Giorgi, “Crítica y contagio” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 95-102 101 ISSN 2422-5932
latinoamericano desde hace décadas. Esto ni significa que Molloy
haya “anticipado” los debates sobre antropoceno ni mucho menos.
Significa algo más interesante: que la lectura atenta de las escrituras
de la extracción intensificada en América Latina ya articulaban las
inscripciones de lo que en las primeras décadas del siglo XXI se
formulará bajo el signo de la catástrofe ambiental y hubris del capital.
Eso ya estaba operando en el archivo latinoamericano: las temporalidades de
este archivo, típicamente obturadas desde las lecturas globales, son
las que se pueden movilizar desde la crítica, cuya memoria, como
este artículo de Sylvia, arma la secuencia de una reflexión en sus
propios términos. Para ello, claro, hay que hacer lo que hizo Sylvia:
quebrar las teleologías históricas, trabajar las fallas del tiempo,
operar, como escribe Juan Cárdenas –otro gran lector de Rivera–, en
“el temblor del tiempo humano.”)
Escribir es contaminar: en La vorágine a Sylvia le interesa
especialmente la yuxtaposición e invasión de voces, esa
“contaminación” de enunciaciones –que incluyen, como vimos, a la
selva misma– y que habla de los límites inestables, los marcos
quebrados, la falla de la distinción entre enunciaciones, géneros,
niveles narrativos. “Contagio textual”, dice. Los cuerpos físicos y el
cuerpo del texto se desarticulan (palabra que volverá como título
muchos años después, en un sentido comparable) como “rituales
espacios enfermizos” (1987: 763) que se despliegan como texto. “La
vorágine registra en su letra la enfermedad, la lesión, el contagio.
Texto que reflexiona sobre la enfermedad es, todo él, un texto
enfermo” (1987: 758). ¿Qué se juega aquí en torno a este texto
enfermo? ¿Qué afirma el contagio? El tema de la enfermedad abre
aquí la posibilidad de afirmar el desafío de lo informe: las fuerzas que en
su desafío a la forma legible, a su demarcación y a su transparencia,
afirman lo que la forma busca sublimar, disciplinar o, de lo contrario
niega: la potencia de un exceso, de un desborde, que reclama otras
configuraciones, otras narrativas, otras enunciaciones y otras formas
de leer para explorar sus posibilidades inmanentes. Ese desarreglo,
esa falla, es lo que en la lectura de Molloy se vuelve trazo de una
sensibilidad, esto es, de una capacidad no solo de percepción sino de
relación con las intensidades, las fuerzas, las líneas que arrastran a
los cuerpos más allá de sus contornos, de sus representaciones, de su
salud, de su identidad, y los exponen a ese contagio desde el cual
enfrentará las formas dadas de la realidad.