[pp. 148-158 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
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Quentin Meillassoux. Después de la finitud. Buenos Aires, Caja Negra,
2015. Traducción de Margarita Martinez
En la última página de cada uno de los libros que integran la colección Futuros
próximos, de la editorial Caja Negra, aparece un texto de presentación. Allí se
dice que las circunstancias de nuestra experiencia cotidiana se aproximan, con
cada vez más frecuencia, a un umbral en el que la categoría de realidad se
vuelve indiscernible de la ciencia ficción. De cara a este horizonte, la colección
se propone a misma como una caja de herramientas para expandir la crítica
cultural. La trans-formación del mundo implica el encuentro con una materia de
la experiencia que ya no se acomoda a las formas habituales y las desborda.
Esta nueva materia para el pensamiento requiere una nueva forma para
pensarla, pero la propia intensidad de la materia impone ciertas demandas al
pensamiento y a sus formas; presupuesto materialista, en fin, el que preside la
selección de los textos que componen la colección estelar de Caja Negra. La
nueva materia en cuestión no es otra cosa que el futuro inminente, y como tal
implica una multiplicidad de formas y condiciones de vida: el dinamismo de esta
materia determina la elasticidad como condición de un pensamiento que
pretenda dar con su forma. Orientada por este principio, la colección abreva en
textos de disciplinas heterogéneas y de espíritu heterodoxo.
Las premisas de la colección Futuros próximos son casi las mismas que
abren el libro de Josefina Ludmer del año 2010, Aquí América latina: el mundo
ha cambiado y con él han cambiado las categorías constitutivas de los modos
de conocerlo; para entender el nuevo mundo hace falta un nuevo aparato de
acceso que aún no tiene forma, aunque sus piezas ya se encuentran dispersas
y funcionando por su cuenta; lo que hay que hacer es agruparlas,
ensamblarlas: darles una sintaxis. Estos fragmentos de un sistema de
conocimiento posible flotan en el espacio de la imaginación pública, espacio
que no distingue valores de verdad ni límites exteriores y que constituye la
fábrica de aquello que llamamos “realidad”, aunque lógicamente precede a la
dicotomía entre realidad y ficción. El nombre del trabajo sobre los elementos
dispersos en este espacio, dice Ludmer, es especulación.
La operación teórica básica que da forma a Aquí América latina y la
operación editorial que genera la colección Futuros próximos es la misma:
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hacer síntesis heterogéneas sobre un plano de inmanencia. El plano de
inmanencia de Ludmer es la imaginación pública y se localiza en la
temporalidad de la memoria (el mundo ya ha cambiado), cuyas imágenes se
entrelazan y se superponen en los textos que lee; el plano de inmanencia de la
operación editorial de Caja Negra es la sombra del futuro (el mundo está a
punto de cambiar), sobre la que los textos de la colección hablan o sobre la que
hacen posible hablar. Ludmer opera sobre un estrato ideal, rizomático: un
archivo virtual de imágenes del tiempo, el espacio y el lenguaje; la editorial
Caja Negra opera sobre un estrato material e institucional de libros, disciplinas
del saber y derechos de publicación, que constituye un sector específico del
archivo editorial; lo cual implica que hace falta desterritorializar los textos de
sus marcos institucionales y programáticos, de sus contextos de debate y de
sus políticas de circulación. Digamos entonces que se trata de una política de
edición especulativa.
En este marco editorial tiene lugar la publicación en español de Después
de la finitud, de Quentin Meillassoux. El libro se anuncia en la contratapa como
precursor del movimiento filosófico llamado “realismo especulativo”; junto con
él, en la misma colección figura un libro de Graham Harman, quien se inscribe
directamente en este movimiento y al día de hoy es su figura principal: Hacia el
realismo especulativo. Ambos títulos constituyen las primeras traducciones al
español de libros relacionados con este fenómeno, que es en parte un
movimiento teórico genuino, con enfoques y problemáticas particulares; en
parte un vocabulario de moda en algunos ámbitos académicos, aunque
marginado en otros; y en parte un campo de debates y flame wars entre
numerosos blogs de filosofía.
El nombre de “realismo especulativo” se inspiró en “materialismo
especulativo”, la denominación que Meillassoux da a su posición filosófica y
que estuvo a punto de ser el título de la jornada de conferencias que en el 2007
lo reunió con Graham Harman, Ray Brassier e Iain Hamilton Grant; pero como
Harman rechaza el idealismo y el materialismo por igual, Brassier, organizador
de la jornada, propuso cambiar “materialismo” por “realismo”. Poco tiempo
después, la publicación de las conferencias bajo el mismo título en la revista
Collapse dio origen a la idea de que el realismo especulativo era ya el nombre
de un movimiento filosófico y se convirtió en su principal órgano editorial hasta
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la aparición de Speculations en el año 2010: luego la internet hizo el resto. Hoy
en día la mitad de las personas que estaban involucradas en el realismo
especulativo hace siete años dice que el realismo especulativo ha muerto o que
nunca existió, y se agrupa principalmente en las tendencias del
aceleracionismo, el neo-racionalismo y el vitalismo oscuro; la otra mitad ha
pasado de escribir entradas de blogs y debatir en los comentarios a escribir
libros y artículos académicos; las principales editoriales que albergan al
realismo especulativo son Re.press y Open Humanities; en ésta última Graham
Harman dirige una colección de libros de filosofía especulativa junto con Bruno
Latour. El panorama teórico es muy complejo como para englobarlo todo bajo
el nombre de realismo especulativo, pero hay ciertamente hay un rasgo
programático que los distinguen bastante bien: la voluntad de generar
conocimiento teórico sobre lo absoluto sin postular una totalidad. En eso
precisamente consiste la especulación para Meillassoux: en pensar aquello que
es por mismo, fuera de toda relación, sin necesidad de que se trate de una
substancia absoluta ni de una totalidad absoluta; de eso trata Después de la
finitud.
A primera vista parecería que la especulación es algo muy distinto para
Ludmer y para Meillassoux salvo por la coincidencia en el significante. Sin
embargo hay una relación profunda entre ambos proyectos teóricos. Se trata
de una relación tensa, es cierto, pero ni más ni menos que la que existe entre
los proyectos de Meillassoux y Harman. Ludmer inscribe la especulación en el
régimen de la realidadficción, que corresponde a este espacio sin afuera que
es la imaginación pública; Meillassoux en cambio propone la especulación
como medio para acceder a una verdad absoluta que no sea correlativa de
nuestros aparatos de acceso a la realidad, y la imaginación pública es
exactamente eso: una fábrica de realidad, un proceso de construcción del
mundo fuera del cual no hay sujetos ni objetos, ni mentes ni mundos
propiamente dichos. El discurso modelo de la especulación para Ludmer es el
discurso literario, y parte de la premisa de que esta es en cierto punto
indistinguible de la ficción especulativa, cuyos casos ejemplares son la ciencia
ficción, el fantasy y el género utópico; mientras que para Meillassoux es la
matemática, especialmente aplicada a la astrofísica y la geología. Desde su
primera palabra, Aquí América latina propone moverse en la ambigüedad de la
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suposición; desde su primera frase Después de la finitud propone moverse en
un regimen de verdad y precisión heredero del racionalismo cartesiano.
Ciertamente el mismo juego de oposiciones se podría establecer entre
Meillassoux y Harman: Meillassoux dice que Harman no va más al de la
correlación entre ser y pensar, Harman dice que Meillassoux no va más allá del
idealismo absoluto; Meillassoux dice que la filosofía es desarrollar argumentos
extravagantes, Harman dice que la filosofía es concebir mundos
extraordinarios; A Meillassoux le molesta no poder tener conocimiento positivo
de lo absoluto, a Harman no; a Harman le molestan las filosofías centradas en
el hombre, a Meillassoux no; Meillassoux detesta el principio de razón
suficiente, a Harman le encanta el principio de razón suficiente. Sin embargo,
los proyectos de ambos se encuentran en el objetivo de desarrollar una teoría
sistemática sobre aquello que se sustrae a toda relación, en su rechazo al
escepticismo, en su preferencia por la especulación ontológica contra la crítica
epistemológica y en su decisión metodológica de arriesgarse a postular
hipótesis al borde del delirio, la sofística o la ciencia ficción. Del mismo modo,
más allá de las diferencias evidentes hay una afinidad sutil pero fundamental
entre el ensayo de Ludmer y el de Meillassoux. Esta afinidad tiene que ver con
las condiciones de la especulación y con su objeto. La ontología de Meillassoux
permite liberar a la especulación, tal como la plantea Ludmer, de las
limitaciones impuestas por sus condiciones; esto se debe a que Meillassoux
desplaza el estatuto del objeto de la especulación, haciendo que éste sea la
condición absoluta de las condiciones relativas de la operación especulativa.
Pero además la epistemología de Ludmer permite comprender mejor el
verdadero alcance de la teoría de Meillassoux.
En la introducción de Aquí américa latina Ludmer dice que especular es
pensar con imágenes la pura posibilidad, inventar un mundo; en verdad no
queda claro a qué se refiere con imágenes salvo que se tratan de las unidades
del órganon fabricador de realidad que es la imaginación pública. Sin embargo
está muy claro que la realidadficción, el régimen de discurso en el que se
enuncia la especulación es correlativo de que su objeto sea la pura posibilidad.
Queda claro también que la especulación no es cualitativamente diversa de la
imaginación pública. Ambos son procesos de fabricación de realidad, pero la
especulación se imagina a misma como sustraída de la imaginación pública,
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de su sintaxis y de sus ritmos, para poder especular sobre ella, para concebir
como funciona. El objetivo de esta tarea, dice Ludmer, es dar vuelta la fábrica
de realidad. Pero el problema es que si la especulación ya está inmersa en la
imaginación pública, si la especulación ya es una de las imágenes de la
experiencia que imagina la fábrica de realidad, cualquier intento de dar vuelta la
fábrica de realidad por medio de la especulación está condenado desde el
principio: porque el objetivo mismo de la especulación también ya es una
imagen de la imaginación pública; porque no hay afuera de la imaginación
pública, y si se la quiere dar vuelta desde adentro, tarde o temprano habrá que
dar vuelta también el propio objetivo de darla vuelta. Sin embargo, en Después
de la finitud Meillassoux logra hacer exactamente eso: Meillassoux da vuelta el
mundo, da vuelta la fábrica de la realidad, o por lo menos llega muy cerca; de
lo que no cabe duda es que ofrece una imagen posible de cómo se vería este
nuevo mundo.
Meillassoux postula un espacio-tiempo de la pura posibilidad, un plano
de inmanencia que va a constituir el objeto de todo discurso especulativo. La
novedad es que este espacio no es correlativo a las condiciones de nuestra
experiencia, a nuestro aparato de acceso, a los procesos de co-constitución
entre el sujeto y el objeto, la mente y el mundo, el ser y el pensar, las palabras
y las cosas. Es absoluto. Y las condiciones de nuestra experiencia se dan en el
medio de este absoluto; de modo que en lugar de ser ellas el medio y el límite
de acceso a lo absoluto, el absoluto es el umbral de disolución y el medio de
actualización de nuestras condiciones de experiencia: la condición de todo
devenir; la condición de todas las condiciones. Lejos de desfondar la hipótesis
de que nuestras categorías pueden cambiar con nuestro mundo y nuestro
mundo con nuestras categorías, la ontología de Meillassoux fusiona el espacio
de la pura especulación con el espacio de lo real, pero no como una proyección
de nuestro pensamiento y la extensión de sus fronteras al absoluto, sino como
la irrupción de lo absoluto en nuestro pensamiento. Reinterpretado desde el
marco de la ontología de Meillassoux, el régimen de la realidadficción de
Ludmer deja de ser una propiedad de nuestra forma de fabricar realidad y pasa
a ser una propiedad de la posibilidad absoluta como materia que puede devenir
pensamiento, forma y fábrica de realidad. La especulación puede pensar la
posibilidad absoluta ya no como un dato de la imaginación pública, como una
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forma dada del proceso de fabricación de realidad, sino como una condición de
la imaginación pública, ni necesariamente vinculada ni necesariamente aislada
de la fábrica de realidad. La especulación, entonces, en cuanto piensa la
posibilidad absoluta no tiene por qué imaginarse como sustraída de la
imaginación pública, porque ya no está vinculada necesariamente a ella.
La conjugación entre esta potencia que infunde al discurso especulativo
la ontología materialista de Meillassoux, combinada con el constructivismo
lingüístico del ensayo de Ludmer (algo quizás semejante a lo que se propone la
poética especulativa de Armen Avenessian), podría ser el medio por el cual se
liberara la fuerza del pensamiento especulativo en nuestra región. Una vía del
pensamiento que según Florencio Noceti, editor al cuidado de la versión en
español de Después de la finitud, habría sido transitada por última vez en estas
tierras por Macedonio Fernandez. Noceti no vacila un instante en comparar a
Meillassoux y Macedonio. En esta operación que se presenta de inmediato, ya
desde las primeras líneas del texto introductorio, se esconde un velado rencor
hacia Borges. Después Macedonio, dice Noceti, el influjo del giro lingüístico
extinguió la especulación filosófica en esta región. Es evidente que este
acontecimiento no fue (no podría haber sido) una consecuencia ni de la
filosofía analítica de Tomás Moro Simpson, ni de la semiología de Ana María
Barrenechea o Eliseo Verón: el giro lingüístico encontró a su heraldo aquí en
Borges. Es bien sabido, gracias a los estudios de Jaime Rest, que el autor de
“El idioma analítico de John Wilkins” era aficionado a la filosofía del lenguaje de
Mauthner, cuyas ideas influyeran (aunque negativamente) al joven
Wittgenstein; y hemos repetido como un mantra, con los sabios de Tlön, que la
metafísica es un subgénero de la literatura fantástica. Mal que le pese a
algunos, en eso Borges fue nuestro Carnap, pues para el fundador del
positivismo lógico el futuro de la filosofía se dividía en dos caminos: uno, el
suyo, como exégeta de la ciencia moderna; otro, el de Nietzsche, como una
forma particular de poesía (cf. Carnap, Rudolf: La construcción lógica del
mundo); aunque para Borges, claro, habría no poco candor en creer que
semejante disyunción no conduciría a otro camino que el círculo. El caso, en
fin, es que Borges ha sido leído hasta el agotamiento como un existencialista,
como un nominalista, como un agnóstico, como un místico, como un
desconstruccionista avant la lettre; en otras palabras: como uno de los grandes
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escépticos del siglo XX. Y justamente con todo eso discute Meillassoux. El
cuento que Borges dedica a Lovecraft, “There are more things”, es quizás el
más representativo de la diferencia de perspectiva entere Borges y
Meillassoux. En el cuento de Borges un filósofo cuenta que cierta vez anduvo
explorando una casa cuyo amueblado monstruoso e incomprensible no podía
pertenecer a un ser humano. El hombre no puede imaginar cómo será la forma
del habitante y explica que en verdad sólo podemos percibir aquello que
estamos en condiciones de comprender en relación con usos y fines humanos.
Cuando la criatura está por aparecer, concluye el relato. El narrador nos dice
que la curiosidad pudo más que su miedo. Pero la curiosidad no pudo más que
los límites de su teoría de la representación. No es imposible que exista lo
impensable, pero en tanto impensable, mejor legarlo al blanco de la página.
Este es el gesto teórico por excelencia con el que discute Meillassoux. Su
respuesta especulativa equivale al lo que ocurre en la nouvelle de Lovecraft En
las montañas de la locura: que acaso exista la posibilidad de leer el lenguaje
inhumano del monstruo, aún cuando al hacerlo estemos expuestos al umbral
disolución de nuestra propia humanidad. Bajo las condiciones de nuestra
experiencia pulsa un caos que es la condición de todo devenir: la necesaria
posibilidad de que todo cuanto es cambie sin razón alguna, la contingencia de
todo orden y legalidad. En el mundo imaginado por Lovecraft se hablaría de
Azatoth, el dios ciego e idiota en el centro del universo. En el mundo de
Meillassoux, la condición absoluta del devenir tiene muchos nombres pero
carece de toda sustancia: principio de irrazón, principio de factialidad o
hipercaos; se trata tan solo de la ausencia del principio de razón suficiente.
De esta condición del devenir Meillassoux deduce que el principio de no
contradicción posee una validez ontológica. En su texto introductorio, Florencio
Noceti destaca particularmente este momento de la argumentación de
Meillassoux. De hecho, el vínculo entre Macedonio y Meillassoux que elige
Noceti es el principio de no contradicción. Esto es curioso por dos motivos. Por
un lado la frase que cita de Macedonio es brillantemente ambigua: arguye que
lo único que no puede morir es aquello que no es idéntico a mismo; lo que
serviría igualmente tanto para argumentar a favor del principio de no
contradicción como para aludir a un modo de existencia más allá de la muerte y
la identidad (donde quizás los opuestos se unen, o no). Pero además, porque
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justamente el principio de no contradicción es el punto más débil de la
argumentación principal de Meillassoux: pues el sendero de dicotomías que
recorre su razonamiento para demostrar el principio fundamental de su
ontología (la contingencia absoluta) resultaría caprichoso si se dudara de la
validez absoluta del principio de no contradicción; pero para demostrar la
validez absoluta del principio de no contradicción lo deduce como un corolario
del principio fundamental de su ontología: un círculo extraño cuyas
implicaciones habría que examinar con detalle en otra ocasión.
Sin embargo Noceti considera que esta demostración es el gran logro
del texto de Meillassoux: la piedra angular de su especulación, sin ironía. ¿Pero
por qué? Noceti proclama, tanto desde la introducción como la contratapa, que
este texto ha infundido una nueva vida a la tierra baldía en que se habría
convertido la filosofía (continental, al menos) luego de la muerte de Gilles
Deleuze y Jaques Derrida. Que el libro de Meillassoux haya sido prologado por
Alain Badiou ya es prueba suficiente de que la filosofía no era ningún páramo
desolado cuando se publicó Después de la finitud. Sí, es cierto que Derrida y
Deleuze fueron grandes figuras cuya influencia aún no ha cesado ni puede
todavía calcularse (al día de hoy quedan numerosos cursos de Derrida por
publicarse, por ejemplo), también es cierto que la profecía de Foucault se ha
cumplido y el siglo XXI es deleuzeano: el mismo realismo especulativo es
deleuzeano, incluso cuanto más discute con Deleuze; pero todo eso es prueba
de que sus muertes no significaron una desolación de la filosofía ni de la
“teoría”. Se trata de una proclama exagerada, sin duda, pero vale la pena
detenerse sobre ella porque hecha luz sobre la importancia que le da Noceti al
tratamiento que Meillassoux otorga al principio de no contradicción: ni Derrida
ni Deleuze se hicieron un nombre como filósofos defendiendo las formas de
pensamiento basadas en dicotomías; si acaso quedó algún paisaje desolado
detrás de ellos, habrá sido el de los edificios teóricos construidos sobre la
seguridad metafísica del principio de no contradicción: algo con lo que la ficción
y la poesía jamás ha tenido problemas; de allí, que la ambigüedad entre
filosofía y literatura se vuelva no ya una posibilidad, sino una necesidad: el
camino nos lleva de nuevo a Borges, a los filósofos de Tlön y a la metafísica
como subgénero de la literatura fantástica. Para Noceti parece que Meillassoux
vendría a salvar al discurso filosófico de esta situación, como si con su
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demostración del principio de no contradicción fuera a rescatarlo de este
territorio ambiguo: de eso se trataría esta supuesta revitalización. Pero la
verdad es que lo que hace Después de la finitud es muy diferente.
Hay un aire de seriedad en el texto de Meillassoux que es terriblemente
engañoso. Una seriedad tal, uno supone, no podría ser compatible con una
concepción de la filosofía como literatura fantástica o como poesía o como
experimento de escritura vanguardista. Sin embargo, la seriedad de
Meillassoux se debe a que trata a la filosofía como un juego de niños, y todo el
mundo sabe que no hay mayor seriedad que esa. Lejos de separar al discurso
filosófico de su ambigua convivencia con el discurso ficcional, Meillassoux más
bien refuerza la potencia especulativa del discurso de ficción. De hecho el
resultado de este libro es prácticamente la inversión de todas las expectativas
que provoca en el comienzo. Durante las primeras páginas se supone que la
meta de Después de la finitud es demostrar que existen cualidades primarias
de los entes, cualidades absolutas ya que no dependen de ninguna relación
con nuestra perspectiva gnoseológica, y que el discurso matemático puede
hablar con toda seguridad y precisión de estas cualidades primarias. Pero al
final Meillassoux nos dice que no le va a alcanzar el libro para completar esta
tarea, aunque ya casi ha dejado todo listo para llevarla a cabo: ha demostrado
que el discurso matemático se refiere a todo aquello que es absolutamente
posible. Esto significa que la literatura queda situada prácticamente en la
misma relación epistémica que las matemáticas y la filosofía. La concepción de
la filosofía de Meillassoux consiste en la elaboración de argumentaciones
extrañas que estén al borde de la sofística; la tarea de la especulación no es
pensar lo que es sino lo que puede ser, ya que lo único absoluto es la
posibilidad del cambio: por eso necesita determinar un campo para la
especulación como discurso acerca de la pura posibilidad. Esta caracterización
del campo de referencia del discurso especulativo es lo que le permite llevar a
cabo lo que tal vez sea la argumentación más seria y disparatada que se puede
esperar de un individuo que declara, ante todo, estar en contra del regreso de
lo religioso; la teoría en cuestión no aparece en Después de la finitud sino en
su tesis doctoral: L'inexistence divine, y en un breve ensayo titulado “Deuil à
venir, dieu à venir” (traducido al inglés como “Spectral dilemma”); se trata de
nada menos que una escatología contingente basada en la teología de un
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inexistente pero posible dios del futuro, capaz de resucitar a toda la especie
humana, dotarla de inmortalidad y redimir todos los horrores y errores de la
historia por siempre jamás.
La ontología de Meillassoux es tan extraordinaria que implica que El
Uruguayo de Copi debería ser leído como una novela realista. Daniel Link ha
señalado que en la lógica narrativa de la nouvelle de Copi las relaciones de
causa y efecto parecen cancelarse, o al menos postularse de una manera
radicalmente diferente a la que estamos habituados. Por supuesto, un lector
habituado a los ejercicios hermenéuticos siempre podría interpretar esa manera
de narrar como inscripta en un régimen de sentido capaz de explicarla; apelaría
entonces a motivos racionales como fines estéticos, políticos o éticos; o quizás
a motivos irracionales como el azar, el capricho, la locura. Después de la finitud
nos ofrece otra alternativa, que en cierto modo sería una versión ontológica de
la crítica de Susan Sontag a la interpretación del arte: el devenir realmente es
así, ciego e indiferente a cualquier principio metafísico. A esto Meillassoux lo
llama principio de irrazón o principio de factualidad; no se trata de un principio
metafísico, argumenta, porque para que lo fuera tendría que postular la
existencia necesaria de ninguna sustancia en particular; según él sólo la
contingencia es necesaria, e implica la ausencia del principio de causalidad.
Pero ello no significa que no haya relaciones causales, sino sólo que éstas no
son un rasgo necesario de todo devenir: que cualquier cosa pueda pasar no
significa que cualquier cosa deba pasar.
Para Meillassoux, la ausencia del principio de causalidad no implicaría la
experiencia cotidiana del disparate ni, como para Kant, la imposibilidad de toda
experiencia. Es razonable, dice, creer que si todo orden en el devenir es
contingente, a esta altura ya deberíamos haber tenido noticias empíricas de la
suspensión de las leyes de la naturaleza, pero para eso la posibilidad tendría
que ser como una tirada de dados. Para Meillassoux esto no es así: un
universo regido por el azar sería un universo con un exceso de orden, pues el
azar mismo está regido por las leyes de la probabilidad, que son tan
contingentes como cualquier otra; por lo tanto hay que ir más allá de lo que
puede una tirada de dados: hay que abolir el azar; hay que disociar el
concepto de contingencia absoluta del concepto de azar. Un universo
gobernado por el azar sería como un dado de infinitas caras, en donde cada
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cara sería un mundo posible; inspirado en la teoría de los números transfinitos
de Cantor, Meillassoux arguye que el número de los mundos posibles no puede
ser abarcado en un conjunto cerrado, no es totalizable.
¿Acaso desde esta perspectiva sería más realista El Uruguayo que
Madame Bovary? Sería difícil determinarlo, y seguramente haría falta no poca
invención teórica para hacerlo. Pero a partir de lo dicho, y retomando a modo
de juego la propuesta de conjugar los aparatos teóricos heterogéneos de
Meillassoux y Ludmer, habría que hablar de dos modos de realismo en
literatura, que podrían superponerse, entrelazarse o comunicarse por medio de
diferentes transiciones más o menos abruptas, más o menos graduales. Uno
sería un realismo vinculado a las formas dadas por la imaginación pública, las
formas que bajo determinadas condiciones históricas en nuestra imaginación
del tiempo, el espacio y el lenguaje determinan ciertas formas de imaginar la
vida y la experiencia posibles. El otro sería un realismo vinculado a la materia
absoluta y contingente de la especulación posible: la materia que está más allá
de nuestra realidad no porque sea un mero producto de nuestra imaginación,
sino porque existe en el grado cero de lo real; más bien una grieta o un lunar
extraño en nuestra imaginación. El primero sería un realismo regional, óntico.
El segundo un realismo especulativo, ontológico. Madame Bovary sería realista
en el primero de estos sentidos. El Uruguayo lo sería en el segundo. La
narrativa de César Aira, con sus transiciones abruptas entre lo ordinario y lo
extraordinario ocuparía una suerte de justo medio entre ambos: no una
explosión hacia el absurdo de las aporías del realismo sino el desliz
especulativo que traza el pensamiento que encuentra el pasaje que lleva
desde las posibilidades, dadas por la fabrica de realidad, hacia la posibilidad
absoluta del devenir, del tiempo, del universo.
Rodrigo Baraglia Di Fulvio
(UBA)