Link, Las letras de Molloy Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 1-6 1 ISSN 2422-5932
LAS LETRAS DE MOLLOY
Daniel Link
UNTREF/UBA
Dirige en la Universidad Nacional de Tres de Febrero la Maestría en Estudios Literarios
Latinoamericanos, el Programa de Estudios Latinoamericanos Contemporáneos y Comparados y el
Doctorado en Estudios y Políticas de Género. Es además profesor titular de la cátedra de Literatura
del Siglo XX en la Universidad de Buenos Aires. Editó la obra de Rodolfo Walsh (El violento
oficio de escribir, Ese hombre y otros papeles personales) y publicó, entre otros, los libros de
ensayo La chancha con cadenas, Cómo se lee (traducido al portugués), Leyenda. Literatura
argentina: cuatro cortes, Clases. Literatura y disidencia, Fantasmas. Imaginación y
sociedad y Suturas. Imágenes, escritura, vida, las novelas Los años noventa, La
ansiedad, Montserrat y La mafia rusa, las recopilaciones poéticas La clausura de febrero y
otros poemas malos y Campo intelectual y otros poemas y su Teatro completo. Su obra
ha sido parcialmente traducida al portugués, al inglés, al alemán, al francés, al italiano. Dirige
también la revista Chuy y el Diccionario Latinoamericano de la Lengua Española (DILE).
Contacto: dlink@untref.edu.ar
Todo sobre Molloy
NÚMERO
ESPECIAL
Link, Las letras de Molloy Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número especial / Mayo 2021 / pp. 1-6 2 ISSN 2422-5932
Este número extraordinario de la revista Chuy está dedicado íntegramente a
homenajear a Sylvia Molloy. Supongo que no hace falta aclarar las razones de
esta decisión, pero sí tal vez sus circunstancias.
Desde hace años el Programa de Estudios Latinoamericanos
Contemponeos y Comparados realiza unos coloquios dedicados al examen
intenso, pormenorizado (y, desde ya, celebratorio) de una figura sobresaliente de
las letras latinoamericanas.
En 2018 comenzamos a planear un coloquio dedicado a Sylvia Molloy,
que hubiera debido realizarse en octubre del año 1 después de la peste (es decir,
2020). Habíamos conseguido un subsidio generosísimo de New York
University, y habíamos comprometido una lista de invitados de todo el mundo
y de todas las especialidades, que se habrían dado cita en Buenos Aires. El
resultado iba a ser un libro que explicara con prolijidad por qué le debemos
tanto a Sylvia. Nada de eso pudo suceder por razones sanitarias,
confinamientos, prohibiciones de viajes.
Pero el entusiasmo de los convocados no cesó en todos esos meses de
incertidumbre sobre tantas otras cosas: desde hace dos años giramos como
derviches desbocados o como satélites averiados alrededor de Sylvia, nuestra
estrella en un mundo desastrado. Meses atrás decidimos hacer pública esta
celebración colectiva mediante un número fuera de serie de Chuy, la revista que
la cuenta en su consejo académico. Un agradecimiento especial merecen
Gabriel Giorgi y Anna Kazumi Stahl quienes, desde sus respectivos lugares en
NYU, nos acompañaron en el diseño de este homenaje. Y, por supuesto,
Mariano López-Seoane y Leo Cherri, quienes editaron contra reloj todos estos
textos.
*
¿Cómo hablar de Sylvia Molloy? ¿Cómo leerla? Como ninguna de esas
preguntas acepta una respuesta unívoca, preferimos una perspectiva múltiple y
móvil. Quien se adentre en este mero, encontrará diferentes aproximaciones,
ninguna definitiva, para poder llegar a sus propias conclusiones porque, como
ella misma señaló sobre Jorge Borges:
es obvio que el fragmento que inquieta a un sujeto de lectura no coincidirá
necesariamente con el que inquieta a otro. Es obvio, por otra parte, que esos
fragmentos quizás inquietantes son, como la literatura para Borges, hechos
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móviles que en otras épocas, o para otros lectores, no adolecerán forzosamente
de los mismos énfasis perturbadores
1
.
La literatura, para Sylvia, eshecha de fragmentos y de hechos viles que no
pueden considerarse autónomamente sino como parte de un paso de vida que
es, al mismo tiempo, paso de escritura.
El asunto queda planteado en cualquiera de las páginas de Sylvia (sus
ensayos imprescindibles, sus artículos dispersos, sus novelas), pero sobre todo
en el homenaje que le dedicó a su amigo Enrique Pezzoni y en su lectura de La
condesa sangrienta, los dos textos que seguiré en esta presentación. Sobre Enrique,
Sylvia escribió:
La presencia física de Enrique Pezzoni, su voz, sus elocuentes gestos, su risa
eran manifestaciones tan fuertes y tan brillantes como las de su aguda
inteligencia. Eran, acaso, la misma cosa: de él, como de Brummel, también
podía decirse el cuerpo piensa.
2
Dejo de lado la exquisita analogía entre Pezzoni y Beau Brummel (pero debe
notarse la erudición que supone, algo de lo que Sylvia Molloy jamás se jacta y
que, sin embargo, supone un régimen de lectura, un uso desprejuiciado del
archivo y una semiosis ilimitada que permiten entender “las letras” como un
texto continuo o “entero”
3
donde las intervenciones críticas y las
intervenciones narrativas son equivalentes).
Lo que quisiera subrayar es la relación íntima que Sylvia establece entre
los “elocuentos gestos” y la “aguda inteligencia”. Eso, que aquí aparece en un
registro nanofilológico, dominado por el afecto, está también en sus obras s
ambiciosas, como Poses de fin de siglo, donde una cierta inteligencia americana se
define por sus gestos, sus maneras (y amaneramientos), sus poses. Allí también
el cuerpo piensa y habla (porque no hay inteligencia que no esté atravesada por
el deseo).
Comentando una lectura de Wilde de Pezzoni, Sylvia dice y se pregunta:
“El texto de Pezzoni se refiere a Eduardo Wilde. ¿O se refiere a Enrique
Pezzoni?” (pág. 572). Del mismo modo, cuando ella piensa “que no lo traiciono
si llamo la atención a lo que para él fue la vida y, por consiguiente, la literatura:
una practica gozosa, no por inteligente menos total” podríamos decir que no
la traicionamos a ella si leemos en esa cita el espejo de su propia práctica:
1
Molloy, Sylvia. Las Letras de Borges. Buenos Aires, Sudamericana, pág. 14
2
Molloy, Sylvia. “Enrique Pezzoni 1926-1989”, Revista Iberoamericana, LVI: 151 (abril-junio de 1990), pág. 571.
3
“Si vale la pena indagar, una vez más, en el texto borgeano el texto enteroes porque mantiene una perpetua y
honesta disquisición sobre la letra (la letra suya, la letra del otro). Letra que pregunta, que contesta, que vuelve a
preguntar, sin llegar nunca a la respuesta fija, letra que sabe que es tautológica, que es finta, que acaso añada
vanamente una cosa s, que no por eso abandona la busca: busca de lo otro que ya está escrito”. (Las letras de
Borges, pág.17)
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gozosa, inteligentísima, total, incluso implacable cuando quiere, como en la
caracterización que hace de la relación de Alejandra Pizarnik con Safo
4
como
“un acto de vandalismo literario que honra a la vez que desfigura el
monumento sáfico” (pág. 133):
El hecho de que las estrategias de Pizarnik para "falsear y tergiversar" se
asemejen a las empleadas por Borges ... (enumeraciones, ruptura de la
continuidad narrativa, reducción a unas pocas escenas), si bien no se relaciona
directamente con mi comentario, apoya mi propuesta. Como el tímido que no
se atrevió a escribir cuentos propios, también Pizarnik, al contar un relato ajeno,
se está contando a sí misma. pero ¿qué parte de sí nos cuenta [en La condesa
sangrienta]? (pág.134)
Una vez más, lo que se lee (¿lo que fue escrito?) no es tanto una fabulación
referida a un nombre de tercera persona, sino el propio nombre enmascarado.
Por eso, Sylvia caracteriza como ventriloquismo a la relación (textual-sexual) de
tres mujeres encadenadas,
porque, de hecho, éste es un texto de transacciones textuales femeninas y sólo
femeninas, de una mirada femenina y lo femenina (De igual modo hubiera
podido decir: éste es un texto de transacciones sexuales femeninas y sólo
femeninas, de una mirada erótica femenina y sólo femenina).
La condesa sangrienta, según esta lectura de precisión casi quirúrgica, apunta al
monstruoso femenino, a la lesbiana nunca del todo vista o a la lesbiana
"desaparecida". El espejo en el que se mira la “Lesbiana” (como tropo, como
figura) plantea el espectáculo de un desvío, de una diversión, una mise en abyme
del deseo sexual que construye tanto la mirada lesbiana cuanto una
especulación acerca de la imposibilidad de liberar tal deseo:
Manejado por Pizarnik, el espejo en el que se refleja (y a la vez se reflexiona
sobre) el lesbianismo es también un espejo borroso y confuso (pág. 137).
y
Sugiero que este proceso especular de desfiguración representado en el espejo de
La condesa sangrienta, este convocar lo que se niega, es una constante en la obra de
Pizarnik, tan rica en subjetividades escindidas, en lagunas pronominales, en faltas
de indicadores de género, en hiatos; tan secreta y deliberadamente irreferible. Aquí,
en la escena del espejo, está la problemática philosophie du boudoir de Pizarnik.
Boudoir vuelto closet, es lugar de la más extrema, transgresora y visible
4
Molloy, Sylvia. “De Safo a Baffo: diversiones de lo sexual en Alejandra Pizarnik”, Estudios. Revista de
Investigaciones Literarias y Culturales, 7: 13 (Caracas: enero-junio 1999), págs. 133.140
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representación del deseo lesbiano y, al mismo tiempo, permite el silenciamiento
de ese deseo, su desplazamiento, su indiferencia (pág. 139)
La intervención es precisa, agudísima y parte de un cotejo de textos (Penrose,
Pizarnik) que lectores más perezosos no consideraron necesario.
Pero, sobre todo, entiende (como en Las letras de Borges, como en el
recuerdo de Pezzoni) que hay un solo texto y que ese texto total es una entrada
tanto a una estética como a una ética, un espejo de escritura-lectura, la
traducción de un gesto y, además, una cadena de afinidades, simpatías y
coexistencias, que nos arrastra incluso a quienes leemos la lectura de Sylvia, que
lee a Pizarnik, que lee a Penrose, que lee a Erzbet Báthory.
Porque es sabia pero también amable, Sylvia no necesita subrayar para
nosotros ni esa propiedad de arrastre, ni esa forma de comprender la literatura
(y, por consiguiente, la vida): un conjunto de “menudas sabidurías” (en el texto
sobre Pezzoni) o de “pormenores lacónicos” (en el extraordinario libro sobre
Borges). Sin una sensibilidad aguda respecto de eso, la literatura está perdida.
En sus libros (no importa de q género participen), Sylvia anula la
historia entera de la escritura como dis-positivo (como negatividad) y coloca a
la institución “las letras” bajo el signo de la conversación socrática, como si la
única existencia posible para la literatura fuera del orden sino de lo compartido,
de lo compartible.
Lo primero que un escritor debería aprender, entonces, es volverse
irreconocible a si mismo, encontrar en su lugar un espacio vacío, precisamente
lo que podría llegar a transformarlo en una potencia de vida. El texto como
espejo, en esa perspectiva, es una heterotopía
5
. No un lugar real, ni un espacio
utópico, sino un diferencial. El texto-espejo (se llame Borges, Pezzoni, Pizarnik
o Molloy) es una utopía, porque es un lugar sin lugar. En el espejo, me veo
donde no estoy, me miro allá donde estoy ausente.
Pero el texto-espejo es igualmente una heterotopía, en la medida en que
el espejo realmente existe y tiene un efecto de disolución sobre el lugar que ocupo.
A partir del espejo me descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que
me veo allá, en otra parte, en ese lugar donde Molloy quiso que yo estuviera
(leyendo a Borges, a Pizarnik o a Pezzoni, pero a través de sus gestos).
Como si se nos dijera: lo que te define no es tu encarnizamiento en tu
propia práctica, sino un cierto deseo, una inclinación, una atracción, un gusto:
¿qué otra cosa nos ha enseñado Sylvia sino que todas las inclinaciones son recíprocas?
*
5
Foucault, Michel. Des espaces autres” (“De los espacios otros”), Conferencia dicada en el Cercle des études
architecturals, 14 de marzo de 1967, publicada en Architecture, Mouvement, Continuité, 5 (París: octubre de 1984),
págs. 46-49. Traduc. Pablo Blitstein y Tadeo Lima. Foucault no autorizó la publicación de este texto, escrito en
Túnez en 1967, hasta la primavera de 1984.
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De los libros de Sylvia, Desarticulaciones es el que hoy recuerdo con más
intensidad, porque me tocó presentarlo. Es un libro que me dejó sin palabras,
un objeto fantasmático que no quiere (ni necesita) ser tomado a cargo por
ningún metalenguaje crítico. Ese no querer (que misteriosos pliegues
semánticos hacen coincidir con el amar) supone una epoché, una puesta entre
paréntesis salvaje y ciega de la “distancia crítica”.
Ése, una vez más, es el punto al que Sylvia quiere que lleguemos: allí
donde la articulación ya no es s posible (pero, tampoco, necesaria), al
donde lo vale el “texto entero” que no puede ser parcelado, allí donde
coincidimos en un espacio que no le pertenece a nadie pero en el que todos
cabemos. Se trata, claro, del principio de articulación que el libro niega desde
la portada: no tanto por el prefijo negativo (des-), cuanto por el plural (-es): no
siendo posible (ni necesaria) la articulación, el libro se entrega al plural de los
gestos.
Tamara Kamenszain ya había señalado, a propósito de El común olvido
(2002), que el “espíritu de la anotación” transmigra fresco, intacto, desde En
breve cárcel (1981), “como si escribir, para quien narra, no fuera un asunto del
todo decidido, como si se tratara de una casualidad sólo justificada por el
ademán de anotar”.
Gestos, ademanes, poses. Se trata de una manera de estar en el mundo lo
que, fundamentalmente, hoy queremos agradecerle a Sylvia (sí, claro, también
su inteligencia, también su sutileza, también su generosidad).
Cada vez que Sylvia Molloy anuncia que viaja a Buenos Aires se
desencadena una batalla sorda para conseguir el primer lugar en su agenda.
Alguna vez tuve ese privilegio; la mayoría de las veces, no. Entonces le
reproché, después, la postergación y la interrogué (con la severidad de un loco
dominado por la paranoia de los celos) de qué había hablado con esas personas
precedentes. Nosotros tenemos nuestras inclinaciones recíprocas y nuestras
“menudas sabidurías”. Y Sylvia es capaz de mantener con cada persona que
habla una conversación diferente, atenta al detalle de cada vida, de cada gesto,
de cada entonación, una inclinación recíproca.
Una vez le pregunté por la vida de un cierto profesor que vivía en Nueva
York. “Hace años que no lo veo”, me contestó. La respuesta me sorprendió
porque yo los creía amigos y además sabía que vivían en el mismo barrio.
“Desde que murió Enrique dejamos de vernos. Él tenía la capacidad de juntar
gente que de otro modo no se hubiera visto”.
Yo entendí a qué se refería. Un sistema planetario entero se sostiene en
la estrella que le da calor, luz, posibilidades de existir.
Independientemente del fragmento de Molloy que nos inquiete en
nuestras particulares inclinaciones, para todos nosotrs, estoy seguro, Sylvia es
ese gesto, ese ademán, esa sonrisa, ese brillo.