forma dada del proceso de fabricación de realidad, sino como una condición de
la imaginación pública, ni necesariamente vinculada ni necesariamente aislada
de la fábrica de realidad. La especulación, entonces, en cuanto piensa la
posibilidad absoluta no tiene por qué imaginarse como sustraída de la
imaginación pública, porque ya no está vinculada necesariamente a ella.
La conjugación entre esta potencia que infunde al discurso especulativo
la ontología materialista de Meillassoux, combinada con el constructivismo
lingüístico del ensayo de Ludmer (algo quizás semejante a lo que se propone la
poética especulativa de Armen Avenessian), podría ser el medio por el cual se
liberara la fuerza del pensamiento especulativo en nuestra región. Una vía del
pensamiento que según Florencio Noceti, editor al cuidado de la versión en
español de Después de la finitud, habría sido transitada por última vez en estas
tierras por Macedonio Fernandez. Noceti no vacila un instante en comparar a
Meillassoux y Macedonio. En esta operación que se presenta de inmediato, ya
desde las primeras líneas del texto introductorio, se esconde un velado rencor
hacia Borges. Después Macedonio, dice Noceti, el influjo del giro lingüístico
extinguió la especulación filosófica en esta región. Es evidente que este
acontecimiento no fue (no podría haber sido) una consecuencia ni de la
filosofía analítica de Tomás Moro Simpson, ni de la semiología de Ana María
Barrenechea o Eliseo Verón: el giro lingüístico encontró a su heraldo aquí en
Borges. Es bien sabido, gracias a los estudios de Jaime Rest, que el autor de
“El idioma analítico de John Wilkins” era aficionado a la filosofía del lenguaje de
Mauthner, cuyas ideas influyeran (aunque negativamente) al joven
Wittgenstein; y hemos repetido como un mantra, con los sabios de Tlön, que la
metafísica es un subgénero de la literatura fantástica. Mal que le pese a
algunos, en eso Borges fue nuestro Carnap, pues para el fundador del
positivismo lógico el futuro de la filosofía se dividía en dos caminos: uno, el
suyo, como exégeta de la ciencia moderna; otro, el de Nietzsche, como una
forma particular de poesía (cf. Carnap, Rudolf: La construcción lógica del
mundo); aunque para Borges, claro, habría no poco candor en creer que
semejante disyunción no conduciría a otro camino que el círculo. El caso, en
fin, es que Borges ha sido leído hasta el agotamiento como un existencialista,
como un nominalista, como un agnóstico, como un místico, como un
desconstruccionista avant la lettre; en otras palabras: como uno de los grandes