[pp. 3-33 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
El “precursor más evidente” del romancero no está para Spitzer en los
extensos poemas épicos, sino en la lírica más moderna que comienza a
desarrollarse a partir, sobre todo, de los toscanos Dante y Petrarca.
Es Dante, el descubridor de la “vita nuova” que ha en cada sentimiento
hondo, es decir, de la autonomía del sentimiento humano, el que simbolizó
por primera vez en las literaturas románicas el decurso de una emoción
interior, con su principio, su medio y su fin, mediante una unidad de tiempo
como es la poesía lírica (SPITZER, 1962: 78).
El “momento” de la poesía popular europea es, para el crítico austríaco, el
que se inicia en el siglo XV. Esa “floración”, que interesará también a Carrizo en la
medida en que coincide con la España de las exploraciones marítimas hacia
América y de la conquista, suponen no la “pureza” de algo tal como una tradición
popular incontaminada, sino un “estado intermedio” entre la poesía lírica medieval,
“enderezada a clases sociales”, y la “lírica individualidad moderna”, que explora lo
más íntimo del individuo (SPITZER, 1962: 81). La poesía popular no es el ámbito de
la “pureza”, de la incontaminación, sino una zona en la que la poesía “culta”
deviene otra cosa: eso es lo que pone en evidencia el romancero hispánico, en
una línea que involucra la definición de poesía tradicional propuesta por Menéndez
Pidal, pero también la definición crociana sobre la que reflexionará Gramsci en sus
escritos de la cárcel.
A diferencia del Cantar del Cid, el romancero trabaja con la subordinación
del relato a la construcción suprapersonal de una forma rígida, con un efecto final.
El romance, como género poético, se construye según Spitzer sobre la base de la
monotonía rítmica, que se rompe de manera abrupta con lo que llama la “efusión
final”, equivalente, podemos pensar, al énfasis en el desenlace que los teóricos del
formalismo ruso, a partir por cierto de las concepciones de Poe, habían planteado
como rasgo distintivo del género. Así como estos habían puesto en correlación el
género moderno del cuento con la tradición oral de los refranes y otros géneros
“agónicos”, como los denomina Boris Eichenbaum (2004: 151), el romancero
español remite a una poesía escritura, culta y refinada, que será el modelo de los
poetas del renacimiento europeo. En efecto, “los romances –afirma el crítico
austríaco- son, morfológicamente, los sucesores de los cancioneros italianos”
(SPITZER, 1962: 78), pero con mayor libertad formal, como en la vieja epopeya, en