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El  “precursor  más  evidente”  del  romancero  no  está  para  Spitzer  en  los 
extensos  poemas  épicos,  sino  en  la  lírica  más  moderna  que  comienza  a 
desarrollarse a partir, sobre todo, de los toscanos Dante y Petrarca.  
Es  Dante,  el  descubridor  de  la  “vita  nuova”  que  ha  en  cada  sentimiento 
hondo, es decir, de la autonomía del sentimiento humano, el que simbolizó 
por  primera  vez en  las  literaturas  románicas  el  decurso  de  una  emoción 
interior, con su principio, su medio y su fin, mediante una unidad de tiempo 
como es la poesía lírica (SPITZER, 1962: 78). 
El “momento” de la poesía popular europea es, para el crítico austríaco, el 
que se inicia en el siglo XV. Esa “floración”, que interesará también a Carrizo en la 
medida  en  que  coincide  con  la  España  de  las  exploraciones  marítimas  hacia 
América y de la conquista, suponen no la “pureza” de algo tal como una tradición 
popular incontaminada, sino un “estado intermedio” entre la poesía lírica medieval, 
“enderezada a clases sociales”, y la “lírica individualidad moderna”, que explora lo 
más íntimo del individuo (SPITZER, 1962: 81). La poesía popular no es el ámbito de 
la  “pureza”,  de  la  incontaminación,  sino  una  zona  en  la  que  la  poesía  “culta” 
deviene otra cosa: eso es lo que pone en evidencia el romancero hispánico, en 
una línea que involucra la definición de poesía tradicional propuesta por Menéndez 
Pidal, pero también la definición crociana sobre la que reflexionará Gramsci en sus 
escritos de la cárcel. 
A diferencia del Cantar del Cid, el romancero trabaja con la subordinación 
del relato a la construcción suprapersonal de una forma rígida, con un efecto final. 
El romance, como género poético, se construye según Spitzer sobre la base de la 
monotonía rítmica, que se rompe de manera abrupta con lo que llama la “efusión 
final”, equivalente, podemos pensar, al énfasis en el desenlace que los teóricos del 
formalismo ruso, a partir por cierto de las concepciones de Poe, habían planteado 
como rasgo distintivo del género. Así como estos habían puesto en correlación el 
género moderno del cuento con la tradición oral de los refranes y otros géneros 
“agónicos”,  como  los  denomina  Boris  Eichenbaum  (2004:  151),  el  romancero 
español remite a una poesía escritura, culta y refinada, que será el modelo de los 
poetas  del  renacimiento  europeo.  En  efecto,  “los  romances  –afirma  el  crítico 
austríaco-  son,  morfológicamente,  los  sucesores  de  los  cancioneros  italianos” 
(SPITZER, 1962: 78), pero con mayor libertad formal, como en la vieja epopeya, en