Cozarinsky, “Querida Sylvia” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 7-9 8 ISSN 2422-5932
Buenos Aires, 13 de abril, 2021.
Querida Sylvia,
Tengo nítida tu imagen ante la máquina de escribir, sentada en el borde de esas
altas ventanas francesas que llegan casi hasta el piso. La luz es de primavera
tardía, alarga la tarde de fines de mayo. ¿1967? Creo que estabas pasando en
limpio tu tesis doctoral, tan elogiada por Étiemble, el dueño de la literatura
comparada en la Sorbona de aquellos años.
Tu hotel estaba en la rue Casimir-Delavigne, a dos pasos del théâtre de
l’Odéon, que no podía prever la ocupación meses más tarde por los insurgente
de mayo 1968, las asambleas enardecidas, los slogans que aún perduran como
un talismán: “Bajo los adoquines la playa”, mi preferido. Yo estaba de paso,
había trabajado unos meses en Suecia y ahorrado como para vagar por el norte
de Europa antes de pasar unas semanas en París, postergando el regreso a la
Argentina de un general llamado Onganía. Mi hotel era el Deux Continents en
la rue Jacob, hoy “gentrificado”, inabordable para alguien como el que yo era
entonces.
¿Por qué fecho en aquella primavera el comienzo de nuestra amistad? Nos
habíamos cruzado en Buenos Aires, presentados, creo, por Enrique Pezzoni,
pero no recuerdo que surgiera una corriente de simpatía entre nosotros. La
distancia, dicen, hace otra persona al individuo, no sé para vos, en todo caso
para mí, y el flamante vagabundo sintió que no quería separarse de esa mujer
inteligente y apasionada, a quien, sintió, la erudición le quedaba estrecha.
Caminamos mucho por la ciudad, que vos conocías mucho mejor que yo. Los
dos bebíamos en aquellos años y más de una vez, cuando las finanzas apretaban,
evitábamos no ya el Flore o el Deux Magots sino el más atorrante del boulevard
Saint-Germain: el Old Navy. Comprábamos la botella de whisky que
liquidábamos ya sea en mi cuarto de hotel o en el tuyo, ayudados por dos vasos
originales de los difuntos Grands Magasins du Louvre.
Porque “el ultraje del tiempo” regala cierto encanto a la banalidad hoy
cancelada. Hasta la desaparición de una tienda dispara, no la nostalgia, que
detesto, sino un encadenamiento imparable de asociaciones. Mencionabas en tus
recuerdos publicados la Akademia (sic) Raymond Duncan en la rue de Seine. La
última vez que pasé por donde había estado vi que varias boutiques ocupaban la
superficie de sus amplias instalaciones. En ese espacio dedicado a una versión
apócrifa del helenismo, entramos una tarde. Nos recibió una especie de monja
laica que se presentó como Sister Bertha y nos mostró los rudimentarios telares
donde hilaban algo parecido a túnicas griegas. “Colores naturales, extraídos de
plantas y flores, nada químico” nos dijo, ufana de los tonos precozmente
desteñidos del resultado, pálidos y ajenos a cualquier idea sana de naturaleza. De