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La literatura mundial como provocación de los estudios
literarios
por Marcelo Topuzian (UBA - CONICET)
1
Dos son, principalmente, las vías que hoy se abren para quien se
dedique a pensar las condiciones teóricas, metodológicas e incluso
epistemológicas de un posible estudio mundial, global, trans- o posnacional de
la literatura. En primer lugar, todo parece orientarse a la legitimación teórica de
una serie de transformaciones institucionales de hecho –inminentes, si no ya
realizadas– de los marcos académicos para el estudio de la literatura,
vinculadas con la disminución del número de espacios disciplinares
específicos dedicados a ella, y consecuencia de las políticas de
racionalización de las humanidades universitarias. La literatura mundial se
convierte, por esta vía, en oportuno marco conceptual de una revisión de las
segmentaciones institucionales todavía vigentes de los estudios literarios a
partir de su ‘desespecificación’, tanto espacial o geográfica como temporal o
epocal, pero también teórica y epistemológica. La compartimentación basada
en la lengua parece gozar de mejor salud, aunque la reflexión sobre ella como
material privilegiado de la literatura, más o menos constitutiva de la tarea de
los estudios literarios durante el siglo XX, tienda a ceder hoy su lugar a otras
motivaciones de carácter pedagógico, como las ligadas con el desarrollo de
competencias verbales y culturales avanzadas en alguna lengua determinada.
Pero, por otro lado, también es posible aprovechar la –a veces, es cierto,
bastante módica– conmoción que supone esta ‘mundialización’ para un
conjunto de prácticas y aparatos conceptuales –como el de los estudios
literarios contemporáneos– poco inclinado a correr riesgos en un contexto de
crisis generalizada de las humanidades como el aquí presentado, con el objeto
de cuestionar algunos lugares comunes en la formación actual de los
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Doctor en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Investigador de CONICET y
profesor Asociado de la cátedra de Literatura Española III de la misma Universidad.
Allí también enseñó teoría literaria. Recientemente publicó Sujeto, autor y escritor en
el eclipse de la teoría, las apostillas a ¿Puede hablar el subalterno? de Gayatri
Chakravorty Spivak y un trabajo sobre los best-sellers de Arturo Pérez-Reverte en la
publicación colectiva Dialectos de la memoria.
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investigadores literarios. Sin embargo, si bien nos encontramos a las puertas
de cambios disciplinares importantes, su motivación no parece provenir de un
despliegue inmanente de las contradicciones internas de los estudios literarios
tal como hoy se practican –digamos, de los impasses en que los dejó, a fines
de la década del 80 del siglo pasado, el eclipse de la teoría (TOPUZIAN, 2010),
sino de la lógica de la cada vez más completa incorporación de los estudios
superiores al mercado del trabajo ‘inmaterial’ (LAZZARATO, 1996; NEGRI Y
HARDT, 2000: 289-294). Por esto, quizás sea más saludable no dejarse llevar
por conclusiones aceleradas sobre la naturaleza por venir de la práctica de la
investigación y la docencia en literatura, sino más bien apuntar, con un ánimo
especulativo más etéreo o lúdico, a simplemente habilitar una
desnaturalización, de otro modo cada vez menos habitual, de las
presuposiciones comunes en el trabajo actual de investigadores y docentes,
especialmente en relación con el paradigma de investigación todavía
dominante, que es el de lo que denominamos ‘historiografía de las literaturas
nacionales’.
Más allá de la cultura nacional
Los historiadores se han encargado de hacer la genealogía de los relatos
progresivos de las nacionalidades modernas y han explorado la lógica
económica, social y cultural de la distribución a escala internacional de centros
y periferias territoriales (FERNÁNDEZ BRAVO, 2000; HOBSBAWM, 1983;
ANDERSON, 1993; WALLERSTEIN, 1979). Más recientemente, varios autores,
desde la antropología (APPADURAI, 2001; HANNERZ, 1996), la sociología (HELD,
2012), la filosofía (Nancy, 2003; APPIAH, 2007) y la teoría política (HABERMAS,
2000; BENHABIB, 2006) han puesto fecha de caducidad, más o menos cercana
según los casos, al estado-nación, para iluminar los aspectos globales,
mundiales o transnacionales de la cultura contemporánea. La teoría
poscolonial cumplió también, sin dudas, en los años 80 y 90, un papel
importante, más específico, en la relativización de la exclusividad nacional de
la enseñanza y la investigación occidentales en literatura (BHABHA, 1994;
CHAKRAVORTY SPIVAK, 1988, 1999, 2011; SAID, 1979, 1996, 2004). Por esto
mismo fue objeto de críticas de defensores de la vigencia de los enfoques
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nacionales (SAN JUAN, 1999), y también por lo que se percibió como una
deficiente atención a la categoría de clase (AHMAD, 1992).
El desarrollo, en los siglos XIX y XX, de estados nacionales capaces de
intervenir como tales en la reproducción social de los individuos (en la familia,
en la salud pública, en la educación y en el orden general de la vida civil) es lo
que termina de definir a la población como ciudadana de una nación. Hay un
aparato, más o menos estatal o paraestatal, de prácticas cotidianas que se
orientan a la nacionalización de los individuos, ligado fundamentalmente con la
educación formal. La nacionalización se reveló, en el contexto de la
constitución de los estados burgueses, como mejor organizadora de los
procesos primarios –en términos de amor, odio y estructuración básica del
psiquismo, es decir, de las autorrepresentaciones, de las imágenes del yo–
que la idea abstracta de ciudadanía. Este verdadero suplemento de la
formalidad supuesta por la institución política del Estado se terminó mostrando
como constitutivo. Una particular excepción subyace, así, el sistema simbólico
de la organización política del Estado liberal moderno de derecho. Étienne
Balibar (1997: 129-130) destaca, en este sentido, la afinidad del sentimiento
nacional con el religioso, al que en cierta forma sustituye como modo de
condensación e identificación social. Esto hace que, para Benedict Anderson
(1993: 23) sea más pertinente estudiar el nacionalismo de manera
antropológica que como una ideología política más. El modo en que la idea de
nación nos interpela como individuos es tan crucial que se ‘inmiscuye’ en la
constitución misma de nuestra subjetividad, es decir, en algo que incluso se
sustrae a la posibilidad de elaboración simbólica ulterior. Es un asunto de goce
que pretende colmar el vacío y la alienación que implica todo proceso de
subjetivación. El papel que la literatura cumplió en relación con estos procesos
históricos, sobre todo la alta literatura europea del siglo XIX, ha sido bien
estudiado por los teóricos de lo poscolonial, y no se deja resumir con facilidad
en torno de la cuestión de las identidades culturales.
El concepto que, desde el sentido común cultural, se presenta hoy como
salida obligada cuando se cuestiona el enfoque nacional o nacionalista sobre
determinado fenómeno, sea cual fuere, es el de ‘globalización’. Es un
concepto de naturaleza inicialmente económica y comercial, vinculado con la
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desterritorialización generalizada del capital gracias a su completa
financiarización, surgida del quiebre de la distinción tradicional entre países
productores de materias primas y países productores de manufacturas, y la
dispersión a escala mundial de las etapas de la manufactura misma, que ha
dado en la autonomización, mercados bursátiles globales y fondos de
inversión mediante, de la circulación del capital respecto de la economía
productiva, sobre todo de carácter industrial, completamente sometida hoy a
los vaivenes de las bolsas de las grandes capitales económicas del mundo.
Sin embargo, el concepto de globalización tiende casi inmediatamente a
pensarse también a partir de las que pasan por ser sus consecuencias
culturales, aunque, centralmente, y de manera evidentemente reductora, a
partir del carácter internacionalmente hegemónico de la industria cultural de
masas anglosajona.
Sin embargo, ya en 1996 Ulf Hannerz planteaba el problema de si se
podía hablar de un espacio antropológico de formación de los individuos, de
subjetivación, como el que, como vimos, monopolizan aún los estados
nacionales, que pudiera considerarse efectivamente transnacional; de si los
modos de vida cada vez un poco más generalizadamente transnacionales que
(sobre)lleva una parte creciente de la población mundial alcanzan ya a
constituir un sistema de construcción transnacional de la subjetividad. ¿Cuáles
serían las instituciones, las formas simbólicas, las prácticas materiales, las
configuraciones históricas, en general, de esa educación transnacional que
debería estar funcionando ya también, digamos, a nivel pulsional’? Hannerz,
como Arjun Appadurai (2001), se remite, para empezar a responder esta
pregunta, fundamentalmente a las migraciones, a los medios de transporte, a
los de comunicación, es decir, a la multiplicación de las interacciones
culturales (no necesariamente a escala global, pero seguro, más
modestamente, transnacional): las distinciones espaciales y experienciales de
lo distante y lo próximo, o de lo global y lo local como categorías, han sido
puestas en crisis. Cada vez puede pensarse menos la cultura –como en la
antropología clásica– a partir de las conformaciones materiales de vínculos
directos en el marco de comunidades más o menos limitadas en sus alcances
espaciales y vivenciales. Aunque, en realidad, habría que decir que ese tipo de
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vínculos materiales directos, comunitarios, que siempre fueron el objeto s
claro de la antropología, ahora pueden tener igualmente lugar aun mediando
enormes distancias geográficas. Sin embargo, estas modificaciones tienen
importantes consecuencias teóricas, relativas a la creciente inviabilidad en la
investigación de las operaciones categoriales homogeneizantes para el
análisis de los fenómenos culturales, sobre todo de la idea de la
inconmensurabilidad cultural, presupuesto relativista muy ligado al cortocircuito
de lo universal y lo particular que siempre supone la idea de nación (BALIBAR Y
WALLERSTEIN, 1997: 12-18). Y esto implica cuestionar también los modos
dominantes de entender la diferencia cultural, como competencia en pie de
igualdad’ por la legitimación: hay un modo homogeneizante (identitario,
multiculturalista) de pensar la diferencia, que la asimila o neutraliza. El
paradigma de la historiografía de las literaturas nacionales es completamente
solidario con estos modos identitarios de concebir la cultura.
Hay que tener especialmente en cuenta que el punto de partida mismo
de las argumentaciones de Hannerz, Appadurai y también de Kwame Anthony
Appiah (2007) es el cuestionamiento de la ecuación que hace de la actual
relativización del papel de las culturas nacionales o locales en la constitución
de las identidades un equivalente de la tendencia a la completa
homogeneización cultural del planeta. Su interrogación de las nociones
dominantes de cultura apunta a visibilizar formas de mestizaje generadas por
las inserciones locales, sobre todo periféricas, de los productos del mercado
comunicacional global. El objetivo es destacar las formas en que la
generalización impuesta por la difusión de la modernidad y el capitalismo se
asienta siempre en apropiaciones locales híbridas, sobre todo en el nivel de
las formas de vida más inmediatas y concretas. La modernidad transnacional
no se reduciría entonces a un mero barniz artificial y forzado que solo se
sobreimprimiría violentamente sobre las culturas locales, aunque sea
necesario tener también en cuenta los conflictos implicados por una mezcla
que tampoco puede ser pensada como natural o espontánea.
Appiah, Hannerz y Appadurai disienten en un punto importante: los
primeros dos son escépticos a propósito de que desde el medio incipiente de
las formas de vida transnacionales puedan surgir en breve sustitutos con la
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fuerza y el predicamento de la idea de nación para constituir agrupaciones o
estructuras organizacionales y comunitarias realmente alternativas. La nación
se vuelve más y más cuestionable, pero no parece haber ningún modo de
organización inter- o transnacional que la sustituya en todas, o al menos
algunas, de sus funciones. Appadurai, por su parte, sostiene que los medios
electrónicos de comunicación, particularmente los que funcionan en red, son
ya capaces de crear toda una nueva cultura a escala global, pero ya no según
la versión apocalíptica de la dominación, si se enfatiza todo lo que hay de
reapropiación a nivel local de los materiales mediáticos globales. La idea
fundante de Appadurai, luego muchas veces retomada y aplicada por otros
autores, es que los medios producen nuevas formas de subjetividad colectiva
que ya no son ni pueden ser simplemente las de las identidades nacionales, y
que esa formación de subjetividad cumple una función modernizadora, en el
sentido de que constituye ‘esferas públicas’, entendidas en el sentido
habermasiano, pero “en diáspora”, o sea, intercambios comunicativos globales
que van más allá de los límites del estado nacional. La imaginación diaspórica
ofrecida por los medios es capaz de introducirse en los proyectos de vida de
toda una humanidad migrante, y a la vez de potenciar intervenciones
renovadas en las esferas públicas a escala global.
La categoría mediadora fundamental es, según Appadurai, la de la
imaginación como práctica social. Sostiene que la imaginación ya no puede
considerarse fantasía engañosa que oculta una operatoria real, o escapismo
ideológico, o producto del ocio de elite, sino que es un conjunto de prácticas
efectivas, organizadas y transformadoras, que sientan los criterios que
matrizan los movimientos y recorridos colectivos. La imaginación es un hecho
social en sí mismo, no solo una representación (2001: 23-27).
Poder pensar, como hacen estos autores, lo transnacional a partir de
formas de vida, y no solamente de la globalización comercial y financiera, del
funcionamiento de organismos internacionales cada vez más amenazados en
su legitimidad y credibilidad, como las Naciones Unidas, la Corte Penal o el
Fondo Monetario Internacionales, o del cine de Hollywood con su poder de
penetración cultural, es ya sin dudas un avance importante. De todos modos,
habría que evitar conferirles a estas formas de vida un carácter autónomo,
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primigenio o identitario: todas ellas están cruzadas por diversos factores
políticos, económicos, sociales, institucionales, etc. Son aquí pertinentes en
tanto disparan la necesidad de interrogar las herramientas teóricas con las que
seguimos interpretando la cultura. La literatura, precisamente, sobre todo la
novela, está hecha más a menudo de la imaginación de formas de vida
alternativas precisamente en este nivel ‘antropológico’, que de la simple
confirmación identitaria nacional, de la incorporación de los elementos
homogeneizadores de la cultura de masas o de la encarnación de los valores
que forman el cuerpo de principios fundantes de los organismos
internacionales mencionados. Por lo tanto, una noción como la de imaginación
social de Appadurai puede habilitar a los críticos e investigadores a reconocer,
en este sentido, sitios alternativos, respecto de los que ya conocemos, de
intervención global de lo literario. La literatura imagina formas de vida como
relaciones entre elementos de otro modo considerados distantes, y de este
modo elabora las fracturas de las configuraciones identitarias. ¿Cuán sensible
es el instrumental actual del investigador y del crítico a este carácter
constitutivamente relacional de lo literario?
Fenómenos literarios transnacionales
¿Qué implicaciones reales han tenido todas estas reflexiones sobre la
investigación en literatura? La postulación de una literatura post- o
transnacional supone ya, como punto de partida, un cuestionamiento del
modelo mismo de la historiografía de las literaturas nacionales. Este
paradigma supuso el trazado de criterios y límites precisos y determinados, de
carácter geográfico, lingüístico e histórico, para el estudio de la literatura.
Consistió en la agrupación de las literaturas por su lengua, su origen territorial
y su ubicación en una periodización basada en las diversas etapas de la
conformación, desigual, pero también “modular” (ANDERSON, 1993: 21), de los
estados-nación modernos. Esta agrupación sentó incluso las bases de
cualquier intento de elaborar conexiones alternativas, como es evidente en la
historia de las literaturas comparadas.
Este verdadero modelo epistemológico ha recibido fuertes críticas
durante los últimos años. Se ha cuestionado la carencia de profundidad
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histórica, más allá de doscientos o trescientos años, de las fronteras
nacionales de las que depende la compartimentación disciplinar que supone;
su exclusión de fenómenos literarios reacios a ser circunscriptos a una
nacionalidad, particularmente a una lengua nacional única y homogénea
(APPEL Y MUYSKEN, 1996; MEDINA LÓPEZ, 1997; SIGUÁN, 2001); la centralidad,
en consecuencia, del lenguaje como medio por excelencia en su concepción
de la literatura, excluyente respecto de otros de sus aspectos y de sus
relaciones con otros lenguajes y medios (CARTMELL Y WHELEHAN, 1999, 2007);
lo limitado, lineal y uniformizante de sus periodizaciones, cronologías y
clasificaciones; y, concretamente, su desvalorización programática de todo lo
fronterizo, lo híbrido y lo desplazado en literatura (en términos geográficos,
étnicos, sociales, pero también genéricos e intermediales) (BHABHA, 1994;
GARCÍA CANCLINI, 2001).
A partir de estas críticas, se empieza a plantear preguntas como las
siguientes: ¿qué aspecto, alcances y formas tendrían unos estudios literarios
capaces de desarrollarse en espacios plurilingües y plurinacionales (CABO
ASEGUINOLAZA, 2010); de hacer justicia a los usos ‘no metropolitanos’ de una
lengua dominante (DE SWAAN, 2001; DEL VALLE Y GABRIEL-STHEEMAN, 2004); de
repensar la especificidad de lo literario ya no como un uso, más o menos
intensivo, atípico o anómalo, pero siempre de una lengua nacionalmente
definida, sino como un modo singular de imaginar (LINK, 2009)? ¿Qué
conceptos y categorías deberían ser capaces de inventar investigadores
literarios interesados en, por ejemplo, comparar históricamente
acontecimientos literarios pertenecientes a épocas distintas por fuera de los
modelos evolucionistas del desarrollo de las culturas nacionales?
El modelo de la historiografía de las literaturas nacionales ha arraigado
en un conjunto de hábitos y prácticas de lectura que hace que sea difícil
imaginar y legitimar otros métodos, criterios y operaciones para encarar las
tareas de los estudios literarios. Y esos hábitos y prácticas tienen
consecuencias en aspectos del estudio de la literatura que no solemos
considerar vinculados específicamente con la historiografía o con lo nacional o
nacionalista en literatura. La tradición nacional funciona como un contexto o
marco primario naturalizado, pero tanto para la literatura nacional o
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popularmente orientada, como para la de tono más cosmopolita,
internacionalista y autonomista, más allá de cualquier reivindicación identitaria
puntual. La idea de que una literatura puede sustraerse al provincianismo de
los marcos nacionales para pasar a jugar en el campo de lo que Pascale
Casanova (2001) llamó la ‘república mundial de las letras’, a través de una
reivindicación de su autonomía respecto de las circunstancias políticas y
sociales más inmediatas (es decir, las nacionales), es absolutamente solidaria
con el sistema general de la competencia de las literaturas nacionales entre
que conforma el modelo de la historiografía de las literaturas nacionales y
comparadas, que por supuesto no puede reducirse a la representación de una
identidad nacional. La idea de una literatura nacional no solo da lugar a una
literatura encolumnada temática o programáticamente en el proyecto de
constitución de una cultura y un estado nacionales, o en el del nacionalismo,
sino que en tanto sistema también propicia lo que podríamos llamar su
excepción constitutiva, la literatura de la estética de la autonomía,
perfectamente coincidente en las periodizaciones de su surgimiento y
hegemonía con las de la constitución de las diversas literaturas nacionales
europeas, a partir de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, como resultado
de las diversas operaciones literarias que tienden a ser agrupadas bajo el
nombre de ‘romanticismo’.
La lengua fue la candidata principal a ocupar el lugar pretendidamente
esencial de la identidad nacional en el ámbito de la literatura. Probablemente
sirvió a este propósito que se la concibiera como la simple manifestación de
una constante antropológica, encarnación y a la vez trascendencia respecto de
los procesos y circunstancias históricos, sociales y políticos de la constitución
de su predicamento. Históricamente conformadas de manera bien
evidentemente contingente, las lenguas nacionales tienen algo de insalvable:
no se puede elegir la lengua materna, y por eso está intrínsecamente ligada
con la constitución misma de la subjetividad, aunque a la vez su adquisición
concreta y efectiva sea completamente contingente. La trama eminentemente
política que ha hecho inevitablemente de la lengua una lengua nacional se ha
desarrollado también, y sobre todo, en lo más hondo de las
autorrepresentaciones imaginarias personales (DERRIDA,1997). Se puede
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trazar un equivalente en su funcionamiento con la idea de nación en sus
configuraciones más evidentemente fetichistas, según la lógica habitual del ‘lo
sé, pero sin embargo’: puedo entender que se trata de una construcción
histórica, y que solo adquirí mi lengua y mi nacionalidad por razones
completamente contingentes, pero aun así se juega en ellas algo que me
concierne en mi identidad personal misma, etc.
Puntualmente, las fantasías de lo nacional –incluso de lo imperial–, por
parte de sus autodenominados ‘representantes’ institucionales y académicos
peninsulares actuales, siguen asociadas con la circulación y expansión de la
lengua española. Una idea normativa específica y contingente de la lengua
(razón de ser misma de la Real Academia Española) se sigue concibiendo
como factor de unidad y homogeneización que reduce y reprime toda una
serie de fenómenos lingüísticos transnacionales, tanto los bilingüismos
peninsulares como las variaciones latinoamericanas y el spanglish, bajo la
pretensión castellana de comandar esa unidad (DEL VALLE Y GABRIEL-
STHEEMAN, 2004).
Como sabemos, la idea de que la colonia comparte algo,
fundamentalmente una lengua, con la metrópoli europea, de que puede
postularse una simultaneidad de acciones entre ambas en una temporalidad
unificada propiciada, en su registro subjetivo, por la prensa periódica y por la
novela, de circulación ampliada precisamente por el hecho de compartir una
lengua, tuvo un papel importante en el germen de la constitución de los
nacionalismos coloniales e independentistas criollos, que así pudieron
simplemente ‘trasladar’ la metrópoli al propio territorio de la unidad
administrativa colonial. Las condiciones de posibilidad imaginarias, propiciadas
por la lengua común, de la formación de la idea de nación tuvieron evidentes
consecuencias políticas (ANDERSON, 1993: 77-101).
La cada vez más creciente importancia de los medios de comunicación
audiovisual ha atentado en parte contra la dominancia de la lengua en la
constitución de las identidades comunitarias imaginadas. En lo audiovisual de
los medios se juegan otros modos de interconexión que esquivan las
instancias de la reproducción técnica de la escritura y de la puesta en práctica
de la comprensión lectora, y que relativizan la preponderancia de las
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comunidades lingüísticas nacionales e internacionales. Sin embargo, también
es pertinente prestar atención a los usos instrumentales globalizados de las
lenguas nacionales propiciados por los medios electrónicos, como los que
describen del Valle y Gabriel-Stheeman para el español. La unidad lingüística
pregonada por las instituciones lingüísticas internacionales, plenamente
integradas hoy con el mundo corporativo, como la Real Academia o el Instituto
Cervantes, puede ser un modo ideológico de privilegiar las inversiones
españolas (sobre todo las de carácter comunicacional: telefonía, televisión,
editorial, prensa) en Latinoamérica. El ‘encuentro’ comunicativo propiciado por
la lengua común se presenta como análogo a la comunidad de intereses
económicos, enmascarando las obvias relaciones internacionales de dominio y
el neoimperialismo comercial y financiero. Además, la lengua se comercializa
efectivamente, se convierte en un activo comercial negociable, sobre todo a
través de los diplomas y la enseñanza, que aspira a competir con el inglés
como lengua global de mercado y, por esto, tiende a presentarse como
intrínsecamente modernizadora. Sin embargo, es necesario interrogarse sobre
la naturaleza de esta modernización y sus consecuencias para la investigación
literaria, especialmente en Latinoamérica.
Pierre Bourdieu (1995) nos acostumbró a pensar la literatura según la
lógica del campo y del capital simbólico. Según su discípula Pascale
Casanova, como veremos más adelante, no hay verdadero salto teórico-
metodológico, concretamente a propósito de estas categorías, entre el estudio
de un campo nacional y el de uno internacional. Sin embargo, consideramos
lícito preguntarse si la lógica del campo sigue sirviendo para pensar el
funcionamiento actual de una literatura que se mueve en los límites o fronteras
de las literaturas nacionales. Dominique Maingueneau (2006) sostiene que la
lógica del campo fue sustituida por la del archivo: se pasa de la competencia
entre posicionamientos en un sistema relativamente cerrado y autoconsistente,
hecho de tensiones opositivas y negativas, a la acumulación de materiales
variados capa sobre capa, sin tensión, como conjunto de referencias
generalizadas, abiertas y cada vez más desconocedoras de cualquier
jerarquía posicional, en una biblioteca virtual. Esta noción de archivo se
muestra más afín al conjunto ampliado de interrelaciones y conexiones de las
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que parece estar hecha la literatura hoy, mientras que en la de campo literario
todavía se deja percibir, a pesar de la internacionalización de su uso y la
ampliación de su alcance, la familiaridad del espacio literario nacional, si bien
abstraída y sublimizada como configuración estructural.
¿Existen ya una literatura y, sobre todo, unos estudios literarios
posnacionales que alumbren figuras ajenas o resistentes respecto del modelo
dialéctico que opone, característicamente, lo nacional y lo cosmopolita? ¿Se
ha puesto la investigación literaria a la altura de fenómenos como los recién
reseñados? Es todavía muy difícil prescindir completamente de la idea de que
una determinada producción literaria juega o bien según la lógica del campo
de una literatura nacional, o bien según la del campo literario internacional. El
historicismo hoy dominante en los estudios literarios sigue dependiendo de
presuposiciones como esta. Es un historicismo restringido, dado que
difícilmente historiza sus propios presupuestos constitutivos. Sin embargo,
saludables intentos de reforma y reconceptualización de los estudios literarios
en clave transnacional han tenido lugar recientemente, dando lugar a
interesantes elaboraciones teóricas y metodológicas. Desde los llamados a
una revitalización de la tradición filológica del comparatismo (GUILLÉN, 1995,
2005; SAUSSY, 2006), o bien a su reinserción crítica, erudita y especializada en
el campo ampliado de la investigación en ciencias sociales (CHAKRAVORTY
SPIVAK, 2009), la actualización posnacional del canon hispánico y la
postulación de una renovada temática transnacional en la literatura (CASTANY
PRADO, 2007), al análisis de la internacionalidad de las literaturas nacionales y
de la comunicación entre sistemas literarios (DAMROSCH, 2003; SCHÖNING,
2006), al ya mencionado estudio sociológico de las relaciones literarias
internacionales (CASANOVA, 2001), e incluso a la apelación a herramientas
metodológicas cuantitativas y estadísticas tomadas de las ciencias sociales y
hasta de la biología para terminar de desplazar la metafísica estética de la
obra aislada y de la lectura intensiva o close reading (MORETTI, 2000, 2003,
2007), los estudios literarios, en un contexto de crisis creciente de las
humanidades en las instituciones académicas, han intentado sentar bases
alternativas para una historia literaria menos sujeta a los viejos moldes
nacionales. Se trata sin duda de innovaciones tentativas, parciales y
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exploratorias en la mayor parte de los casos, cruzadas a menudo con rémoras
metodológicas y conceptuales, como la utilización del modelo de ‘autor+obra’
para organizar el corpus (GUILLÉN, CASTANY PRADO); el uso de esquemas
comunicacionales limitados para pensar la interculturalidad (SCHÖNING); la
centralidad y preferencia concedida, en sentido amplio, al canon modernista
occidental en la configuración de un espacio literario internacional, única
salvaguarda posible de la lógica específica del campo en un contexto de
apropiación mercadotécnica contemporánea de la idea de ‘alta literatura’
(CASANOVA, COLLINS, 2010); o la apelación, como colaboradores, a
investigadores especializados en las distintas literaturas nacionales cuyos
presupuestos difícilmente alcance a interrogar críticamente el estudioso
generalista y sintetizador (MORETTI, CHAKRAVORTY SPIVAK, 2009). Sin embargo,
al menos el simple señalamiento por parte de estos autores de la dificultad de
enmarcar algunos fenómenos actuales cruciales en los enfoques dominantes a
lo largo del siglo XX de la labor de los estudios literarios alcanza para destacar
la necesidad de aportes originales al planteamiento de esta problemática.
La tradición del comparatismo
Benedict Anderson describió tempranamente el papel fundamental que la
literatura en lenguas vernáculas, sobre todo la novela, tuvo en la constitución
de las culturas nacionales modernas. No solo respecto de las tradiciones
culturales específicas del nacionalismo, sino sobre todo a través de la
postulación de una comunidad y un espacio compartidos (no solo lingüísticos,
sino también experienciales). Correlativamente, este rol de lo literario en la
constitución de la nación implicó el diseño de todo un paradigma para la
investigación literaria que es el que denominamos ‘historiografía de las
literaturas nacionales’. ¿De qué cuerpos conceptuales y aparatos
metodológicos disponemos para pensar alternativas teóricas a ese modelo
mejor pertrechadas para tratar con la configuraciones contemporáneas de lo
literario?
La tradición que más inmediatamente se ofrece a brindar una respuesta a
esta pregunta es la de las literaturas comparadas, de genealogía paralela a la
de la filología de las lenguas nacionales europeas, dado que los principios
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fundantes de la romanística se elaboraron en la Alemania de las primeras
décadas del siglo XIX. El punto de partida del comparatismo estuvo ligado
necesariamente a dos dialécticas: una entre la parte y el todo, ya que la
totalidad de la literatura universal parece como tal, inabarcable y, por lo tanto,
la investigación comparatista debe suponer un compromiso entre una
pretensión totalizante y un conocimiento que, al menos en su punto de partida,
solo puede ser local; y otra dialéctica entre la continuidad y el cambio para
pensar la historia literaria. Concretamente, en la historia efectiva del
comparatismo, esta dialéctica se manifestó en su tendencia a presuponer la
labor de la historiografía de cada literatura nacional, dotada de su
periodización y su metodología, incluso aunque luego aspirara a su disolución
o, al menos, al reconocimiento de la precariedad de su compartimentación.
Queda claro, en una muestra ejemplar del trabajo del comparatismo: el
análisis del exilio que lleva a cabo Claudio Guillén en su artículo “Lo uno con lo
diverso. Literatura y complejidad” (1995), que aquél no interrumpe o cuestiona
los distintos cánones nacionales; por el contrario, toma los grandes nombres y
los clásicos disponibles de cada literatura y solo luego los compara,
entendiendo por supuesto esta actividad en su acepción más abarcadora.
Cabría esperar, sin embargo, que un comparatismo realmente radical lleve a
cabo por lo menos algún tipo de ‘reacomodamiento’ de los diversos cánones
nacionales, puesto que si realmente supusiera un verdadero cambio de
enfoque y de campo de investigación no debería dejar intacto aunque
tampoco, quizás, es cierto, impugnar de plano– lo que se edificó desde la
perspectiva de una historiografía exclusivamente nacional.
El surgimiento de la romanística, precursora del comparatismo moderno,
en el marco histórico más amplio de la fundación de las filologías de las
lenguas romances, se vio posibilitado por la habilitación ideológica de la
reducción de las lenguas a su estatuto ‘léxico-gramatical’. Aun cuando la
tradición comparatista haya reducido las distintas culturas nacionales al
‘espíritu’ de sus lenguas dominantes, de todos modos resulta claro que no es
en medida alguna ajena a los procesos históricos de construcción de los
estados nacionales modernos. De todos modos, también es cierto que este
temprano interés en la conformación específicamente lingüística de las
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culturas nacionales europeas permitió también comenzar a prestar atención a
la cuestión de la traducción, herramienta conceptual fundamental para mostrar
lo limitado de cualquier sistema literario que se pretenda exclusivamente
nacional, dado el modo en que inevitablemente está cruzado por la publicación
de textos traducidos y por la circulación de textos extranjeros en otras lenguas.
Desde lo disciplinar, Claudio Guillén reivindica lo que hoy, frente a la
creciente especialización en el ámbito de las Humanidades, y sobre todo en el
de las Letras, se presenta como el carácter originariamente interdisciplinario
de la filología, por el cruce que siempre supuso entre historia, crítica y teoría.
Sin embargo, los límites de la interdisciplina comparatística aparecen cuando
Guillén propone su análisis ejemplar de la figura del exilio. En primer lugar, se
reduce al rastreo de continuidades de carácter temático, muy en la línea, por
ejemplo, del análisis de la cultura medieval a través de sus topoi que propuso
Ernst Robert Curtius en Literatura europea y Edad Media latina, de 1948. El
comparatismo parece así exigir constitutivamente la elaboración de cadenas
genealógicas tópicas de figuras que manifiesten algún tipo de continuidad a
través del cambio histórico. Este presupuesto teórico y metodológico es
consecuencia natural del carácter profundamente humanista, en el sentido
más clásico del término, que la disciplina del comparatismo arrastra desde el
siglo XIX, dado que lo que busca en la literatura es la condensación de una
experiencia humana fundamental, capaz de evidenciarse como resultado,
precisamente, de la comparación. O sea que, a pesar de la densidad histórica
que le proporciona el modus operandi de la filología, los objetos de la
comparatística clásica no son sino los invariantes por debajo o por detrás de
los cambios y las variaciones históricas y geográficas, que en última instancia
serían meramente superficiales: la permanencia incluso en el cambio más
marcado, lo único en lo diverso.
Y, por otra parte, en ningún momento el comparatista clásico, del que
Guillén es sin dudas un notable exponente, cuestiona los presupuestos de
lectura de la estética de la autonomía; por el contrario, pareja con su respeto
por los cánones nacionales es la utilización del modelo tradicional del análisis
conjunto del autor y su obra, aun cuando pretenda sustraerse al biografismo.
Está claro que aparecen relaciones alternativas respecto de las usuales en la
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historia y crítica de las literaturas nacionales, pero los términos entre los que
se tienden esas relaciones son siempre los mismos, aunque se las entrecruce
y teja.
Franco Moretti basará su perspectiva de análisis de la literatura mundial,
que analizaremos más adelante, en una crítica radical y destructiva de la
tradición del comparatismo. Según él, la literatura comparada no va mucho
más allá, en alcance y campo, de la romanística alemana, o sea, de los
estudios sobre, fundamentalmente, la literatura francesa de un conjunto de
investigadores de ese origen entre los siglos XIX y mediados del XX. Además
de esta limitación geográfica, la literatura comparada se ve sujeta a críticas
desplegadas por dos vías centrales: por un lado, Moretti denuncia la
comprensión meramente sumatoria, y no verdaderamente sintética, que la
literatura comparada tiene de las literaturas nacionales; por otro, la acusa de
ser excesivamente modesta y aislada en sus pretensiones teóricas: apenas ha
alcanzado a constituirse como una disciplina más a la par de los estudios
literarios nacionales, y no como la modalidad de investigación superadora que
debería ser (2000: 65).
Enfrentada a estos problemas, Gayatri Chakravorty Spivak esboza en
sus lecciones de Muerte de una disciplina una respuesta alternativa. A partir
de su estudio del impacto que el multiculturalismo, los estudios culturales y la
teoría poscolonial (y, conjuntamente, el acceso de los estudios literarios
estadounidenses, políticas universitarias internacionalmente inclusivas
mediante, a corpora literarios no occidentales) han tenido sobre las literaturas
comparadas, Spivak concluye que la herencia principal del comparatismo es
doble: el impulso generalizador, la voluntad de ir más allá de lo local o lo
nacional en el estudio de la literatura, unido a “la habilidad de leer
minuciosamente [reading closely] el original” (SPIVAK, 2009: 14, 16), es decir,
el manejo específicamente erudito y atento a los aspectos ‘figurales’, retóricos,
de la literatura en lengua extranjera. De otro modo, se denegaría la
literaturidad –que Spivak ata, a partir de la lección de su maestro Paul de Man,
a la indecidibilidad de la constitución retórica efectiva de los textos– a las
literaturas periféricas, para propiciar un tipo de lectura aparentemente
politizada que en realidad es solo una sobreimpresión del imaginario político
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de campus universitario estadounidense –habitualmente alguna variante del
modelo eurocéntrico de la modernización como proceso lineal de constitución
del estado nacional– sobre lo que se tiende a percibir como la ‘materialidad’ de
sociedades ‘orgánicas’ o ‘tradicionales’, lectura que además convierte el texto
subalterno en mero vehículo de información o caracterización descriptiva de su
espacio de origen, para que el intelectual universitario pueda luego arrogarse
el derecho de tomar posición sobre lo que allí sucede como simple resultado
de sus operaciones de lectura.
Edward Said había basado su propia reivindicación de la labor filológica
del comparatismo en razones similares, aunque con énfasis diferenciales. La
lectura ‘politizada’ de las literaturas periféricas se basa en la presuposición de
que leerlas bajo los protocolos de autonomía estética habitualmente exigidos a
las literaturas europeas centrales es improcedente. Si bien es cierto que Said
afirma que no se puede dar por sentado el estatuto institucional de lo literario
en la sociedades ‘periféricas’, haciéndolo simplemente invisible por
equivalente al de las distintas instituciones literarias europeas, también
reclama, como Spivak, una ampliación similar de las competencias lingüísticas
y retóricas entre los comparatistas (SAID, 1996: 487).
El enemigo claro de Spivak parece ser la injerencia cada vez más
marcada del mercado en la organización disciplinar y departamental de la
universidad estadounidense. Desde este lugar critica la noción de literatura
mundial en su reactualización académica reciente, por la estandarización y el
recorte de lo literario que supone. Pero también rechaza la solo
aparentemente contraria politización etnocéntrica ‘de campus’ característica de
algunas variantes de los estudios culturales, cuya perspectiva describe como
narcicisista, monolingüe anglófona y exclusivamente centrada en las
circunstancias del presente. Spivak se suma así a las denuncias de Said
contra el teoricismo de los intelectuales académicos estadounidenses (que
este cataloga como nuevo avatar de la estética de la autonomía), sobre todo
en relación con el poco apego a la investigación histórica y social
interdisciplinaria efectiva que supone, resultado de la inmediata
departamentalización compartimentada del saber en las universidades de
EEUU, que redunda a menudo en su aceptación más o menos incondicional
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de las versiones sobre la política internacional de los medios de comunicación
masiva hegemónicos (1996: 493-494).
La propuesta de Spivak asume desde el principio el sustrato básico de
carácter nacional operante entre los presupuestos teóricos del comparatismo,
para cuestionar su labor. Pretender llevar a cabo una investigación literaria de
carácter comparatista exclusivamente desde un determinado espacio nacional
y lingüístico no consiste en otra cosa que en dejarse cautivar inadvertidamente
por la representaciones de ‘lo otro’ internas a ese campo. Si bien esto
constituye un riesgo constante para el comparatista, equiparable en sentido
contrario al de su dependencia de versiones nativas sesgadas de la alteridad –
por ejemplo, las surgidas de las élites burguesas nacionales cosmopolitas, que
operan como reflejo del deseo del investigador occidental–, el acceso lo más
erudito posible al campo ajeno, sobre todo a través del manejo de la lengua,
especialmente en sus zonas de espesor figural, propicia, según Spivak, una
mayor calidad en la intervención comparatista. A partir de él, el investigador
debe ser además capaz de interrogar su propia posición como tal, en su
actitud misma respecto de su objeto. Spivak se refiere, concretamente, al
poder “escópico” (42) del comparatista, es decir, a la naturalización de su
autoridad que genera la pretensión misma de abarcar todo el mundo con la
‘mirada’ del estudioso: toda una geopolítica de la dominación aparece
enmascarada por esta aparente diafanidad metodológica. Algo parecido
sucede con el modo en que se entendió tradicionalmente la noción de frontera
en el comparatismo, que encuentra un eco actual en lo que se tiende a
presentar como ‘condición trascendental’ de los intercambios financieros, pero
también culturales, globalizados: la fantasía de una permeabilidad o hibridez
generalizadas sin restricciones, barreras ni impasses. Esta auto-
representación imaginaria también debería poder ser objeto de la interrogación
comparatista.
Finalmente, como otra operación de resguardo frente al occidentalismo
imperialista del comparatismo tradicional, al manejo de las lenguas extranjeras
docto y sensible a sus cualidades retóricas ya mencionado, Spivak agrega una
consideración institucional central. La interdisciplinaridad del comparatismo, al
menos en sus configuraciones clásicas, resulta muy limitada; fueron escasos
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los contactos que estableció, en sus investigaciones mayores, entre la
literatura y el cine, la música y el arte en general, y más aun con la
conclusiones y los protocolos de trabajo de otras disciplinas abocadas a
espacios sociales y culturales de carácter inter- o transnacional. Por esto y
esta es sin dudas la propuesta más polémica de sus lecciones–, Spivak aboga
por una integración directa e inmediata del proyecto general de investigación
del viejo comparatismo literario con los estudios que se están llevando a cabo
actualmente en el ámbito de las ciencias sociales, más concretamente en el de
los llamados, en Estados Unidos, Area Studies. De ellos, por supuesto, no le
interesa reivindicar su genealogía y funciones originales en la posguerra y
durante la Guerra Fría, sino sobre todo sus requisitos metodológicos,
principalmente la obligatoriedad, para los investigadores, de llevar a cabo un
trabajo de campo efectivo sobre el terreno (16-22). Un comparatismo filológica
y retóricamente enterado, con densidad histórico-político-social provista por un
aparato conceptual y metodológico transdisciplinario, y más atento a las
circunstancias del presente: este desiderátum todavía irrealizado y quizás
mítico podría servir de base contrastiva para la descripción de algunas
tentativas recientes en la investigación literaria transnacional.
La literatura mundial: corpus posnacional, circulación internacional,
lectura transnacional
En el marco de la conceptualidad estética de la Ilustración alemana, Goethe
sugirió ya tempranamente que la idea de lo universal natural, esa “belleza
humana” que se expresó en el arte de los griegos, se podría aparentemente
reencontrar en el presente (de 1827) en la obra de las naciones modernas
entendida en su general diversidad, y sería, por lo tanto, reapropiable como
modelo –ahora histórico, ya no clásico y eterno– por parte de cualquiera (o, al
menos, seguro, por los alemanes) (ECKERMANN, 2000: 185-186). Veinte años
más tarde, Marx veía ya en el desarrollo de la burguesía y del mercado
internacional la condición de posibilidad de esta universalidad de lo literario, a
partir del establecimiento, muy fértil luego, de una analogía de la producción
material de las naciones con la espiritual (MARX, 1992: 251). Sorprende
entonces bastante, alrededor de ciento setenta años después de estas
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declaraciones prospectivas, pero auspiciosas, que la pregunta por la viabilidad
de un estudio académico de la literatura universal esté nuevamente en el
centro de las interrogaciones críticas recientes. Parece que, a pesar de las
justificadas acusaciones históricas de etnocentrismo y de respaldo ideológico
de las empresas colonial e imperialista –y de los actuales señalamientos de
sus compromisos con concepciones tecnocráticas de la enseñanza superior–,
habría en la idea de una literatura universal algún elemento perennemente
utópico, sin dudas su razón de ser, que la seguiría haciendo atractiva para los
investigadores literarios.
En el marco de este trabajo, solo resultará pertinente referirse a las
propuestas actuales en este sentido que ofrezcan a los estudios literarios en
su estado presente alternativas innovadoras de carácter teórico, metodológico
o incluso epistemológico. Identificado un criterio central en relación con esto
la importancia otorgada a la lectura intensiva de obras individuales–
organizaremos un recorrido que irá de la literatura posnacional de Bernat
Castany Prado, y su trabajo orientado a la descripción de similitudes puntuales
entre obras singulares en un corpus específico, a la propuesta de análisis
literario intercultural de Udo Schöning, para luego dar cuenta de la sociología
de las relaciones literarias internacionales de Pascale Casanova y, finalmente,
de la ‘geografía literaria’ de Franco Moretti. Lo crucial no será aquí entonces la
descripción de un fenómeno o conjunto de fenómenos –los ligados con la
‘globalización literaria’–, lo cual, en general, es siempre materia de opinión,
sino la elaboración efectiva de herramientas conceptuales, teóricas y
metodológicas alternativas a partir de los diferentes cuestionamientos al
modelo de la historiografía de las literaturas nacionales.
Bernat Castany Prado, en su libro Literatura posnacional, constituye un
corpus de textos literarios contemporáneos a los que califica de
‘posnacionales’. Sobre esa base, lleva a cabo una serie de lecturas concretas
a partir de las cuales busca iluminar nuevas configuraciones literarias. Sin
embargo, ya en su análisis de lo nacional como modalidad previa de lo
literario, Castany Prado tiende a identificarlo, cuestionablemente, con el
particularismo identitario, dejando de lado o prestando muy escasa atención a
los aspectos universalistas de lo nacional, o a ese verdadero ‘cortocircuito’ de
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lo universal y lo particular que lo constituye. De este modo, nacionalismo,
fundamentalismo y política de identidades se unen, de acuerdo con Castany
Prado, en una ecuación conocida, que del mismo modo hace equivaler, en
oposición, globalización, desarraigo y migración, simplificando un escenario
bastante más complejo (desde bastante antes de 2001, el fundamentalismo,
por ejemplo, que difícilmente podría restringirse solamente al llamado ‘mundo
árabe’, posee, por ejemplo, un componente global constitutivo obviamente
perceptible).
Desde la perspectiva de Castany Prado, la idea de la universalidad de lo
literario es una condición de posibilidad a la vez atemporal –del tipo los
autores tratan de trascender la particularidad de sus culturas con el objetivo de
que sus obras sean ‘universales’” (CASTANY PRADO, 2007: 166)e histórica
del tipo ‘es consecuencia cultural de las distintas globalizaciones (entendido el
concepto en sentido muy amplio) que han tenido lugar a lo largo de la historia
(los imperios antiguos, el imperialismo moderno, el neoimperialismo financiero
actual)’ (176-177). Frente a estas condiciones generales, la literatura nacional
y sobre todo la nacionalista son presentadas por Castany Prado como un
fenómeno anómalo o inusual. Las líneas básicas de este esquema
interpretativo dan lugar a movimientos contradictorios en la argumentación de
Literatura posnacional, que por un lado parece aceptar y aprobar la conexión
que establece Benedict Anderson entre la hegemonía de la novela como
género y el desarrollo de las distintas culturas nacionales (170), y por otro
afirma que, como tal, la novela es incompatible con el nacionalismo, pues,
frente a los himnos patrióticos o el discurso político, es el género de la
incertidumbre por excelencia (168). También en su lado novelesco el
nacionalismo se presenta como una anomalía. En última instancia, la
distinción de Castany Prado entre literatura nacional y nacionalista que está
detrás de esta y otras de sus contraposiciones se basará, como explicaremos
en detalle, en una concepción simplificadora de la intencionalidad.
Castany Prado apela, en su investigación, a metodologías tradicionales
en las investigaciones sociológica, histórica, filosófica y estilística a propósito
de la literatura. Esto se hace evidente en su uso bastante acrítico e incluso
‘ingenuo’ de nociones fuertemente cuestionadas o, al menos, complejizadas
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por la teoría literaria del siglo XX, como ‘autor’, ‘lector’, ‘forma’ y ‘contenido’
(175). Respecto de las dos últimas categorías, es notable la diferencia con el
uso más ‘teóricamente ilustrado’, cruzado por la tradición estructuralista, que
de ellas hace Udo Schöning (2006), al que nos referiremos más adelante. Este
eclecticismo metodológico no debe ser simplemente confundido con una
apelación a lo interdisciplinario, ya que no da lugar a una integración
metodológica alternativa respecto de lo que en cada una de esas disciplinas
es más o menos usual a la hora de encarar sus objetos. En este sentido, está
bastante lejos de las aspiraciones de Spivak.
Castany Prado diseña una periodización básica que distingue la literatura
nacional de la pre- y de la posnacional (176-177). Sostiene que la primera
parece haber tenido un impacto o alcance mucho mayor en el estado de las
cosas –a través, concretamente, de su participación en la formación de las
culturas nacionales y del nacionalismo– que tanto la prenacional, restringida a
un reducido público lector aristocrático, en las etapas previas a la
alfabetización masiva, como la posnacional, relevada hoy, en su papel
comunicacional, por los medios masivos audiovisuales. A esta caracterización
a partir del grado de ‘influencia social’ de la literatura, Castany Prado opone
una valoración de carácter explícitamente estético que privilegia las
operaciones de la configuración posnacional en literatura. Cabe preguntarse si
con estos criterios no reproduce la contraposición entre una alta literatura
cosmopolita y una literatura nacional popular tan característica del paradigma
de la historiografía de las literaturas nacionales del que pretende tomar
distancia.
Ligada con esta contraposición está la distinción entre, por un lado, lo
que se presenta como actitudes o bien nacionalistas, o bien cosmopolitas, por
parte de los escritores, y, por otro, el análisis de los condicionamientos
históricos y sociales generales del surgimiento y desarrollo de lo nacional o de
lo cosmopolita. Así, subsidiariamente, Castany Prado diferencia una literatura
nacional –en tanto perteneciente a una cosmovisión–, de una nacionalista
que hace pedagogía consciente de lo nacional. A esta última, Castany Prado
la considera mera propaganda y, por lo tanto, de poco valor literario (169).
‘Actitud’ y ‘cosmovisión’ se convierten así en categorías rectoras que
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instrumentan toda su perspectiva valorativa de lo nacional y lo posnacional.
Toda una metafísica de la intención muy poco analizada se vislumbra tras esta
distinción, y Castany Prado se sirve, un poco indiscriminadamente, de actitud y
cosmovisión, según los contextos, para pensar lo nacional y lo posnacional en
literatura.
La periodización basada en la distinción de lo pre-, lo pos- y lo nacional da
lugar a algunas asociaciones inusuales, de las que Castany Prado, sin
embargo, no desprende análisis o conclusiones posteriores; por ejemplo, entre
el clasicismo grecorromano, el humanismo renacentista, la República de las
Letras de la Ilustración, el alto modernismo europeo de principios de siglo y la
literatura posnacional contemporánea, dado que todos se corresponderían con
períodos de globalización –conquistadora imperial, descubridora, colonizadora,
imperialista y neoimperialista, respectivamente. A la vez, la literatura aparece
directamente asociada con la crítica a la modernidad –que por otro lado
estaría intrínsecamente ligada con el modelo del estado-nación, cosa de por
discutible–, tanto bajo la forma de los modernismos de entre los siglos XIX y
XX, como de los posmodernismos de fin de siglo XX, lo cual parece suponer
una manera unilateral y bastante abstracta de periodizar.
Mayor interés que sus reflexiones históricas ofrecen sin duda las
consideraciones estilísticas de Castany Prado, basadas en la idea central de
que la morfología misma de la literatura se ve alterada por su condición
prenacional, nacional o posnacional. Lamentablemente, constituyen la sección
más breve de su caracterización teórico-conceptual de la literatura
posnacional: apenas diez páginas en un capítulo de casi setenta. Además, sus
intentos por listar recursos que podrían considerarse específicamente
posnacionales no parecen ser del todo exitosos, dado que evitan atender el
problema crucial de las funciones de cada uno de ellos. Así, se hace difícil
otorgar credenciales estilísticas de posnacionalidad a lo que se presenta
simplemente como “la construcción de personajes complejos y contradictorios,
la creación de situaciones ambiguas, el perspectivismo, [] las paradojas o la
dialogicidad” (196). Castany Prado también menciona cierto afán totalizador de
las tramas, el uso de las enumeraciones (sobre todo las caóticas), el campo
léxico estandarizado, al mismo tiempo que el énfasis en la variedad lingüística
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(y su explicitación en la narración y en los diálogos), la simultaneidad temporal,
la preferencia por ciertos géneros (viajes, picaresca), el uso de expresiones
dubitativas, la antilogía, la paradoja, el oxímoron, el relato en abismo o
enmarcado, la deconstrucción de la posición de enunciación del narrador y el
final abierto (229, 235). Todos estos recursos son, por otro lado, fácilmente
reconocibles en la historia de la novela como género anterior a lo que identifica
como ‘etapa posnacional’; así, entonces, habría que caracterizar la novela
como intrínseca y formalmente nacional y posnacional a la vez, con lo cual la
distinción misma entre lo nacional y lo posnacional como categorías
pertinentes para el análisis formal de la literatura parece poco útil.
Resumiendo, el problema central del planteo de Castany Prado tiene que
ver con el modo simplista en que conecta los aspectos histórico-políticos de
sus lecturas con los estéticos y con los ético-valorativos, que una
reivindicación de la noción de autonomía (170) no acompañada de análisis
alguno de su efectiva constitución histórica y política –claramente ligada, por
otro lado, con el proceso de construcción de las culturas nacionales europeas–
no alcanza, por supuesto, a disipar. Castany Prado parece caer por momentos
en un ‘esencialismo de lo literario’, sobre todo cuando afirma que la literatura,
por naturaleza, se manifiesta afín a la expresión o construcción de identidades
problemáticas (166), y liga inmediatamente esta operación a afirmaciones
valorativas con escaso respaldo empírico que le permiten casi convertir su
corpus en un verdadero canon. La defensa de una literatura antitotalitaria y
antinacionalista, sin dudas loable, no tiene por qué coincidir necesariamente
con una reelaboración de las estrategias de lectura e historización de los
estudios literarios.
El trabajo “La internacionalidad de las literaturas nacionales.
Observaciones sobre la problemática y propuestas para su estudio” de Udo
Schöning parte de una base menos opositiva y militante: reconoce desde el
principio la mutua afinidad de nacionalismo e internacionalismo literarios, a
partir de la convivencia, desde el principio, de la filología nacional con la
comparatística –cuestión bien evidente en la historia de la crítica alemana–
dado que ambas parten de presupuestos teóricos similares (SCHÖNING, 2006:
305-306). Asimismo, parece estar respondiendo punto por punto a la mezcla
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de criterios de análisis característica del libro de Castany Prado cuando
subraya la necesidad de distinguir, para pensar la noción de nación, sus
aspectos empíricos o descriptivos de los programáticos o ideológicos (306-
307), enfatizando lo problemático de la construcción misma del objeto
‘literatura nacional’.
El objetivo central es, una vez más, mostrar los límites de los marcos de
investigación literaria que se restrinjan a cada espacio nacional por separado.
Pero Schöning, más que trabajar sobre un corpus, prefiere cuestionar más
bien los presupuestos generales del paradigma nacional-literario. Una historia
literaria abierta a sus factores no exclusivamente nacionales no puede basarse
en la simple incorporación de más hechos, es decir, de material empírico (por
ejemplo, como simples cruce o correlación de lo ya hallado por cada una de
las diversas historias nacionales de la literatura); una investigación empírico-
acumulativa como la de Castany Prado o la del comparatismo ‘clásico’ resultan
así expuestas en su deficiencia fundamental.
Partir de que la lectura de literatura difícilmente ha sido nunca
exclusivamente nacional parece un fundamento sólido: las literaturas
extranjeras, fundamentalmente en traducción, pero no solamente, han
cumplido un papel importantísimo en toda literatura nacional, si se parte de
una concepción de ella más inclinada a tener en cuenta la instancia de la
recepción: no todo lo que se lee en una nación es, efectivamente, literatura
nacional. Frente a las versiones estadounidenses de la reader-response
theory, concebida como teoría general de la lectura y centrada en los
momentos más subjetivos de la recepción, Schöning reivindica la tradición
alemana de la hermenéutica y sobre todo la estética de la recepción de la
llamada ‘Escuela de Constanza’, en sus alcances más históricos que teóricos,
siempre y cuando sea capaz de tener en cuenta el traspaso efectivo de las
fronteras literarias (309n, 312-313).
El hecho de que el objeto de Schöning no sea la descripción de un
conjunto efectivo de obras, sino el análisis de una serie de relaciones,
concretamente las que constituyen las ‘transferencias literarias’, hace que
necesariamente la discusión comience a plantearse en otros niveles,
puntualmente el de las relaciones entre teoría e historia literarias. De este
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modo expone su proyecto el mismo Schöning:
Así frente a una teoría literaria que explica la obra literaria sólo desde sus
condiciones de aparición espaciales, temporales, lingüísticas y sociales,
debe permitirse la pregunta: ¿por qué una obra literaria también ha tenido
efecto allí donde no ha surgido? Y viceversa, una teoría literaria que parte de
que esas condiciones de aparición son irrelevantes para la comprensión y
efecto de una obra, debe dar cabida a la pregunta: ¿por qué la obra
particular ha surgido en su lugar y en su tiempo así y no de otra manera?, y
si realmente siempre es lo mismo lo que parece igual (312).
El planteo radicalmente efectual de Schöning lo habilita a cuestionar tanto la
obsesión del paradigma de la historia de las literaturas nacionales con los
orígenes (históricos, geográficos, sociales, biográficos) como el desprecio
esteticista respecto de los modos de circulación efectiva de una obra. Su
objetivo final es rehabilitar la historia literaria por fuera del paradigma nacional
de las historias de la literatura, pero también de lo que sería en un
movimiento característico de diversos neohistoricismos contemporáneos–
volcarse simplemente a elaborar su ‘historia social general’: es de la más
absoluta importancia, para la historia literaria, rehabilitar la pregunta misma por
lo literario, aunque desde sus condiciones históricas, no trascendentales, de
posibilidad (306, 313).
A partir de esto, Schöning saca conclusiones interesantes a propósito de la
posibilidad de periodizar no nacionalmente la literatura: los elementos
periodizadores que escanden las historias de las literaturas nacionales, los
nombres de escuelas, generaciones, movimientos o épocas literarias, son
engañosos, porque, en su pretensión de dotar a cada nación con lo que le
corresponde en el reparto de la historia literaria, asimilan fenómenos que son
muy diferentes de una a otra (por ejemplo, los clasicismos y los romanticismos
europeos y americanos, todos ellos muy distintos entre sí). El cruce rígido y
adialéctico de nacionalismo y universalismo, perceptible por ejemplo en la
tradición comparatista, se refleja en la debilidad de los marcos conceptuales
de investigación, sobre todo en la linealidad evolutiva y modular de las
periodizaciones.
La propuesta de Schöning, similar a la de David Damrosch en su What is
World Literature?, consiste en prestar atención a los aspectos comunicativos
de la literatura internacional, universal o mundial, o sea, a las conexiones
interliterarias. Para esto, desarrolla una teoría de la comunicación entre
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literaturas, que enmarca en lo que entiende como comunicación general entre
culturas. Los ‘interlocutores’ de esta comunicación interliteraria no son
necesariamente las diversas literaturas nacionales (esto restringiría el alcance
de la teoría de Schöning al estudio del siglo XIX), sino las que, como punto de
partida pragmático más o menos ad hoc, denomina “literaturas propias” (315-
316). Lo ‘propio’ de una cultura o de una literatura lo delimitaría la no-
necesidad de traducción entre sus miembros; se constituiría, entonces, como
un modo específico de significar, distinguible no solo espacial o
geográficamente, sino también de manera temporal o epocal. A partir de una
esquematización de esta comunicación, Schöning pretende sentar las bases
de una tipología de la transferencia literaria, de clara inspiración jakobsoniana
[326-328], y sujeta por tanto a las diversas críticas sufridas por el modelo
comunicativo del lingüista moscovita (cfr. KERBRAT-ORECCHIONI, 1997). De
hecho, es probablemente su modo algo simplista de entender la comunicación
el punto más débil de las formulaciones de Schöning, pero partir de lo
comunicacional, de lo relacional, supone ya un gran avance respecto de las
concepciones identitarias de la cultura y la literatura nacionales. A Schöning no
le interesa la identidad, ni la nacional ni la global, sino las situaciones y la
lógica de los intercambios, de los contactos, de las transferencias. Y más allá
de lo simplista de alguna de sus elaboraciones teóricas, está claro que la
posibilidad de sistematizar y modelizar un conjunto de relaciones estructurales
parece un proyecto mucho más auspicioso, científica o, al menos,
investigativamente hablando, que el de perderse en las brumas esenciales de
lo nacional como identidad, o bien en las de su simple deconstrucción.
Además, Schöning es capaz de reconocer también los límites de su enfoque
comunicativo, al llamar la atención sobre redes o centros constitutivamente
híbridos o multiculturales, para los que la idea de frontera o de transferencia
no tendría sentido, porque todo se daría mezclado desde el origen (329-330).
Un buen ejemplo podría ser quizás la cultura de la península ibérica antes de
la reconquista.
Pero la conclusión más importante que se puede obtener del trabajo de
Schöning, absolutamente ejemplar en este sentido, es que una historia de las
relaciones literarias internacionales no puede prescindir de replantear el
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problema de qué es la literatura, y más precisamente el de qué es (o fue) una
literatura nacional y por lo tanto también el de que es (o será) una literatura
más allá de la nación (¿inter-, trans-, supra-, multi-, pos-?). Schöning refina
enormemente los lineamientos básicos del asunto al afirmar claramente que
no se trata de dos corpora o cánones diferentes, sino más bien de dos
contextos o enfoques, de ninguno de los cuales habría que prescindir por
definición. De este modo, lo nacional y lo transnacional no se excluyen entre
sí, sino que se revelan como las dos caras de un papel: las define el punto de
vista.
Solo a partir de aquí podría plantearse nuevamente de manera fértil el
problema de la interdisciplinaridad en los estudios literarios. También
jakobsonianamente, Schöning afirma que se trata de un problema de
dominancia: no se debe perder de vista lo central del problema literario como
tal. En este sentido, denuncia las asimilaciones terminológicas inmediatas por
parte de los estudios literarios, por ejemplo, característicamente, las
económicas o las sociológicas, en una posible crítica a las operaciones con
que nos encontraremos cuando revisemos las propuestas de Pascale
Casanova o de Franco Moretti. Sin embargo, Schöning no avanza mucho más
en esta línea de reflexión, y solo sugiere que las diferentes metodologías
deberían ser complementarias (325), es decir, disuelve todo lo que en la
interdisciplina hay de conflicto por la hegemonía, deformación y malentendido
productivos. Incluso, parece limitada la adhesión de Schöning a la metodología
del análisis del discurso, que le sirve de mediadora privilegiada entre el
análisis histórico-socio-cultural y el lingüístico-estilístico-literario. Cabe
entonces preguntarse qué respuestas puede ofrecer el análisis del discurso a
la necesidad de replantear el problema de la especificidad de lo literario: su
puesta en serie con otros discursos sociales puede ser un paso
metodológicamente interesante, pero también reductivo. Sin embargo, estas
inquietudes no encuentran demasiado eco en el en otros muchos sentidos
estimulante trabajo de Schöning
2
.
Pero, ¿por qué resulta interesante un llamado a que los estudios literarios
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
2
Los trabajos recientes de Dominique Maingueneau [2004, 2006, 2010] anuncian
respuestas posibles a la pregunta sobre la especificidad literaria desde el análisis del
discurso. Su revisión detallada excede los objetivos de este trabajo.
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sean capaces de repensar la especificidad de su objeto? Precisamente porque
esa especificidad estuvo demasiado tiempo asociada, estéticamente, a una
metafísica de la obra aislada y a un modo intensivo de lectura que han recibido
todo tipo de cuestionamientos. Uno de ellos, popularizado por la sociología de
los campos literarios de Pierre Bourdieu, consiste en que se trata de una
creencia engañosa que, si bien moviliza a los actores del sistema de lo
literario, no tendría que hacerlo con quienes lo estudian. Pascale Casanova,
discípula de Bourdieu, sugiere que la teoría literaria se ha dejado cautivar por
estas creencias ‘intrasistema’, y ase ha visto impedida, tradicionalmente, de
dar cuenta de él de manera científica. Son, como quedaba claro a partir de las
ideas de Schöning, las relaciones en el marco de un sistema literario lo que
importa, no los términos aislados de las mismas. Y si ese sistema es
concebido desde el principio como un espacio literario internacional
generalizado, se impone una transformación también general del enfoque de
lectura.
Casanova suplementa y amplía las tesis de Bourdieu, resumidas y
completadas en su Las reglas del arte, a partir de la incorporación a sus
presupuestos de una recepción de la teoría del sistema-mundo de Immanuel
Wallerstein (1979): las relaciones de poder en el campo literario se amplían a
las de desigualdad y dominación entre centro y periferia a escala global. La
disponibilidad de capital literario y lingüístico, en la terminología de Bourdieu,
funciona ahora como índice fundamental de la distribución de la
preponderancia literaria a nivel mundial. La metafórica económica explicita el
privilegio de la circulación literaria: intelectuales y escritores cosmopolitas
serían “cambistas” (CASANOVA, 2001: 37) y gestores de este mercado literario.
El conflicto y la tensión permean todo el sistema de producción literaria,
pero ya no se dan solamente respecto, por ejemplo, de un escritor o poeta-
padre individual (como en La angustia de las influencias de Harold Bloom), o
entre grupos o generaciones, o entre vanguardia y tradición, sino entre
subsistemas literarios. Las ideas habituales sobre la globalización literaria, o la
de literatura universal, tienden a borrar el conflicto y a presentar la literatura
como un encuentro armonioso de culturas, en un gesto ideológico que es
característico, por ejemplo, del modo en que se siguen planteando las
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relaciones lingüísticas y literarias entre España y América Latina. Por esto,
metodológicamente, se tiende a aplicar a las relaciones internacionales el
mismo modelo estético que se usa para entender la literatura desde cada
espacio nacional, invisibilizando completamente las zonas de antagonismo
entre lenguas y literaturas. La propuesta de Casanova supone, por el
contrario, entender ya lo nacional en la literatura, desde el principio y en su
constitución misma, como una estrategia de competencia y diferenciación en
un espacio internacional intrínsecamente conflictivo, y no, por supuesto, como
algún tipo de ‘emanación’ del pueblo o de la cultura nacional imaginada.
En el proceso de desarrollo dialéctico de las literaturas nacionales que
describe Casanova, se despliega un segundo momento respecto de la
constitución de la ‘diferencia’ nacional, el de la autonomización literaria, que
Casanova entiende no tanto como separación relativa o independencia
respecto de las agendas políticas nacionales en cada caso, sino más bien
como un intento de apertura a la entrada directa de esa literatura nacional en
la competencia internacional. Dado que el espacio nacional ‘de origen’ del
escritor siempre media, en el marco de las relaciones literarias internacionales,
su acceso al espacio mundial, fundamentalmente a través de su lengua, la
autonomía resume, como concepto, un conjunto de recursos estratégicos para
expandir su alcance e influencia en una lógica de lo literario que tiene el
mundo por campo de batalla. Es decir que la noción de autonomía literaria
concierne menos a alguna clase de ontología de la obra de arte o de poética
de la producción artística que a los modos y alcances específicos de su
circulación y dominio.
De todos modos, es lícito preguntarse si ‘autonomización’ es
intrínsecamente equivalente a ‘internacionalización’, como parece suponer
Casanova, o en todo caso si esta identificación no oculta matices o tensiones
diferenciales. La cuestión central es, por supuesto, la búsqueda del
contraejemplo: si no hay modernidades literarias que no sean a la vez
internacionalistas. El modernismo hispanoamericano, por citar solo un
ejemplo, constituye una mezcla flagrante de internacionalismo y
latinoamericanismo nacionalista en que este último de ninguna manera podría
considerarse una simple rémora antimoderna. De todos modos, es cierto que,
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entre las preferencias de las historias literarias del paradigma nacional,
aparece sin dudas la tendencia a presentar como mutuamente excluyentes
cosmopolitismo modernizante y nacionalismo, como es el caso de la distinción
historiográfica característicamente española entre modernismo y ‘generación
del 98’, división cuestionada con evidente justicia por parte de la investigación
literaria más reciente del período, de Blasco Pascual (1993) a Santiañez
(2002).
Una de las consecuencias s interesantes de la promoción de las
diferencias entre centro y periferia literarios a un lugar central entre las
herramientas del investigador literario por parte de Casanova es la postulación
de una temporalidad específica del sistema internacionalizado de las letras,
que podría ser la de una historia propiamente literaria capaz de no depender
de cronologías elaboradas con otros propósitos y proyectos. Así, la historia de
los procesos de autonomización literaria se presenta también, y al mismo
tiempo, como la de la independencia de su historia respecto de las vicisitudes
de las historias nacionales sin más, por ejemplo de los procesos de
emancipación. Según Casanova, la temporalidad internacional de las letras
supone un presente, que es la temporalidad moderna del centro y que opera
como un ‘meridiano de Greenwich’ de las letras, y una periferia temporalmente
retrasada frente a ese presente moderno, como figuración cronológica del
‘provincianismo’ literario. Dado que la posición central en el sistema
internacional depende de la posesión de capital literario, su organización
supone también constitutivamente que el centro deba estar dotado de un largo
pasado, más o menos reconstruido, más o menos inventado, de literatura. Por
eso, Casanova afirma que “hay que ser antiguo para tener alguna posibilidad
de ser moderno” (125). Así, se vislumbra toda una serie de cronologías
diferenciales que, en sus diferentes especificidades, conformarían la idea de
un sistema literario diacrónico que no desagradaría a Iuri Tinianov. Las
categorías de Casanova explican también con claridad, como las de Schöning,
las razones de las dificultades de las historias de la literatura universal o
mundial para el establecimiento de periodizaciones efectivamente
transnacionales: el sistema está basado constitutivamente en la
desincronización temporal, más que en la simultaneidad de los movimientos
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literarios, cuya postulación no hace otra cosa que velar o transfigurar las
literaturas de la periferia (efecto secundario perceptible, por ejemplo, en las
postulaciones de un neoclasicismo o un romanticismo españoles y
latinoamericanos a partir de los criterios centrales). El ‘difusionismo’ que
supone la idea de una influencia literaria internacional constituida como veloz
onda expansiva debe ser suplementado y corregido por una atención
concentrada en los modos en que el sistema internacional se edifica –con el
objeto de seguir sosteniendo la hegemonía del centro– a través de la
diferenciación interna constante, y no a partir de una pretensión de
homogeneización generalizada.
A partir de esto, se explica todo un conjunto metafórico moderno en torno
de las figuras del avance y del retroceso literarios que justifica y respalda los
criterios de valoración internos al sistema, que, insiste Casanova, no deberían
ser los del estudioso, aunque muchas veces lo sean, como habría sido
característico de los valores intrínsecamente internacionalistas, moderno- e
incluso franco-céntricos, de la teoría literaria tal como todavía la conocemos
(Casanova incluida, como veremos). Por supuesto, a pesar de estas
aclaraciones, Casanova no propone ninguna teoría general sobre la valoración
en la investigación literaria. ¿Dispone, en efecto, el investigador literario de
otros paradigmas valorativos que el, en cada caso, dominante en el sistema
internacional de las letras? ¿Se puede formular criterios de valoración literaria
que posean una dimensión y una profundidad históricas reales, es decir, que
no se puedan reducir ni a los surgidos del contexto histórico de origen ni a los
del ‘presente’ del crítico-investigador? En todo caso, ¿qué implicaría esta
investigación en torno de las cuestiones del valor para las pretensiones de
cientificidad del trabajo de estudiosos de perfil sociológico como Casanova o
Franco Moretti?
Un punto central en el que ambos se distinguen es que Casanova, a
diferencia de las propuestas explícitas que, como veremos, sostendrá Moretti,
no considera menor o poco importante la aportación de su metodología a la
interpretación efectiva de textos puntuales. Para ella, el investigador literario
no puede descartar el estudio intensivo de las obras, aunque deba renunciar a
lo que denomina la ‘metafísica de la obra aislada’. De cualquier modo, como
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sucede en el caso de Bourdieu, las implicaciones teóricas de sus propuestas
en relación con el cruce de los niveles micro- y macroscópico de análisis no
terminan de explicitarse con claridad, al menos en La República mundial de las
Letras.
Es fácil reconocer algunos límites del internacionalismo de Casanova.
Están dados, sin dudas, por su francocentrismo, que hace a París capital
mundial indiscutible de las Letras. Esto no tiene que ver solo con poner en
discusión lo ajustado o no de su caracterización histórica de la literatura
francesa como la única que no tendría un punto de partida nacional porque, en
tanto centro tradicional de lo literario tras la caída de la preponderancia clásica
del latín, no necesitaría de ningún tipo de reivindicación emancipatoria de una
esencia nacional para definirse como tal, mientras que literaturas
verdaderamente nacionales solo podrían ser las otras, en principio la inglesa y
la alemana, precisamente por haberse definido de manera opositiva y relativa
a la francesa lo cual explicaría tanto el débil nacionalismo del clasicismo
francés, como que el romanticismo se haya desarrollado sobre todo en
Alemania e Inglaterra. También es necesario preguntarse hasta qué punto la
distinción misma entre centro y periferia que la teoría de Casanova supone no
es también interpretable como un gesto nacionalista reactivo y retroactivo,
contemporáneo de la debacle actual de la literatura y la lengua francesas en la
escena internacional frente al inglés.
Igual suerte correría, en un análisis crítico más detenido de las tesis de
Casanova, su también evidente ‘modernocentrismo’: resulta claro que su
modelo funciona fundamentalmente en el contexto de la historia de la literatura
de la modernidad, pero de ningún modo (o, en todo caso, haciendo ajustes
conceptuales muy importantes) en el de la clásica o la medieval, y
probablemente tampoco en el de la estrictamente contemporánea, para la que
cabría pensar si sigue funcionando una lógica tan estricta de la distinción entre
centro y periferia. Casanova, de hecho, se refiere ocasionalmente a la
aparición de centros plurales, y a la radical complejización del sistema
internacional, en los últimos años (217), pero avanza muy poco con el análisis
de las implicaciones que estos cambios tendrían en relación con la
conceptualidad y la metodología básicas de su teoría, que difícilmente sería
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capaz de registrar otros fenómenos concomitantes con los recién señalados.
Una vez más a la manera de Bourdieu, Casanova deplora el modo en que la
industria editorial está colonizando comercialmente el polo autónomo
internacional de lo literario, e incluso asimilando para sus productos rasgos
antes únicamente identificados con la ‘literatura pura’ (223). El poder de la
comercialización da lugar a una pugna por constituirse ella misma como nuevo
centro legitimador absoluto de la literatura, desarticulando y superando a la
vez la vieja idea de la autonomía internacionalista. Casanova sostiene que se
trata simplemente de una revancha del polo nacional (223-224), dado que su
ya señalado francocentrismo la lleva a ver los best-sellers globales, como, por
ejemplo, El código Da Vinci, como una promoción internacional de la cultura y
la literatura nacionales estadounidenses, a partir de la integración total y
programática de su comercialización con la de los medios masivos de
comunicación mundial y la cultura del entretenimiento (224-225). Pero todo
lleva más bien a pensar lo contrario: el ‘polo comercializador’ en su estado
actual tiene un costado fuertemente internacionalista o al menos regional que
poco tiene que ver con los derroteros tradicionales de las diversas literaturas
nacionales, incluso de la estadounidense. Cabe entonces preguntarse acerca
de la viabilidad de la perspectiva de Casanova en relación con la literatura más
estrictamente contemporánea.
El universo teórico de base de Franco Moretti es afín al de Pascale
Casanova: la sociología literaria cruzada con la teoría del sistema-mundo
moderno de Wallerstein y, explícitamente, de Fernand Braudel (1984). Moretti
incorpora el postulado central de Casanova: que, en sus palabras, “el estudio
de la literatura mundial es el estudio de la lucha por la hegemonía simbólica en
todo el mundo” (2000: 73). Sin embargo, las reflexiones de carácter
metodológico de Moretti son bastante más radicales, e implican un cambio
total en la perspectiva o el enfoque de los estudios literarios. A diferencia del
‘dualismo’ metodológico de Casanova (y de Bourdieu), que pretende poder no
renunciar a la lectura intensiva de obras particulares a pesar de postular un
enfoque sistemático y holístico (capaz de abarcar, incluso, el mundo entero),
Moretti sostiene que una expansión global del campo de investigación debe
tener más consecuencias explícitas en el plano de la teoría y del método.
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Las propuestas metodológicas alternativas de Moretti se vuelven
necesarias en razón de su ocupación principal, la novela: el enfoque debe ser
obligatoriamente distinto si se abandonan los cánones novelescos nacionales
u ‘occidental-europeos’ tradicionales. Se trata del paso de la close reading, o
“lectura directa”, a la “lectura distante”. El verdadero objeto de análisis no
debería ser la producción y circulación de ciertas obras particulares, sino de
determinadas unidades específicas, como recursos –el uso de indicios en el
policial–, temas, tropos y géneros –el soneto en el Renacimiento,
especialmente la novela en el siglo XIX, objeto privilegiado de la obra de
Moretti (lo cual tendría implicaciones reductoras respecto de su teoría sobre la
literatura mundial, según SPIVAK, 2009). Este es el único sentido que, teórica y
metodológicamente, Moretti le encuentra al comparatismo: un estudio de la
variación de las formas literarias en el espacio y el tiempo. Para llevarlo a
cabo, Moretti apela a un uso, más o menos metafórico, de ítems
terminológicos y procedimentales tomados de la geografía, la biología y la
física: mapas, árboles –de evolución y transformación de una forma literaria– y
ondas –de expansión de un elemento. Esto le permite ampliar radicalmente el
alcance del análisis propiamente formal del hecho literario al desprenderlo por
completo del análisis intensivo de la obra aislada.
Los estudios literarios tienen que llevar a cabo entonces,
fundamentalmente, una labor de síntesis, no de análisis. El investigador debe
trabajar necesariamente en grupo –en afinidad con los equipos característicos
de la investigación científica–: solo un conjunto de especialistas puestos en
contacto desde el principio de la investigación (y no meramente a partir de la
comunicación de resultados) podría ser capaz reunir y sistematizar la
información necesaria para la síntesis a la que debería apuntar el estudio a
escala mundial de la literatura. Spivak lee aquí una peculiar división del
trabajo, motivada por lo que considera la inevitabilidad metodológica de la
especialización en literaturas nacionales que la perspectiva de Moretti supone:
investigadores ‘generalistas’ capaces de operar la síntesis, por un lado, y
especialistas recolectores de datos ‘de primera mano’, por otro. La
investigación comparatista, sostiene Spivak, pasa así a depender de alguna
variante de la equívoca figura del ‘informante nativo’, encarnado ahora en el
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especialista en cada literatura nacional. Los investigadores de la ‘órbita
nacional’ parecen no tener función alguna en la elaboración de las
conclusiones surgidas del enfoque global, y a la vez su producción crítica
resulta rebajada al estatuto de simple dato: dos formas, entonces, de
invisibilizar a los mediadores de los que depende la tarea de síntesis que se
pretende. La close reading o lectura atenta no desaparece, sino que
simplemente es objeto de una administración del trabajo crítico que instaura
una compartimentación que redunda en una especie de ‘división internacional
de la labor intelectual’. De hecho, Spivak hace equivaler la propuesta sintética
de Moretti a la mera actividad recopilatoria que supone la redacción de
enciclopedias, companions y material de referencia: nada de esto alcanzaría
para postular unos nuevos estudios comparativos como disciplina completa.
Schöning, Casanova y Moretti, a diferencia del planteo más tradicional y
ligado a un corpus específico de Castany Prado, se enfrentan explícitamente
al problema de si la historia literaria puede prescindir de la interpretación de
los textos particulares para concentrarse en las condiciones de producción de
lo literario. Sin embargo, Moretti es capaz de explicitar además lo que un
sistema internacional de producción literaria supone incluso a nivel formal,
tanto en relación con la labor de los escritores como, sobre todo, con la de los
estudiosos. Sirviéndose del viejo dogma marxista de la sociología de la
literatura, con antecedentes en Voloshinov (1999), Lukács (1966), Auerbach
(1982) y Goldmann (1967), de que las formas literarias son compendios de las
relaciones sociales (73-74), Moretti sostiene que la estructura del sistema
mundial de lo literario se manifiesta específicamente en las fracturas formales
de las literaturas periféricas. Respecto de la novela, presta atención sobre todo
al quiebre entre estructura y dinámica narrativas y enunciación, es decir, a las
vacilaciones del narrador novelesco no central (72-75), algo muy notable, por
ejemplo, en la literatura realista española, particularmente en la de Benito
Pérez Galdós, pero también en todo un conjunto de novelas no europeas que
analiza Moretti. Más allá de las críticas a las que ha dado lugar su perspectiva,
Franco Moretti ha logrado formular una propuesta alternativa explícita para la
conformación metodológica y disciplinar de los estudios literarios, que no
desdeña algunos de los aportes centrales de la teoría literaria del siglo XX,
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tanto de la de vertiente sociológica como de la de orientación formalista (es
evidente la influencia de las propuestas sobre la evolución literaria de IURI
TINIANOV, 1997). Sin embargo, es necesario señalar que si efectivamente,
como concluimos en las primeras secciones de este ensayo, la literatura tiene
todavía tareas por realizar en las configuraciones imaginarias de las formas de
subjetivación en sus niveles más primarios, es decir, si la invención de nuevas
formas de vida cada vez menos afines con las agrupaciones de carácter
nacional preexistentes puede aún tener lugar a partir de las investigaciones
formales que seguimos vinculando con lo literario, entonces la reivindicación
metodológica y teórica de una literatura mundial o universal tendría
necesariamente que tener en cuenta sus implicaciones en ese nivel,
precisamente, ‘formativo’. Las fracturas de orden constructivo que analiza
semi-cuantitativamente Moretti no necesitan no implicar resoluciones
imaginarias específicas, si bien también historiables. ¿Cómo podría
constituirse una historia literaria de esas resoluciones? Una verdad específica
de lo literario, vinculada con la elaboración de formas de vida, se puede
vislumbrar aquí; que de esto pueda desprenderse un programa de
investigación literaria depende por supuesto del aparataje conceptual con el
que los investigadores decidan encararla. La concepción estadística de las
formas literarias de Franco Moretti, con todo lo sugerente que resulta para
unos estudios literarios con complejos de culpa cada vez más notables a
propósito de su ‘ensayismoirredento, característico del lastre que hoy supone
su inclusión en las ‘humanidades’, debería mostrarse más abierta a nociones
más amplias de difusión y circulación de las formas, una vez reconocidas
también sus implicaciones vitales.
Caminos de investigación: nuevas preguntas
Hay modalidades de la experiencia literaria que fueron opacadas por años de
interpretaciones nacionales de la literatura. Se impone entonces cuestionar la
pretendida evidencia de la esencialidad territorial de lo literario y pensar como
histórica, social y políticamente construido lo que de otro modo se presenta
como una fatalidad.
La literatura del exilio se estudia a menudo a partir de lo que se tiende a
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entender como un vaciamiento y abstracción de la literatura debidos a la
pérdida de su público lector o de un horizonte de expectativas común. Pero
esto solo se sostiene desde el punto de vista exclusivista de la literatura
nacional; todo un campo de actividad literaria transnacional se despliega si el
exilio deja de pensarse como un fenómeno relacionado exclusivamente, de
manera paradójica, con una cultura nacional, sin que esto implique dejar de
atender al desgarro experiencial supuesto por las políticas expulsivas de
estado (UGARTE, 1999). Por otro lado, es conocida la glorificación esencialista
de la extranjería y del exilio bien característica de los altos modernismos
cosmopolitas del siglo XX y de su modo de entender la estética de la
autonomía como desterritorialización de la lengua materna (los casos
paradigmáticos serían aquí los de Joyce, Kafka, Beckett y Nabokov). La
perspectiva que estamos tratando de esbozar aquí podría servirnos para ver el
exilio de otra manera, es decir, como una práctica efectivamente transnacional
de lo literario.
Teniendo en cuenta el lugar que ocuparon las lenguas en la definición de
las literaturas nacionales –según una ecuación lengua-nación marcadamente
excluyente respecto de toda una serie de fenómenos literarios limítrofes que
hoy resultan cada vez más atractivos–, la traducción se evidencia como una
cuestión crucial (TOURY, 1995; RUIZ CASANOVA, 2000; LAFARGA, 2004; WOLF Y
FUKARI, 2007; BAKER Y SALDANHA, 2009). Una literatura nacional está también
hecha de textos traducidos, que a menudo poseen un carácter determinante
en un sistema literario pero son sistemáticamente despreciados por la
historiografía de carácter nacional todavía dominante. Del mismo modo, la
circulación internacional de una literatura nacional se asienta en su
traducibilidad, que depende tanto de su capital lingüístico como de la
estructura de comercialización internacional de la literatura: editoriales
(SAPIRO, 2009); premios (ENGLISH, 2005), agentes, críticos, académicos. Si
bien se ha estudiado históricamente estos aspectos, particularmente en torno
de la circulación editorial, poco se ha atendido a la migración de las formas
literarias. ¿Cómo cruzan las fronteras los géneros, los tropos, los
procedimientos constructivos y las estrategias de enunciación?
La definitiva transnacionalización de la industria editorial es la cara más
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visible de la denominada ‘globalización’ en el mundo de la literatura. Los
conglomerados transnacionales en cuyas manos están los grandes grupos
editoriales solo dedican parte de sus inversiones a la publicación. El mundo
editorial no fue ajeno a la cada vez más completa financiarización de la
economía mundial que ha caracterizado los desarrollos del capitalismo a partir
de los años 60 y sobre todo 80, es decir, al hecho de que el funcionamiento de
las grandes editoriales internacionales dependa directamente de su
rendimiento accionario, es decir, de su cotización en la bolsa, y que por esto
funden su desarrollo sobre la base de fondos de inversión deslocalizados,
como los de pensión por ejemplo, a escala global. Se entiende entonces que
los criterios de rentabilidad del negocio editorial hayan cambiado como
resultado de su completa inmersión en ese ámbito de credibilidad volátil que
es el mercado financiero mundial. De aquí, el privilegio de los beneficios de
corto plazo, la integración casi completa del mundo editorial con la industria
del entretenimiento y los grandes conglomerados mediáticos, y su completa
subsunción en la cultura de masas globalizada que forma hoy el horizonte más
inmediato de referencias culturales. De aquí también, la crisis de la noción de
‘fondo editorial’ o backlist –otrora fuente de prestigio simbólico de cualquier
negocio editorial– (SCHIFFRIN, 1999, 2005, 2010; SAPIRO, 2009) que afecta de
manera central el respaldo comercial de la producción de lo que todavía hoy
entendemos por literatura. Y también el florecimiento de la industria editorial
independiente, que se ha hecho cargo de los restos del negocio, y no
necesariamente en la escala nacional que cada vez más resignan las grandes
transnacionales editoriales; así como también el crecimiento exponencial de
nuevos dispositivos para la circulación de lo literario, que ha dado lugar a su
incipiente –pero enormemente sugerente– emancipación respecto de la
industria y el mercado del libro (MCGANN, 2001; DARNTON, 2010; HAYLES, 2002,
2005, 2008, 2012; MORA, 2006; ROMERO LÓPEZ Y SANZ CABRERIZO, 2008).
¿Cómo han afectado estos procesos la literatura, ya sea la de producción
estrictamente contemporánea, ya sea la del pasado aun en circulación?
Planteado este horizonte problemático, ¿qué se puede esperar hoy de
las nociones de literatura mundial o universal que dejó como herencia la
Ilustración (ECKERMANNM 2000: 185-186)? ¿Se puede redimir estas nociones
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del imperialismo y el etnocentrismo al que dieron lugar, tras los
cuestionamientos a las tradiciones de los estudios literarios nacionales
llevados a cabo por los estudios culturales y los poscoloniales? ¿Hay vida para
la idea de literatura mundial más allá de la idea del ‘canon occidental’? Ya hay
un interés académico, quizás todavía incipiente cuantitativamente, en el
desarrollo de conceptos, métodos y programas de investigación que tienen
espacios más allá de lo nacional como horizonte, incluso más allá de la
comparación entre tradiciones o literaturas nacionales en que se centró
históricamente la comparatística (DAMROSCH, 2003, 2009; PRENDERGAST, 2004;
THOMSEN, 2008; D'HAEN, DAMROSCH Y KADIR, 2012). ¿Supone esto una
alternativa real respecto de las líneas hoy dominantes en los estudios
literarios, o por el contrario es el resultado de las presiones de rentabilidad y
utilidad a las que cada vez más están siendo sometidas las humanidades, ya
sea como resultado de los cambios en la industria editorial y del
entretenimiento que revisábamos recién, como de la crisis y los recortes que
sufren hoy las universidades a escala también mundial? Es inevitable
preguntarse si la rehabilitación actual de la idea de literatura universal o
mundial no es correlato de la reducción cada vez mayor de las carreras de
literatura como tales: los diversos programas de literaturas nacionales
tradicionales se vuelven económicamente más rentables si se los reduce a
cursos sobre ‘los grandes libros de los diferentes espacios nacionales y las
diferentes épocas’. Sin embargo, el aliento utópico de la idea de literatura
universal se deja todavía sentir en algunos proyectos teóricos y críticos
contemporáneos.
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