. Más allá del boom, de la ciudad letrada, de la novela
regionalista latinoamericana es la cifra del saludo permanente a lo nuevo (lo
novísimo). No obstante, tomado de un modo impertinente, puede no ser después
de”, y significar “exterior a”.
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que me dedico a algunos aspectos de la literatura latinoamericana”; para
finalmente sembrar en el método sus dudas más sólidas:
Intentar el comparatismo, incluso desde un punto de vista práctico me
parece que es lo más difícil de este proyecto. Tengo a veces la sensación,
cada vez que trato de visualizarlo, de que vamos a hacer columnas
paralelas, salvo en los casos en los cuales podemos nítidamente
reconocer que el centro está en determinado lugar. Estamos construyendo
un discurso, el discurso es nuestro, no es la realidad de la historia.
(1985:63)
La discrepancia radica en que las bases para esta perspectiva (cuyo
alumbramiento Antonio Candido y Roberto Schwartz saludan con optimismo)
permanecen flanqueadas, de un lado, por las literaturas nacionales, “las
columnas paralelas”, y del otro, por la designación de “centros” (y, por lo tanto,
de periferias). En suma, su diagrama dibujaría así los mismos límites que la
World Literature imagina, diagrama cuya recompostura resulta lógica y
prácticamente imposible, a no ser que se desmantele el esquema interpretativo
propuesto y se explore otro.
Esta divergencia en todo caso tiene una procedencia particular. Rama
se encuentra a partir de finales de la década del setenta con problemas que ya
no pueden ser entendidos restrictivamente en la estela de una literatura
percibida en sus continuidades formales y temáticas de superficie. La literatura
latinoamericana, al verse intercedida por líneas de trabajo con mayor
profundidad de campo y, por seguro, de mayor ambición conceptual (el poder
de letra, la democracia, las maneras de constitución una cultura), devela que el
estado de los estudios latinoamericanos está todavía empalmado al poder de
representación de lo nacional. Rama, no puede sino ver en este situación, con
la desesperación que se lee en su Diario, el corolario de la desmovilización
política de la crítica en su reconversión sociológica.
Estos hábitos de la crítica periférica, que señala Rama, se vuelven
relevantes por el hecho de que es él quien los pronuncia: un activo cultor. En
rigor, a partir de su encuentro con Antonio Candido a principios de la década
del sesenta, Rama se convierte en un misionero de la idea de “América Latina”,
plegado al proyecto crítico del autor brasilero y dispuesto a llevar las
indicaciones en pos de la formación de una literatura nacional (Ver RAMA,
1960), tal como se leen en Formación de la Literatura Brasilera, a la
!!
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construcción de una literatura del continente. Por esta vía, su construcción
depende de un modelo interpretativo de la literatura en su inmediato contexto
social. El interés común por el regionalismo y “el gauchismo”, y toda una buena
fracción de su obra escrita durante la década del sesenta y principio del setenta
como un eco práctico de la ductilidad de Literatura y Sociedad. “Literatura y
clase social”, el capítulo introductorio de Los gauchipolíticos rioplatenses es un
ejemplo de esa sociología literaria de inspiración brasilera, que si bien intenta
dilatar su área de influencia abrevando en los avances de la antropología
moderna, no puede sino seguir considerándola una rama accesoria de la vía
sociológica, cuyo objetivo es “acceder a una visión de la literatura que
evidencia el funcionamiento de la estructura social latinoamericana” (1982:15).
Rama se encarga de señalar sin embargo que esta utilidad no ha sido
aprovechada solo por los críticos, sino por el contrario por “la misma actividad
creativa de los escritores” (1982:15).
De este modo, Rama vuelve a vislumbrar el enorme rendimiento
semiótico del pensamiento antropológico para los estudios literarios. Esto le
permite probar las inconsistencias de los moldes sociológicos y desplegar
paulatinamente estrategias que se sustraen de lo que denominará
auerbachianamente “el mito” de la perspectiva latinoamericana. En 1981
escribe:
es posible preguntarse si no llegará un a en que nuestros esquemas
sociológicos dejen de ser operativos y transparentes y también ellos se
revelen como el mito con el cual hemos tratado de fundar una cosmovisión
confiable que nos permitiera actuar creativamente (1995: 172)
Por un lado, la cita revela hasta qué nivel la revisión de Rama apunta a los
cimientos de la crítica latinoamericana: los esquemas sociológicos como el mito
de la disciplina; la tarea del crítico, la fundación de una cosmovisión confiable;
su ética, actuar creativamente. Por el otro, sesta fisura aparece ahí donde la
constelación del sistema literario (autor-público-obra) dejan de servir, donde las
dicotomías de uso (universal/local) aparecen desdibujadas, y lo hace al
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compás de un lenguaje tocado por elementos del lenguaje antropológico (mito,
cosmovisión). “Es a partir de los Levi Strauss”, dirá
4
.
No es casual que, en ese mismo contexto, Rama reescriba los primeros
artículos que formarán parte de La transculturación narrativa en América
Latina, donde realiza un experimento crítico en el cruce de la crítica literaria
pulsada por este registro
5
. En la estela del superregionalismo de Candido y
casi como una respuesta tardía de la disputa que años atrás habían sostenido
Julio Cortázar y José María Arguedas, el texto fue siempre leído como una
suerte de modernidad alternativa a aquella que el boom de la narrativa
continental parecía consagrar (sustentada por sus más elocuentes
postulaciones programáticas de una oposición entre la literatura cosmopolita y
la literatura regionalista). Sin embargo, afectada por el influjo de la
antropología, el ensayo va a ser la muestra en estado práctico de una ruptura
involuntaria de los dualismos, el reinicio de un combate permanente y
soterrado contra el positivismo de la sociología literaria, una puesta en crisis de
los modelos hegemónicos de percibir y estructurar las práctica artística del
continente y la contrainvención de un tipo de modernidad distinta a la
pedagógica, que se desprendía del normativismo sociológico y de las figuras
intelectuales por él emanadas.
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4
Es significativo que un texto como El pensamiento salvaje sea el que ilumina todo
este conjunto de asuntos a Rama habida cuenta de la renuencia de este a integrarse
cómodamente a lo que se entiende los “sesentas” para América Latina. No solo
porque un texto como aquel, bien pudo ser rápidamente tildado de etnocéntrico y
exotista, sino porque basta recordar la crítica radical que efectúa a la concepción
dialéctica de la historia sartreana, la irreductibilidad de nociones como creación e
individuo, la postulación esteticista de los mitos (y el arte) como modelos reducidos de
la existencia, la reivindicación de un estructuralismo sincrónico como empresa
explicativa del Hombre antes que de la Historia. Pese a ellos, es posible que una
teoría relativista- de las “clasificaciones autóctonas”, en el marco de una “ciencia de
lo concreto” haya sido un llamado más poderoso que cualquier recaudo político.
5
En las páginas del texto trabaja, salvajemente, con un segmento de la antropología
occidental (Edward Taylor, Levi Strauss, Clifford Geertz), al los que sumará más
adelante a Boas, Sapir, Hersokovitz y Kroeber, junto a un intento de actualización
bibliográfica sobre el mito que va de (Freud, Jung y Dumezil, y llega a Cassirer), donde
la preponderancia de la una mirada acerca la “inteligencia mítica”, va a ir corriendo del
escenario (sin expulsarlos) al historicismo por un lado, y a las nociones que lo auxilian:
la autonomía de la ficción, la obra y el autor, el público.
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Así la transculturación, ponderada en principio como la marca de una
corriente literaria de América, interesada y garante de las variables vernáculas,
a las que aseguraba supervivencia y continuidad como formas subculturales
del continente, se presenta como una utopía textual capaz de restaurar “la
visión regional del mundo”, prolongar “su vigencia en una forma aún más rica e
interior que antes” y expandir “la cosmovisión originaria en un modo mejor
ajustado, auténtico, artísticamente solvente, de hecho modernizado, pero sin
destrucción de su identidad” (2007: 51)
6
. Cosmovisión e identidad formarán
para la crítica de Rama una alianza irreductible e indestructible, mutuamente
sostenidas sobre una necesidad endógena y recíproca: para sus trabajos
críticos una cosmovisión será no tanto una invención literaria, sino una
concepto-creencia que satura el campo de experiencias y posibilidades,
haciendo que los problemas de un texto se vuelvan de antemano transparentes
y coherentes con ella. La cosmovisión, como premisa, facilita que se reduzca el
espectro de problemas y logra la estabilidad interna del sistema: consigue una
identidad.
Rama no desconoce el problema de convertir a la literatura en una
pantalla etnotextual (proclive al fundacionalismo de la autenticidad, la
originalidad, la representatividad, en los que incurre); ni desconoce el problema
de vaciar a la literatura para transformarla en etnografía, haciendo una
sugestivo vaivén entre escritores-etnógrafos y etnógrafos-escritores. Quizás es
por eso que llega a la conclusión problemática de que "la transculturación
es la
norma de todo el continente
,
tanto en la que llamamos línea cosmopolita, como
en la que designamos como transculturada”
(2007:
75). En tanto que lo que
hay entonces son formas de regionalismos y formas de cosmopolitismo
superpuestas, lo que se vuelve impracticable es el intento de universalizar uno
u otro. Su apuesta política, lejos de producir serenidad cognoscitiva, lo lleva a
revisar focos de producción complejos. Los “narradores transculturados” se
revelan, al igual que lo harán los exiliados, como cosmopolitas menores. Su
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6
No obstante, el texto es denso en giros, en repliegues y detenciones. ¿Es la
transculturación una praxis artística, un mandato intelectual, un imperativo ético, o un
dato neocolonial? ¿Es la “plasticidad cultural” una prerrogativa práctica o una
condición de posibilidad de las naciones jóvenes, de las culturas en desarrollo, de las
áreas no integradas? ¿Son estos conceptos críticos o descriptivos?
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valor está en la renuencia a integrarse a la gran tradición del cosmopolitismo
latinoamericano en el momento en que el boom de la novela continental
conoce una de sus cimas más altas (los escritores del boom serían, para
nosotros, regionalistas mayores).
Si el cosmopolitismo, en auge como motivo teórico contemporáneo a la
par de la reconstitución de América Latina como región geopolítica, debe
entenderse como un ejercicio más o menos programático de contacto,
intercambio e importación, las figuras de Rama hacen pie en aquellas zonas en
que el contacto no se da como vía de enriquecimiento de lo propio, sino por
exposición al “otro”. Estos últimos estarían signados, para usar groseramente la
terminología heiddegeriana, por su “pobreza”. Los “pobres de mundo”, el
weltarm del exilio y del transculturado, son también el efecto de una
cosmopolítica, distinta a la de los cosmpolitas, configuardores de mundo,
weltbilden. Se trata de experiencias, en caso que estuviésemos señalando una
desvío a la propuesta de Rama, que se caracterizan porque no hay
cosmovisión anterior a la visión (no hay programa, ni identidad) y por lo tanto
se ven expuestos a mundos abiertos, no constituidos, cuya existencia no está
dada por la integración al concierto mundial de las naciones, sino por su
carácter “espectral”, que es posible tan solo señalar, prolongar, adivinar.
Sin embargo, pese a los sucesivos destellos, es en el último texto
pronunciado por Rama, donde se ve que la antropología ha ganado
definitivamente precedencia sobre la sociología. Todas las líneas de su trabajo
póstumo confluyen en él: el rol del letrado, la excepcionalidad de Rubén Darío
y la revisión de la idea de transculturación. “La literatura en su marco
antropológico” (1984), fue leído en Madrid, polémicamente, en las Segundas
Jornadas de Sociología Literaria, en noviembre de 1983. Es un texto
programático y comprimido, en cuyo centro se ilumina esta velada herencia.
Rama analiza “la potencial contribución al mejor entendimiento de las
literaturas de América Latina” de la antropología. Y señala, con ánimo de
denuncia, la complicidad histórica entre el “letrado” latinoamericano, las
“categorías sociológicas” y sus primeros intentos historiográficos. La sociología
desde su nacimiento e importación “recorre buena parte de la crítica literaria
latinoamericana, y aun atraviesa la crítica estilística, psicológica o
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estructuralista, como una tesonera marca de fábrica del continente” (1984:96) y
su adopción “modernizadora” obedece “a la subrepticia fe progresista, por la
cual las últimas aportaciones son las mejores” (1984:98). En ese acogimiento,
del que él mismo conforma un episodio singular y cuyo desencanto expresa,
los estudios literarios habrían perdido la posibilidad de ponerse en contacto con
un área que, en un juego de proximidad y lejanía con la sociología, habría
enfocado de manera inventiva, no contenidista, el problema del lenguaje, el
sonido, la voz, la importancia y el poder de la escritura, pero sobre todo su
capacidad dar cuenta de “fuerzas internas de larga data” (1984:99), no
historiables. La literatura en su “marco antropológico” corregiría al modelo
tinianoviano, al integrar la serie literaria y la serie social, otra serie que informa
a la obra literaria como un “modelo reducido” de su cultura, y registrar los
factores participativos en distribuciones horizontales (grupales, comunitarios),
mostrando en la lengua “la objetivación de una cosmovisión” (1984:101). Al
despejar a la sociedad como fondo uniforme de la “literatura” y al señalar la
complicidad entre el letrado y el socólogo, Rama firma el que tal vez sea el
último capítulo de esta corriente subterránea de los estudios latinoamericanos,
cuyo esencialismo estratégico había encontrado en la existencia de una
“cosmovisión latinoamericana”, su principal arma de guerra.
Al realizar estas aproximaciones, apostadas en el tándem cosmovisión y
identidad, Rama bordea el factótum de la salud de los estudios
latinoamericanos, sin terminar de auscultar el mercurial sentido de la cultura en
el que se apoyó, “la cultura, en el pleno sentido antropológico” (2007:139). La
cultura sería el genio, que reemplaza sin desterrar, al individual, conformando
la piedra de toque conceptual de una táctica recurrente e históricamente
necesaria en el pensamiento del subcontinente: la busca de su singularidad. En
rigor, este rastreo, Rama la retrotrae a Pedro Henríquez Ureña a quien atribuye
haber sido el primero en pensar la “cultura” (y no la naturaleza), al contacto de
la antropología cultural anglosajona aspirando a “integrarla en una pesquisa de
la peculiaridad latinoamericana”, pero “todavía al servicio de concepciones
nacionales” (2007: 22). Desde el otro lado, el civilizatorio, en 1942, Alfonso
Reyes dicta su conferencia “Posición Americana” (1982), donde es evidente
que la “antropología ha flechado definitivamente su intelecto”: en ese texto
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leído en Nueva Orleans, se registra la primera mención de la idea de
“transculturación” que toma directamente de Fernando Ortiz apenas dos años
después de la publicación de El contrapunteo
7
(Félix Báez – Jorge, 1989).
En este pasaje, la “transculturación” impacta como el instrumento más
patente de este ciclo de irradiación antropológica. Su movimiento conceptual
que atraviesa las obras de Mariano Picón Salas, Fernando Ortiz y Alfonso
Reyes, encuentra en Rama su consagración, pero seguramente también su
clausura. Es posible conjeturar que su ingreso a la órbita de preocupaciones de
Rama, más allá de los antecedentes bibliográficos, haya estado dado por su
encuentro con Darcy Ribeiro durante el exilio montevideano del antropólogo
brasilero. La “transculturación narrativa” de Rama puede ser considerada como
un aspecto reactivo (literario) de las “transfiguración étnica”, noción que Ribeiro
forja en sus dos libros fundamentales, El proceso civilizatorio y Las Américas y
la civilización
8
. A partir de esos libros, la etnología americanista repiensa las
formas de la civilización como proceso homogéneo, las variaciones locales que
produjo la experiencia colonial en el continente americano y formula que la
transfiguración étnica es el resultado de un proceso de desintegración cultural
de los pueblos amerindios y el nombre de un proceso ontológico inexorable por
el que los indios ya no serían indios sino campesinos, cristianos y,
eventualmente, “completada” la modernización en América Latina, proletarios
en un sistema económico y ciudadanos de un Estado- Nación. En este punto,
la transculturación es también un nombre crepuscular y la “cultura”, como en
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
7
Durante los años que siguen, Reyes mantendrá un epistolario con el antropólogo
cubano y prologará uno de sus textos (Los Bailes y el teatro de los negro en el folklore
cubano, de 1950). En este punto, los lineamiento de la antropología funge como un
integrador, la mejor dotada de seguir el camino del humanismo universalista en la
estela goethina. Por lo tanto, la vocación antropológica de Reyes va a estar menos
atenta a las particularidades culturales de los pueblos, que a la corriente del
humanismo helenístico que lo lleva a Grecia para mostrar, gracias al aporte
etnológico, que los griegos también “fueron un día salvajes” (160). Esto le permite
evitar cualquier hipótesis “difusionista” (que no es otra cosa que la versión
arqueológica del esquema sociológico de las dependencias y jerarquías, de los
centros y la periferias).
8
Estos libros son la respuesta latinoamericana a la mirada de la sociología moderna y
monológica alemana de Norbert Elías en su monumental El proceso de la civilización.
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los viejas controversia germano-francesa, el término condensado que pelea sin
suerte contra la “civilización”
9
.
En suma, la ubicuidad de la noción de cultura es la que le hace que
Rama exponga, sin resolver, los obstáculos críticos que lo llevan a deshacer
las dicotomías sociológicas. La “cultura” resulta el fondo y fin de las
aportaciones literarias y adelanta pioneramente y sin desearlo los escollos del
culturalismo como el “locus” del cambio y transformación social. En este
sentido, los intentos de actualizar el programa crítico de Rama, en lugar de
procurar desenvolver sus directrices, lo reconvirtieron en una suerte de
etnografía urbana que nítidamente se puede construir a partir de los trabajos
de Beatriz Sarlo, Néstor García Canclini, Carlos Monsiváis; y cuyas premisas
se mantienen en el complejo de una modernidad deficitaria: “desigual”,
“periférica”, “desencontrada”.
Bien vista, mientras esta transformación de la antropología en etnografía
supone el vaciamiento de sus tensiones conceptuales a favor de sus
aspiraciones “intelectuales”, tal vez sea conveniente rescatar de la antropología
no únicamente la salud “cultural” que propone contra las enfermedades
“sociales” (que lo que hace es desenterrar un monismo unitario, previo a los
dualismos sociológicos), sino más bien su potencialidad como instrumento
filosófico para desarreglar esos esquemas. Factiblemente, el aprovechamiento
de este caudal depende, en primera medida, de la negación de la naturaleza
derivada y tributaria de la sociología que ha mostrado en sus sucesivos
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
9
Rama, a través de la literatura, ofrece, una utopía de supervivencia en la que en la
transculturación se percibe la trayectoria de un pensamiento en permanente
movimiento. En primer lugar, entre la restitución de la deuda con las corrientes
“nativistas”, “indígenas” que derivan de la filiación y de la parentalidad, del “dato
genealógico de base” y el reflejo estético de los escritores contemporáneos (Arguedas,
Rulfo, García Márquez) que le permite acercarse a los obras literarias de la “línea
transculturada” por la vía de la alianza y la afinidad con esos “otros” (las expresiones
orales, los mitos rurales, la vida comunitaria, la herencia del mestizaje). Luego, en un
nivel más hondo, Rama no puede desprenderse de una idea de cultura primordialista y
modernista a la vez, donde el término aparece alternativamente como una reserva que
la colonia pudo invisibilizar, pero no destruir; y como ese lugar en el que las piezas
literarias funcionan como “coronación” y donde la literatura ocupa “el centro del
proceso cultural” (237). Finalmente, es “la obra” literaria la que se somete a ese misma
trayectoria, tensionada entre la deontología de hacer sobrevivir una forma de vida en
peligro al mismo tiempo que ubicada como la pieza más alta de toda expresión
civilizada.
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retornos; y, luego, de su metamorfosis en una verdadera contratendencia
epistemológica que absorba sin borrar el socius latinoamericano.
En su última entrevista, con Jesús Díaz Caballero, en julio de 1983,
Rama sostiene:
también digo que yo he ido cada vez más evolucionando de una
ubicación a veces política o meramente social a una ubicación cultural de
los problemas. De allí mi interés
por la antropología desde que leí El
pensamiento salvaje de Levi Strauss. Cuando leí ese libro realmente sentí
que estaba viendo procedimientos que tenían que ver con la creación
artística en América Latina y que nosotros también operábamos como
salvajes, pues hacíamos el bricolaje, componíamos y todo ese tipo de
cosas. [1997:333]
Retomando la “ubicación cultural” de los problemas (equidistante a la ubicuidad
de la cultura como termómetro) y a su encuentro con la obra de Levi-Strauss, el
reconocimiento de un modo de actuar (el bricolaje) revela hasta qué punto esta
corriente subterránea, le confiere a Rama un conjunto de problemas nuevos,
pero también un espacio en el que pensar en profundidad de campo la realidad
latinoamericana y, en particular, no tanto la autopercepción intelectual, su
imagen, sino su autorregulación, sus modos de proceder. No resulta
sorprendente que la respiración antropológica lo lleve a postular una
genealogía de la cultura literaria del continente (antes exceptuada) en La
Ciudad Letrada, para esculpir “antropológicamente” una de sus personajes
críticos más potentes: el letrado
10
.
IV Perspectiva latinoamericana: infundando la comparación
Esta irradiación es, pese a los ensayos programáticos de Rama,
intempestiva. Y por lo tanto es necesario enfatizar que no se da nunca en los
términos de un dilema disciplinar exclusivo (ni es deseable que así sea). Si
entre la sociología y la antropología, lo que se juega es la densidad y los
vectores que cada perspectiva aviva, para operacionalizarla, es necesario
evitar que se formule como un par de contrarios excluyentes, sino más bien
como un área común de cuestiones en la que el polo antropológicamente
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10
La ciudad Letrada puede leerse, incluso, bajo el influjo de una antropología filosófica
sobre nosotros mismos: el Michel Foucault de Las palabras y las cosas.
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intensivo de los estudios literarios transforma lo que aparece en la superficie
del enfoque positivo de las relaciones sociales y las dicotomías de uso
(Sociedad e Individuo, Naturaleza y Cultura). Virtualizar todo el conjunto de
actuales que forman parte del contexto disciplinario en el que nos movemos,
habilitaría un modo de actuación crítico menos atento a la verificación del
discurso que a su performatividad, menos ajustado con la realidad, y más
dispuesto a señalar las potencias de la ilusión.
La forma en que Rama reclama esta potencia está dada en su fe en la
“plasticidad cultural”, que por medio del trabajo de Levi Strauss –invirtiendo su
trabajo de traducción-, le permite emplear a las obras literarias (dotadas de
estructuras, argumentos, personajes, estilos) como vehículos virtuales de ese
popular “imaginario protoplasmático”. Su finalidad, reiteramos, es construir una
estrategia de supervivencia y una cosmovisión [2007: 62]. Sin embargo, atado
a la obra, a la cultura literaria, se detiene en el umbral de ese proyecto utópico
de lectura que formularon los estudios subalternos, poscoloniales, queer. La
intención de restituir en los textos la voz de una conciencia de una minoría
sometida (étnica, de género, nacional), se formula en Rama como una lucha
agonística, mientras que estos derivarán en la formación de lectores al servicio
de la World Literature, cuya utopía ya lo mencionamos radica en la capacidad
de sintetizar todos esos particulares en una generalidad cultural más amplia
11
.
La petición y eventualidad de volver a antropologizar los estudios
literarios está comprometida, por lo tanto, no con en el mero expediente
agorístico de corregir la orientación interdisciplinaria de los estudios literarios
contemporáneos, sino en destacar que ese concurso forma parte de un
espacio imaginario común propiamente latinoamericano que oscila entre su a
priori colonial y su tradición poscolonial. En rigor, la llegada de Rama a la
intuición antropológica se da en el momento mismo en que la disciplina está
realizando un examen profundo de su constitución: el colonialismo es su a
priori histórico y la descolonización del mundo es paralela a la puesta en revista
de sus orígenes (exotistas, primitivistas, etnocentristas). Al mismo tiempo, su
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11
En efecto, Moretti toma como materia prima al trabajo de “lectores directos”
formados bajo la órbita de los “estudios de área”.
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objeto (la alteridad) corre riesgo por la disolución de las culturas tradicionales y
las culturas de clase a nivel global. Este reexamen de su herencia, en todo
caso, resulta de la crisis propia de su trayectoria de la que los estudios
subalternos fueron una respuesta perpleja, imposibilitados para
desembarazarse de sus reflejos coloniales. La crítica de la colonialidad, en su
versión racializada e imperial de la conquista que instaba a borrar al otro, dio
lugar a la construcción hegemónica de un otro afín al credo multiculturalista,
fundado por la necesidad de identificar al otro, como un “idéntico”, o mejor un
“similar”. De este el malestar da cuenta Edward Said al sostener la continuidad
contra-política de la antropología:
La antropología es, ante todo, una disciplina que ha sido constituida y
construida históricamente, desde su mismo origen, a través de un
encuentro etnográfico entre un observador europeo soberano y un nativo
no-europeo que ocupaba, por así decir, un estatus menor y un lugar
distanciado, es recién ahora a fines del siglo XX que algunos/as
antropólogos/as buscan, frente al desconcierto que sienten por el estatus
mismo de su disciplina, un nuevootro”. (SAID, 1996:34-35)
La era “cultural” y “poscolonial” no pudo sino multiplicar sus ficciones,
permanenciendo así en una suerte de etnocentrismo abstracto y culpable. La
ficción de la imaginación occidental, el “otro” fue desplegada en sucesivas
formas: “Mujer”, como ficción de la imaginación masculina; “Homosexual”,
como ficción de la imaginación normativa heterosexual, el “Negro” como ficción
de la imaginación blanca. Y sobre ese suelo los estudios comparados se
hicieron o imposibles, o inasibles. El crítico tuvo que convertirse en un vocero
de esas minorías con el deber moral de incluir su propio punto de vista dentro
del campo de operaciones prácticas, o, en otros, ya lo mencionamos, investirse
de etnógrafo, en busca de nuevos “otros”.
Sin embargo, este regreso postulado (hermano directo al sinérgico
“retorno de la filología” contemporánea), en el momento en que la antropología
está cerrando su círculo disciplinar sobre ella misma, admite que su transfusión
no se entienda como mero “marco”, sino más bien como “modulador”, menos
pasible de funcionar como un conjunto de moldes paradigmáticos, que de abrir
un espacio de imaginación conceptual por donde dar rodeo teórico. La
antropología contemporánea ofrece una frecuencia de lenguaje capaz de hacer
decir a los textos algo diferente de lo que dicen bajo la presión del doble
!!
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rceps sociológico y culturalista. Es decir, no se limita a la proyección de sus
categorías disciplinares, sino que le da la posibilidad a los estudios literarios
para que internalicen el tipo de relación que entabla con sus objetos; una
relación que está siempre atenida a su principal arma analítica, la comparación,
pero que goza en sus estribaciones recientes de una osadía envidiable.
Rama dejaba con la transculturación a un hijo dilecto de la antropología
moderna, de aquella que todavía asume la tarea de transformar a sus objetos
en sujetos en un régimen de representación (doblemente indirecto por literario).
Al mismo tiempo, señalábamos, este acercamiento los condenaba al orden
simbólico del observador, porque sus valores literarios residían en la
posibilidad de que las obras transportaran una cultura en agonía, y habilitaran
la filtración de una cosmovisión, siempre bajo la condición definitiva de
efectuarlo en un régimen de circulación asegurado por las categorías propias
de los estudios literarios. El regreso a la antropología, ahora en otro estrato,
exigirá no impugnar, pero sí, postergar el suelo categorial con el que
latinoamericanismo literario construyó su tesoro: la cultura, la cosmovisión, la
obra. Su trabajo será, por lo tanto, ver de qué modo los semi-mundos literarios
perturban y obligan al orden simbólico que intenta traducirlos (enmarcarlos) a
transformarse. No se trata de predeterminar un suelo conceptual para leer los
textos (y las tradiciones), sino señalar que los textos (y las tradiciones) son
artefactos conceptuales en mismos, dotados de agentividad teórica, capaces
de trastocar los automatismos intelectuales de nuestros textos (y tradiciones),
no para demolerla sino para ensancharla, multiplicar los “mundos posibles”, o
mejor, multiplicar “el mundo de los posibles” (Ver VIVEIROS DE CASTRO, 2013).
La sola presunción de una articulación semejante, que despeje un
horizonte para los estudios comparados desde Latinoamérica, le debe una
inconfesable dosis de su existencia a las condiciones en que cierta
antropología contemporánea viene trabajando, una antropología cuyas líneas
heterodoxas se traman en simbiosis con la emergencia del pensamiento
amerindio en nuestra herencia cultural. Se podría plantear de la siguiente
manera: si Moretti se encomienda la tarea de alejar los textos de los problemas
filosóficos derivados de la metafísica franco-alemana (de la Theory, con
mayúsculas [2007:10]), y parece asumir problemáticamente que su perspectiva
!!
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bien puede prescindir de cualquier especulación (que es en definitiva consagrar
la idea de una metafísica atravesada por la higienización de las ciencias
naturales clásicas), los movimientos que venimos haciendo toscamente en este
texto nos conducen a entrar en contacto con otra metafísica, caníbal (VIVEIROS
DE CASTRO, 2009). Trabajadas por los efecto del estructuralismo de Levi-
Strauss, infiltradas por la filosofía de Gilles Deleuze y allegada de la
antropología simétrica, estas ideas se encuentran elaboradas con enorme
generosidad en la obra del antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro.
La personalidad intelectual de sus trabajos, proclive menos a la
moralización que a la experimentación, adiestra el reflejo de evaluar la
producción artística por sus fuentes o por el privilegio que adjudicamos al nicho
propio de la marginación. Mientras gran parte de la historia intelectual de
América Latina tuvo que ver con la necesidad de definir el lugar que ocupa la
región en la tradición occidental (y por lo tanto construir una cosmovisión y
buscar una legitimidad, que no son sino dos momentos de un mismo
movimiento), los trabajos del antropólogo nos advierten acerca de que el
reclamo se desdibuja al medirlo solo por efecto de escalas y cantidades antes
que de operaciones propiamente conceptuales. Se trata no de invertir esfuerzo
en demostrar que América Latina tiene un lugar en occidente y lo debe ocupar
con autores, libros y premios; sino de entender que la literatura latinoamericana
ya ejerce su propia ocupación imaginaria desde la Colonia. “En América, en los
primeros años de conquista, la imaginación no fue la loca de la casa, sino un
principio de agrupamiento, de reconocimiento y de ´legítima diferenciación”
(LEZAMA LIMA, 1972: 463). Su historia no es derivativa sino que constituye un
segmento de la literatura occidental, aquel cuyos contornos se desprenden de
la forma en que los habitantes, pero también sus vecinos y colonos la
imaginaron en el continente y fuera de él. Distinguirse de la tradición cultural
europea, que no detenta, por lo tanto, ningún monopolio, significa proceder no
por la vía de la negación de nuestra occidentalización, sino por la vía de una
experimentación interminablemente con ella.
Al mismo tiempo, la existencia conjetural de estas condiciones para un
imaginar propiamente americano (y en el que la literatura –el letrado- tiene un
lugar particular), deberá por lo tanto correrse de las posiciones primordialistas,
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que parecen desprenderse de la reivindicación identitaria. América Latina no es
ni su objeto, ni la condición fundante para el latinoamericanismo, sino su
circunstancia y su contexto. Esto demanda, exceptuar la excepción
americanistas de su cultura, y por lo tanto, la evocación de su autenticidad
(cuyo correlato es una singularidad siempre admitida, una incomparabilidad). Al
fundarse así, habilita un sistema de diferencias anteriores a los textos y
estabilizadas masivamente y, en suma, cierra su círculo identitario.
Sustraerse a ese señuelo es lo que fuerza a reformular las formas
lógicas de la comparación. Si los estudios comparados tienen una marca de
origen, el abandono de los parámetros nacionales, es pensable que su ejercicio
involucra la destitución de todo resabio de inconmensurabilidad inscripto en las
tradiciones vernáculas, pero también la precaución de que no se restablezcan.
La comparatística ha parcializado esta tarea sobre la convergencia filológica de
lo estrictamente comparable: los términos literarios particulares en el
contenedor universal de sus nociones generales. Al proyectar su medida
común sobre el fondo invariable de su procedencia geográfica, extrajo siempre
el dato trascendente de su “americanidad”. ¿Cuántos trabajos de tematología
comparada han inundado la disciplina? ¿Cuán poderoso ha sido el aporte y
cuán suculento es hoy la onda asimilacionista con el que se enfrentan, por
ejemplo y emblemáticamente, el “cisne” francés y el “cisne” americano? ¿No es
la postulación del criterio (el fin de la crisis), -para Etiemble “la clase”, para
Bernheimer “la cultura”, para Moretti “mundo”-, la que desata la fatalidad,
presuponiendo todo el régimen de similitudes y diferencias? Viveiros de Castro
detecta y describe este tipo de operación característica de la antropología
clásica como “Comparación Lógica”, la “Regla reguladora del método
antropológico”. Esta permite “la triangulación objetivante del duelo imaginario
entre yo y el otro”, que lo que hace es que el observador desaparece de la
“escena comparativa”, y consiente al antropólogo con ausentarlo “del problema
que él mismo ha planteado” (2010, 71-2). La ficción hermenéutica que resulta
es que tanto las constantes e invariantes como las variaciones y diferencias
que en el proceso se detectaron parecen solo atribuibles al objeto determinado
y los datos que se extraen están listos para convertirse en materia para una
proposición con valor general.
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Más allá de la exactitud con la que vemos calcadas estas coordenadas
comparativas en nuestro archivo continental, lo que resulta esencial considerar
es si la World Literature no impone y fortalece esta regla reguladora, con el
imperativo de no “leer” teológicamente (para nosotros, intensivamente). Toda
proposición metodológica orienta preliminarmente sus propios resultados (y la
búsqueda de patterns, repeticiones formales, constantes genéricos, se inscribe
en una pesquisa estadística que Moretti prefigura). Su “advenimiento”, de todos
modos, muestra principalmente la instalación de una nueva y espesa escena
epistemológica para la investigación literaria. La pregunta sobre cómo leer
implica pensar a partir de qué pragmáticas intelectuales y abre el terreno que
aparece como el campo de una lucha por la hegemonía simbólica del mundo.
Su norte es una purificación epistemológica, que secuestre toda especulación,
aludida insidiosamente y con casos testigos como la culpable de la
degradación de los estándares disciplinares. En definitiva, una discusión
polémica acerca de la departamentalización y racionalización de la vida
universitaria norteamericana (“el llamado al orden”), donde el
latinoamericanismo se transforma apenas en una pieza institucional e incluso
en un conjunto de códigos transnacionales. Su propuesta, en todo caso,
construye un modelo epistemológico monolítico cuyo gesto inaugural es el de
reforzar con la distancia el quiebre propio de las prerrogativas de un
acercamiento “científico”: una asimetría primera entre los órdenes del sujeto y
del objeto
12
. La posibilidad de sintetizar un conocimiento es paralela a la
posibilidad de desubjetivizarlo, para lo cual, lo necesario es tenerlo “lejos”.
Reduce así cualquier intencionalidad en el circuito semiótico de la literatura y
cierra el ciclo que comenzaba con la abstracta “muerte del autor” y termina con
la tecnocrática “muerte del lector”.
Por el contrario, la comparación alógica (la “regla constitutiva” de la
disciplina) que describe Viveiros de Castro (2010, 71-2). sugiere acercarse a
los modos de conocimiento propiamente amerindios, un tipo de participación
activa del sujeto en el objeto (o por el contrario, del objeto en el sujeto,
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12
No es casual que Gayatri Spivak utilice la metáfora etnográfica del “informante
nativo” (2009: 127) para describir el papel que cumplirían los lectores de las literaturas
nacionales dentro de la World Literature.
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volviendo difusa una delimitación predeterminada), por el cual el objeto se
vuelve operativo: es la literatura la que definiría el plano preconceptual y no su
“marco”. Este tipo de comparación implica extraer las consecuencias de la
decisión de rechazar la explicación de un texto en términos de la postulación
de la noción trascendente de criterio, para privilegiar la noción inmanente de
problema, por la cual el objeto se autoposiciona con anterioridad al contexto de
análisis y de su vocabulario cristalizado. Partiendo desde ahí, todos los
elementos de los estudios literarios (autor, obra, géneros) deben funcionar
no para detener, asimilar y sancionar la marcha diferenciante de la relación que
se establece entre textos y tradiciones, sino como medio para comparar aquell
que siempre quedó afuera de la comparación, lo que excede “la cosmovisión” y
el “instrumental” de partida. Se compara (se lee) por lo tanto no para
generalizar, sino para traducir. Y traducir supone traicionar la lengua de
llegada, “subvertir el dispositivo conceptual del traductor” (VIVEIROS DE CASTRO,
2010).
Claudia Gilman destacaba, en un artículo crítico a la busca de
estándares disciplinarios que asolan las humanidades en los centros
universitarios más poderosos, nuestra propia felix culpa: la tranquilidad con la
que los latinoamericanos pueden cometer “sus propios errores” (1997:43).
Yendo un paso más lejos, mientras que la comparación lógica invita a la
sanción del error, la falla subjetiva, la ilusión ideológica, al servicio de la
clasificación inmunizada de cualquier patología; una comparatística local
deberá pensar “lo propio del error” como categoría creativa y performática de la
epistemología latinoamericana. En rigor, la comparación alógica consagra al
equívoco como su categoría trascendental (y a la univocidad como su
enemiga), porque el equívoco funda e impulsa la relación que establece, en la
que cuanto más extraños son los objetos que entran en contacto, mayor
rendimiento –y menos “soluciones”- se obtienen.
Partir de la idea de que la comparación es siempre “anexacta”, que sus
resultados son imperfectos, incompletos, tramposos, nos libera de la
exclusividad monológica de los ejercicios comparativos que se limitan a la
descripción “contrastiva” de textos comparables (temática, genérica o
formalmente) como la llave de acceso a la trasparencia epistemológica; la
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comparación alógica descarta la asepsia que divide perspectiva y objeto,
porque lo que esta en juego no es la correcta representación y atribución de
una cosmovisión (cierta experiencia del mundo asimilable), sino el imperativo
de experimentar cierta imaginación del mundo. Los textos, de cerca, estarían
sometidos a ese modo epistemológico menor, larvario, de “equivocidad
controlada” (VIVEIROS DE CASTRO, 2004), que pagando el precio de cierta
imprecisión metódica –cuyo control se ejerce con los instrumentos del análisis
literario-, devuelve a los textos y las tradiciones la posibilidad de ser agentes
teórico-prácticos, que en lugar de estar afectados una suerte de alergia teórica
(ser solo casos de una teoría), pueden funcionar como intensificadores,
aceleradores, “multiplicidades”.
Se trata por cierto de una forma imaginaria de funcionamiento de los
estudios literarios comparados, problemático. Sus límites serían siempre
contingentes; su campo, indiscernible y su fundamento, inconcluso: ¿dónde
termina el sujeto y el objeto de la comparación? En efecto, avanzando más
lejos, se mostraría incapaz de determinar “qué es un término y qué una
relación” (VIVEIROS DE CASTRO, 2008: 49). ¿Acaso los textos no son otra cosa
que un “haz de relaciones” (FOUCAULT, 1985: 37) antes que una unidad
cristalizada? ¿Acaso los textos de la tradición latinoamericana no se ocupan
particularmente de pensar la relacionalidad o una lógica de mundos- (la
antropofagia oswaldiana, el barroco lezamiano, el entre-lugar de Silviano
Santiago, el modernismo en la forma en que Rubén Darío lo inventó),
proponiendo ellos sus propias “figuras teóricas”?
En todo caso, la construcción de esta perspectiva evitaría confinarse a la
adopción de una representación de lo propio que puede arrogarse (y
eventualmente) abandonarse sin más consecuencias. Probar este tipo de
praxis intelectual, incipiente, significaría ingresar en el régimen cognitivo, en
términos heideggerianos, la imagen de la Zuhandenheit (“estar al alcance de la
mano”, en el sentido de ser disponible”, de ser utilizable”), una posición de
inmediatez entre el agente y sus materiales, productivo y manipulante. En
contrapartida, la imagen de la Vorhandenheit ("lo que está lejos de la mano")
implica un enfrentamiento con las cosas de un modo observador y
contemplativo, distanciado (¿el sitial panorámico de la World Literature?). La
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perspectiva latinomaricanista se perfilaría y sacaría mayor rédito, entonces, de
su opuesto porque lo que en estas nociones se reactiva es la célebre dicotomía
levistraussiana del Bricoleur y el Ingeniero, que Rama intuyó. Mientras que
Moretti, el ingeniero, arquitecto mundial de un tipo de racionalidad literaria
manda a fabricar sus instrumentos a medida (el concepto) para domesticar el
mundo, el bricoleur latinoamericano pega los pedazos (signos) que tiene al
alcance, apenas, para delinear figuras.
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