Mariano López, “Strike a pose” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 112-122 112 ISSN 2422-5932
STRIKE A POSE.
POR UNA CRÍTICA EXTRAVAGANTE
Mariano López Seoane
Universidad Nacional de Tres de Febrero New York University
Doctor en Letras (New York University). Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Tres de
Febrero. Dirige la revista El lugar sin límites y la Maestría en Estudios y Políticas de Género, en cuya
diagramación académica participó. Es además profesor de Estudios latinoamericanos y Estudios y teoría queer
en la New York University (NYU). Paralelamente, se desempeña como crítico, escritor, curador y traductor
especializado en teoría. Compiló ensayos críticos como Los mil pequeños sexos (2019) y Saberes
subalternos (2020) y escribió la novela El regalo de virgo (2017).
Contacto: mlseoane@untref.edu.ar
Todo sobre Molloy
NÚMERO
ESPECIAL
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Número especial / Mayo 2021 / pp. 112-122 113 ISSN 2422-5932
En La crítica argentina y el discurso de la dependencia Jorge
Panesi propone un mapa de la crítica literaria argentina moderna;
esto es, la crítica que se hace a partir de los años 60s tras la
incorporación de un estructuralismo con aspiraciones cienficas, y
divide el campo en tres actitudes: una línea sociológica; una
populista opuesta a la cultura liberal dominante y una tercera que no
abandona el énfasis intratextual.
Sylvia Molloy no encuentra su patria en ninguna de estas tres
líneas. Aparece, en cambio, en una nota al pie, formando un binomio
con Josefina Ludmer, únicas dos figuras que de acuerdo con Panesi
han producido un bien escaso en las pampas: lo que llama obras-
monumento u “obras faro, capaces de imantar con su irradiación
las lecturas de la literatura argentina. Panesi deja sentado el
ascendente del astro Molloy sobre sus colegas, un ascendente que
todos aquí palpamos, pero deja sentada también su posición
excéntrica: en una nota al pie, es decir, interrumpiendo el relato
maestro del texto, haciéndolo trastabillar, bautiza a Molloy con una
expresión en latín, extranjera, y zoológica: representante de una
estirpe de críticos-escritores, sostenedora de una inusual prosa
fulgurante, lujosa, instalada en los goces de la escritura, Sylvia es,
según Panesi, una rara avis.
Quiero retener esta imagen, marcada con el sello de lo raro,
pero también de lo extranjero: Sylvia, con y griega, aparece
nombrada en latín, en itálica y en los bordes del texto, que son los
bordes del mapa de la crítica, los bordes del mapa de la discusión
nacional. Aleteando con su escritura fulgurante en esos bordes,
Molloy es y no es crítica, es y no es escritora, es y no es argentina, es
y no es humana. Sylvia Molloy es un bicho raro.
Aún recuerdo la primera vez que escuché hablar de Sylvia
Molloy. El poeta y crítico Ariel Schettini, por ese entonces uno de
mis profesores en la Universidad de Buenos Aires, le había hecho
una entrevista en una de sus visitas a la Argentina. Corría agosto de
2003 y Sylvia venía a promocionar su nuevo libro, Varia imaginación,
una colección de recuerdos que tienen la apariencia constante de
estar en riesgo. Recién graduado de la carrera de historia, yo no
conocía a la autora, pero Ariel me conminó a leer su artículo,
publicado en Página 12, porque esta mujer va a ser tu maestra en
New York. No del todo convencido mis intereses pasaban en ese
momento por otros nombres, otras aves leí la nota. Hoy recuerdo
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Número especial / Mayo 2021 / pp. 112-122 114 ISSN 2422-5932
poco y nada de ese texto que por primera vez puso a Sylvia en mi
mapa. Una única frase sigue habitándome, una definición escueta con
la que Schettini quería presentar a su personaje:Molloy siempre
vuelve a Buenos Aires con la novedad de un freak y la ternura sabia
de una maestra. La violencia compinche del término, modulado en
masculino y ostensiblemente extranjero, despertaron mi curiosidad y
mi interés. De inmediato quise saber quién era esa maestra que sería
además mi maestra que retornaba con la novedad de un freak.
Más allá de los augurios que estos calificativos supusieron para
el estudiante que yo era, creo que esta percepción compartida Sylvia
como freak, Sylvia como rara avis es central para entender el trabajo
de Molloy. Mejor aún: que esta suerte de destierro simbólico que
Sylvia Molloy sufre en boca de la crítica es de hecho el efecto de un
posicionamiento que ha escogido y renovado, el suelo mismo desde
el que lee, escribe y enseña. Esta colocación liminal, entre lenguas,
entre naciones, entre tradiciones, entre géneros, es lo que le da una
dimensión revulsiva y una potencia política a su trabajo. Ni adentro
ni afuera, sosteniendo siempre su distancia respecto de toda
pertenencia, Sylvia se ha coronado a sí misma como Miss in between.
El giro le pertenece a la propia Molloy, que lo usa para calificar
a Jules Supervielle en uno de sus ensayos. Me interesa el texto
porque es ilustrativo del tipo de personaje que Sylvia elige leer: Jules
Supervielle (“Un poeta francés nacido en Uruguay; un uruguayo que
devino poeta francés) es parte de una lista que incluye a Augusto
DHalmar, Teresa de la Parra, Victoria Ocampo, José Martí. Todos
personajes tensionados hacia un afuera más o menos real, más o
menos imaginado; definidos por su pertenencia problemática,
suspendidos en un limbo que vuelve complicada su adscripción a una
tradición nacional (y que por eso mismo cuestiona la pertinencia del
concepto de tradición nacional). Me interesa el ensayo además
porque en él Sylvia cita una reflexión de Supervielle que explicita la
riqueza de tal colocación: Conocer bien dos lenguas, hablarlas
fluidamente, le puede servir a un escritor, permitiéndole ver el
lenguaje en el que escribe desde afuera, con el asombro del
espectador, en el que las palabras, aun las más simples, asumen un
aire milagroso. En ese texto Sylvia conecta este ver desde afuera
con el principio vanguardista del extrañamiento, pero añade que en
Supervielle esa experiencia implica siempre el espectáculo de lo
extraño y de lo extranjero. La mirada desde afuera que ejercita
Supervielle es también la de Sylvia. Y esto al menos en dos sentidos.
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En primer lugar, en un sentido político. Esa mirada sensible a
lo extranjero en la propia lengua y en la propia cultura es crucial para
la comprensión del presente. El extranjero es una necesidad
cultural dice en Crossings, su Presidential Adress a la MLA en
2001, acaso uno de sus textos más explícitamente políticos. A pocos
meses del atentado del 9/11, y lamentando el monolingüismo
intelectual de un grupo de estudiantes en teoría bilingües, Molloy
defiende la necesidad y subraya la urgencia de una educación en el
multiculturalismo y el multilingüismo. Es precisamente porque las
lenguas son impenetrables, y porque las traducciones son
inevitablemente fallidas; en suma, porque ser multilingüe y
multicultural es exigente, difícil, a veces imposible, que debemos
persistir en nuestra empresa. Debemos esforzarnos por reconocer,
acaso imaginar, los cruces más difíciles pero fascinantes y necesarios.
Aun si nuestra enseñanza se produce en una sola lengua ()
debemos asegurarnos de que el efecto de la traducción, el eco de las
otras lenguas y culturas, sea una parte integral de nuestra pedagogía
colaborativa, y un tema constante de reflexión para los estudiantes.
Pero el eco de las otras lenguas y culturas es, además de un
horizonte político, el eje de su práctica de lectura y escritura. Porque
los textos de Molloy siempre muestran una increíble capacidad de
detectar el afuera en lo que creemos interno, lo exótico en aquello
que aparece como local y nacional. Cuando lee a Martí elige
mostrarnos los enredos que produce en este padre de América
Latina la cercanía de Wilde o de Whitman. Cuando lee el rescate del
hispanismo en la América Latina de principios del siglo XX, elige
hacer foco en DHalmar, que desde su coqueteo con el
homoerotismo y sus devaneos orientalistas subvierte el sentido de
esta reconexión con la madre patria. Y todo el que la haya leído sabe
que esta sensibilidad no se detiene en el reconocimiento, en la lectura
del texto ajeno, sino que además modelan su propia escritura y su
propia habla, si es que conceptos como ajeno y propia siguen
teniendo sentido en esta trama. Leer los textos de Sylvia es un deleite
porque en efecto cada palabra, como quería Supervielle, asume un
aire milagroso, como si nos tocara leerla por primera vez.
Recuerdo un encuentro en su oficina, en el que discutíamos un
trabajo mío sobre Sarmiento. Si no me equivoco, yo trataba de
definir el tipo de instrucción que Sarmiento había recibido de su
madre, una instrucción más tierna, que no había requerido de la
disciplina del látigo. El esfuerzo por definirla debe haber conmovido
a Sylvia, que sacó de su galera una combinación simple pero efectiva,
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luminosa: Claro, una suerte de pedagogía alegre. Las palabras eran
las de todos los as, pero juntas nombraban lo que yo me esforzaba
por conceptualizar y se escuchaban como si fueran palabras recién
llegadas a mi lengua.
Hallazgos como este pueblan los textos de Sylvia. Algo que
pude confirmar en los últimos días, cuando me puse a releer sus
trabajos pensando en este homenaje. Decidí dejar para las noches El
común olvido, uno de esos textos suyos que atesoro, que me habla
particularmente. El protagonista, lo saben bien, es un Molloy clásico,
otro mister, o miss, in between: nacido argentino, emigrado a los
Estados Unidos de niño, regresa a Buenos Aires con el norte de una
reconstrucción improbable, y para comprobar que el regreso al hogar
es imposible. La lengua de Daniel es, me atrevo a decir, ejemplo
acabado de una lengua ahuecada por la presencia de un afuera que le
es inherente, que la constituye. Dice el narrador en un pasaje: No
podía dormir, me sentía habitado: menos por los recuerdos de mi
madre, que por falsos recuerdos míos. Ese habitado, que insiste en
distintos momentos del texto, siempre me sonó particularmente
adensado por el inglés haunted, como si adquiriera todo su peso
gracias a la lengua otra que lo rodea, que está presente en la novela,
pero que en ese punto elige hacer silencio y manifestarse sin ser oída.
Esta elección es particularmente llamativa: la novela no se cansa de
hacer brillar voces en inglés y en francés, en boca de distintos
personajes y del narrador, pero en este caso opta por la traducción;
elige silenciar haunted, una palabra que aparece sin traducir en las
letras argentinas, aun discutida como intraducible, por ejemplo en los
escritos de Victoria Ocampo. Daniel, o Sylvia, eligen eludir esa
facilidad y ahí sí hacer el esfuerzo de traducir, de recortar sentido, de
acercar las lenguas. Claro que esa operación hiende la lengua
nacional, la abre a otra lengua, la extranjeriza. Este pequeño ejemplo
es muestra de que lo extranjero, ¿el afuera?, nunca aparece en Molloy
allí donde se lo espera, ni regulado por protocolos convencionales.
Au contraire: siempre sorprende, perturba, cuestiona.
De acuerdo con la misma Molloy en otro de sus textos, este
ida y vuelta entre lenguas es la materia misma de mi escritura. La
cita pertenece a Bilingualism, writing and the feeling of not quite
being there. Sylvia recuerda allí su temprana relación con las
lenguas otras que constituyen su lengua: el inglés y el francés. El
texto recuerda vagamente el Palabras francesas de Victoria
Ocampo, pero allí donde la directora de SUR habla de un español
plebeyo que la sustrae del mundo de ensueños del francés, Molloy
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recuerda el uso del español como un desafío a las instructoras que le
prohibían el uso de la lengua materna. El español, su lengua
madre, se asocia por obra de este bilingüismo de origen, con la
posibilidad de hacer embroncar a la autoridad y de pronunciar las
palabras prohibidas que hablan sobre el cuerpo. Habitado por las
restricciones que impone el uso de otras lenguas, el español cobra
sentidos, se hace lengua propia.
La referencia a una lengua materna asediada y enriquecida por
ese asedio, me permitirá concluir. Porque en la Presidential Address
que cité hace unos minutos Sylvia recrea una novela familiar para
explicar su trilinismo: su madre ha cortado un linaje de
francoparlantes, no habla el francés que hablaban sus padres y
abuelos. La niña Sylvia decide a los 7 años aprender esa lengua para
corregir, o hipercorregir, la falta que comprueba en su madre, para
recuperar esa lengua otra que al ponerle límites a la lengua propia
la enriquece al permitirnos mirarla desde afuera. La madre también
está presente en otra escena que Sylvia recreó en una de las primeras
clases que tuve con ella, y que desde entonces me ha habitado. Siendo
apenas una nena, Molloy caminaba de la mano de su mamá por las
calles de Buenos Aires cuando vio pasar una mujer que
instantáneamente llamó su atención. En mi recuerdo, recuerdo del
recuerdo de Sylvia, la mujer era alsima, tenía el cabello rojo furioso
y llevaba un tapado llamativo por sus colores y texturas, combinado
con botas que nada tenían que ver con él. La nena se sintió
inmediatamente fascinada y no pudo contener su asombro cuando la
madre saludó al pasar a la fascinante extraña. Apenas la mujer se
alejó, la nena le preguntó a su madre: Mamá, ¿quién era esa mujer?.
La respuesta fue fulminante y decisiva: ¿Esa? Norah Lange, ¡una
extravagante!. La calificación, que se quería condena, parece haber
funcionado a la inversa; esto es, como invitación.
Siempre me ha cautivado esta escena. Y la atesoro junto con
otras que Sylvia me ha contado o que ha escrito. Creo que en la
mirada de la niña que adivinaba en esa extraña todo un mundo de
aventuras ya podemos entrever a la Molloy crítica-escritora, a la rara
avis con un ojo tierno para lo que no encaja, para lo que escapa a la
nación y a la familia, para lo que no está ni adentro ni afuera ese
in-between que constituye la materia de su escritura, y de su encanto
estremecedor.
No sorprende entonces que una de sus obsesiones críticas sea
ese espacio delimitado por la cultura que el mundo anglosajón ha
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llamado closet. El closet de las sexualidades y los géneros disidentes,
claro es, que tendría su continuidad en lo que Molloy llama closet
de la representación y en el imperdonable closet de la crítica.
Así como el cuerpo se oculta, así todas las manifestaciones
sexuales y eróticas que se desvían de la norma saludable,
patriarcal, heterosexual van a parar al closet de la
representación literaria, para no hablar del closet de la crítica.
Una de las tareas que esperan al lector de hoy es mirar, con la
misma intensidad con que Martí inspeccionó a Wilde, la misma
curiosidad con que Batiz observó Buenos Aires, la misma
fascinación con que Darío miró el cadáver de Wilde, la misma
simpatía con la que Rodó reconoció a Darío (y sin la ansiedad
que tenía aquellas cuatro miradas), la producción textual de
América latina a partir del siglo XIX para entender las formas
que asume el silencio y las figuraciones oblicuas a las que se
recurre para decir lo indecible (Poses de fin de siglo, 40).
El rrafo define en primer lugar un campo de acción para la pasión
crítica de Molloy: será precisamente el closet, esa construcción de la
arquitectura represiva que primero la imaginación popular y luego el
activismo identificaron con un intrascendente espacio hogareño, lo
que los textos de Molloy intentarán desmontar, desarticular, iluminar y
poner en primer plano. En este sentido, es interesante detenerse en el
verbo que la autora escoge para caracterizar la tarea del lector: su
proyecto no llama al lector a leer, estudiar o considerar la producción
textual de América latina, sino a mirarla. Es un verbo inesperado, que
arrastra demasiadas resonancias como para dejarlo pasar alegremente.
Algunos de esos ecos, faltaba más, son recogidos por la propia Molloy
cuando hace un inventario de las miradas que es analizando:
inspeccionar”, curiosidad, observar, reconocimiento”. Molloy
es una verdadera voyeuse.
El término es relevante en al menos dos sentidos. Ilumina, en
primer lugar, la tendencia de Molloy a leer los textos que releva en
términos de escenas. Comienzo con una escena, nos dice en un
ensayo sobre Martí y Oscar Wilde. La escena en cuestión es la
conferencia de Oscar Wilde en Nueva York a la que Martí asiste
como cronista de La Nación. Propongo, para comenzar, dos
escenas, reza la primera línea de Mármoles y cuerpo: la paideia
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sentimental de Rodó. Sus textos están plagados de escenas, de
performances más o menos públicas que Molloy se dedica a mirar,
visibilizar y descifrar, probándose como una gran lectora de cuerpos;
o al menos de los cuerpos tal como son (des)figurados en la trama de
los textos. Esto nos lleva una vez más al rmino voyeuse: es el placer
en la mirada el que informa su capacidad de escudriñar los pliegues
ninos del tejido de los enunciados.
Ahora bien, esta pasión por el detalle tiene que entenderse más
allá́ de la mera manía y en toda su dimensión política: el horizonte de
la empresa crítica de Molloy se define siempre en la iluminación de
todo aquello que los textos pretenden enmascarar, silenciar. No es
casual que entre sus referencias teóricas se destaque el nombre de
Eve Kosofsky Sedgwick, que, con su Epistemology of the closet y Between
Men, entre otros, diseñó un aparato de lectura dirigido al
escudriñamiento de los rincones menos familiares de los textos y al
relevo de lo silenciado. En su estela, Molloy diseña su propia
máquina de mirar y leer, con la que amplifica los susurros que
pueblan los silencios de Teresa de la Parra, lee un machismo
transparentemente ansioso en las páginas que Darío le dedica a
Wilde, e inspecciona la construcción de un femenino
sentimentalizado en la escritura de Amado Nervo.
Lazos de familia y utopía nacional, el artículo que desenreda
las complejidades de la mirada que Martí́ posa sobre Whitman ofrece
otro ejemplo del ojo de Molloy para el detalle, y de la predilección
por desenterrar lo que los personajes quieren esconder a la mirada
ajena. Molloy mira con atención una cita que hace Martí del poeta
norteamericano y descubre que Mar suprime una línea: una línea
que podría leerse en términos de homoerotismo. Es un detalle, pero
ese detalle cambia por completo el tono del texto de Whitman, y la
idea de Whitman que hay en América latina. En este ejemplo, el
close reading revela toda su potencia política en tanto técnica de
relevamiento de lo que ha sido reprimido: como buena voyeuse,
Molloy ve, y mira, lo que se quería esconder, tapar, silenciar. En el
mismo sentido va el análisis que hace Molloy del uso del nombre
propio Safo en Martí. El término se lee con un acento casi
freudiano, con la convicción de que lo reprimido siempre termina
manifestándose; de que, de algún modo u otro, siempre sale a la luz.
Molloy da vuelta las ansiosas negaciones que pueblan las páginas
del modernismo para dejarnos ver lo que esconden, lo que agita
detrás de ellas. Así, la lectura que Mar hace de Whitman nos
permite agrietar la imagen latinoamericana de Whitman, pero a la vez
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nos muestra un Mar complejo, con capas, del que no teníamos
noticia.
Hablé de un acento freudiano en la mirada de Molloy. En
realidad, habría que hablar de una mirada clínica, dedicada a
auscultar los textos en busca de estados o sensaciones silenciados, y
a leer los fenómenos culturales como síntomas. La apropiación
singular que se hace en la América hispana del decadentismo, por
caso; o la simulación como síntoma cultural de una serie de procesos
del fin de siglo. Como toda lectora que hace profesión de una
intimidad con los textos (¿qué otra cosa sería si no el close reading?),
Molloy incorpora muchos de los tonos y giros de los enunciados que
mira de cerca, como si fuera víctima de un contagio. Y si la mirada
clínica es una de las miradas que domina el paisaje crítico a fines del
siglo XIX, no es extraño que Molloy la despliegue para analizar
precisamente estos materiales. De hecho, cuando refiere a la lujuria
de ver que, como hemos visto, ella misma cultiva, escoge un
término con nítidos matices médicos: los diagnósticos, críticas y
reconocimientos serían formas de la escopofilia exacerbada de ese fin
de siglo.
Ahora bien, este foco en la “lujuria del ver viene acompañado
de un foco igualmente revelador en la exhibición. Porque Molloy
también se pregunta por las formas especificas en que se visibilizan
ciertos fenómenos sociales y culturales nuevos. Y la noción de
exhibición en una época en la que todo se exhibe: nacionalidades,
nacionalismos, enfermedades y arte habla de la producción de una
visibilidad acrecentada. Es precisamente en el terreno de la
visibilidad acrecentada y el exhibicionismo que se trama ese gran
hallazgo crítico de Molloy: me refiero al concepto de pose.
Tanto en el ya clásico La política de la pose como en sus
distintas modulaciones en otros ensayos, el concepto tiene la virtud
de iluminar, una vez más, zonas de la producción cultural
hispanoamericana que hasta ese entonces solían desatenderse. El
estudio de la pose alienta a posar la mirada sobre la potencia
semiótica de gestos, vestimentas, tonos y performances públicas. Un
ejemplo de pose es el anenamiento de Delmira Agustini. Molloy
estudia la figura de la niña como máscara útil para Agustini, una
performance que la protege en su representación pública y literaria.
Otro: la pose de bohemio que adopta Ingenieros cuando es un joven
estudiante, marcada en su manera de vestir, en los lugares que
frecuenta, los textos que lee. Otros más: el hispanismo de Augusto D
́Halmar y lo femenino en Amado Nervo. El efecto de esta noción es
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que todo un inventario de materiales culturales antes considerados
insignificantes pasa a engrosar el ya poblado desván de los objetos de
la crítica. Y con estos materiales antes despreciados cobran
relevancia crítica una serie de maneras de ser que en ese fin de siglo
comenzaban a visibilizarse.
No por casualidad el análisis de la pose, del gesto, del atuendo,
se despliega a partir de una escena que tiene como protagonista a
Oscar Wilde. Molloy nos recuerda que Wilde fue ante todo un reo
semiótico: el escritor es condenado por posar; no por ser
homosexual sino por parecerlo. La figura del homosexual aún no está
fijada, y en verdad se crea en parte por los juicios que sufre el
personaje. Es decir que la visibilidad de la pose termina por fundar
un ser del que esa pose sería signo. Las cosas, sin embargo, no son
tan simples. Porque la imagen de un varón amanerado o afeminado, y
también la de un varón que cultiva el homoerotismo, parecen ser
inaceptables, impensables: esos hombres que empiezan a poblar el
fin de siglo sólo pueden estar posando; y por lo tanto sus maneras de
ser son denunciadas como imposturas. Molloy observa aquí una
paradoja: la pose dice que se es algo, pero decir que se es ese algo es
posar, o sea, no serlo.
Si, por un lado, en esta densidad laberíntica, la pose es uno de
los modos en que se figura la conducta homosexual a fines del XIX;
por el otro, es un término que lleva a problematizar la diferencia
entre superficie y profundidad, entre apariencia e interioridad, entre
manera de ser e identidad; y a desprenderse de toda idea
convencional sobre la irrelevancia de lo frívolo. En efecto, el artículo
dedicado a la pose puede leerse como una suerte de declaración de
guerra camp: refutando explícitamente las observaciones de un colega,
Molloy se propone alterar las valencias y revelar la seriedad terrible
de aquello que se desdeña por frívolo (destronando en el camino,
como quería Susan Sontag, el imperio de la seriedad). Hacer foco en
la pose, ya se ha dicho, permite reconstruir de qué modos se
figuraban y se invisibilizaban una serie de maneras de ser novedosas,
producto de la modernidad; es decir, permite detectar el
funcionamiento en micro de un régimen de verdad y una estructura
de poder. Y por cierto implica, como quería Madonna cuando
exclamaba Strike a Pose, la reivindicación de un arte menor como
gesto de desafío. Y también, como modo de afirmación de sí y de
toda una comunidad. Eso es lo que nos enseñan tanto Vogue
como el documental Paris is Burning, arqueologías pop de la pose que
celebraban las formas de vida disidentes en esos tempranos 1990s en
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los que Molloy, junto a un grupo selecto de camaradas, iniciaba la
serie de giros críticos que desde fines de los años 80s ayudaron, por
un lado, a visibilizar en distintos materiales culturales formas de vida
alternativas, maneras de ser disidentes, performances de género
desbordadas, y, por el otro, a cartografiar las formaciones
discursivas, legales e institucionales que aseguraban su
silenciamiento, pero también su persecución, criminalización y
patologización, de acuerdo con lo que Molloy define en uno de sus
textos como construcción paranoica de la norma. Es así que los
trabajos de nuestra rara avis, iniciados cuando despuntaba la
celebración pop de las disidencias, nos regalan preguntas, miradas y
conceptos que nos ayudan a problematizar nuestro presente de
aparentes reconocimientos e inclusiones.