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Sylvia Molloy. Poses de fin de siglo. Desbordes del género en la
modernidad. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, 304 páginas. Trad. de
Mariano López Seoane.
Por Mariano López Seoane (UNTREF – NYU)
A fines del siglo XX, más exactamente en 1990, Madonna le regaló al mundo
un célebre himno a la pose que se convertiría en uno de sus estandartes.
Recuperando una consigna que la cantante había popularizado desde sus
primeros temas, “Vogue” recomendaba la entrega a la música y al baile como
remedio contra el bajón anímico. Lo que lo distinguía de sus antecesores era
precisamente su acento en la pose como procedimiento de auto-afirmación. En
sus versos más célebres, el tema propone un listado de nombres de Hollywood
a emular, un catálogo de imágenes brillantes que los mortales debíamos
contemplar “forinspiration”. El clip que acompaña la canción refuerza el
concepto: filmado en blanco y negro, muestra a Madonna recuperando y
amplificando una serie de gestos y posturas de las grandes actrices y actores
que la ayudaron a construirse como superestrella. Este culto de la pose, por
cierto, constituía una más o menos velada apropiación: el voguing era una
práctica distintiva de una subcultura queer neoyorquina, una escena en la que
las minorías sexuales del barrio (en este caso, Harlem) compensaban a fuerza
de poses y gestos imitados el maltrato, la discriminación y la marginalización
que sufrían aún a mediados de los 80s. Por una noche, jugaban a ser estrellas,
se disfrazaban de tales, posaban; ¿lo eran? Es esta relación íntima entre pose
y problemática afirmación de maneras de ser marginalizadas la que quiero
retener para emprender un breve recorrido por el libro crítico más reciente de
Sylvia Molloy, que no casualmente se escribe en ese mismo fin de siglo que
Madonna alumbró al grito de “Strike a pose”.
De hecho, y si bien el título parece localizar al volumen en un presente
latinoamericano definido por discusiones y avances en el campo de las
políticas de la identidad y los derechos de aquellos que se definen en esos
desbordes genéricos, en realidad sus artículos forman parte de esta coyuntura
como uno de sus antecedentes: constituye una muestra de los debates críticos
que desde fines de los años 80s ayudaron por un lado a visibilizar formas de
vida alternativas, maneras de ser disidentes, performances de género
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desbordadas, y, por el otro, a cartografiar las formaciones discursivas, legales e
institucionales que aseguraban su silenciamiento, pero también su
persecución, criminalización y patologización, de acuerdo con lo que Molloy
define en uno de los ensayos como “construcción paranoica de la norma”.
Publicado por Eterna Cadencia en 2012, el volumen reúne una serie de
artículos que la autora escribió y publicó entre 1983 y el año 2000 en journals
centrales en la discusión académica norteamericana (como Social Text),
importantes revistas iberoamericanas, y diversas compilaciones orientadas a la
problematización de la categoría de género. Muchos de estos ensayos
aparecen por primera vez en castellano. Del resto, sólo algunos circularon
ampliamente entre el público lector de América latina. El volumen ofrece así la
oportunidad de conocer a fondo una de las líneas de investigación centrales en
el corpus de Molloy, pero también la de reconstruir los esfuerzos críticos que
resultaron cruciales para poner sobre la mesa de debate una serie de
problemas que habían sido relegados al “closet de la crítica”. Organizado en
cuatro secciones (“Clínica, nación y diferencia”, “Pedagogía patriótica: cuerpo,
género y regeneración”, “Impostaciones de lo femenino”, y “Exilios disidentes:
el afuera de la patria”), el volumen se propone escrutar las economías del
deseo en la América latina finisecular y retratar el fin de siglo como momento
de cristalización de “nuevas formas de ser en la sociedad”.
Hacia el final del primer artículo del libro, “Deseo e ideología a fines del
siglo XIX”, Molloy ofrece una suerte de presentación de su proyecto crítico: “Así
como el cuerpo se oculta, así todas las manifestaciones sexuales y eróticas
que se desvían de la norma ‘saludable’, patriarcal, heterosexual van a parar al
closet de la representación literaria, para no hablar del closet de la crítica. Una
de las tareas que esperan al lector de hoy es mirar, con la misma intensidad
con que Martí inspeccionó a Wilde, la misma curiosidad con que Batiz observó
Buenos Aires, la misma fascinación con que Darío ‘miró’ el cadáver de Wilde, la
misma simpatía con la que Rodó reconoció a Darío (y sin la ansiedad que teñía
aquellas cuatro miradas), la producción textual de América latina a partir del
siglo XIX para entender las formas que asume el silencio y las figuraciones
oblicuas a las que se recurre para decir lo indecible” (40).
El párrafo define en primer lugar un campo de acción para la pasión
crítica de Molloy: será precisamente esa construcción de la arquitectura
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represiva que primero la imaginación popular y luego el activismo identificaron
con un intrascendente espacio hogareño, el closet, lo que los textos de Molloy
intentarán desmontar, desarticular, iluminar y poner en primer plano. Es
interesante detenerse en el verbo que la autora escoge para caracterizar la
tarea del lector: su proyecto no llama al lector a leer, estudiar o considerar la
producción textual de América latina, sino a mirarla. Es un verbo inesperado,
que arrastra demasiadas resonancias como para dejarlo pasar alegremente.
Algunos de esos ecos, faltaba más, son recogidos por la propia Molloy cuando
hace un inventario de las miradas que está analizando: inspeccionar,
curiosidad, observar, reconocimiento Lo interesante es que en todos estos
casos se trata de escritores finiseculares mirando/observando cuerpos, cuerpos
problemáticos. Lo que Molloy se propone, en cambio, y nos propone, es “mirar”
una producción textual: no leer textos, sino mirarlos. Esta insistencia en los
ojos, en la inspección, no es casual: en efecto, Molloy puede ser pensada
como voyeuse.
El término es relevante en al menos dos sentidos. Ilumina, en primer
lugar, la tendencia de Molloy a leer los textos que releva en términos de
escenas. “Comienzo con una escena”, nos dice en el primer artículo del
volumen. La escena en cuestión es la conferencia de Oscar Wilde en Nueva
York a la que Martí asiste como cronista de La Nación. “Propongo, para
comenzar, dos escenas”, reza la primera línea de “Mármoles y cuerpo: la
paideia sentimental de Rodó”. El volumen está plagado de escenas, de
performances más o menos públicas que Molloy se dedica a mirar, visibilizar y
descifrar, probándose como una gran lectora de cuerpos; o al menos de los
cuerpos tal como son (des)figurados en la trama de los textos. Esto nos lleva
una vez más al término voyeuse: es el placer en la mirada el que informa su
capacidad de escudriñar los pliegues mínimos del tejido de los enunciados.
Ahora bien, esta pasión por el detalle tiene que entenderse más allá de la mera
manía y en toda su dimensión política: el horizonte de la empresa crítica de
Molloy se define siempre en la iluminación de todo aquello que los textos
pretenden enmascarar, silenciar. No es casual que entre las referencias
teóricas que ofrece el volumen se destaque el nombre de EveKosofsky
Sedgwick, que, con su Epistemology of the closet (publicado en 1990, el año
en que se lanza “Vogue”) y Between Men, entre otros, diseñó un aparato de
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lectura dirigido al escudriñamiento de los rincones menos hogareños de los
textos y al relevo de lo silenciado. En su estela, Molloy diseña su propia
máquina de mirar y leer, con la que amplifica los susurros que pueblan los
silencios de Teresa de la Parra, lee “un machismo transparentemente ansioso”
en las páginas que Darío le dedica a Wilde, e inspecciona la construcción de
un femenino sentimentalizado en la escritura de Amado Nervo.
“Lazos de familia y utopía nacional”, el artículo que desenreda las
complejidades de la mirada que Martí posa sobre Whitman ofrece otro ejemplo
del ojo de Molloy para el detalle, y de la predilección por desenterrar lo que los
personajes quieren esconder a la mirada ajena. Molloy mira con atención una
cita que hace Martí del poeta norteamericano y descubre que Martí suprime
una línea (una línea que podría leerse en términos de homoerotismo). Es un
detalle, pero ese detalle cambia por completo el tono del texto de Whitman, y la
“idea de Whitman” que hay en América latina. En este ejemplo, el close reading
revela toda su potencia política en tanto técnica de relevamiento de lo que ha
sido reprimido: como buena voyeuse, Molloy ve, y mira, lo que se quería
esconder, tapar, silenciar. En el mismo sentido va el análisis que hace Molloy
del uso del nombre propio “Safo” en Martí. El término se lee con un acento casi
freudiano, con la convicción de que lo reprimido siempre termina
manifestándose; de que, de algún modo u otro, siempre sale a la luz. Molloy da
vuelta las “ansiosas negaciones” que pueblan las páginas del modernismo para
dejarnos ver lo que esconden, lo que agita detrás de ellas. Así, la lectura que
Martí hace de Whitman nos permite agrietar la imagen latinoamericana de
Whitman, pero a la vez nos muestra un Martí complejo, con capas, del que no
teníamos noticia.
Hablé de un acento freudiano en la mirada de Molloy. En realidad,
habría que hablar de una mirada clínica, dedicada a auscultar los textos en
busca de estados o sensaciones silenciados, y a leer los fenómenos culturales
como síntomas. La apropiación singular que se hace en la América hispana del
decadentismo, por caso; o la simulación como síntoma cultural de una serie de
procesos del fin de siglo. Como toda lectora que hace profesión de una
intimidad con los textos (¿qué otra cosa sería si no el closereading?), Molloy
incorpora muchos de los tonos y giros de los enunciados que mira de cerca,
como si fuera víctima de un contagio. Y si la mirada clínica es una de las
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miradas que domina el paisaje crítico finisecular, no es extraño que Molloy la
despliegue para analizar precisamente estos materiales. De hecho, cuando
refiere a la “lujuria de ver” que, como hemos visto, ella misma cultiva, escoge
un término con nítidos matices médicos: los diagnósticos, críticas y
reconocimientos serían formas de una escopofilia exacerbada a fines del siglo
XIX.
Esto nos lleva de manera directa a uno de los hallazgos críticos más
potentes de este volumen. Refiriéndose al modo en que se visibilizan las
nuevas formas de ser que se detectan a fines del siglo XIX, Molloy explica que
en gran medida esta visibilización se produce por medio de diagnósticos,
diagnósticos que son siempre híbridos, exhibiendo una colaboración entre
ciencia médica, literatura, criminología y mirada política. Molloy demuestra, por
ejemplo, cómo se constituyen categorías sociales en el cruce del discurso
policial y el discurso médico (por ejemplo, pederasta pasivo), con la
colaboración activa de la literatura, como sucede cuando Rubén Darío y José
Ingenieros unen fuerzas para analizar el caso de un joven aspirante a literato
(“Diagnósticos de fin de siglo”). Estos personajes, figurados en los discursos
que definen y persiguen al delito, pasan a formar parte de un repertorio de
identidades disponibles que en la mayor parte de los casos quedan fuera de la
comunidad imaginada de la nación.
Ahora bien, este foco en la “lujuria del ver” viene acompañado de un
foco igualmente revelador en la exhibición. Porque Molloy también se pregunta
por las formas específicas en que se visibilizan ciertos fenómenos sociales y
culturales nuevos. Y la noción de exhibición –en una época en la que todo se
exhibe: nacionalidades, nacionalismos, enfermedades y arte- habla de la
producción de una visibilidad acrecentada. Es precisamente en el terreno de la
visibilidad acrecentada y el exhibicionismo que se trama el otro gran hallazgo
crítico del volumen: me refiero al concepto de pose.
Tanto en el ya clásico “La política de la pose” como en sus distintas
modulaciones en otros ensayos del volumen, el concepto tiene la virtud de
iluminar, una vez más, zonas de la producción cultural hispanoamericana que
hasta ese entonces solían desatenderse. El estudio de la pose alienta a posar
la mirada sobre la potencia semiótica de gestos, vestimentas, tonos y
performances públicas. Un ejemplo de pose es el anenamiento de Delmira
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Agustini. Molloy estudia la figura de la niña como máscara útil para Agustini,
una performance que la protege en su representación pública y literaria. Otro:
la pose de bohemio que adopta Ingenieros cuando es un joven estudiante,
marcada en su manera de vestir, en los lugares que frecuenta, los textos que
lee. Otros más: el hispanismo de Augusto D´Halmar y lo femenino en Amado
Nervo. El efecto de esta noción es que todo un inventario de materiales
culturales antes considerados insignificantes pasa a engrosar el ya poblado
desván de los objetos de la crítica. Y con estos materiales antes despreciados
hacen su ingreso a la relevancia crítica una serie de maneras de ser que en
ese fin de siglo comenzaban a visibilizarse. No por casualidad el análisis de la
pose, del gesto, del atuendo, se despliega a partir de una escena que tiene
como protagonista a Oscar Wilde. Molloy nos recuerda que Wilde fue ante todo
un “reo semiótico”: el escritor es condenado por posar; no por ser homosexual
sino por parecerlo. La figura del homosexual aún no está fijada, y en verdad se
crea en los juicios que sufre el personaje. Es decir que la visibilidad de la pose
termina por fundar un ser del que esa pose sería signo. Las cosas, sin
embargo, no son tan simples. Porque la imagen de un varón amanerado o
afeminado, y también la de un varón que cultiva el homoerotismo, parecen ser
inaceptables, impensables: esos hombres que empiezan a poblar el fin de siglo
sólo pueden estar posando; y por lo tanto sus maneras de ser son denunciadas
como imposturas. Molloy observa aquí una paradoja: la pose dice que se es
algo, pero decir que se es ese algo es posar, o sea, no serlo.
Si, por un lado, en esta densidad laberíntica, la pose es uno de los
modos en que se figura la conducta homosexual a fines del XIX; por el otro, es
un término que lleva a problematizar la diferencia entre superficie y
profundidad, entre apariencia e interioridad, entre manera de ser e identidad; y
a desprenderse de toda idea convencional sobre la irrelevancia de lo frívolo. En
efecto, el artículo dedicado a la pose puede leerse como una suerte de
declaración de guerra camp: refutando explícitamente las observaciones de un
colega, Molloy se propone alterar las valencias y revelar la seriedad terrible de
aquello que se desdeña por frívolo (destronando en el camino, como quería
Susan Sontag, el imperio de la seriedad). Hacer foco en la pose, ya se ha
dicho, permite reconstruir de qué modos se figuraban y se invisibilizaban una
serie de maneras de ser novedosas, producto de la modernidad; es decir,
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permite detectar el funcionamiento en micro de un régimen de verdad y una
estructura de poder. Y por cierto implica, como quería Madonna, la afirmación
de esa práctica menor e inestable como gesto de desafío. Es así que en
páginas escritas cuando los ecos de esa celebración pop de las minorías no se
habían acallado del todo, Sylvia Molloy nos regala preguntas, miradas y
conceptos que nos ayudan a problematizar este presente de bienvenidos
reconocimientos e inclusiones.
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