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Derecho de propiedad: escenas de la escritura autobiográfica
Por Sylvia Molloy
1
Si, después de morir, quisieran
escribir mi biografía,
nada más sencillo.
Hay sólo dos fechas:
la de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre una y otra cosa son míos los días.
Fernando Pessoa
Vida mía, lejos más te quiero
Osvaldo y Emilio Fresedo
Siento que estoy en la precaria situación de estar hablándoles desde dos
perspectivas distintas. Una, la de novelista, la otra, la de crítica. Desde hace
anos vengo diciendo que, teóricamente, no existen esas dos perspectivas,
sosteniendo que simplemente son modulaciones, o entonaciones, como diría
Borges, de mi escritura. Sin embargo, al pensar en el tema que propongo, las
realidades de la ficción, siento que he caído en mi propia trampa. Los
comentarios que siguen, en los cuales me detendré en ciertos ejemplos
escenas de lectura, por así decirlo donde lo ficcional aparece en perversa
relación con lo real y donde este ultimo termino adquiere múltiples y a veces
contradictorios significados, trataran de aclarar este dilema.
Hace un tiempo me escribió un crítico con una insólita pregunta. Estaba
escribiendo la biografía de Alejandra Pizarnik de quien, sabía, yo había sido
amiga. También había leído mi primera novela, En breve cárcel, y decía haberle
llamado la atención la similitud entre la protagonista, a quien llamaba “la
1
Sylvia Molloy nació en Buenos Aires. Además de los ensayos Poses de fin de siglo. Desbordes
del género en la modernidad (2012), Acto de presencia (1996) y Las letras de Borges (1979),
publicó el libro de relatos Varia imaginación (2003) y las novelas En breve cárcel (1981), El
común olvido (2002) y Desarticulaciones (2010). Es coeditora de los libros Women's Writing
in Latin America (1991) e Hispanism and Homosexualities (1998). Actualmente es Albert
Schweitzer Professor in the Humanities Emérita de la Universidad de Nueva York, donde dirigió
durante varios años el programa de escritura creativa en español.
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escritora”, y Pizarnik. “¿Hay alguna relación?” preguntaba. Y como para atajar
cualquier negativa agregaba: “No creo en las casualidades”.
Mi primera reacción, visceral, fue de enojo ante lo que sentí como un
hurto. ¿Cómo podía pensar esta persona que era la vida de Pizarnik cuando era
la mía? Procedí a responder, fuera de mí, por así decirlo. Indiqué a mi
interlocutor que no, no se trataba para nada de la vida de Pizarnik, que
lamentaba desilusionarlo, pero que se trataba de… ¿de qué? Demasiado
consciente, desde un punto de vista crítico, de las estrategias (y artimañas) del
trabajo autobiográfico, demasiado habituada a decir que más que textos
autobiográficos hay lecturas autobiográficas, no podía decir, simplemente, “de
mí” o “de mi vida”. Ni tampoco podía decir “de mi autobiografía” porque era claro
que se trataba de una novela, escrita, por otra parte, en tercera persona.
Recurrí, algo molesta, a la perífrasis, observando que “La novela se basa
enteramente en material autobiográfico mío” (como en el caso de la mayor parte
de mi ficción) y agregando, como en esas advertencias de ciertos films o series
televisivas, que “cualquier similitud con X. es por cierto casual”.
Dije que sentí la necesidad de corregir pero al mismo tiempo no pude
decir que era “mi vida” o “mi autobiografía”, y opté por el tristemente deslucido
“material autobiográfico mío”. No creo que esta frase, por pretenciosa que
parezca, fuera casual (yo tampoco creo demasiado en las casualidades, salvo
cuando me conviene). Los términos mismos eran reveladores: De pronto “mi
vida”, yo misma, adquiríamos materialidad, se transformaban en un bien del cual
yo era dueña. En última instancia, mi vida era una propiedad sobre la cual yo
quería ejercer derecho, y ese derecho se veía amenazado por un lector intruso
que buscaba adjudicarle nuevo dueño. Ese intento de acaparar la vida para sí,
como si ese gesto la volviese posesión tangible, es tan ingenuo como ineficaz.
“No quiero prestar mi vida,” dice el sujeto, como un niño que no quiere compartir
un juguete, sin darse cuenta de que ya, por el mero hecho de escribirla, se la ha
prestado a la literatura, y la -literatura, como bien sabemos, “ya no es de nadie,
ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición”.
2
Todo esto lo , es decir, lo
2
Jorge Luis Borges, “Borges y yo”, Obra completa, Buenos Aires: Emecé, 1974, pág. 808.
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razonablemente, pero el más-allá-de-la-razón no quiere saberlo y se siente
despojado.
Permítaseme agregar otro ejemplo para complicar un poco más las
cosas. Hace un tiempo me llamó una colega de la Universidad de California que
había incluido En breve cárcel en el programa de su curso. “¿A que no sabés
cómo te están leyendo mis alumnos?”, me anunció. Tendría que haberme
mostrado indiferente, o contestar algo pedante como “todo lector tiene derecho a
su lectura” pero la curiosidad me ganó de mano. “Lo están leyendo como
documento autobiográfico”, me dijo. A eso yo ya me había resignado pero
agregó “algunos hasta lo leen casi como caso clínico, el caso de una lesbiana
abusada sexualmente por el padre”. Previsiblemente estallé, doblemente irritada.
Primero por razones que se pretendían técnicas. Me estaban leyendo desde
una perspectiva errónea, clínica y no literaria, como documento médico y no
como construcción literaria. Segundo, porque me sentí atacada personalmente:
¿cómo se atreven a interpretar tan brutalmente un gesto de “un padre” que, por
cierto, tenía algo de “mi padre” pero que era, ante todo, personaje de ficción?
Confieso que las dos lecturas, la del crítico y la del estudiante de California, me
siguen incomodando a pesar de que no puedo hacer nada. Nada, salvo acaso
hablar de ellas, como lo estoy hacienda ahora.
¿Por qué la incomodidad?, me sigo preguntando, pensando en instancias
célebres de apropiación de vidas que fueron sujeto ya de causas legales, ya de
enjuiciamiento por parte de la opinión pública. Tomo un ejemplo, el de David
Leavitt, quien tomó un episodio de la autobiografía de Stephen Spender, World
Within World (1951) para escribir una novela, While England Sleeps (1993),
efectuando algunos cambios (nombres distintos, otro desenlace) y añadiendo
escenas explícitamente homosexuales a un texto que, en su escritura,
deliberadamente optó por el no decir. Spender amenazó con llevar el asunto a
juicio y la editorial transó, comprometiéndose a mandar la totalidad de la primera
edición a la piqueta y publicar una segunda edición con enmiendas y una
advertencia. Antes de que se llegara a ese acuerdo, sin embargo, los dos
escritores escribieron sendas autojustificaciones en el New York Times. Para
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aclarar su posición, Leavitt escribe un artículo titulado "Did I Plagiarize His Life?"
[¿Plagié su vida?”].
3
Spender responde al poco tiempo con otro artículo, “My Life
Is Mine: It Is Not David Leavitt’s [Mi vida es mía no de David Leavitt],
observando que “La respuesta a esa pregunta es que no se trata del plagio de
una vida. Es el plagio de una obra, ya que, según la definición del diccionario,
plagio es ‘la ilegítima apropiación o hurto, y publicación en nombre propio, de
ideas, o la expresión de ideas (de índole literaria, artística, musical, mecánica,
etc.) de otra persona’”.
4
Este argumento de Spender, eminentemente razonable
(la acusación de plagio textual constituye una de las bases del reclamo judicial
de Spender), no se sostiene a lo largo del artículo, a partir del título mismo, My
Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s”. Mi vida es mía, dice Spender, mi vida no
es de David Leavitt. Nótese que no dice mi libro, ni mi texto, ni mi
autobiografía”: dice “mi vida. Una vez más, el derecho de propiedad se hace
valer sobre la vida, en tanto existencia vuelta materialidad, y no sobre la
escritura.
Llamo la atención sobre ciertos aspectos de esta contienda que sin duda
fue parte importante de los debates intelectuales en el mundo anglosajón en
1994 y 95. Me detengo brevemente en un concepto legal que, más allá de la
acusación de plagio, también invocó Spender en su demanda. Es la doctrina del
derecho moral del autor sobre su obra, derecho formulado en el convenio de
Berna de 1886. Concepto válido en toda Europa (y sólo ocasionalmente
invocado en Estados Unidos, donde prima la ley de la propiedad intelectual), el
derecho moral se distingue del derecho de propiedad en que se refiere al artista
más que a la obra: “Independientemente de los derechos económicos del autor,
y aun después de la transferencia de dichos derechos, el autor tendrá derecho a
reclamar la autoría de la obra y oponerse a toda distorsión, mutilación o
modificación de la misma, u otra acción despreciativa en relación con dicha obra
3
David Leavitt, Did I Plagiarize His Life?” The New York Times Magazine, 3 de abril de 1994,
págs. 36-37.
4
Stephen Spender, “My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s”, The New York Times, 4 de
septiembre de 1994, Ultima edición, sección 7, pág. 43, 1a columna.
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que perjudicara su honor o su reputación”.
5
El derecho moral es un derecho de
la personalidad y no de la obra, corresponde, como bien lo ve un especialista, a
una concepción decimonónica de autoría que perdura hasta hoy, la concepción
romántica del creador de la obra como el ‘autor’ de cuya personalidad la obra es
ejemplo. La obra se considera extensión del ser del autor. En cierto sentido, la
obra es el autor”.
6
Dicho en otras palabras, al demandar a Leavitt, Spender está haciendo
valer su derecho ya no sobre un texto sino sobre una persona, la suya propia, en
el sentido literal del término. Pero tratándose de una autobiografía, donde podría
decirse que los dos texto y persona coinciden en la construcción de aquello
que Gide en su diario llamaba un “être factice préféré”, la cuestión se vuelve
particularmente delicada. Yo tengo autoridad sobre mi vida, en el sentido de que
son mis experiencias, mis vivencias, mi existir. Como decía Sor Juana: De
decir. La expresión, tomada literalmente, es elocuente: yo decir de mí,
relatarme, como ningún otro. Pero ¿tengo autoridad exclusiva sobre ese relato
de mi vida, detento acaso el imprimatur de ese relato, al punto de que hay
relatos de mi vida (míos o ajenos) que autorizo (como en la expresión biografía
autorizada) y otros que denuncio o busco censurar porque no saben decirme,
porque me mal dicen? ¿Es posible que sólo haya la vida de un individuo y no
una vida, como en el tulo de Borges, “Una vida de Evaristo Carriego”, es decir:
una de las muchas posibles? El mismo Spender, en su autobiografía, rechaza la
noción de un relato de vida monógrafo, aceptando (en principio) la inevitabilidad
de un relato plural: “En realidad el autobiógrafo escribe el relato de dos vidas; la
5
Independently of the author's economic rights, and even after the transfer of the said rights, the
author shall have the right to claim authorship of the work and to object to any distortion,
mutilation or other modification of, or other derogatory action in relation to, the said work, which
would be prejudicial to his honor or reputation. “Berne Convention for the Protection of Literary
and Artistic Works”, en: www.wipo.int/treaties/en/ip/berne/
6
“The author’s rights embodies the Romantic notion of the creator of the work as the ‘author’
whose personality is exemplified in the work. The work is considered an extension of the author’s
being. In some sense the work is the author. The copyright approach, on the other hand, views
artistic works as literary and artistic property”. Sheri Lyn Falco, Esq. “The Moral Rights of Droit
Moral: France’s Example of Art as the Physical Manifestation of the Artist”, Archive vol. 2, 206, en
www.ibslaw.com/melon/archive/206_moral.
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suya, tal como se le aparece, desde su propia perspectiva, cuando mira el
mundo desde sus ojos; y su vida tal como aparece en la mente de otros, vista de
afuera, perspectiva esta que tiende a volverse en parte también perspectiva
propia ya que se sufre la influencia de la opinión de esos otros”.
7
Pero cuidado:
en la realidad del ejercicio autobiográfico, la o las perspectivas de los otros lo
se tornan perspectiva propia cuando armonizan con la del autobiógrafo. Una
perspectiva disidente (o simplemente inesperada, como la de Leavitt) se rechaza
con vehemencia y “a la hora de la verdad”, para usar una frase trivial
sorprendentemente apta, prima el relato propio: el que yo es mío, el que yo
sé verídico porque lo digo yo.
Al explayarse en detalle sobre la ilegitimidad de la novela de Leavitt, el
ensayo de Spender, más allá de su título equívoco, confunde conceptos y añade
otros criterios. Si bien intenta entablar juicio aduciendo el no respeto de los
derechos de autor y del derecho moral, en su comentario incurre en críticas a
Leavitt que relevan más del orden estético. Así por ejemplo, al observar que
Leavitt, a pesar de cambiar los nombres, “almost exactly transcribed”, transcribió
casi exactamente, un incidente de su autobiografía, comenta despectivamente:
Hace, sí, algunos cambios. En su versión, Edward-Jimmy es embarcado a
escondidas y muere abordo, de la misma muerte cursi que el protagonista de Eric,
O poco a poco, la novela victoriana de Frederic William Farrar que, muy a
principios de este siglo, se encontraba en todas las bibliotecas infantiles (small
boys’ libraries).
8
El cambio, aquí, se critica no por ser cambio en sí (este sería el argumento
basado en el “derecho moral” uno de cuyas subdivisiones es el respecto por la
7
“An autobiographer is really writing a story of two lives; his life as it appears to himself, from his
own position, when he looks out at the world from behind his eye-sockets; and his life as it
appears from outside in the minds of others; a view which tends to become in part his own view
of himself also, since he is influenced by the opinion of those others.” Stephen Spender, “Author’s
Introduction,” World Within World, New York: Modern Library, 2001, pág. xxvi.
8
“He does make some changes; in his version Edward-Jimmy is smuggled onto a ship, where he
dies in the manner of the hero’s bathetic death in Frederic William Farrar’s Victorian novel “Eric:
Or, Little by Little,” which in the early part of this century was in all small boys’ libraries”. Spender,
“My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s”.
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integridad de la obra) sino por ser cambio estéticamente insatisfactorio. De
nuevo aparece la noción del mal decir, ya no aplicado a la representación del
sujeto sino a la retórica misma. Para Spender, Leavitt lleva el episodio en
cuestión de la lítote al decir excesivo, melodramático, “de mal gusto”, que
parecería ser, para Spender, su mayor defecto. Algo semejante encuentra
Spender en los episodios explícitamente homosexuales que repudia no porque
revelen un secreto “es evidente para cualquier lector de [mi] libro que entre
Jimmy y yo hubo una relación amorosa”
9
sino porque constituyen un desarrollo
“pornográfico” que, de nuevo, viola el sentido estético de Spender. “Los
añadidos fantasiosos del Sr. Leavitt a mi autobiografía, que encuentro
pornográficos, por cierto no corresponden a mi experiencia o a mi idea de la
literatura”.
10
La frase es ambigua: ¿se trata de “mi experiencia” como quien diría
“lo que he vivido”, o sea, una vez más, “mi vida”, o es “mi experiencia de la
literatura”? Es aquí donde la noción de “personalidad” se vuelve borrosa,
pasando de concepto legal la personalidad autorial a concepto estético, a
concepto vivencial, y sobre todo a concepto representacional. A Spender le
molesta la novela de Leavitt no sólo porque es plagio o préstamo no autorizado
de su autobiografía sino porque mancilla su personalidad, es una representación
de su persona que juzga indeseable, que lo “deja mal”, tanto en su
comportamiento literario (ese “decirlo todo” melodramático al que él, Spender,
nunca recurriría) como en su comportamiento sexual (los detallados,
desaforados encuentros entre hombres): en suma, una representación en la cual
Spender no se reconoce: yo no soy yo.
Pero ¿cómo sabe el lector que se trata de una representación de
Spender? Para bien o para mal, Leavitt no lo nombra en sus agradecimientos al
comienzo de la novela, declarando que había sido su intención hacerlo pero que
9
“It will be clear to any reader of the book that between Jimmy and myself there had been a love
relation”, Spender, op. cit.
10
“Mr. Leavitt’s fantasy accretions to my autobiography, which I find pornographic, certainly do
not corespond to to my experience or to my idea of literature”. Ibid.
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“el abogado de Viking Penguin le aconsejó omitir la referencia”
11
Sea esto
verdad o no carece de importancia. Lo que importa aquí es que Spender (más
bien los amigos que lo alertaron al parecido entre el libro de Leavitt y el suyo) lo
sabe, es decir reconoce una imagen de (“ese soy yo”) y en el acto mismo la
repudia (“no soy ese yo”) o acaso mejor: “ese es un yo que no quiero ser”. O
sea que y la paradoja es sólo aparente es el mismo Spender quien, al llamar
la atención sobre el presunto hurto de Leavitt, llevándolo el asunto al dominio
público y legal, confirma la identidad del personaje de la novela de Leavitt. Se
identifica con el personaje de While England Sleeps con el propósito específico y
simultáneo de desidentificarse.
El proceso de identificación y desidentificación no termina allí.
Aprovechando la controversia, St. Martin’s Press decide unos meses más tarde
volver a publicar World Within World de Spender, agotado desde hacía muchos
años. Las reseñas de Publishers Weekly y Library Journal, órganos de difusión
del mundo editorial y bibliotecario, mencionan específicamente el altercado, el
primero refiriéndose al “juicio por plagio” de Spender, el segundo notablemente
más explícito: “El libro fue también objeto de controversia cuando la relación
homosexual de Spender se ficcionalizó en una novela pornográfica. Spender
inició un juicio y la novela fue enviada la piqueta. Esta edición contiene una
nueva introducción del autor”.
12
Unos años más tarde, la Modern Library publica
World Within World en su colección de clásicos e incluye la respuesta de
Spender a Leavitt en un posfacio. Esta vez, la solapa misma del libro llama la
atención explícita sobre la controversia e identifica a Leavitt como autor de la
discutida novela.
13
Es decir que, de ahora en adelante, no es sólo la novela de
11
Leavitt, op. cit.
12
The book was also the center of controversy when Spender's homosexual affair was
fictionalized in a pornographic novel. Spender sued, and the novel was pulled. This edition
contains a new introduction by the author.” Library Journal, Copyright 1995, Reed Business
Information, Inc
13
“Out of print for several years, this Modern Library edition includes a new Introduction by the
critic John Bayley and an Afteword Spender wrote in 1994 describing his reaction to the charges
that David Leavitt plagiarized this autobiography into a novel”. Solapa de World Within World,
New York: Modern Library, 2001.
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Leavitt la que incorpora (supuestamente de modo ilegítimo) la autobiografía de
Spender sino que es la autobiografía la que, en su más reciente avatar, postula
como pre-texto la novela de Leavitt. Legítima o no, la novela de Leavitt ha
pasado a formar parte de la autobiografía de Spender. Tanto es así que
Spender, acaso sin tener del todo conciencia de la tácita aceptación de ese pre-
texto que suponen estas palabras, escribe que las controversias “sobre el plagio,
la naturaleza de la biografía y el tratamiento de la homosexualidad” lo “forzaron a
considerar si quería reescribir porciones de mi libro aprovechando cambios de
actitud políticos, sociales y literarios. Sin embargo, a excepción de un nuevo
prólogo, decidí conservar el texto de ‘World Within World’ exactamente como era
en 1950.
14
lo que el texto, después de la novela de Leavitt, ya no será nunca
“exactamente como era en 1950”.
Al referirse abiertamente a la controversia, la solapa de la edición de la
Modern Library recurre a una insólita frase: David Leavitt, dice, “plagiarized this
autobiography into a novel”, literalmente “plagió esta autobiografía a novela”,
como quien dice la tradujo a novela, o la transformó en novela. Este uso del
verbo plagiar es tan insólito como agramatical, tanto en inglés como en español.
Plagiar (recurro una vez más a la definición del diccionario que citaba el propio
Spender) es “la ilegítima apropiación o hurto, y publicación en nombre propio, de
ideas, o la expresión de ideas (de índole literaria, artística, musical, mecánica,
etc.) de otra persona”. Supone reproducción idéntica, no cambio ni
transformación de una cosa en otra. Pero en este caso, en efecto hay cambio,
hay un traslado que Spender no menciona nunca, y es el cambio de género. Con
el material tomado de la autobiografía de Spender (un episodio de diez páginas,
según Leavitt; de treinta, según Spender) Leavitt escribe una novela en tercera
persona y la novela, si bien puede aspirar a reflejar mentalidades, no
14
“I am now 85, old enough to see new controversies surrounding my book, controversies that
have involved the issue of plagiarism, the nature of biography and the treatment of homosexuality
in literature. I have been forced to consider whether I would have wanted to rewrite portions of my
book to take advantage of changed political, social and literary attitudes. However, except for a
new introduction, I have decided to keep the text ofWorld Within World” exactly as it was in
1950”. Spender, op.cit.
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necesariamente propone ser fiel a acontecimientos reales. And yet, and yet,
como diría el maestro. En una movida algo perversa, Leavitt declara que se trata
no sólo de una novela sino de una novela histórica, es decir “una novela que en
parte deriva de un episodio registrado en la autobiografía de Spender, World
Within World, y también comentado en diarios suyos publicados y en numerosos
otros libros sobre la época. […]”. Y se pregunta a continuación: “¿Por qué elegí
escribir sobre este episodio? Por el motivo habitual del novelista: se había
adueñado de mi imaginación y no la soltaba”.
15
Es decir, While England Sleeps
es, sí, una construcción de la imaginación inspirada en un hecho real inserto en
un acontecer histórico comprobable (la guerra civil española), acontecer histórico
sobre el cual el autor Leavitt se ha documentado y al que se refiere
puntualmente. Esa documentación proviene de “numerosos libros” de historia
pero, sobre todo, proviene de una autobiografía a la cual Leavitt (renovando, sin
saberlo, el debate decimonónico sobre el género) hábilmente asigna status
histórico. World Within World de Spender se ha vuelto, de pronto, documento,
como los “numerosos otros libros” que dan fe de una época.
Vengo usando términos como vida, ser, y realidad un poco al descuido, lo
sé. Y en el ejemplo que me tocaba personalmente y que di al principio recurrí al
pretencioso “material autobiográfico” pero en realidad pensaba “mi vida”. En el
caso de Spender, este usa el término directamente: my life”. Esta atribución de
ser ¿es simple reacción paranoica ante lo que se percibe como hurto hurto
personal, no textual o es algo más?
He hablado de textos y de personajes que, de algún modo u otro en la
lectura de un crítico, en el adueñamiento que efectúa otro escritor, en la
interpetación de un estudiante pasan de ser texto escrito a ser existencia o
algo que se reconoce como tal. Me detengo en ese gesto de reconocimiento
15
“I had only written a novel – a historical novel derived in part from an episode recorded in
Spender’s autobiography “World Within World,” and touched upon as well in his published
journals and numerous other books about the period. […] Why did I choose to write about this
episode? The novelist’s usual reason: it caught my imagination and wouldn’t let me go.” Ibid.
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porque aparece a cada paso. Al leer mi novela el crítico creía reconocer a
Pizarnik. Los estudiantes de mi amiga asumían sin lugar a dudas que se trataba
del caso clínico Molloy. Los amigos de Spender lo reconocían en la novela de
Leavitt y puesto sobre aviso, el mismo Spender se reconoció. Se me dirá que
Pizarnik, Molloy y Spender son seres históricos que preexisten a la escritura de
estas novelas y que al reconocerlos en el proceso de lectura lo estamos
haciendo una lectura autobiográfica a la que tenemos todo derecho. Pero
recuerdo aquí que la autobiografía recurre a los mismos métodos que la ficción
para elaborar su texto. El reconocimiento y la adjudicación del ser, ya en la
lectura, ya en la escritura, no depende necesariamente de la preexistencia
histórica del sujeto sino de la necesidad acaso mejor el deseo ferviente del
lector de proyectar existencia en todo personaje de ficción con el propósito de
reconocer. El lector reconoce e identifica (o reconoce y rechaza) colaborando
así en el trabajo de la ficción. Sin ese reconocimiento que va más allá del effet
de réel barthesiano no hay ficción.
Este proceso de reconocimiento se complica, a mi ver, cuando ese lector
que reconoce, o quiere reconocer, se apropia del proceso, quiere ser dueño del
relato. Recurro una vezs a un ejemplo mío (a quién no le gusta hablar de sí),
esta vez en relación con mi segunda novela, El común olvido. Mi intención en
esa novela fue recrear, sí, fragmentos de una realidad vivida por mí, en la que se
mezclaban experiencias propias, anécdotas escuchadas a otros, recuerdos míos
y recuerdos ajenos, y buena parte de invención. No faltaron lectores que se
reconocieran y que se divirtieron al reconocer salteadamente personajes,
incidentes, alusiones. Pero también hubo quienes, amistosamente, no diré que
se quejaron pero dejaron constancia de su desacuerdo: “en realidad no fue
así, fue de este otro modo”: más de una vez esa frase. En vano les decía que
se trataba de una novela. “Sí, bueno, pero eso de veras pasó”, me decían. Tenía
ganas de decirles que porqué eso, en efecto, había pasado podía también pasar
a ficción. Aquí recuerdo una anécdota de Olga Orozco, quien una vez le contó
una anécdota de su abuela a Oliverio Girondo. Meses s tarde le escuchó
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narrar la misma anécdota a Girondo atribuyéndosela a su propia abuela. “Pero
eso le pasó a mi abuela, no a la tuya”, protestó. “No importa, Olguita” le habría
contestado Oliverio. “Lo importante es que le haya pasado a alguien”.
Esto me lleva a considerar un tercer texto, Fragmentos de una infancia en
tiempos de guerra, de Benjamin Wilkomirski, libro que, al inquietar la presunta
realidad de las tres funciones del acto literario autor, lector, mensaje invita a
una reflexión aun más compleja.
16
Fragmentos se presenta como la narrativa en
primera persona de un judío polaco que pasó parte de su niñez en un campo de
concentración y que fue adoptado al final de la guerra por una pareja de suizos.
El relato, que la memoria colectiva del holocausto parecería volver
incuestionable, fue aclamado por lectores, por asociaciones judías, y por el
Museo del Holocausto en Washington. En palabras de un crítico, el libro tenía “el
peso de todo un siglo. La precisión fotográfica, impasible, de la mirada de un
niño indefenso y las parcas palabras, pronunciadas en voz baja, hacen de él uno
de los testimonios más importantes de los campos”.
17
No solo eso: el libro fue
aclamado por los sobrevivientes de los mismos campos de concentración en que
había estado el autor, quienes se reconocían en el relato y recordaban (es decir,
revivían) los lugares, los eventos, los detalles. La realidad evocada por el libro
no se cuestionó. Fue por lo menos el caso durante un par de años.
Entonces empezaron los interrogantes, las desconcertantes
averiguaciones. Wilkomirski resultó no ser Wilkomirski sino un tal Bruno
Doesseker, nacido Bruno Grosjean, quien no había salido nunca de Suiza. No
era polaco, no era judío, no era sobreviviente, era simplemente un ser en
disponibilidad que canibalizaba recuerdos ajenos, agregándoles elaboraciones
propias, con el fin de dar testimonio y construir la persona del sobreviviente.
16
Binjamin Wilkomirski, Fragmentos de una infancia en tiempos de Guerra, Trad. Rolando Costa
Picazo, Buenos Aires-México, Editorial Atlántida, 1997.
17
Stefan Maechler, The Wilkomirski Affair.A Study in Biographical Truth. New York: Shocken
Books, 2001, p. 113. Todas las traducciones de este texto son mías.
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Al reseñar el libro ya un crítico, como salvándose en salud, lo había alabado en
términos ambiguos. “Sin pretender ser literatura, este libro, con su densidad, su
irrevocabilidad, y el poder de sus imágenes, reúne sin embargo todos los
criterios de lo literario”.
18
El mismo Wilkomirski, curiosamente, había previsto esa
posible lectura, indicando que “el lector puede elegir leer mi libro como literatura
o como documento personal”,
19
sin que esa pluralidad de lectura, a su ver,
comprometiera la realidad del libro. Sin embargo, cuando un periodista, Daniel
Gainzburg, cuestiona directamente esa realidad y, luego de una investigación, la
denuncia como fraudulenta, Wilkomirski reacciona de manera notable:
físicamente. Acaso fuera un impostor pero lleva las experiencias relatadas en el
cuerpo y da testimonio de ellas somatizando. Abundan las anécdotas de las
reacciones físicas de Wilkomirski, sus sudores, su malestar, sus tartamudeos
cuando se alude a ciertos incidentes de los campos. Ahora, frente a las
revelaciones de Gainzburg, responde con todo el cuerpo: se encierra en su
cuarto, reproduce la clausura del campo, sufre alucinaciones: “allí estaba,
hablando solo en ruso, llamando a Jankl a gritos y pidiéndole pan”,
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escribe un
amigo. Este reaccionar psicosomático, este asumir con el cuerpo, normal en
quien revive una experiencia traumática, se suele ver como prueba contundente
de la realidad vivida del individuo. Si, como lo ve un crítico, Wilkomirski recurre a
una “estética de facticidad”,
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se trata de una facticidad somática, que borra toda
duda con respecto a realidad del relato y por extensión al personaje que narra.
Wilkomirski, alias Bruno Doesseker, o Bruno Doesseker alias Wilkomirski, pone
el cuerpo. Pero en este caso, el hecho de que el narrador narra recuerdos que
no corresponden con quien firma el libro, que imposta la memoria de un otro-
que-él al punto de que incorpora, literalmente, esos falsos recuerdos, cuestiona,
según ciertos críticos, la realidad de la experiencia. (Esta fue una de las mayores
preocupaciones de las asociaciones judías, inquietas de que el testimonio, una
18
Maechler, op. cit. p. 114.
19
Maechler, op. cit. p. 131.
20
Maechler, op. cit. p. 130.
21
Maechler, op. cit. p. 118.
[pp. 105-118 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas] 118
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vez revelado como impostura, apoyara las declaraciones de los negadores del
holocausto.) Wilkomirski era un impostor. ¿O no?
Dejo abierta la pregunta y resumo. Una novela, la mía, de la que me cuesta decir
que fue tomada de “mi vida” a la vez que me exaspera que la tomen por una
vida ajena despojándome así de mi ser ficticio; otra novela, la de Leavitt, en la
que ciertos lectores reconocen a Spender y en la que el propio Spender se
reconoce pero como lo que no quiere ser y por lo tanto la denuncia; un tercer
texto, acaso el más complejo, el de Wilkomirski, reconocido por los lectores
como real pero cuyo narrador y protagonista resulta ser un ser fantasmático
creado por el autor; por un autor que sin embargo acusa psicosomáticamente en
su cuerpo ¿el cuerpo de quién? ¿Del ser narrado? ¿De quien escribe? los
traumas del protagonista del libro. Al plantear así la realidad de la ficción y
cuestionar el derecho que se tiene sobre ella no en qué medida contribuyo a
un debate crítico sobre el tema. Porque la realidad de la ficción es escurridiza,
se nos va de las manos. Acaso en eso, y en eso lo, coincida plenamente con
la realidad de nuestras vidas.