Alfón, “Borges ante la querella de la lengua” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 195-211 195 ISSN 2422-5932
BORGES ANTE
LA QUERELLA DE LA LENGUA
Fernando Alfón
Universidad Nacional de La Plata
Escritor y ensayista. Se doctoró en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNLP, donde también es
docente. A través de un subsidio otorgado por la Fundación Antorchas, publicó la novela Que nunca nos pase
nada (De la campana, 2003) y en 2005 se le concedió la Beca para escritores del Fondo Nacional de las Artes, por
sus Cuentos que caben en el umbral (Paradiso, 2013). Ese mismo año publicó La querella de la lengua en
Argentina (Edulp, 2013) y, bajo el mismo título, una antología de textos a través de la Biblioteca Nacional. Su
último libro es La razón del estilo (Nube Negra, 2017), una selección y traducción de ensayos anglosajones.
Contacto: fernandoalfon@yahoo.com.ar
ORCID: 0000-0002-0318-9270
INTERVENCIONES
Alfón, “Borges ante la querella de la lengua” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 195-211 196 ISSN 2422-5932
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At home, both English and Spanish were commonly used.
Jorge Luis Borges
An Autobiographical Essay
1.
Partamos de una confesión que hizo Borges en 1971, en la Universidad de
Columbia, Nueva York, en un seminario en torno al modo en que escribió
su obra: No creo que yo tenga una forma española de ver el mundo. He
hecho la mayoría de mis lecturas en inglés(Borges, 1971: 137).
1
La confesión
nos interesa, aquí, porque si su lengua literaria natural fue el inglés, significa
que el español fue una segunda lengua, la que le permitió realizar aquello de
que los buenos libros están escritos en una suerte de lengua extranjera
(Proust, 1954: 305).
2
Ese español, por tanto, se proyecta como una lengua a
inventar; tal como la encontró, la lengua de Góngora o de Azorín, no le sirve
para escribir la literatura que pretende. Gracias a la dificultad que supone
reinventar una lengua, también se abre como lengua de reconstrucción. Si
hubiera elegido escribir en inglés desde el vamos, quizá no hubiera procedido
con el desenfado que procedió al escribir en español. Varias veces confesó
que era la propia lengua española quien lo incitaba a proceder con ese
desenfado, que era una forma de apropiarse de la lengua, de convertirla en
un instrumento apto para la literatura. Repasemos, entonces, el modo que se
realizó la conquista de esa lengua extranjera.
El testimonio de esa conquista ya lo vemos desplegado en sus primeros
ensayos. Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los
argentinos (1928) son libros preocupados por la expresión, el criollismo, la
adjetivación, la poesía, la metáfora, el color local, el carácter universal del
español, el idioma infinito. De todos esos temas, el que mejor congrega los
problemas de la expresión y el que creyó haber mejor escrito fue El
idioma de los argentinos, el único ensayo que consintió que se volviera a
publicar (1952 y 1963). Ese ensayo fue, además, el que lo arrojó al debate
público y la colina a partir de la cual tramó su conquista personal del español.
El primero de enero de 1927 apareció en Madrid La Gaceta Literaria de
Ernesto Giménez Caballero. En su octavo número (abril) trajo un efusivo
1
“I don’t think I have a Spanish way of looking at the world. I’ve done most of my reading in
English.
2
Les beaux livres sont écrits dans une sorte de langue étrangère.
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editorial de su secretario, Guillermo de Torre, en el que se exhortaba a poner
las cosas derechas y reconocer que España, más precisamente Madrid, debía
ser reconocida como capital espiritual e idiomática de Ibero-América, pues no
hay, a nuestro juicio, otros nombres lícitos y justificados para designar
globalmente [...] a las jóvenes Repúblicas de habla española, que los de
Iberoamérica, Hispanoamérica o América española(De Torre, 1927: 1). Él
prefería llamarla, incluso, América hispanoparlante, pues sentía que el
idioma, más que cualquier otra cosa, era lo que ligaba a estas tierras con
España. Detrás del latinismo, creyó, se tramaban turbias maniobras
anexionistas por parte de Francia e Italia, robándole a España su derecho
histórico con respecto a América. Al latinismo, además, se sumaba la
pretensión anglosajona, que avanza política y culturalmente. ¡Basta ya de
tolerar pasivamente esa merma de nuestro prestigio, esa desviación constante
de los intereses intelectuales hispanoamericanos hacia Francia!(De Torre,
1927: 1). Frente a los excesos y errores del latinismo, el monopolio galo
y la imantación que ejerce París, De Torre llamaba a polarizar la atención
de los intelectuales hispanohablantes, a reafirmar “la valía de España y a
asumir que Madrid era el único lugar que puede y debe erigirse como
epicentro cultural y meridiano de la cultura hispana en el mundo.
En el Río de la Plata, leído por los jóvenes martinfierristas, este editorial
se tomó como un presente griego; y a mitad de año, casi emulando el célebre
rechazo de Gutiérrez a la Academia, varios responden en las ginas de la
revista Martín Fierro, entre ellos Borges:
Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas orquestas no pueden intentar un
tango sin desalmarlo; una ciudad cuyos estómagos no pueden asumir una
caña brasilera sin enfermarse; una ciudad sin otra elaboración intelectual que
las greguerías; una ciudad cuyo Irigoyen es Primo de Rivera; una ciudad cuyos
actores no distinguen a un mejicano de un oriental; una ciudad cuya sola
invención es el galicismo a lo menos, en ninguna otra parte hablan tanto de
él; una ciudad cuyo humorismo está en el retruécano; una ciudad que dice
«envidiable» para elogiar ¿de dónde va a entendernos, qué va a saber de la
terrible esperanza que los americanos vivimos? (Borges, 1927a: 7).
Pero Borges no solo quiso ensayar una refutación argumental, también quiso
mofarse, que fue el modo con que a menudo intervino en esta querella. En
complicidad con Carlos Mastronardi (Ortelli y Gasset), imaginaron a un criollo
hablándole a un meridiano, encontrado en una fiambrera. Aquí le patiamo
el nido a la hispanidá y la escupimo el asao a la donosura y le arruinamo la
fachada a los garbanzelis, comenzaba diciendo, y terminaba con un
Espiracusen con plumero y todo, antes que los faje. Che meridiano: hacete
a un lao, que voy a escupir” (Borges y Mastronardi (Ortelli y Gasset), 1927b:
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7). En agosto de 1927, Guillermo de Torre emigró a la Argentina y poco
después se casó con Norah, la hermana de Borges. La inesperada cercanía de
esos dos hombres en pugna, no obstante, no apaciguó la querella que
sostuvieron hasta el último momento de sus vidas.
A mediados de aquel mismo año (1927), el matutino porteño de Natalio
Botana, Crítica, inició una encuesta a distintos escritores a partir de la
pregunta: ¿Llegaremos a tener un idioma propio?. La respuesta que dio
Borges fue notable. No temía a la presencia de un idioma argentino y hasta
lo deseaba, solo que ese idioma nada tenía que ver con una jerga o un recorte
del idioma español. Se trataba, por el contrario, de un idioma amillonado y
audaz; apto para la conversación distendida como para los sofisticados
procedimientos retóricos; un idioma que supiera hablar, sin afectación, lo
local y lo americano; que no temiera ahondar e incluso acertar en temas
filosóficos, cosmológicos o de cualquier rama del arte. El idioma argentino
que Borges predicó era una tarea.
Creo en el idioma argentino. Creo que es deber de cada escritor (nuestro y de
todos) el aproximarlo. Para ese fin, nos basta considerar el español como una
cosa apenas bosquejada y muy perfectible. Sintamos todos esa urgencia de
innovación, sintámonos vivir en América y ya estará iniciada nuestra aventura.
Digamos cosas que no le queden chicas a Buenos Aires y hablaremos idioma
nuevo que será nuestro (Borges, 1927c: 3).
La respuesta parecería estar vinculada a la necesidad personal de Borges de
inventarse una lengua literaria en español, por lo que le resultó indispensable
imaginar que esa lengua era apenas un boceto, que fue como decir que se
trataba de una lengua por definir. La propuesta era notable, pero no era una
novedad; ya había sido formulada por los jóvenes de la generación del 37, un
siglo atrás, y había enfrentado un escenario similar: la necesidad y el deseo de
expresarse en español cuando la lengua de cultura y de prestigio vigente era
el francés. En aquel entonces también se presintió que el meridiano no era
Madrid, sino Buenos Aires. Aquella generación había dado una respuesta
similar a la que ahora daba Borges y ya había demostrados resultados muy
esperanzadores la prosa de Echeverría o la de Sarmiento bastan como
ejemplos e incluso había sido formulada en los mismos términos por Juan
María Gutiérrez, al llegar a su madurez: En París todo es francés, en Madrid
todo español. A Buenos Aires todo ha venido, está viniendo y vendrá, gracias
a Dios, de Francia, de España hasta los Peruleros de todas las naciones
civilizadas” (Gutiérrez, 1876: 128).
Semanas más tarde, el 23 de septiembre de 1927, el diario La Prensa
abrió las puertas de su edificio parisino del barrio Monserrat, para que el
Instituto Popular de Conferencias, fundado por las autoridades del diario,
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celebrara su decimonovena sesión ordinaria. La cita fue en el Salón de Actos
del primer piso, en el que alguna vez también disertó Estanislao Severo
Zevallos, observado por la Atenea y las Musas recreadas en el cielo raso.
Aquel 23 de septiembre fue invitado Borges, que había anunciado leer un
ensayo sobre El idioma de los argentinos. Entonces estrenaba unos
jóvenes 28 años de edad y tenía la oportunidad de aclarar mejor aquella
respuesta dada al matutino Crítica. El Salón se fue poblando de a poco. Luego
ingresaron Carlos Ibarguren, quien presidirá la sesión; los vocales del
Instituto, Enrique Uriburu y Arturo Capdevila; después el embajador de
México, Alfonso Reyes; el ministro de Santo Domingo, Tulio M. Cestero;
después, Ángel J. Battistessa, Manuel Rojas Silveira, Arturo Costa Álvarez.
Las crónicas del evento aseveran que no quedaban lugares. Si la timidez de
Borges entonces era desconocida, ahí debutó en público. Excusó «una
afección en la vista» para no leer su conferencia y le pidió al señor Rojas
Silveyra que la leyera por él. El manifiesto en que Borges anuncia que ha
encontrado su voz he aquí la primera paradoja fue por medio de la voz de
un otro.
El texto iniciaba declarando el estado actual de la querella, en la que dos
influencias antagónicas conspiraban contra el habla argentina. Una es la de
quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los
sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del
idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción(Borges, 1927d: 136).
Esta dicotomía la había tomado de Nuestra lengua, de Arturo Costa Álvarez,
que estaba presente en el Salón y la escuchaba atentamente. Costa Álvarez
había escrito, refiriéndose al pueblo argentino, que una parte de él estropea
el castellano en la lengua vulgar, en el guirigay de los escritores plebeyos y en
la jerga de los barbáricos; otros, los académicos o disciplinados, lo
reverencian en el altar de la gramática y del diccionario(Costa Álvarez, 1922:
72). El planteo de Costa Álvarez había sido también el planteo bifronte de
Ricardo Rojas, al darle la bienvenida al frente del Instituto de Filología (UBA)
a Américo Castro, que vendría a superar dicha dicotomía con el poder
sanador de la nueva escuela. El mismo Castro lo enunció con términos más
equivalentes: Ni arrabaleros o galiparlantes, ni fetichistas del incompleto
diccionario de la Academia Española (Castro, 1923: 15). Este planteo, a la
vez, tenía mucho del célebre Prólogo de Bello a su Gramática de 1847,
donde también se presentan dos tendencias igualmente afectadas: la avenida
de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo
que se escribe en América... y el purismo supersticioso(Bello, 1847: 11-
12). De modo que el diagnóstico de Borges se trata más bien de una
dicotomía que, cada tanto, alguien sentía la necesidad de reeditar.
Presentarla como posiciones encontradas le sirvió a Borges para su plan
de señalar que ambas posturas son ineptas ante el mentado idioma nacional,
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que le resulta un hecho comprobable en la intimidad de la conversación
argentina. La expresión idioma argentino lo complace solo para investigar
el palpitar de la nación, tono y énfasis de una expresión que, aunque distintiva,
puede ser entendida en cualquier parte de España. Equidistante de sus
copias, el no escrito idioma de los argentinos sigue diciéndonos, el de nuestra
pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad
(BORGES, 1927d: 145). En este Borges de los años 20, más que un idioma
argentino, existe una forma argentina de expresarse en español, cuyo rasgo
distintivo está en la voz. Si para otros Ernesto Quesada, por ejemplo el
idioma nacional era el castellano culto y escrito, para Borges estaba en la boca,
no en el libro; es una intimidad más que una grafía; se intuye, no se lee; es de
carácter emocional, no lingüístico. Si hay alguna distinción en el habla
argentina y para Borges la hay, de donde emana el fuero íntimo de la
nacionalidad solo puede ser oída. No resulta extraño entonces que adopte,
por estos años atento a los consejos de Vicente Rossi una ortografía
fonética: escribo estendido y esplicable por pronunciarlo así, y examen y excelencia
por esa misma todojustificadora razón” (Borges, 1928a: 152).
La conferencia de Borges es crucial porque, vista a la distancia,
preanunciando el idioma de los argentinos, terminó hallando el idioma de
una argentino en particular, y pensando en su lengua oral, formó una lengua
escrita. Borges aún no se sentía del todo seguro con su escritura, pero ya
quea evitar dos tendencias adversas: la escritura literaria forjada en la
exclusividad de la tradición escrita y la escritura rendida al lenguaje vulgar.
El problema no le resultaba para nada menor y de salir airoso de él dependía
la eficacia de su propia lengua. Jaime Rest (1967) lo reseñó más tarde en
estos términos: Borges siente la necesidad de inscribirse en ese debate
porque aspira a una escritura eficaz, que ya encuentra distante tanto de La
gloria de Don Ramiro, como de A rienda suelta (Last Reason); ni tributa al casto
español de Don Segundo Sombra, ni cree en las Esmeraldas de Fray Mocho.
Evita tanto el purismo de Ricardo Monner Sans como el vocabulario
orillero. Sabe que ambas formas son imposturas, no tanto condenable por
artificiosas, sino por evidentes. Pedro Henquez Ura advirtió en este
estilo natural, sin embargo, el énfasis y el artificio:
Tiene Borges la inquietud de los problemas del estilo; el suyo propio lo revela:
a cada línea se ve la inquisición, la busca o la invención de la palabra o el giro
mejores, o siquiera de los menos gastados. No siempre acierta. Estilo perfecto
es el que, como plenitud expresiva, oculta las inquisiciones previas; es de
esperar que Borges aprenda a quitar sus andamios y alcance el equilibrio y la
soltura (Henríquez Ureña, 1926: 79).
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En breve veremos el modo en que Borges logró quitar esos andamios, pero
antes veamos el caso de Vicente Rossi, sin el cual no podríamos comprender
la razón por la que Borges salió en su defensa. En esa defensa hay una clave
para comprender la naturaleza de la querella. Aunque uruguayo emigrado en
Córdoba, Argentina, Vicente Rossi prefirió ser llamado hombre del Río de la
Plata. En esta región había entrevisto los perfiles de un idioma nacional,
similar a como lo había preanunciado el francés Lucien Abeille en Idioma
nacional de los argentinos (1900). A Rossi lo desvelaba la disputa con los puristas
que estaba, a su parecer, sitiando los escenarios teatrales para hacerlos
entonar de otra manera. El casticismo entre nosotros es la
castellanomanía, y esta es una desorientación científica, es la ilójica de un
criterio retardatario y pretencioso(Rossi, 1910: 121). La distancia que Rossi
siente de España es, a veces, más virulenta que la distancia sentida por los
jóvenes románticos. De ellos tomó, siempre a través de Abeille, sus premisas
idiomáticas. De aquí que Rossi no pueda entender por qué habría que velar
celosamente por una pronunciación extranjera.
Cultivamos la hipocresía lingüística, dándole a la niñez textos con
terminolojías castizas, que apenas son aceptados en el cuarto de hora de su
exposición, y que jamás se respetan. Cultivamos la hipocresía intelectual,
escribiendo como no hablamos, como no sabemos hablar (Rossi, 1910: 122).
Todo esto lo condujo a esgrimir el concepto de un idioma en jestación, del
cual surgiría una lengua robusta y madura. Fonetista algo similar a Bello y
Sarmiento, su ortografía incluía la sustitución de la j en lugar de g (lójica,
jénero, arjentino), la apócope de la d final en algunas palabras (bondá) y un
sistema de acentuación que irá variando con los años y donde expondrá más
expansivamente su programa de reforma ortográfica.
Bastante tiempo después de publicado su Teatro nacional rioplatense, Rossi
volvió tangencialmente sobre la querella de la lengua en 1926, al publicar
Cosas de negros, libro que indagaba sobre los oríjenes del tango y otros aportes
al folklore rioplatense. Entonces enfatizó la idea de una tradición
desvinculada de España y la idea de un idioma en gestación. Lo ofendía que
se diga por ahí que el idioma nacional de los argentinos era el lunfardo. No
se hace, ni hacemos nosotros, idioma con argot, sinó con el uso, abuso,
creacion y adopcion de vocablos” (Rossi 1926: 401). Borges reseñó el libro en
la revista Valoraciones: Su prosa es de conversador criollo: vivaracha, rica en
agachadas, movida” (Borges, 1926: 255).
A partir de 1927, devenido ya en filólogo americanista y polemista
matrero, Rossi convirtió sus esbozos idiomáticos en doctrina independentista
y comenzó a publicar los Folletos Lenguaraces, misceláneas reflexiones sobre la
lengua y la lexicografía. El atributo lenguaraz no remitía a la versatilidad de
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manejar varias lenguas, sino solo una, aunque de modo picaresco.
Procurando demostrar la existencia de un idioma nacional rioplatense, los
folletos aparecían como la antítesis de las Notas al castellano en la Argentina de
Ricardo Monner Sans. Donde estas excomulgaban una voz local, poniendo
en su lugar el equivalente castizo; aquellos deportaban una voz peninsular,
por hallarla ausente en el habla del Río de la Plata o mal definida. Pero no
solo se opondrán a los consejos de Monner Sans, sino también a la Real
Academia Española, a su Diccionario y al Instituto de Filología de Buenos
Aires. A partir del sexto, publicado en el o 28, los Folletos llevan por tulo
Idioma Nacional Rioplatense (Arjentino-Uruguayo) y pretenden
constituirse en una serie de evidencias de este mismo idioma. Rossi ya tiene
en su mesa de lectura la conferencia de Borges de 1927, pieza a la que, junto
con el libro de Abeille, creyó que eran los únicos trabajos dignos de ser
mencionados. De modo que en el anhelo rossista de menoscabar la autoridad
de la Real Academia Española, le sirven aquellas líneas en que Borges
relativiza la riqueza del castellano si ha de juzgársela por las abundantes
voces que en su Diccionario se estampan, pues solo viven allí, como
espectáculo necrolójico deliberado, mientras se ausenta en todas las bocas.
No obstante, las evidencias impresas por Rossi pedestal sobre el que afirma
un idioma apartado de España adolecen de un error elemental: presuponen
que el léxico de los españoles es el que consta en el Diccionario. Rossi soslaya
que muchas de las voces anotadas por la Real Academia resultaban extrañas
a un rioplatense, igual que a un español. El error de Rossi, en todo caso, es
creer demasiado en el Diccionario, exhortando a los lectores a no creer en él.
Al publicarse este sexto folleto, Borges le compuso una reseña
favorable: Divisa por divisa, me quedo con la de mi país y prefiero un abierto
montonero de la filología como Vicente Rossi a un virrey clandestino como
lo fue D. Ricardo Monner Sans(Borges, 1928b: 361) Pero además, y acaso
lo central, Borges encontró que la escritura de Rossi era incomparablemente
mejor a la de Monner Sans, aclaración que no huelga pues, como veremos
más adelante, la última razón de toda la querella se dirimía en el plano de
estas habilidades retóricas.
2.
En 1932 apareció Discusión, un nuevo libro de ensayos que distaba mucho de
los anteriores. Era notable el enorme tránsito estilístico y explica la razón por
la que Borges no quiso volver a publicar su prosa ensayística de los años 20,
a la que excluyó de sus obras completas. Ese mismo año, en la revista Sur,
Amado Alonso entonces director del Instituto de Filología de la
Universidad de Buenos Aires publicó El problema argentino de la lengua,
al que presentó como un estudio desapasionado (científico) sobre lo que los
argentinos dimos en discutir como si fuera un conflicto (emocional). Borges
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leyó atentamente el estudio y aunque Alonso lo haya invocado varias veces
para ponerlo de su lado discrepó con él, pero entonces no quiso responderle
abiertamente. Veamos, ante todo, lo que aquí nos importa de ese estudio.
Alonso volvía sobre la vieja y acaso saldada querella de la lengua en
Argentina, sabiendo que su intervención ya era algo extemporánea, pero
como la encara con la flamante disciplina que abraza (la estilística), cree que
tiene entre las manos un dictamen definitivo. A partir de esa disciplina,
Alonso entendió que el estado actual de una lengua literaria depende del
vínculo que ella establezca con la tradición literaria y de los sucesivos aportes
estilísticos personales. En distintos momentos los hablantes en español han
sentido un distanciamiento con la tradición. La generación española del 98
fue uno de esos momentos. Al romperse ese vínculo con la tradición es de
esperar que los nuevos escritores se sientan distantes de esa tradición. Alonso
creyó que, como ese fenómeno de distanciamiento se ha dado muy temprano
en Argentina en el Río de la Plata, los argentinos hemos creído que se
trataba de un fenómeno nacional. Lo único extraordinario de aquí es que la
exacerbación localista ha interpretado alguna vez peculiaridades (que no
siempre lo eran) idiomáticas, esforzándose en ver un cisma frente a la lengua
general” (Alonso, 1932: 167). El escritor argentino, hallando entumecida a la
lengua para lo que él quería expresar, en vez de enriquecerla, dio en creer que
hacía falta una nueva. Luego, ignorando que el problema era común a todos
los hispanohablantes, creyó estar ante un problema nacional. Resuelto, para
Alonso, este problema, ingresó en otro que y se terminó por constituir en la
tesis central del estudio. A causa de la ruptura con la tradición, la inundación
de plebeyismo y la gran cantidad de inmigración, la región dialectal del Río
de la Plata, cuya capital es Buenos Aires, se habla sin ninguna aprensión a las
normas: Pobreza en la cantidad, relajamiento en la calidad. El total es que
Buenos Aires habla bastante mal la lengua del país” (Alonso, 1932: 169)
Alonso habrá sentido un caso muy extraño el de Borges, pues era el
caso paradigmático del escritor que no se había formado en la tradición
literaria en lengua española, pero a la vez se proyectaba como el escritor más
relevante de Buenos Aires. Y Borges, a la vez, debe haber leído el estudio de
Alonso como una amonestación a su desdén por la literatura española. Pero
el desencuentro mayor, quizá, haya sido que la lengua que condenó Alonso
en Argentina, la lengua coloquial, había sido justamente la que Borges
imaginó al proyectar sus esperanzas.
Un primer comentario apareció al año siguiente (1933), cuando Borges
volvió a salir en defensa de Vicente Rossi y, ocupado en un Desagravio al
lenguaje de Martín Fierro, se refirió despectivamente a un Instituto de
Filología que despacha glosarios y conferencias” (Borges, 1933: 218) No era
la primera vez que deslizaba un desprecio por el Instituto, o bien por el
rumbo que había tomado la filología. Según Adolfo Bioy Casares, cuando
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salió Cosas de negros, Borges le preguntó a Alonso: “‘¿Por qué se enoja, si
dentro de cien años va a estar encantado con este libro?. Quería decirle que
era el tipo de libro que a los filólogos les gusta descubrir. No entendió(Bioy
Casares: 2006: 1096 [Miércoles, 22 de septiembre de 1965]).
Alonso amplió su estudio, lo reeditó en El problema de la lengua en América
(1935), y se lo dedicó A Jorge Luis Borges, compañero en estas
preocupaciones, comprometiéndolo aún más a la solidaridad con su tesis. A
ese compromiso se le sumo una reseña encomiástica en Sur, sobre la Historia
universal de la infamia que Borges publicó ese mismo año. Alonso lo colmó de
elogios, entre los que no faltó el elogio a la austeridad, que Alonso no quiso
imitar: privilegiado nivel estilístico”, precisión, concisión, subidas
excelencias del libro, prosa magistral, bala certera, nutridas
perdigonadas estimativas, maestría y sabiduría, poder plástico, acierto
de artista, sobriedad, eficacia de los recursos, poderoso, aciertos de
ejecución, verdadera garra, don poético, fuerza creadora, alta
calidad, obra maestra, alto valor de creación, continuos aciertos,
espléndido, son solo algunas de las expresiones que, apretadas en diez
páginas, conspiran contra la bienvenida del libro.
Américo Castro leyó el estudio de Alonso en la versión completa que
apareció en El problema de la lengua en América y lo reseñó ese mismo año: Sin
exageración, un librito espléndido(Castro, 1935: 207). A esa reseña, cinco
años más tarde se le sumó una difusión del estudio en un congreso, en la
Universidad de California, Los Ángeles, y luego una reescritura bajo el
nombre de La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941). El libro
descansaba sobre la misma tesis del estudio de Alonso: en Buenos Aires nos
hallamos frente a un constante prurito de rebeldía respecto de cualquier
norma o magisterio, con desdén para su valía y su santa eficacia(Castro,
1941: 23). Se trataba de una advertencia, entonces, heredera de la Comisión
de Academias Americanas creada en 1870, para velar por la pureza del
idioma. Castro creyó que la morbosa preocupación de la lengua nacional
(Castro, 1941: 92) en Argentina se manifestó por primera vez en 1900, al
publicarse el libro de Abeille y soslayó, acaso porque la confinó a una cuestión
filológica, los setenta años de discusión que ya tenía la querella de la lengua.
Ese tipo de confinamientos lo condujo a errores como los que hallamos en
el listado de voces y expresiones que La peculiaridad copiaba en sus últimas
páginas, y a las que condenaba por arcaicas, importadas, neológicas u otras
razones que Castro juzgó igualmente reprochables: cuero (piel), cuidador, de
arriba, despacio (hablar despacio), disparar (salir corriendo), frazada, masas
(pasteles), mercadería, nómina, recibirse, renunciar, caradura, facón, galpón, pálpito,
patota, apolillar, berretín, bulín, busarda, cana, copetín etcétera. Si hubiera sido por
Castro, deberíamos haberlas cambiado por las que se estilaban en España;
aunque no especificó en qué provincia.
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Borges leyó el libro de Castro y lo desprec en la edición de la revista
Sur de noviembre, de ese mismo o, 1941; aunque el texto que tambn
buscaba refutar fue el de Alonso: La palabra problema puede ser una
insidiosa petición de principio (Borges, 1941: 66). Salvo el lunfardo, para
Borges no hay jergas en la Argentina. No adolecemos de dialectos, aunque
de institutos dialectogicos. Estas corporaciones viven de reprobar las
sucesivas jerigonzas que inventan(Borges, 194: 67). Castro respondió a
esas críticas creyéndolas un síntoma del cacter hipersensible del tema, que
lejos de anular mi hipótesis, vienen a incluirse dentro de su ámbito
(Castro, 1942: 6). Por la recurrencia con que aparece la condena al voseo en
esta respuesta, advertimos que era la peculiaridad lingüística rioplatense más
peculiar y el corazón del problema. Castro se preguntaba porque no lo
podía comprender cómo es que en Buenos Aires, la ciudad más
importante y más culta del mundo hispano” (Castro, 1942: 4), los porteños
de alto rango social e intelectual se hablaban de vos.
Luego respondió Alonso, ahora sí midiendo cada palabra para no
salirse de una defensa propia: No conozco ninn instituto dialectológico
en el país, pero sí un Instituto de Filoloa, de que me declaro director
(Alonso, 1942: 79). Alonso entrevió que, aunque la reseña ostentase un
estilo excelente, adolecía de informacn errónea y estimaciones injustas.
Entonces enlistó los nueve puntos en los que Borges se equivocaba; el
séptimo, por ejemplo, rezaba que El Instituto no posee gramófonos;
probablemente no transcribirá mañana la voz de Catita (Alonso, 1942: 81).
Esa enumeración revelaba que Alonso no advirtió que Borges quiso ser
sarstico, para lo que necesariamente debió no ser ecuánime. Borges no se
quiso resignar a que fueran los filólogos los que dictaminen en torno a
cuestiones de lengua. Una persona que titula un libro La peculiaridad
lingüística rioplatense y su sentido histórico queda incapacitada para hablar de
literatura, y para emitir cualquier juicio estético (Bioy Casares, 2006: 1450
[Sábado de julio de 1972]), habría comentado Borges treinta años más
tarde. Peculiaridad lingüística, ¿no te molestaron las íes? Rioplatense: q
palabra (Bioy Casares, 2006: 1450 [Sábado de julio de 1972]). Esta
observacn extemponea rebelaba que los contendientes discuan sobre
el mismo tema, pero de manera muy diferente; y hubiera sido anecdótica si,
en el caso de Borges, esa manera no fuera la razón última de la querella. Es
indispensable saber por qué razón el lector contemporáneo cree que, en tan
solo cinco páginas, Borges liqui a un Castro que haa demorado más de
ciento cincuenta. En el arte borgeano de la discusn, las ideas estaban como
tema, pero al servicio de una exposicn que tenía razones que la razón
filológica no podía comprender. De aq que no sirvió de mucho que
Alonso enlistara punto por punto las inexactitudes de Borges; el lector no
las recuerda. (Las que anotó Adolfo Prieto en 1954 adolean de lo mismo).
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Esto puede parecer injusto, y acaso lo sea, pero sería circunscribir la
polémica a una cuestn de criterios de justicia, donde el fondo era de
naturaleza retórica. Ni siquiera la confesn extemporánea de Borges en
favor de Castro, os más tarde, –“Usted tea razón: sus argumentos eran
falsos pero proféticos (Borges-Sorrentino, 1973: 27) pudo revertir la
impresión que Borges cristali de él en 1941. Aquella reseña constituye una
pieza literaria, razón por la cual el propio Borges decid incorporarla a sus
Otras inquisiciones (1952). Con una pieza filológica se puede o no estar de
acuerdo, se la puede refutar; una pieza literaria, en cambio, pervive más allá
de sus razones, e incluso a pesar de sus razones. Lo mismo daba que el
Instituto de Filología tuviera o no un gramófono; el modo de refutacn
borgeana hizo verosímil que lo tuviera.
Pero Castro no era un hombre enclaustrado en su disciplina, indolente
al efecto que pudiera provenir de alguna página bonita. Tambn él
reconoció que, en cuanto a la querella de la lengua, había dos registros de
intervención distintos y que él había elegido el registro ensastico: Si yo
hubiese escrito un estudio técnico no creo que me fuera imposible con
signos foticos, mapas y estadísticas, nadie se haba excitado, los doctos
hubieran asentido y la opinión media lo habría ignorado(Castro, 1942: 6).
No quiso ser ignorado, pero subestimó las reglas del ensayo, acaso más
rigurosas y delicadas que las del estudio técnico. Descui el modo en que
debía escribir su librito sobre el lenguaje de Buenos Aires y se abando
a una indolencia de estilo que Borges le hizo pagar muy caro; no tanto con
razones mejores, sino con oraciones mejor tramadas. La polémica continuó
en el orden de la vida privada, que se fue conociendo con los años, a medida
que salieron a la luz los textos más personales. En una carta de 1945, Pedro
Henquez Ura, compero de Alonso en el Instituto de Filología, dijo
que
Borges tiene aberraciones terribles: detesta a Francia y a España; todo lo inglés
le parece bien; mucho de lo yanqui; no le gusta Grecia. Si no las conociera, se
poda comprender, pero lo grave es que las conoce. De Inglaterra, solo detesta
lo que se parece a lo latino (Henquez Ureña, 1945: 29).
La carta recién se conoc en 1965, cuando su destinatario, José Rodríguez
Feo, decid hacerla pública. En Buenos Aires, Bioy Casares la comentó de
esta manera: Parece que ese venerado maestro, don Pedro (Henquez Ureña),
razonó a lo largo de una carta a Rodguez Feo, un minucioso e implacable
ataque a Borges. No me extraña que fuera ladino. Tenía una sonrisita
compradora(Bioy Casares, 2006: 1293 [Martes, 21 de octubre de 1969]).
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3.
En 1950, Borges fue designado como presidente de la Sociedad Argentina de
Escritores, cargo que abandonó en 1953, y dos años más tarde, en simultáneo
al inicio del gobierno de la Revolución Libertadora, la Academia Argentina
de Letras lo nombró como uno de sus miembros. Desde entonces, la crítica
borgeana se deslizó hacia esas instituciones a las que concurría y, a la vez,
quería detestar. En mayo de 1956, Bioy Casares tomó esta nota: Me dice
[Borges] que no está feliz en la Academia de Letras: le gustaría escribir contra
ellos(Bioy Casares, 2006: 166 [Martes, 29 de mayo de 1956]). En julio de
ese mismo año, tomó esta otra: Borges: No me gusta nada la Academia. Con
esa gente no se puede hacer nada. ¿Por qué la Academia depende de la
española, que ya está bastante desacreditada? Habría que independizar la
Academia Argentina de la Española” (Bioy Casares, 2006: 183 [Martes, 31 de
julio de 1956]). El desplazamiento de su foco de atención fue, a la vez, la
focalización en el tema que parecía congregarlo todo: el diccionario. La mayor
desavenencia con la Academia fue su imposibilidad de gestar un diccionario
integral de la Argentina, no uno de argentinismos, sino uno del español tal
como se habla en Argentina, carencia que atribuye a la dependencia que la
Academia de Letras tiene con respecto a la Real Academia Española:
Borges: No. Soy un recién llegado. Me ven como alguien de afuera. No
siento ninguna simpatía por esa gente. Si fuera presidente, concluiría con la
dependencia respecto de la Academia Española’” (Bioy Casares, 2006: 434
[Miércoles, 7 de mayo de 1958]). Toda vez que pudo, Borges expresó el
malestar que le producía el Diccionario de la RAE y alguna vez recordó aquel
epigrama que Groussac le había compuesto a la lexicografía española,
consagrada a la práctica de este asombroso diccionario de la Academia, del
que cada nueva edición nos hace orar la anterior(Bioy Casares, 2006: 1048
[Martes 22 de diciembre de 1964)
3
.
En 1963, Borges y José Edmundo Clemente volvieron a publicar sus
escritos sobre la lengua, ahora bajo el título El lenguaje de Buenos Aires (Emecé).
En el brevísimo prólogo que ambos le acomodan a la antología, afirman que
el lector atento podrá notar algunas divergencias en los trabajos, pero que no
hacen más que unir y complementarlos mejor. De todas maneras quedará
nítida nuestra actitud ante el coloniaje idiomático de las academias y, en
especial, ante el aburrimiento escolar de los lingüistas profesionales. El
lenguaje es acción, vida; tiempo presente (Borges y Clemente, 1963: 1). Es
curioso el modo en que la actitud querellante se traslada a los prólogos, como
pinceladas o cosas dichas al pasar, incluso como nota al pie, como la que
encontramos en el prólogo a Elogio de la sombra (1969):
3
“la pratique de cet étonnant dictionnaire de l’Académie, dont chaque édition nouvelle fait
regretter la précédente” (Groussac 1903, 2).
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Deliberadamente escribo psalmos. Los individuos de la Real Academia
Española quieren imponer a este continente sus incapacidades fonéticas; nos
aconsejan el empleo de formas sticas: neuma, sicología, síquico. Últimamente
se les ha ocurrido escribir vikingo por viking. Sospecho que muy pronto
oiremos hablar de la obra de Kiplingo (Borges, 1969: 354).
En todos estos trabajos posteriores al peronismo, en el que se enmarcó el
encuentro con Castro en la Universidad de Princeton, y en el que se constata
un distanciamiento del criollismo que había predicado en su juventud, Borges
revisó su cosmovisión de la lengua. En su autobiografía, por ejemplo, llamó
tomfooleries [tonterías] de la juventud haber escrito su nombre Jorje, o usar la
i en vez de la y, acomo omitir la d final en palabras como autoridá y ciudá,
intentando la grafía fonética, a la manera de la imprenta chilena del siglo XIX
y tal como lo había recomendado Sarmiento (Borges, 1970: 232). Borges se
reconcilia con la lengua española, pero acaso porque la lengua ya se había
vuelto borgeana. Persiste en su recelo a España y a la literatura española, pero
celebra el idioma.
Borges: La literatura española es una pequeña literatura lateral. A nosotros
nos ha dado lo mejor: el idioma. Ahora, no hay motivo para que los
estudiantes argentinos pierdan tiempo en ella. La literatura española,
mejorada por los traductores, ha engañado al mundo. Cuando el idioma
español sea la lengua universal, se descubrirá el engaño (Bioy Casares, 2006:
1348-1349 [Martes, 19 de enero de 1971).
Años más tarde aparecieron sus Obras completas, dedicadas A Leonor
Acevedo de Borges, su madre, a quien le agradece muchas cosas,
enumeración que cierra con un Madre, vos misma. Después habló sobre
ese vos escrito ahí, en la primera página de sus Obras sabiendo que había sido
el emblema de la querella de la lengua y lo defendió en nombre de la
naturalidad. Porque si yo hubiera dicho , sería un poco afectado, en
Buenos Aires, ¿no?(Borges y Carrizo, 1979: 153). En esta confesión, que
fue recurrente en él, se cifra la posición de Borges ante la lengua. Su posición
invariable. Aristóteles señaló que Eurípides fue el primero en encubrir el
artificio de su prosa tras el uso de voces coloquiales, logrando así un estilo
natural (Retórica, 1404b: 25). Siglos más tarde, en Inglaterra, por esa misma
senda argumental, William Hazlitt (1822) demostró que el estilo familiar
requiere de la más alta complejidad del arte, pues es común dejar a la vista los
andamios que evidencian el esfuerzo por ser natural, diluyendo la potencia
de su efecto. No cabe duda de que Borges procuró ser parte de esta tradición,
y de que había tomado muy en cuenta aquel consejo de Henríquez Ureña, de
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que aprendiera a quitar sus andamios en el arduo trabajo de su estilo. El
modo en que fueron quitados lo podemos sentir en esa misma edición de sus
Obras.
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