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Pedro Henríquez Ureña, latinoamericanista
Por Martín Sozzi
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Yo no soy contemplativo: quizás no soy escritor
en el sentido puro de la palabra: siento necesidad
de que mi actividad influya sobre las gentes, aun
en pequeña escala. Y en París yo podría hacer
cosas mías, pero estaría fuera del campo de
acción que me atrae, que es América.
Pedro Henríquez Ureña, Carta dirigida a Alfonso Reyes
La noche del 10 de mayo de 1946, Pedro Henríquez Ureña asistió a la librería
Viau de Buenos Aires para integrar el jurado de El Libro del Mes, conformado
también por Ricardo Baeza, Jorge Luis Borges, Ángel Battistesa, Adolfo Bioy
Casares, Enrique Amorim y Ezequiel Martínez Estrada. Precisamente este último
refiere haberlo visto en esa ocasión “fatigado, sobrefatigado, exhausto”
(HENRÍQUEZ UREÑA DE HLITO, 1993: 154). A la mañana siguiente, la del bado 11,
el dominicano debería haber asistido a un almuerzo en el restaurant de Harrods
con sus amigos de la editorial Losada (en ese momento dirigía la colección Cien
Obras Maestra de la Literatura), pero prefirió como era su costumbre- cumplir con
sus obligaciones académicas. Con ese objetivo, se encaminó hacia la estación
Constitución para tomar el tren que lo conduciría a la ciudad de La Plata y dictar
allí sus clases habituales. Es posible que estuviera demorado, por lo que decide
apurar el paso para llegar puntualmente y cumplir con el inflexible mandato del
deber que lo guio durante toda su vida. Alcanza el tren y toma asiento junto a su
amigo Augusto Cortina, quien ya se encontraba en el mismo vagón. Poco después
1
Es Profesor y Licenciado en Letras (UBA), Especialista en lectura, escritura y educación
(FLACSO) y doctorando del programa de doctorado en Teoría Comparada de las Artes (UNTREF).
Se desempeña como investigador del Instituto de Literatura Hispanoamericana (UBA), del
Programa de Estudios Literarios Latinoamericanos y Comparados (UNTREF), de la Universidad
Nacional de General Sarmiento y de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Profesor de
Literatura Latinoamericana I (UBA), su ámbito de investigación está relacionado con el estudio de
la literatura colonial y la historiografía literaria latinoamericana, temas sobre los que ha publicado
artículos en libros y revistas especializadas.
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de iniciado el trayecto, el propio Cortina, los eventuales pasajeros, el azaroso
guardia descubren que está muerto.
Toda la escena nos permite ilustrar dos circunstancias que acompañaron a
Pedro Henríquez Ureña durante buena parte de su vida: por un lado, el exceso de
trabajo y el cumplimiento del deber; por otro, los viajes constantes, agotadores,
ingratos en ocasiones, que llevaron a Enrique Krauze a denominarlo “el crítico
errante” (KRAUZE, 1985: 12).
Destino, América Latina
Nacido en 1884 en Santo Domingo -actual República Dominicana-, Henríquez
Ureña recorrió desde muy joven diversos países y ciudades de América y Europa:
San Juan de Puerto Rico, Nueva York, Washington, Minnesota, Berkeley,
Chicago, La Habana, Veracruz, Ciudad de México, Madrid, Buenos Aires, con
muchas idas y vueltas, estuvieron entre sus destinos principales. Esa deriva
geográfica influyó de modo decisivo en su formación, tal como lo ilustra el propio
dominicano desde las páginas de sus Memorias, al relatar su estadía en Nueva
York. A esa ciudad llegaría lleno de prejuicios a causa de la nordomanía que la
lectura del Ariel de José Enrique Rodó, publicado en 1900, le había provocado y
por la forma en que había contribuido a establecer una idea previa, prejuiciosa, de
los Estados Unidos.
2
Allí, en ese espacio paradigmático de la modernidad, a la
que ya se había asomado en Puerto Rico, saturaría sus días con la continua
asistencia a los teatros neoyorquinos -el teatro, una de sus grandes pasiones
desde niño-, la presencia en conciertos y funciones de ópera, el estudio del inglés
y de la literatura anglosajona, la participación en círculos intelectuales, entre otras
actividades.
Si en los primeros años que relata en ese texto autobiográfico, su
supervivencia fue tranquila debido al buen pasar económico de su familia, poco
después, hacia el año 1903 (a causa del golpe de estado contra el presidente de
2
“Mis impresiones se atropellaban un poco, y yo las veía todas á través del prejuicio anti-yankee,
que el Ariel de Rodó había reforzado en mí, gracias á su prestigio literario; no fue sino muchos
después, al cabo de un año, cuando comencé a penetrar en la verdadera vida americana, y a
estimarla en su valer.” (HENRÍQUEZ UREÑA, 2000: 66).
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Santo Domingo, Juan Isidro Jiménez), empezarían ciertas dificultades que lo
conducirían a buscar ocupaciones que le permitieran subsistir: desde empleado de
oficina, hasta periodista. “Vi entonces de cerca la explotación del obrero”, dirá en
sus Memorias (HENRÍQUEZ UREÑA, 2000: 82). Ese mandato que lo conduce a
cargarse de ocupaciones, sumado a una necesidad de manutención económica
que muchas veces lo distraería de sus estudios más formales, derivaría en una
serie de labores, algunas de las cuales las va a desarrollar de forma simultánea:
traductor, antólogo, profesor, ensayista, director de colecciones de libros,
prologuista, escritor de poesía y ficción, filólogo, helenista, gestor cultural,
funcionario, conferencista…
Entre los años 1914 y 1915, momento en el que pasa una temporada en
Washington como corresponsal para el diario El Heraldo de Cuba, le escribe a
Alfonso Reyes: “…no soy más que una máquina de hacer artículos…” (HENRÍQUEZ
UREÑA, 2004: 463). La confesión nos hace pensar en las condiciones de vida del
intelectual latinoamericano en los momentos en que se está consolidando la
profesionalización del escritor: lejos de su patria, sin estabilidad laboral, sin contar
con tranquilas condiciones para producir una obra que no esté limitada al
fragmento de la colaboración en revistas o diarios, lo que tiñe a la vida de una
sensación de desaliento. Recuerda las circunstancias en que medio siglo después
aunque en otros contextos en los que se inmiscuirá la política de forma más
pronunciada- otro gran crítico de nuestras tierras desarrolló su labor y su obra:
Ángel Rama (cfr. RAMA, 2001).
Esa pulsión por el trabajo y esos traslados permanentes que en ocasiones
constituyeron una elección y en otras una obligación- que lo marcaron durante casi
toda su vida, no representaron nunca un fin en mismo, sino que formaron parte
de una búsqueda por la gran pasión que orientó sus esfuerzos: el interés por la
consideración de América Latina (a la que se referirá como “hispánica”), por su
estudio detallado, enfermizo a veces, por la utopía de recorrer el camino inverso al
de la división en las diferentes territorios nacionales y de reestablecer la totalidad
de ese objeto perdido: la prosecución de la magna patria, de la unidad
latinoamericana desde México hasta la Argentina. Emilio Carilla, el crítico
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argentino, sostiene que “…América de un extremo a otro, sin distinciones
egoístas ni banderías- fué la meta de su vida y el eje preferente de sus escritos.”
(CARILLA, 1956: 44). En este sentido, es posible afirmar que Henríquez Ureña toma
distancia de algunas formulaciones anteriores, casi contemporáneas, que ponían
en duda la postulación de América Latina como una realidad en vías de
consumarse y, fundamentalmente, la de una literatura conformada a nivel
continental.
Entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, existieron
diversos intentos por cuestionar la existencia efectiva de la literatura
latinoamericana y gran parte de la estrategia de Pedro Henríquez Ureña está
orientada a contradecir esa creencias. En el Prólogo a una de las primeras
historias de la literatura hispanoamericana, escrita en 1916 por Alfred Coester
Literary History of Spanish America- el especialista norteamericano alude a
palabras pronunciadas por Bartolomé Mitre:
A professor in Argentina wished a few years ago to establish a course for
students in Spanish-American literature. The plan was opposed by
Bartolomé Mitre ex-President of the republic and himself a poet and
historian of the first rank, on the ground that such a thing did not exist. He
held the view that mere numbers of books did not form a literature; though
united by the bond of a common language, the printed productions of
Spanish Americans had no logical union nor gave evidence of an evolution
toward a definite goal (COESTER, 1916: VII-VIII).
Algunos años después, en la década del 20, seBaldomero Sanín Cano
en un artículo titulado “¿Existe la literatura hispanoamericana?”, quien vacilará
respecto de esa existencia.
3
El ensayista colombiano dictamina que “…no es
posible llegar a la conclusión de que exista una literatura hispanoamericana”
(SANÍN CANO, 2011: 50). Varios son los argumentos que esgrime para defender su
posición: por una parte, la fuerte dependencia de la literatura hispanoamericana
respecto de la española; por otra, el estado de incomunicación existente entre los
3
No tenemos certeza del año de publicación del artículo. El mejor dato lo aporta Antonio
Fernández Ferrer en “Recurrencia de una ‘paradoja’ en la teoría e historia literarias: sobre la
inexistencia de la literatura hispanoamericana”. Allí afirma que el artículo de Sanín Cano se publicó
unos cuarenta años después del Cuaderno de apuntes de José Martí. El Cuaderno fue publicado
en 1881, razón por la cual podemos suponer que el de Sanín Cano es de comienzos de la década
del 20, vale decir, poco antes de que Pedro Henríquez Ureña presentara las conferencias que
luego formarían los Seis ensayos…
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diferentes países hispanoamericanos, hecho que no permitiría pensar a nuestra
literatura en términos continentales;
4
finalmente, alega que toda obra de mérito
debe tener un fuerte anclaje en su patria y que resulta difícil a una obra escapar a
este postulado.
Pero si estas posturas van encaminadas a limitar la idea de la existencia de
una literatura con entidad suficiente como para ser considerada latinoamericana
en su conjunto por falta de peso propio, por la falta de integración continental y,
por tanto, de la circulación de las obras, la posición de varios críticos españoles de
fines del siglo XIX y de comienzos del siglo XX apunta a postular a nuestra
literatura como una provincia de la española, como una parte constituyente de ella.
Podemos conjeturar que existe tanto en Menéndez Pelayo, como en otra serie de
comentaristas españoles de ese mismo momento (Juan Valera o Miguel de
Unamuno, por ejemplo), una idea de continuidad cultural imperecedera entre
España e Hispanoamérica dada por el hecho de haber concebido el proceso de
conquista y, como fruto de ese proceso, haber provocado un fuerte predominio a
través del idioma, la religión, la cultura. Si bien las guerras de independencia
generaron una separación en lo político -parecen decir- esa separación, ese hiato,
esa brecha, no se produjo en el terreno cultural: Hispanoamérica sigue siendo
España. En un artículo de 1905, “Algunas consideraciones sobre la literatura
hispanoamericana”, Miguel de Unamuno afirma que “la república de nuestras
letras [es] una misma allende y aquende el Océano-…” (UNAMUNO, 1957: 73).
Algunos años antes, en 1897, el editor Firmin-Didot publica en Paris un libro
de Edmond Demolins que tuvo cierta repercusión: A quoi tient la supériorité des
Anglo-Saxons. Traducido dos años después al español y publicado en Madrid,
postula la superioridad de los pueblos de cultura anglosajona frente a los de otras
latitudes y dedica algunas líneas específicas a los pueblos latinos:
Voyez ce que l’Espagne et le Portugal ont fait de l’Amérique du Sud et
voyez ce que l’Anglo-Saxon a fait de l’Amérique du Nord. C’est la nuit et le
jour (DEMOLINS, 1897: III).
4
A diferencia de Baldomero Sanín Cano, Susana Zanetti considera que durante el modernismo
comenzaron a tenderse redes continentales de religación que contribuirán a establecer vías de
comunicación entre diferentes sectores de América Latina.
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Pero Henríquez Ureña estaba profundamente convencido de la existencia y
del valor de la América Hispánica y de su cultura. Retoma las ideas políticas que
guiaron los pensamientos de Simón Bolívar algo más de un siglo antes. En la
conocida “Carta de Jamaica”, escrita hacia 1815, el venezolano establecía que
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola
nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre y con el todo. Ya que
tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por
consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados
que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones
diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América.
(…) Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto
congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y
discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de
las otras partes del mundo (BOLÍVAR, 1983: 81).
Henríquez Ureña, reconsidera las ideas dejadas vacantes por Bolívar algo más de
un siglo antes y avanza en el terreno simbólico en pos de la construcción de una
totalidad continental:
La unidad de su historia, la unidad de propósito en la vida política y en la
intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una magna patria, una
agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más (HENRÍQUEZ
UREÑA, 1989: 5).
Afirmará en “La utopía de América” (1925)
5
y agregará algunas líneas después: “La
desunión es el desastre”. La imposibilidad que Bolívar percibía en el intento
unificador, se transforma en Henríquez Ureña en utopía posible, distante pero
accesible. La utopía, como aclara en ese mismo ensayo, es considerada en el
sentido clásico que puede asignársele a la palabra, esto es, no como un “juego de
imaginaciones pueriles”, sino como una búsqueda constante de perfeccionamiento.
Y ese perfeccionamiento, en la concepción de Henríquez Ureña, solo puede ser
alcanzado mediante el trabajo (palabra que se repite de forma incesante en buena
parte de su obra) y el esfuerzo humano, como profesará en “Patria de la justicia”
publicada también en 1925: “…hay que trabajar con fe, con esperanza todos los
días. Amigos míos: a trabajar”. (HENRÍQUEZ UREÑA, 1989: 11)
Destaca, además, la labor intelectual en esa búsqueda de unidad por sobre
la de los libertadores: la unidad cultural, por sobre la política. Así, la labor de
5
Originalmente fue una conferencia pronunciada en la Universidad de La Plata en 1922.
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Sarmiento, Alberdi, Hostos (Henríquez Ureña, agregamos nosotros) es la de
“verdaderos creadores o libertadores de pueblos, a veces más que los libertadores
de la independencia” (HENRÍQUEZ UREÑA, 1989: 6)
Henríquez Ureña, historiador de la literatura
En los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Henríquez Ureña se propone
de forma programática un sondeo en busca de una expresión propia. Pero lo que
el dominicano está planteando allí no es una búsqueda en el sentido en que se
recurre a esa palabra cuando se trata de “buscar algo que se ha perdido”. En su
concepción, no existe una esencia que es previa a la exploración emprendida y
que debe ser localizada, confinada, manifestada. No está pensando en un
develamiento, es decir, en el corrimiento de un velo, que permitiría visualizar una
entidad verdadera que estaba oculta y que debía ser encontrada y exhibida a la
manera de la griega. Lo que percibimos en el dominicano es una
actividad exploratoria. Esa indagación implica, entonces, una pesquisa, un estudio
tanto de las fuentes autóctonas, como de las foráneas. Es decir, esa búsqueda
constituye, en el fondo y también, una utopía: la de la persecución permanente y
sostenida de la expresión diferenciadora, que se encuentra siempre desplazada
hacia un futuro incierto. No existe un pasado dado como decíamos- en el que se
pueda encontrar un fundamento último de nuestra expresión, un fundamento
metafísico -el ser latinoamericano- que permita explicar causalmente una
expresión latinoamericana, la vana indagación de un origen anterior al tiempo y
que está del lado de los dioses como planteaba Foucault al analizar la
genealogía nietzscheana (cfr. FOUCAULT, 2004).
La literatura latinoamericana no puede escudriñarse en un origen divino, en
una esencia previa, sino que para Henríquez Ureña debe ser vista como un
proceso de constitución, una búsqueda hacia el futuro (y no hacia el pasado, como
señalamos). Se constituye en un proceso, en un hacerse, en una permanente
realización. Al no haber un origen metafísico, tampoco existe un futuro prefijado.
Las corrientes que propondrá Henríquez Ureña años después en su obra
fundamental, las Corrientes literarias en la América hispánica, no se encuentran
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establecidas de antemano, sino que esos cauces de agua para continuar con la
metáfora que utiliza en ese libro - horadan el territorio por el que avanzan,
organizan su recorrido, construyen sus propias redes de circulación. La tarea del
historiador consistirá, entonces, en postularlas a través de su labor interpretativa.
La idea de escribir la historia literaria de América Latina no surge en el caso
de Pedro Henríquez Ureña como producto de una iluminación fulminante o de un
acto repentino de inspiración. Es un proceso que se viene anunciando de forma
explícita desde al menos veinte años antes de verse concretado en Las
corrientes…
Ese interés encuentra un germen y acumula antecedentes en su propia
familia. En 1896, es decir cuando era todavía un niño de 12 años, Pedro se
dedica, en primer lugar, a la confección de dos antologías de poetas dominicanas
y cubanas; luego, junto a su hermano Max, emprende la confección de otras dos
antologías de poetas dominicanos. Para la labor, se basan en la Reseña histórico-
crítica de la poesía en Santo Domingo en la que había participado su madre,
Salomé Ureña. La Reseña… fue remitida a la Real Academia Española y tenía
como finalidad servir como insumo para la Antología de poetas hispano-
americanos de Menéndez y Pelayo. Precisamente uno de los procedimientos
privilegiados para historiar la literatura durante el siglo XIX y buena parte del XX lo
constituye la confección de antologías organizadas en función de diferentes
intereses, amplitudes y ejes. También en la misma época concibe la posibilidad de
escribir una historia de la poesía dominicana.
A mediados de los años 20 el dominicano, presenta dos artículos clave en
función de su futura historia de la literatura. En septiembre de 1925, publica en la
ciudad de La Plata “Caminos de nuestra historia literaria”. Allí se pregunta la razón
por la cual son los extranjeros quienes emprenden la tarea de escribir la historia
de nuestra literatura y, como ejemplos, introduce los casos del norteamericano
mencionado en páginas anteriores Alfred Coester y del alemán Max Leopold
Wagner
6
. Menciona también el caso de Menéndez y Pelayo, a quien reprocha el
6
La obra de Max Leopold Wagner es Die Spanisch Amerikanische Literatur in ihren
Hauptströmungen. Leipzig-Berlin, B. G. Teubner, 1924.
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no haber establecido líneas y corrientes de pensamiento o estéticas, sino la
consideración individual de diferentes figuras: “Don Marcelino Menéndez y Pelayo
[…] se consagró a describir uno por uno los árboles que tuvo ante los ojos”
(HENRÍQUEZ UREÑA, 1989: 46). Es decir que lo que allí falta, para el dominicano, es
la visión de conjunto, la idea de una serie, de un sistema organizado. Siguiendo
con su metáfora, lo que falta es la apreciación del bosque. Lo que falta,
agregamos nosotros, es la percepción de líneas de continuidad, de tramas que
permitan vincular a diferentes sectores de nuestra literatura, trazar caminos,
establecer lazos, vinculaciones, líneas progresivas de avance y de incorporación
de nuevas obras.
En esos artículos y en su obra posterior algo queda claro desde el
comienzo: la postulación por parte del dominicano de la la existencia de la
literatura latinoamericana. Estas ideas que venimos proponiendo, comienzan a
percibirse con cierta claridad en la conferencia que el dominicano dicta en Buenos
Aires en 1926 y que luego volcaría en los Seis ensayos… bajo el título “El
descontento y la promesa”. En ese lugar, plantea:
Tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos
derecho a todos los beneficios de la cultura occidental (HENRÍQUEZ
UREÑA, 1989: 42).
Puede apreciarse que se anticipa en más de dos cadas las conocidas
ideas que Borges presentaría unos años después (como conferencia en 1951 y
publicadas en varias ocasiones durante la década del 50) en “El escritor argentino
y la tradición”, y que fueron bendecidas con el éxito de una difusión mucho más
amplia que la que toen suerte al dominicano. En esta sentencia, se percibe un
duro ataque al esencialismo: la propuesta consiste en realizar una apropiación
irreverente, de la cultura europea. Es en este sentido en el que el esencialismo ha
sido derrotado: ya no existe una esencia nacional o continental, sino que lo que se
presenta es una identidad que se construye socialmente, como producto
resultante de la apropiación voluntaria, fundamentalmente, de la literatura
europea.
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En el ya referido ensayo “El descontento y la promesa”, Henríquez Ureña
postula de modo explícito un movimiento de continuidad, una dialéctica que
atravesará a las generaciones literarias desde la Independencia política, momento
de divisoria de aguas que llegará hasta el momento del presente de la
enunciación: la dialéctica entre descontento y promesa será el motor que
conducirá a la historia literaria de la América Hispánica en la búsqueda de su
expresión genuina: “En cada generación afirma- se renuevan, desde hace cien
años, el descontento y la promesa (HENRÍQUEZ UREÑA, 1989: 35). Descontento
que acarreará el rastreo de nuevos modos de expresión que se transformarán en
la promesa de alcanzar la forma diferenciadora de nuestra América: en esa
búsqueda de originalidad habita la utopía americana de la que habla Henríquez
Ureña. Una utopía que, como toda utopía, se encuentra diferida, alejada,
inalcanzable, pero, a la vez, en el camino hacia una meta que persiguen los
escritores de la América independiente. Beatriz Sarlo señala en un ensayo que
dedica al dominicano: “Henríquez Ureña traza el camino recorrido por las
formaciones culturales, encontrando en la utopía no una forma de representación
de lo imposible sino una representación de las fuerzas que se articularon en los
procesos históricos” (SARLO, 1998: 884-885). En este sentido, la utopía constituye
un movimiento articulador y estructurante, una tendencia que conduce hacia un
futuro (y que a su vez se articula con el pasado) superador. Ese continuum es
postulado por la mirada del crítico, quien construye esa unidad incesante que
conserva algo del pasado y se proyecta hacia un futuro utópico: existe una
continuidad de la literatura hispánica que supone la posibilidad de considerar la
unidad continental.
Y esta squeda de expresión se encuentra magnificada por un problema
central para la historia literaria hispanoamericana: el del idioma. Con el proceso
independentista se produjo una separación política de España, pero tal separación
no generó una ruptura idiomática. Esa continuidad, esa permanencia del idioma
heredado de la metrópoli, parecía restringir nuestra posibilidad de expresión
genuina, autóctona y personal.
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Como planteara Rubén Darío a comienzos del siglo XX en “Los colores del
estandarte”, cuando se inquiría con aquel famoso: “¿A quién puedo imitar para ser
original?”, la pregunta que guía a las generaciones post independentistas es para
el dominicano- la de cómo ser originales, cómo lograr la libertad que ya se había
esbozado en el terreno político, en el espacio estético y, en particular, en el
terreno de la escritura. Plantea allí mismo Henríquez Ureña:
No hemos renunciado a escribir en español, y nuestro problema de la
expresión original y propia comienza ahí. Cada idioma es una cristalización
de modos de pensar y de sentir, y cuando en él se escribe, se baña en el
color de su cristal. Nuestra expresión necesitara doble vigor para imponer
su tonalidad sobre el rojo y el gualda (HENRÍQUEZ UREÑA, 1985: 38).
Y en eso consistirá la búsqueda de nuestra expresión para el dominicano: si
la expresión genuina la literatura genuina- no está dada por una esencia oculta,
ni por la simple diferenciación idiomática, la distinción tiene que producirse al
interior de la propia lengua y esa distinción requiere de un trabajo adicional que
permita la expresión personal y en donde predomine el ansia de perfección.
Ese momento fundante que Henríquez Ureña fija para el comienzo de
nuestra literatura es el año 1823, cuando se produce la publicación de la
“Alocución a la poesía”, la primera de las Silvas americanas de Andrés Bello. Si
bien el dominicano no percibe allí ninguna innovación en el uso de la versificación
o de rasgos estilísticos, afirma, sí, que “en sus descripciones de la naturaleza, en
cambio, había novedad, y quedaron como conquistas definitivas en nuestra
búsqueda de expresión” (HENRÍQUEZ UREÑA, 1985: 109). Es un comienzo en
consonancia con la indagación en búsqueda de un discurso propio.
Poco después corresponderá a Esteban Echeverría el descubrimiento de la
revolución espiritual del romanticismo, movimiento que permitía la consolidación
de una expresión propia a cada grupo nacional o regional, de la revelación del
alma a través de la expresión literaria y que contrastaba con la universalidad
neoclásica anterior. Es decir, el espíritu de la época. El modernismo y las
vanguardias completarán el cuadro.
La imagen que Henríquez Ureña brinda de América Latina al menos en el
aspecto literario- es la de un continente en un proceso continuo de búsqueda y
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renovación. En un proceso dinámico de construcción permanente de su
integración y de un imaginario propio. Ana Pizarro ha comentado la función que en
nuestro continente tiene la literatura, de un modo más destacado que en otras
regiones, ya sea como “constructora de identidad, conformadora de imágenes
sociales, fundadora de civilización” (PIZARRO, 1994: 34).
Es necesario aclarar, no obstante, que este intento del dominicano, esta
propuesta y esta búsqueda de una unidad para la literatura latinoamericana, lo
obliga, como sostiene María Teresa Gramuglio, “a silenciar aspectos conflictivos”.
Agrega también que: “La unidad de lo que prefería llamar ‘América Hispánica’
como totalidad era asumida en este libro como un hecho, y ni el objeto ni el
método merecieron en esas páginas ninguna discusión” (GRAMUGLIO, 2013: 380).
Habrá que esperar varios años para que comiencen a percibirse diferentes
problemas historiográficos que resultaban, todavía, invisibles al dominicano:
cuestiones vinculadas con el recorte del espacio continental, con la convivencia de
diferentes sistemas literarios, con criterios de periodización.
Final
París ciudad a la que refiere en el epígrafe con que se abren estas líneas podría
haber sido un buen destino para el dominicano si se hubiese propuesto llevar una
vida acomodada y sedentaria, libre de las penurias de los traslados, de la
incertidumbre del salario y de la soledad de tierras en las que en ocasiones se
encontró alejado de los seres más cercanos. Llevar una vida en Francia, próximo
a su gran amigo Alfonso Reyes, con quien compartió el Ateneo de la juventud en
el México del período lindante con la revolución, hubiera sido para el dominicano
una ocasión de alegría fraterna y de comunión intelectual.
A cambio de ello, eligió desde temprano el llamado de su tierra. La defensa
que emprendió de su patria contra el imperialismo norteamericano que ocuel
territorio de Santo Domingo en 1916; el dictado de las conferencias que, en el
marco de las “Charles Eliot Norton Lectures”
7
, presentó en inglés y en la
7
Las primeras "Charles Eliot Norton Lectures” se dictaron en 1927. Tres hispanoamericanos fueron
invitados desde entonces, Pedro Henríquez Ureña (1940-1941) con las ya mencionadas, Jorge
Luis Borges (1967-1968) presentó “The Craft of Verse” y Octavio Paz (1971-1972), “Los hijos del
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universidad de Harvard en el centro del imperio- bajo el título de “In a search of
expression: literary and artistic currents in Hispanic America”
8
manifiestan su
capacidad de intervención, su rol como un auténtico intelectual latinoamericano.
* * * * *
Quizás Pedro Henríquez Ureña no debería haber ido a La Plata ese día, el
11 de mayo de 1946 por la mañana. Almorzar en Harrods no hubiese estado mal.
Descansar, conversar con sus amigos de la editorial Losada, planear libros
futuros. Sus eventuales alumnos hasta se hubieran sentido felices por tener el
sábado libre. A cambio de ello, en diálogo consigo mismo, habrá recordado,
mientras salía apurado de su departamento de la calle Ayacucho, un fragmento de
uno de sus textos centrales, “Patria de la justicia”: “no es ilusión la utopía, sino el
creer que los ideales se realizan sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar.”
(HENRÍQUEZ UREÑA, 1989: 11).
BIBLIOGRAFÍA
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FERNÁNDEZ CIFUENTES, LUIS. “La literatura española en los Estados Unidos: historia
de sus historias” en Romero Tobar, Leonardo (ed.). Historia
limo”, pero sólo un español (y español exiliado), Jorge Guillén (1957-1958). Esta diferencia, por
más que no llegue a responder a una proporción perfectamente estadística (la población española
sólo constituye el 10 % del mundo hispanoablante) no deja de representar la prevalencia que
adquirió en Estados Unidos la literatura hispanoamericana a partir de un determinado momento.
Tomo esta información de FERNÁNDEZ CIFUENTES, 2004: 265, n.29.
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Luego serían publicadas en libro en 1945 bajo el nombre de Literary Currents in Hispanic
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