[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
159
Ezequiel de Rosso (sel.). La máquina de pensar en Mario. Ensayos sobre
la obra de Levrero. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013
Publicada a lo largo de casi cuarenta años de avatares críticos, históricos y
editoriales, la producción narrativa de Mario Levrero (1940-2004) se ha vuelto
cada vez más accesible –al menos, en términos materiales– gracias a la
acelerada reedición de los textos que la componen, la emergencia de piezas
más o menos olvidadas y su redescubrimiento por parte de un público lector
cuyo entusiasmo ha contribuido a sostener y a refrescar la vitalidad de la obra
del polifacético escritor montevideano. En este contexto, La máquina de pensar
en Mario. Ensayos sobre la obra de Levrero (volumen cuyo título juega con el
de La máquina de pensar en Gladys, primer libro de cuentos de Levrero)
constituye un bienvenido y más que necesario aporte tanto al abordaje
académico como a la difusión general de la producción levreriana, cuya
recepción crítica el volumen se propone recapitular y reconstituir desde los
paradigmas críticos de su propio presente. Así lo anticipa Ezequiel de Rosso en
su prólogo, que ofrece una sucinta pero muy esclarecedora contextualización
de los ensayos seleccionados. Con estos horizontes, el libro invita a un
recorrido desde las instancias críticas fundacionales que acompañaron las
irregulares primeras ediciones de los textos de Levrero hasta la consolidación
del corpus crítico en la década del ’80, la primera consagración académica de
Levrero en los 90 (hasta entonces, recuerda Pablo Rocca, las lecturas de su
obra se habían circunscrito prácticamente al periodismo cultural uruguayo) y su
emplazamiento, ya a comienzos del milenio, en la trama de nuevas
configuraciones críticas y literarias. La selección consta de un total de catorce
ensayos, contando la presentación de la entrevista epistolar –publicada aquí,
por primera vez, en su totalidad– que Levrero concedió a Rocca en 1992. Los
textos exhiben una amplísima variedad en lo que respecta a su tono general,
sus ambiciones, sus premisas metodológicas y sus conclusiones. Algunos de
ellos explotan, con gran eficacia, las ventajas del análisis textual; otros (la
mayoría) adoptan la perspectiva del distant reading o, en todo caso, sugieren
abordajes más extensivos. Cierra el volumen una recopilación de fragmentos
críticos” referidos a la obra de Levrero, empezando por un pasaje de La
generación crítica (1939-1969), de Ángel Rama, y continuando con fragmentos
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
160
de textos publicados entre 1970 y 2010. Si bien La máquina de pensar en Mario
admite cualquier orden de lectura, el aprovechamiento de la secuencia
cronológica contribuye a poner de relieve todo un conjunto de desplazamientos
conceptuales, de variaciones terminológicas, de marcas de época, de rupturas y
de continuidades, permitiéndonos discernir la lógica de un desarrollo detrás de
(y en) la evidente heterogeneidad de los textos. En términos muy generales,
podría decirse que en los ensayos “pioneros” predomina una inquietud
eminentemente descriptiva, propensa a la formulación de tipologías de
personajes, de tiempos y de lugares, mientras que los textos posteriores suelen
incorporar una reflexión metodológica más explícita y rigurosa, funcional a la
consideración de aspectos de la obra de Levrero que la crítica ha tendido a
soslayar.
La idea de un estilo Levrero –estilo que algunos consideran
inconfundible– es reconocida como pertinente por la mayoría de los críticos
cuyos trabajos integran este volumen. En el caso de los primeros ensayos, se
trata sobre todo de caracterizar los textos de Levrero publicados hasta ese
momento en términos de persistencias temáticas (el viaje y la búsqueda, la
ciudad, la sexualidad, la muerte), de posibles inscripciones historiográficas
(romanticismo, surrealismo, posmodernismo), de efectos de lectura
característicos (la sensación de asfixia, el humor) o de ciertos procedimientos de
escritura (ya nos detendremos sobre este punto). De esta operación resulta una
especie de catálogo de recurrencias del que se desprende una determinada
figura de autor, conjugada con una visión global de la obra en la acepción más
amplia de la palabraque define a éste como tal. En el más temprano de los
ensayos seleccionados, Elvio Gandolfo reconoce en la solidez, la obsesión y la
sobriedad los rasgos más distintivos del estilo levreriano. Rocca emplea términos
semejantes al hablar de su “firme energía verbal, entre austera y restallante,
entre hosca y humorística” (86). Otros críticos observan una singular dialéctica
entre el fluir casi libre de la imaginación (las palabras son de José Pedro Díaz) y
la voluntad de forma y la exigencia de ordenamiento y depuración. Así, en su
ensayo “Levrero: el relato asimétrico”, Pablo Fuentes alude a la “prosa
aparentemente caótica, caprichosa, azarosa pero sin duda con una fuerte
legalidad” de Levrero (34), mientras que De Rosso se refiere al “espacio pleno,
saturado” del estilo levreriano, en cuyo continuo podrían señalarse, no obstante,
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
161
nítidas fracturas (145). Para Sergio Chejfec, cuyo trabajo se titula “Lápices y
angustias”, Levrero despliega “una narración volátil y referencial a la vez,
sometiéndola a diferentes pruebas de resistencia” (191). Los ensayos nos hablan
de las tramas zigzagueantes de Levrero, de su eliminación del concepto de
evolución narrativa, del desvío como núcleo narrativo, del despliegue lineal del
relato. A veces, los críticos caracterizan su prosa en clave de ruptura (Verani, en
particular, se refiere a la quiebra de la estabilidad de un mundo ordenado y
reconocible); el mismo Levrero afirmó alguna vez que la lectura del Ulysses lo
había ayudado a destruir muchos “esquemas recibidos”. El escritor no se refería
entonces según él mismo aclara a Roccaal realismo ni a ninguna corriente en
particular, sino a esa cosmovisión que nos imponen la familia, la educación, las
opiniones vulgares que acumulamos a lo largo de la vida. Sobre su característico
narrador en primera persona parecería existir, en fin, un fuerte consenso entre
los autores. Esto es, al menos, lo que se desprende de la selección de De
Rosso, quien adhiere a las miradas de Fuentes y de Verani al concebir los
relatos de Levrero como las aventuras de sujetos vaciados, indigentes,
superficiales, idiotas arrastrados por las circunstancias que nunca llegan a
realizar lo que se proponen.
Especialmente los primeros ensayos suelen ostentar, con fuerza
singular, lo que podría llamarse una “nostalgia de los metarrelatos”. En esta
clave podría interpretarse su obsesión por inscribir la obra de Levrero en el
marco de esquemas narrativos de naturaleza más mítica que historiográfica,
expresados aquí en términos de prefiguraciones, de herencias, de semejanzas
o de influencias. De carácter idealmente continuo y coherente, estos
metarrelatos –verosimilizados por el tono a menudo impresionista de los
textos– se ven trazados a partir de ciertos puntos de referencia: nombres
propios de escritores, ante todo, pero también “corrientes” estéticas. Así, en
“Del inextinguible romanticismo. La imaginación de Mario Levrero”, Díaz remite
la obra de Levrero a la “apertura onírica” inaugurada por el romanticismo;
desde ahí atraviesa todo el siglo XIX (pasando por los petits romantiques)
hasta llegar al dadá y al surrealismo. A su turno, Fuentes presenta al escritor
uruguayo como un heredero tardío, pero directo, de “los raros” (tendencia que
se perfiló en Uruguay durante los años ’40), último eslabón de una cadena
imaginaria que enlazaría a Lewis Carroll y Lautréamont con Kafka, Joyce,
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
162
Faulkner y los surrealistas, pero también con la obra de Quiroga. La
terminología que Hugo Verani despliega en “Mario Levrero: aperturas sobre el
extrañamiento” incluye alusiones al surrealismo, al “fantástico psicológico”
(representado por Felisberto Hernández y por Cortázar) y al “neofantástico”,
con respecto a los que Levrero –un caso relativamente inusual en la narrativa
latinoamericana, según Verani– guardaría diversas afinidades. El crítico
introduce también –acaso innecesariamente, pero no olvidemos que escribe en
1995 el concepto de “posmodernismo”, también presente en otras de sus
aproximaciones a la obra levreriana. Es en este sentido que Luciana Martinez
advierte más adelante que, aunque cuestiones como los problemas
ontológicos, el sondeo de lo subjetivo, la pérdida del sentido del yo o la
pregunta por lo real puedan leerse desde lo posmoderno, de ningún modo
constituyen particularidades posmodernas. “París: ciudad metáfora en la obra
de Levrero”, de Juan Carlos Mondragón, muestra mayor cautela en su
invocación de macroesquemas históricos. Si bien el crítico alude
pasajeramente a “los raros” e insinúa la posibilidad de ver en la obra de Levrero
una “reactivación” de las fantasmagorías de Carroll y Kafka, en realidad no le
interesa perderse en la discusión de categorías a las que concede, a lo sumo,
un valor axiomático: el afán clasificatorio y los metarrelatos dan lugar, así, a “la
voluntad de auscultar zonas excluidas del catálogo y carentes del análisis
legitimante, precisamente, por su tendencia centrífuga” (62). En los ensayos de
Oscar Steimberg, De Rosso y la citada Martinez (todos ellos preparados
especialmente para este volumen), estas inquietudes no se ven simplemente
descartadas: en cambio, se subliman –por así decirlo– bajo la forma de
sugestivas propuestas metodológicas. En “Para un comienzo de descripción de
las historietas de Levrero”, Steimberg practica un abordaje en clave semiótica
de las incursiones del escritor uruguayo en el cómic, deteniéndose en El llanero
solitario, Santo Varón y Los Profesionales (obras, todas estas, que Levrero
firmó como Jorge Varlotta). En “Otra trilogía: las novelas policiales de Mario
Levrero”, De Rosso parte de la idea de que Levrero quiso reescribir la tradición
del policial desde el instante mismo en que empezó a escribir. Si la novela
policial se corresponde con una matriz “cerrada”, Levrero se habría propuesto
componer una “novela policial abierta”, horizonte que habría habilitado
conexiones y bloqueado opciones en su propia maquinaria narrativa,
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
163
potenciando su autorreflexividad. Así, según De Rosso, Levrero recurre al
policial porque, “a diferencia de otros campos y géneros que también practicó
[], el policial, por toda su ‘clausura’, [] obliga a una forma, permite la
narración aun si esa misma estructura aparece desbordada” (162). Uno de
esos “campos y géneros” es, precisamente, el de la ciencia ficción, cuyas
conexiones con la obra levreriana indaga el ensayo “Mario Levrero, la ciencia y
la literatura”. Sin resignar el tono ensayístico, el texto de Martinez muestra
especial cuidado en su estructura lógica, la cual nos conduce a menudo, a
través de interrogantes ramificados– desde la Edad de Oro de la ciencia ficción
y la New Wave hasta la mística y la parapsicología. Así es como la obra de
Levrero queda inscrita en tramas que resultan inusuales en relación con el
resto del libro; Ballard, Dick, Huxley, son algunos de los nombres que integran
este nuevo (y muy interesante) mapa onomástico.
La máquina de pensar en Mario no abunda en referencias que de
inmediato se reconozcan como “teóricas”, aunque es cierto que tampoco las
necesita. Aun así, especialmente en los últimos ensayos se advierte la puesta en
juego tan pertinente como productivade conceptos comúnmente asociados a
los ámbitos de la teoría literaria y la filosofía. Encontramos, sí, breves menciones
a autores como Barthes, De Certeau, Agamben, Nietzsche, Kermode, Kant,
Deleuze, Blanchot, Pirandello, Freud, Panofsky, Kuhn, Simone Weil o el
Baudrillard de los simulacros (también Ángel Rama, a propósito de “los raros”),
aunque estas referencias no suelen desempeñar excepciones aparte un rol
central en el andamiaje expositivo y/o argumentativo de los textos. Tal es el
caso, en cambio, de la mayoría de las referencias “literarias” –muy numerosas,
por cierto– que recorren el libro. No sorprende que Carroll y Kafka sean dos de
los escritores a quienes con mayor frecuencia aluden los textos. De Rosso se
hace eco de esta tendencia, inspirada generalmente por el onirismo
característico de los relatos de Levrero. Este “aire kafkiano” –que De Rosso
reconoce también en autores como Felisberto (aunque no es seguro, aclara,
que éste hubiese leído a Kafka), Virgilio Piñera y Bellatin– nos remitiría a una
lectura “pobre”, literal de la obra del escritor checo; una lectura que, contra
Borges, no encuentra en Kafka al “cuentista de la paradoja, sino al novelista del
procedimiento y del empobrecimiento tanto de la descripción como de la
peripecia” (13). El mismo Felisberto constituye una presencia constante a
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
164
través de los ensayos, tanto los “pioneros” como los más tardíos. En La idea
misma de ciudad”, Martín Kohan vuelve sobre el binomio Felisberto-Kafka, a
cuyos nombres añade el del propio Levrero, para caracterizar el
derrumbamiento de esa división entre espacios abiertos y cerrados tan
característica de la fundación de la literatura burguesaque supone la protección
en lo privado y lo desguarnecido en lo abierto. Y es que, aunque las fobias del
personaje levreriano lo lleven casi siempre al encierro, se trata de interiores
precarios, opresivos, expulsivos, del todo ajenos a un ideal de cobijo. Así
también Roberto Echavarren advierte –en el último de los ensayos, titulado
“Autonomía literaria y ética personal”cómo La máquina de pensar en Gladys se
nutre de los imaginarios de Felisberto y de Kafka, así como del de Marosa di
Giorgio; cómo, en aquel libro, un Levrero que todavía no ha encontrado su voz
toma prestado de estos autores “en el sentido más inteligente de la palabra”
(237). Por su parte, Blas Matamoro reconoce en Felisberto al ilustre antecesor
uruguayo de Levrero, aquel de quien éste habría tomado ese narrar distraído
(falsamente distraído, podría decir Chejfec) que proporciona al lector “una serie
de elementos aparentemente desordenados, que han de formar un texto en la
lectura, a la manera de los acertijos y los dameros malditos” (256). Más complejo
es el caso de Onetti, cuyo nombre introduce, en cada una de sus esporádicas
menciones, un fortísimo campo gravitatorio. El volumen comienza por exponer la
visión más intuitiva al respecto: “los raros” uruguayos (Levrero entre ellos) como
corriente alternativa respecto de un bloque narrativo mayoritario identificado con
el “realismo”, el cual reuniría autores tan dispares como Onetti y Benedetti. Esta
aparente relación de oposición, sin embargo, se va complejizando. El propio
Levrero, movido por una concepción muy estrecha del fantástico y de la ciencia
ficción, pero también por su disposición a menudo pícara, incluso provocativa,
hacia la crítica, alentó este desplazamiento al postular que su propia narrativa
era esencialmente realista. Interrogado por Rocca sobre esta cuestión, Levrero
replica adoptando, con ironía característica, la terminología de su
entrevistador que no comprende la diferencia entre la búsqueda de uno
mismo onettiana y su propia búsqueda en el inconsciente. Los ensayos
volverán un par de veces más sobre esta pista. De esta forma, Mondragón
sugiere vincular las “urbanizaciones del horror” levrerianas (las cuales llevan del
espanto y el deseo de huir a la resignada adecuación a la extrañeza, que
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
165
también detecta Verani) con las utopías uruguayas de Galmés y de Onetti, de
las que Levrero ofrecería, en todo caso, una muy singular variante, mientras
que Echavarren reconoce en la lectura compulsiva de policiales, así como en el
imperativo de abandono en lo que cada uno escribía (hedonismo lector,
intransigencia en la escritura), un sustrato compartido por Levrero, Felisberto y
Onetti, con cuyo Eladio Linacero compara algunos rasgos de la personalidad
del propio Mario.
Es, precisamente, esta imagen de la figura personal de Levrero –
imagen a la que no le falta, sin duda, cierto fundamento empírico– la que
emerge en buena parte de los ensayos. Díaz nos habla de un Levrero
romántico que no escribía porque quisiera, sino porque no podía evitar hacerlo;
Mondragón lo considera uno de los paradigmas más notorios del escritor
uruguayo de la posdictadura: “huidizo, escudado en seudónimo, publicado en
clandestinas y subterráneas páginas, alejado del circuito literario del sentido
común” (65); así también Rocca alude a los hábitos recoletos, casi
anacoréticos del autor. Los ensayos de Adriana Astutti (“Escribir para después:
Mario Levrero”) y de Reinaldo Laddaga (“Un autor visita su casa. Sobre La
novela luminosa, de Mario Levrero”), al igual que el ya citado de Chejfec y en
menor medida– el de Echavarren, se adentran más específicamente en las
transformaciones que experimentó la escritura de Levrero desde los inicios de
la década del 90, momento a partir del cual su obra viró hacia lo que ha dado
en llamarse una “literatura del yo”. Las referencias privilegiadas serán El
discurso vacío y la póstuma La novela luminosa, obras que nos enfrentan “a las
tensiones entre literatura y vida, a las posibilidades de diseñar una vida a partir
de la escritura” (17). Pero es la extensa entrevista epistolar de Rocca la que, en
particular, añade nuevas dimensiones a la figura de Levrero, aun cuando éste
nos convenza de que el escritor es un ser misterioso distinto de su propio “yo”,
aun cuando el propio Levrero confiese haber sembrado pistas falsas en sus
respuestas. O precisamente, en gran medida, en virtud de estos mismos
gestos, los cuales no hacen más que enriquecer el personaje levreriano. Ahí
están el Levrero que no se dejó absorber por ningún movimiento cultural, el
autor de las múltiples identidades, el narcisista inconsciente, el solitario niño de
Peñarol (aunque no, aclara él, en el sentido de una soledad negativa o
angustiante). Más allá de las ironías, el escritor habla en serio la mayor parte
[pp. 159-166 / ISSN 2422-5932 / Revistas especializadas]
166
del tiempo, y es en este tono que responde –entre tantas otras– la pregunta
referida a su relación con los jóvenes. Destaca Echavarren que, si ni Onetti ni
Felisberto tuvieron salones literarios, Levrero consiguió trascender la aparente
reclusión del solitario para presidir, para los escritores noveles, una “versión
internet” del salón letrado. No es otra la imagen evocada en el cuestionario de
Rocca. Su entrevistado responde que tal vez sea exagerado decir que los
jóvenes ven en él un maestro; que acaso lo perciban, más bien, como un
compinche. Libertad, autenticidad, fidelidad al “joven interior” son, para Levrero,
los términos que encierran la clave de esta relación. “Los jóvenes –reflexiona el
escritor– siempre fueron carne de cañón de las ideologías, y ahora que los
adultos están momentáneamente huérfanos, los jóvenes no tienen puntos de
referencia, y deben mirar hacia su propio interior, y se asustan. Entonces
empiezan a buscar a los expertos en mirar hacia adentro, y ahí es donde mi
literatura los puede ayudar” (106). El reconocimiento de esta vena pedagógica
(aunque lo sea involuntariamente) conlleva, posiblemente, la torsión final de la
pregunta por el vínculo entre la obra de Levrero y esa “realidad” de la que sus
ficciones parecerían, a primera vista, querer evadirse. Una realidad que se
transfigura bajo la sombra de una conciencia postraumática que anuncia la
disolución final (no necesariamente cumplida, pero siempre inminente) del
naturalizado consenso que la respalda. Después de todo, ya desde el comienzo
los ensayos nos hablan de la emergencia de lo siniestro en la realidad
circundante, de la cotidianidad inexistente o perturbada, del flujo continuo de lo
ordinario a lo anómalo, del derrotado asumir el extrañamiento que conlleva la
alienación, cuya contracara podría encontrarse según aventura Martinezen la
configuración levreriana de una teoría del conocimiento del yo interior verdadero,
de la realidad e incluso, en última instancia, del Espíritu.
Alejandro Goldzycher
(UBA – CONICET)