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Peregrinar en París. Darío y la Exposición Internacional del 900
Por Beatriz Colombi
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Todo es alegría, exuberancia y bienestar, asombro y confusión, en el corazón
del visitante a la primera exposición internacional del Siglo XX. El mundo se
concentra, como en una maqueta, en el centro de París. A ambos lados del
Sena, como su vía central, se disponen los palacios asignados a los distintos
países y áreas de conocimiento, que exhiben el orgullo de la técnica, el
triunfo de la máquina, los logros del confort moderno. Aunque acotado por el
academicismo, el arte también tiene su módico lugar. La llamada Exposition
Universelle Internationale de 1900 à Paris privilegió ciertas áreas sobre otras:
la fabricación militar, los asuntos coloniales, el confort, la decoración, la
recreación (cf. KRANZBERG). Alexander C. T. Geppert, autor de los uno de los
libros más importantes sobre las exposiciones mundiales finiseculares,
Fleeting Cities. Imperial Expositions in Fin-de-Siècle Europe (2010), ha
analizado el múltiple impacto de estos espectaculares montajes modernos,
que transformaron materialmente las ciudades donde tuvieron lugar, su
representación simbólica y también el orden mundial, del cual se volvieron
pantallas magnificadas. Geppert las llama, con acierto, “exposiciones
imperiales” ya que estas publicitadas muestras destinaron importantes
secciones a las colonias y aspiraron a entregar una versión europea del
orden de las naciones frente a sus visitantes.
2
No casualmente uno de los
1
Es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Profesora Titular de la Cátedra
de Literatura Latinoamericana I-A, ha centrado sus trabajos y publicaciones en estudios
coloniales, modernismo hispanoamericano, ficción y ensayo del siglo XIX y XX, historia y
redes intelectuales. Es autora de Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en
América Latina (2004) y de varias ediciones anotadas de autores latinoamericanos. Colaboró
en Historia de los intelectuales en América Latina (2008) y en Historia Crítica de la Literatura
Argentina (2012). Como fruto de su trabajo sobre el archivo sorjuanino en la Latin American
Library de la Universidad de Tulane, coeditó en 2015 el volumen Cartas de Lysi. La mecenas
de Sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita.
2
Díaz Quiñones sostiene al respecto: “La era del imperialismo se caracterizó, como ha
observado agudamente Timothy Mitchell, por estas exposiciones universales que pretendían
dar un retrato del orden cultural y generaban nuevos significados de la verdad imperial.
Surgió también la pasión por generar una normativa que permitiera interpretar los ‘residuos’
del pasado. El museo y las exposiciones universales acentuaban espectacularmente las
jerarquías culturales imperiales” (1994: 476).
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grandes atractivos de la de París del 900 fue el Grand Globe Céleste, de
cincuenta metros de diámetro, ubicado próximo al Champ de Mars, que
proporcionaba un visión planetaria y, por lo tanto, ambiciosamente total del
cosmos, y fuera imagen de uno de los pósteres más conocidos del evento.
Como no podía ser de otro modo, la exposición parisina tuvo incidencia en la
ciudad, en sus relatos y en la manifestación de las tensiones mundiales que
alojó en los seis meses de su duración.
Dos aspectos llaman la atención a los distintos corresponsales que
cubren el evento: el arsenal bélico y la arquitectura. Lo primero remite al
clima beligerante que se cierne sobre Europa y lo segundo a esas máscaras
de la modernidad que se imprimen en los estilos de las ciudades, donde
todos las épocas están representadas, y que la Feria hipertrofia en
construcciones tan fastuosas como fugaces.
3
El evento congrega a un grupo
de escritores hispanoamericanos, algunos llegados para la ocasión, otros ya
residentes en la capital, que cubren corresponsalías para distintos medios en
América Latina.
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Comparten las visitas a los pabellones, las fiestas españolas
a orillas del Sena, las reuniones anarquistas y socialistas, los rumores y
opiniones que genera la prensa, los paseos por los barrios marginados,
incluyéndose mutuamente en las crónicas y generando, de este modo, un
lugar de enunciación común. Frente a un París que celebra y ensalza su
centralidad, los hispanoamericanos serán particularmente perceptivos a las
fracturas y desencuentros que el despliegue festivo deja vislumbrar. Amado
Nervo fluctúa entre el encantamiento provinciano y la ironía; pero prevalece el
sentido del deber, por eso permanece en la feria cuando muchos cronistas
parten en busca de nuevos aires.
5
Manuel Ugarte relativiza la centralidad del
evento y frente a los amusements de la feria prefiere la Casa del Pueblo o los
discursos de Jean Jaurès.
6
Para Horacio Quiroga, el interés se centra en el
Bois de Boulogne, en las carreras de bicicletas, pero escribe dos crónicas de
3
El hierro, que caracterizó a la Exposición de 1889, cede el paso al cemento armado, el
estuco y el acero moldeado, lo que permitió también la variedad de construcciones. El puente
Alejandro III inaugurado en 1900, uno de los mayores atractivos arquitectónicos, fue
construido de acero moldeado. Cf. Démy.
4
La feria de París convocó a otros cronistas y escritores modernistas, que se nuclearon y
relacionaron en París hacia 1900; entre las figuras s prominentes, Rubén Darío, Manuel
Ugarte, Amado Nervo y Enrique Gómez Carrillo.
5
Reúne estas crónicas en Crónicas de viaje y El éxodo y las flores del camino.
6
Véanse sus Crónicas del bulevar.
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la Exposición para su ciudad natal, Salto, remedando a los grandes cronistas
parisinos. Rubén Darío construye un narrador entusiasta pero siempre al
borde de la deserción, dispuesto a destruir el fantasma, a sublevarse contra
la representación y descubrir los trucos de esa gran escenificación. El
intempestivo viaje a Italia y el abandono de la columna por el “Diario de Italia”
pone un fin abrupto a sus crónicas para La Nación, reunidas en
Peregrinaciones.
7
La columna en su contexto
Los artículos de Darío para La Nación están fechados entre abril y agosto de
1900; su publicación no es correlativa sino diferida en el tiempo en
aproximadamente un mes. La columna, que se titula La Exposición, se
interrumpe en octubre con una nueva entrega bajo el nombre Diario de Italia,
que inicia una nueva serie. La frecuencia de los artículos guarda un cierto
ritmo al comienzo, pero luego es errática, hay paréntesis, silencios, un
desorden que revela la fatiga de Darío frente a una escritura que es un deber
y que preanuncia la deserción del cronista, cuando, de imprevisto, dispone su
viaje a Italia. En su Autobiografía, donde dedica pocos renglones a la
Exposición, dice: “En lo más agitado de la Exposición de París, salí en viaje a
Italia, viaje que era para un deseado sueño” (1968: 144). En los silencios
darianos o después de la partida, la columna aparece con las firmas de Henry
Fouquier, Aníbal Latino y Edmond Haraucourt. Sólo hacia fines de año, en los
estertores de la feria, Darío retoma la columna parisina.
La colocación de la columna merece una reflexión. La disposición de
las materias en La Nación de 1900 establece un orden de lectura, una
jerarquía de la información que se trama con la jerarquía de las palabras y de
las prácticas en la sociedad. La primera página carece de titulares y prima en
ella el intercambio; las siete columnas presentan, primero, las cotizaciones de
la Bolsa, luego, clasificados: espectáculos, avisos fúnebres, servicio
doméstico, colocaciones, piezas, casas y almacenes de alquiler, compra y
venta de propiedades, educación. La segunda página cubre una esfera
7
La mayoría de estas crónicas fueron recopiladas en Peregrinaciones (1901). Otras, fueron
recogidas por Pedro Luis Barcia (vol. II, 1977). Citamos por estas ediciones: cuando usemos
la de Barcia, indicaremos ED”; para Peregrinaciones, colocamos “P”. Rodrigo Caresani ha
editado y anotado agudamente algunas de estas crónicas (cfr. Darío, 2013).
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estatal: municipales, licitaciones, edictos; también bancos, manifiestos de
carga de barcos; luego siguen anuncios y avisos ilustrados, que se
interrumpen con el logotipo de La Nación. Este logo establece un corte a
partir del cual comienzan las columnas de opinión, que se extienden hacia la
página tres. La página tres aloja las columnas firmadas por los colaboradores
de prestigio, locales e internacionales; a seguir, las condiciones del tiempo,
sociales, sports; en el sector inferior aparece una sección literaria fija, que
ocupa un cuarto de la página y está destinada normalmente a una novela por
entregas, donde publican, entre otros, Paul y Victor Margueritte, Hermann
Sudermann, Daniel Leseur y Mark Twain. La página cuatro contiene las
noticias internacionales, este año dominadas por dos guerras, la Guerra de
China y la de Sudáfrica; siguen luego las noticias de América Latina y las
provinciales. La página cinco incluye eventos locales; la seis, navegación,
culto, lanas y cereales, mercados; la siete y ocho, remates, propiedades,
campos, terrenos, mercaderías, muebles. Cuantitativamente, la zona del
intercambio ocupa en el papel un lugar equivalente al que tiene el comercio
en la sociedad portuaria. El diario pauta su espacio de acuerdo a este orden.
Reserva, no obstante, su zona cardinal, demarcada por el peso de las firmas
y la autoridad de las letras, a la página tres. Allí aparecen los nombres de
Anatole France, Tolstoi, Pierre Loti, Cesare Lombroso, Max Nordau, Villiers
de L’Isle-Adam, H. G. Wells, Mark Twain, Alfredo Ebelot, Miguel Cané,
Roberto J. Payró, Miguel de Unamuno, José Verissimo, Rubén Darío, entre
otros afamados colaboradores.
En la página tres, que resulta de este modo fundamental para la
producción simbólica del periódico, se privilegian dos temas: la Exposición de
París y, paralelamente, como en un escenario especular, la guerra de Pekín –
donde Occidente sufre sucesivas derrotas- y el conflicto de Transvaal. Dos
escenarios sólo en apariencia contradictorios, ya que tanto la Exposición
como la guerra giran en torno a los mismos ejes: la hegemonía de Occidente,
las etnias, los nacionalismos y las posesiones coloniales. El triunfo de la
técnica en la Exposición es un correlato del triunfo de la industria bélica en
los frentes de batalla. En una de las columnas, Max Nordau escribe sobre
Kipling y su poema “La carga de la raza blanca”: “ese hombre que tenía
talento y ahora sólo tiene fanatismo, que comenzó por la poesía para concluir
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con el imperialismo”. Nordau defiende el derecho de la colonia a
independizarse y las razones de una etnia –la amarilla- para su
autodeterminación; no obstante, concluye confirmando la necesidad de que la
contienda de Pekín sea controlada por Occidente: “Europa sin colonias, sin
mercados asiáticos, sin el prestigio de la primacía, sería una Europa
condenada a la miseria, al hambre, a los desgarramientos internos” (La
Nación 16/08/1900). En otro número, un mapa instruye sobre las zonas de
conflicto, mientras el epígrafe señala la “superioridad de las razas” desde un
anonimato que bien puede ser leído como una editorial. Si vencen las
naciones de Occidente, “se obrará lentamente la transformación que más
tarde o más temprano dará a China los vicios, las virtudes y los defectos, los
gustos y los hábitos que constituyen la cultura de las razas superiores” (La
Nación 8/7/1900). En dos notas sobre la India, Pierre Loti hace el camino
inverso; bajo la seducción del exotismo, recorre con mirada hipnótica la
ciudad de casas rosadas, “hecha como de pasamanería y de arcos
festonados”, una ciudad “bordada” conforme la pupila exotista del viajero que
estetiza todo lo que ve: desde las soberbias panteras reales a los cuerpos
lacerados de las muchedumbres.
Entretanto, en la feria, se disponen abundantes pabellones para los
países coloniales. Aníbal Latino, corresponsal en el exterior, opina sobre esta
novedad:
Yo no a quién se le ha ocurrido traer tanto chinos, turcos,
egipcios, argelinos o habitantes de Túnez. Si a las barracas de
los vendedores, teatros y atracciones diversas se agregan las
exposiciones coloniales, también excesivas, no exagero si os
digo que la barbarie o semibarbarie europea, asiática, africana
ocupa más de la mitad de la exposición (La Nación 1/10/1900).
Al mismo tiempo, un colaborador extranjero, Edmond Haraucourt, seducido
por las danzas de javanesas y singalesas en sus barracas, seguramente
lector de Loti o Segalen, se lamenta de que la vulgarización del mundo,
asistida por vapores y ferrocarriles, impondrá su homogeneidad sobre la
diversidad e individualidad de las razas. Rechazar al otro porque es diferente,
subyugar al otro para que el orden de Occidente sea mantenido, o ser
seducido por el otro, parecen ser las posibles colocaciones que estos
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discursos, tan dispares y a su vez sincrónicos, proponen. La columna de
Darío se ubica en el entramado de este espacio discursivo.
La exposición: mundo moderno y retórica del viaje
Lo modernidad genera la necesidad del acontecimiento, del flujo de la
novedad para así construir esa línea de perpetua flotación que es la
actualidad. El periodismo de fines del siglo XIX fue la base de este sistema, lo
que hace decir a Pierre Nora que el affaire Dreyfus constituye en Francia la
primera irrupción del acontecimiento moderno.
8
Dos años después del affaire
y aceitada por esta experiencia, la cobertura periodística de la feria de París
generó un “gran acontecimiento”, sembrando expectativas respecto a su
continuo hacerse. Nuevos pabellones, nuevas celebraciones, nuevas
curiosidades, se anuncian en un permanentemente desenvolvimiento de un
hecho sin fin. La feria internacional atrae a viajeros de los más diversos
rincones y la lógica de un virtual viaje por el mundo preside su concepción.
La feria condensa en su radio una summa de civilizaciones, tiempos,
espacios, geografías, objetos, remitiendo al imaginario del viaje a zonas
canonizadas por la civilización occidental (Venecia, el París medieval, la
Andalucía en el tiempo de los moros) así como a las tierras del exotismo, las
colonias integradas por primera vez al evento en forma de pabellones
independientes. Si algo demuestra su eficacia en esta Exposición del 900 es
justamente la vigencia del relato de viaje, que encuentra en la feria su
apoteosis. Por eso, muchas veces, la nota adopta la forma de la guía de
viajes y propone la ilusión del viaje sin desplazamiento. Dice Nervo: “Podéis ir
y venir, con la ilusión de que pisáis la propia Perla” (1967: 1391). Y Ugarte:
“Se diría que estamos en plena tierra africana, en un bazar de Argel o en una
calle del Cairo” (1967: 177). Para los hispanoamericanos fue la vivencia más
próxima de la virtualidad cosmopolita, acompañada por el propósito
8
Lo propio del acontecimiento moderno está en que se desarrolla en una escena
inmediatamente pública, en que no carece nunca de reportero-espectador ni de espectador-
reportero, en ser visto haciéndose; y este ‘visionismo’ da a la actualidad tanto su
especificidad con respecto a la historia como su perfume ya histórico. De ahí esta impresión
de juego, más auténtico que la realidad, de diversión dramática, de fiesta, que la sociedad se
da a sí misma a través del gran acontecimiento(Nora, 1985: 229).
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programático de una internacionalización de la literatura continental.
9
Las crónicas de la Exposición del 900 muestran el peregrinar del
cronista por el mundo moderno y cifran el proyecto de viajar para contar que
se concreta en libros como España contemporánea (1901), Peregrinaciones
(1901), La caravana pasa (1902) o Tierras Solares (1904), textos que giran
en torno al eje prestigioso del viaje y que Darío publica de modo casi
inmediato a su circulación periodística. En este punto el proyecto de Darío
cronista-viajero, y de otros cronistas como Enrique Gómez Carrillo o Manuel
Ugarte, se aproxima al de Tophile Gautier, que publica sus crónicas
periodísticas en libros de viaje como Viaje a España, Constantinopla, El
Oriente o Viaje a Italia, de modo de llevar al campo literario los textos que
previamente circulan en el campo del gran consumo cultural.
“En el momento en que escribo la vasta feria está ya abierta” (P: 21),
dice Darío en su primera entrega del 20 de abril de 1900, en una escritura
que se propone ser correlativa al evento, que tuvo lugar entre el 15 de abril y
el 12 de noviembre de 1900. Para lograr ese efecto, el cronista adopta el rol
del cicerone que lleva de la mano al lector-turista: “He aquí la gran entrada
por donde penetramos, lector” (P: 27). Para narrar la feria es necesario
recorrer un espacio y hacer evidente este itinerario a los ojos del lector. Por
eso la retórica del paseo, de la flânerie y, por extensión, del viaje, organiza la
narración. La flânerie establece un relato radiado, ramificado, digresivo,
patrón expositivo que adoptarán las notas. Darío se impone su propio orden,
que se ajusta más al azar o al capricho que al itinerario pautado por las
numerosas guías de la Exposición.
10
Dice Justo Sierra en el prólogo a
Peregrinaciones: “Así atraviesa el poeta hispanoamericano la Europa de la
civilización, grande, lento, siempre bien pergeñado y elegante, como quien
flâne por un inmenso bulevar” (P: 11). En la metáfora de Justo Sierra, el
bulevar se expande a todo el mundo. A su vez, todo el mundo se concentra
en la gran ciudad en un efecto de miniaturización; la Exposición es, dice
9
Respecto a la significación del cosmopolitismo y la internacionalización de la literatura
continental llevada a cabo por el modernismo véase Real de Azúa, Salomón y Casanova; el
tema ha recibido renovadas lecturas en la crítica latinoamericana (cfr. Sánchez Prado, 2006).
10
La Exposición dejó un abundante repertorio de guías y mapas, inclusive en español, para
los hablantes de esa lengua. No es de extrañar, como ocurre normalmente con los libros y
crónicas de viajes, que se establezca una contaminación retórica entre la guía del evento y
las notas periodísticas.
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11
Darío, “una ciudad fantástica” dentro de “la gran ciudad” (P: 21). El salto y
equívoco continuo entre la representación y lo representado se acentúa,
solapadamente, por la disposición misma de la feria. Las exposiciones
anteriores, de 1855, 1867, 1878 y 1889, tuvieron o bien un palacio central o
bien un grupo de edificaciones satélites en torno a una construcción central.
En cambio, la Exposición de 1900 fue una verdadera ciudad con el Sena
como calle central y una de sus vías de acceso, lo cual aproximó, de modo
dramático, las dos dimensiones, que se superponían a los ojos del
espectador.
11
Si la feria generó la ilusión de poder abarcar el todo universal,
análogamente, la perspectiva narrativa privilegiada en las crónicas fue la
visión panorámica. Desde el mirador de la torre Eiffel, inaugurada para la
Exposición de 1889, signo vacío según Barthes “porque quiere decirlo todo”
(2001: 58), se da sentido a ese ámbito abigarrado de la feria, que también
pretende ser un signo multiforme de la alta modernidad.
12
Justo Sierra señala
en el prólogo a Peregrinaciones: “Las primera hojas del libro son manchas de
París, como los pintores dicen, totales de la última Exposición, ‘gloria de los
ojos’, como dice el poeta: artículos panorámicos” (P: 11). La mirada
panorámica, una de las inflexiones de la pulsión escópica moderna, permite
apreciar el todo urbano desde un punto distante volviendo legible la
transformada ciudad moderna. Las exposiciones, con su novedad
arquitectónica, inauguran nuevas posibilidades de paisajes urbanos: “Visto el
magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de
la torre Eiffel” (P: 22); “La vista desde la Explanada de los Inválidos es de una
grandeza soberbia” (P: 25); “Desde lejos, suavizando los colores de la vasta
decoración, la visión es deliciosa, sobre el puente de l’Alma y el palacio de
los Ejércitos de Mar y Tierra” (P: 42). Pero observar el soberbio espectáculo
produce vértigo, hipnosis, y algo del efecto desequilibrante de la droga; por
eso compara esta percepción con la “impresión hipnagógica de [De]
11
Démy (1907: 538) puntualiza que la Exposición tuvo un espacio central vacío, el Sena, y
cuatro puntos de apoyo, sobre la rive gauche, el Champ de Mars y les Invalides, sobre la rive
droit, le Trocadéro y les Champs Elysées.
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La Tour Eiffel junto con la Galerie des Machines fueron las dos piezas maestras de la
Exposición de 1889, integradas al paisaje urbano del 900.
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12
Quincey”.
13
El espectador accede a una “impresión fantasmagórica”, a
“esplendorosas féeries”, conforme anota en la primera entrega de abril, al
comienzo de la Exposición. La crónica adopta por momentos la ingenuidad y
el asombro como modo de producir en el lector efectos similares. La
predisposición general es el admirar. ¿A qué se ha venido, por qué se ha
hecho tan largo viaje sino para contemplar maravillas? En una exposición
todo el mundo es algo badaud” (P: 30). Como un presentador circense,
promete maravillas, crea expectativas de sorpresa frente al evento, adopta la
retórica del suceso con su estructura paradójica y atrayente, su teatralidad
(cf. Nora, 1985). “Después, a medida de lo fortuito, sin preconcebido plan,
iremos viendo, lector, la serie de cosas bellas, enormes, grandiosas y
curiosas” (P: 31). Los cronistas de época no escatiman en la hipérbole; todo
es feérico, fantástico, increíble y el propio Darío será sensible a estas
expresiones, que expresan el carácter fantasmático de lo que observa.
Pero se percibe una disonancia entre el refinamiento de la escritura,
que se construye con ostensibles marcas de estilo y citas a la literatura
(Goethe, Verlaine, Poe, entre tantos otros), y la vulgaridad de lo contemplado,
que lleva a otro tipo de citas, menciones y reflexiones. Ese doble carril
impone una marca irónica y también da lugar a una doble lectura: la del
lector-badaud y la del lector-avezado, que no se deja engañar ni encandilar
por la rumbosa feria. La visita al palacio de Horticultura y Arboricultura de
abril de 1900 es un ejemplo de estos desplazamientos. El recorrido por el
pabellón es un paseo por la literatura y el arte (Victor Hugo, Ruskin,
Mallarmé, Huysmans) donde construye, una vez más, un paisaje de cultura,
pero esta vez a la medida de su nueva misión parisina. A continuación de la
cita de las flores mallarmeanas, irrumpen las papas y legumbres con su
terrenal impronta: “Y habiendo cumplido en mi tarea con dar una parte a la
idea de ensueño y otra a la idea de puchero, salgo contento, en la creencia
de que he tenido un buen día” (P: 37).
El paseo y la captación del momento está más cerca del tiempo del
daguerrotipo que de la velocidad de la fotografía, así como los signos de lo
moderno, aunque atractivos, nunca desplazan a lo clásico: La moda
13
Darío expresa en términos de fatiga de la mirada lo que Georg Simmel traduciría como
shock de la vida urbana. Cfr. también González Stephan y Andermann (2006).
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parisiense es encantadora: pero todavía lo mundano moderno no puede
sustituir en la gloria de la alegoría o del símbolo a lo consagrado por Roma y
Grecia” (P: 28). La alegoría de París emplazada en la entrada más importante
de la Exposición, ubicada en la Place de la Concorde, obra de Moreau-
Vauthier, que representaba a “una señorita peripuesta que hace equilibrio
sobre su bola de billar” (P: 27), merece todo el rechazo del cronista,
haciéndose eco de otras voces críticas a esta figura.
14
La alegoría de la
“señorita peripuesta” establece el límite entre el arte y el mercado, entre el
monumento y el esperpento, límite al que Darío será altamente sensible
durante estas jornadas. Adice: “Eso no es arte, ni símbolo, ni nada más
que una figura de cera para vitrina de confecciones” (P: 27). La exposición no
sólo confunde entre lo real y su representación (una de las máximas
aspiraciones de este parque temático) sino también entre los objetos que
pueden circular en el mundo de los valores estéticos y aquellos sólo dignos
de la vitrina de los grandes almacenes parisinos.
El cronista y el feriante
Quizá contagiado por el clima festivo, en las primeras entregas prima el
optimismo que se traduce en una retórica condescendiente con la mezcla, la
convivencia, la confraternidad de los pueblos, los estilos, las esferas de
actividad humana:
Una de las mayores virtudes de este certamen, fuera de la apoteosis
de la labor formidable de cerebros y brazos, fuera de la cita fraterna
de los pueblos todos, fuera de lo que dicen el pensamiento y el culto
de lo bello y de lo útil, el arte y la industria, es la exaltación del gozo
humano, la glorificación de la alegría, en el fin de un siglo que ha
traído consigo todas las tristezas, todas las desilusiones y
desesperanzas (P: 23).
Bajo el cielo de una París siempre rutilante por el chorro luminoso de la
electricidad, los feriantes explayan su vitalidad: “Parecería que todos los
visitantes existiesen en el mejor de los mundos posibles” (ED: 57). En la
referencia al feriante como el personaje de Cándido de Voltaire, Darío recorta
un espacio de crítica hacia el clima de fiesta: “Un placer tan incesante que
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Démy sostiene que la Puerta Monumental de la Place de la Concorde, iluminada por más
de tres mil lámparas eléctricas, estaba arruinada por la representación de la “Parisiense”.
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hace daño; una alegría tan perenne que casi es dolorosa” (ED: 63). Pero
alegría y alienación van de la mano por los pabellones.
Por eso el deslumbramiento no adormece los reflejos del cronista,
atento a cualquier discordancia: de colores, de sentidos, de signos. A
diferencia del feriante, que se deja llevar por el entusiasmo fácil del momento,
el cronista se propone mantenerse al margen del asombro ingenuo del
visitante: “no faltará el turista a quien tan sólo le extraiga tamaña
contemplación una frase paralela al famoso: ‘Que d’eau!’” (P: 22). La frase de
Benjamin –“las exposiciones universales son los lugares de peregrinación
hacia el fetiche llamado mercancía” (2007: 41)- condensa su tesis sobre la
relación estrecha entre exposiciones y capitalismo, en virtud de la cual el
obrero asume el lugar del cliente en ese escenario que no es otra cosa que,
siguiendo sus dichos, la fantasmagoría de la cultura capitalista.
15
Si los feriantes se entregan al fetichismo del espectáculo y a su
consumo desprejuiciado, Darío se encargará de construir un discurso
especular, en el que al fetichismo del espectáculo opondrá la ironía del estilo,
la observación punzante, la desacralización de este vasto mercado, tanto de
objetos como de bienes simbólicos, descubriendo las falacias, los colores
chillones, la vulgaridad de lo exhibido. Para dar cuenta de ese confuso bazar
al aire libre, Darío se ocupará del “mundo objetual del siglo XIX” (Tiedemann,
en Benjamin, 2007: 15) en varias de las crónicas referidas a la Exposición.
Pero igualmente y no de modo inocente, lo hará también en las otras crónicas
parisinas que incluye en Peregrinaciones, fuera ya del hálito de la feria, pero
donde esta centralidad del objeto reaparece. Así, es emblemática su lectura
de los escaparates de juguetes en la nota “Noel parisiense”, fechada el 26 de
diciembre de 1900. La feria ya ha dejado a la ciudad, pero su halo de
consumismo y fantasmagoría no, y mucho menos su impacto sobre la mirada
del nicaragüense. Y qué momento más paradigmático que la Navidad,
cuando “todos los almacenes fabulosos, caros a la honorable burguesía,
invadidos profusamente por papá, mamá y el niño” (P: 128) exhiben su
abundante oferta y descarado consumismo. En la nota, los muñecos y
juguetes entran en una danza fantástica, donde se mezclan con escenas y
15
Walter Benjamin se refiere, en particular, a la Exposición Universal de 1867.
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personajes de la Exposición, que ya pocos parisinos recuerdan, en ese
vértigo del consumo, tanto de objetos como de la noticia. En los juguetes,
suerte de metonimia del engaño parisino más perfecto, descubre el costado
no manifiesto de lo visto en el certamen.
Detrás de la joie de vivre que arrastra a la multitud por la Calle de las
Naciones, Darío percibe las tensiones que mueven ese gran teatro: los
orgullos nacionales, las guerras coloniales, la lucha por la hegemonía en el
mundo, el desplazamiento del arte en beneficio de la técnica, la vulgaridad
del espectáculo de masas, el desconocimiento de París hacia todo aquel que
sea otro fácilmente etiquetado como exótico, incómodo sector en el que, a su
pesar, habrá de incluirse el propio sujeto y sus pares latinoamericanos. Darío
cumple con su misión, pero va sembrando la duda respecto al espectáculo
que presencia y respecto al carácter mismo de su tarea:
Así apuntáis, informáis, vais de un punto a otro, cogéis aquí una
impresión, como quien corta una flor, allá una idea, como quien
encuentra una perla; y a pocos, a pasos contados, hacéis vuestra
tarea, cumplís con el deber de hoy, para recomenzar al sol siguiente,
en la labor danaideana de quien ayuda a llenar el ánfora sin fondo de
un diario (P: 51).
El espacio vacío de la columna atribula al corresponsal, que va
dejando huellas de esta insatisfacción en el camino, preanunciando su salida
de París y de la locura moderna. Dice Sierra en el prólogo: “Lo cierto es que
de improvisto [Darío] desertó el París de la Exposición” (P: 14). El peregrino-
desertor, antes de desertar, nos lleva de la mano por la feria; pero anuncia su
huida a cada paso en la escritura.
El arte y la crónica modern style
La Electricidad, alegorizada en la Diosa Isis, “Isis sin velo” dirá Darío
aludiendo tácitamente al libro de la teósofa Blavatsky
16
, preside la entrada a
la Exposición Internacional de París de 1900. Henry Adams, otro privilegiado
visitante que dejó memorias del evento, vio en la dínamo una fuerza
totalmente nueva, que establecía una fractura abismal con las formas de
energía conocidas hasta el momento, abriendo una brecha entre el saber
16
Helena Petrovna Blavatsky, Isis Unveiled, tomo publicado en 1877.
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16
científico y el humanista de la época, ruptura que caracterizó en una imagen
netamente art nouveau, donde se cruza la vibración de la máquina moderna
con una reminiscencia prestigiosa del pasado: “The Dynamo and the Virgin”.
La dínamo y su efecto, la electricidad, que deslumbraba con sus incontables
lámparas todas las instalaciones, es sacralizada como una virgen o una
nueva diosa del mundo moderno. La mención de Darío a Blavatsky no es
gratuita. Como ella, visibiliza a la ciencia y la técnica como un discurso
peligrosamente rector del mundo moderno.
Darío selecciona su materia: no escribe sobre la grandiosa dínamo,
paso obligado de los feriantes y corazón de la Exposición; apenas alude al
ascensor Otis que los americanos han presentado como gran atracción; el
automóvil y el chemin rouland, el pavimento móvil de fabricación francesa
que surca la feria, apenas merecen alguna mención. Sólo lo atrae, al pasar,
el fonocinema, combinación de fonógrafo y cinematógrafo, que ya había
comentado con entusiasmo en las crónicas de España, reunidas en España
contemporánea. En su camino pasa por alto los palacios dedicados a la
técnica: deja de lado el Palacio de la Electricidad, el de Minas y Metalurgia, el
de la Óptica (donde podía verse la luna a escasos sesenta y siete kilómetros,
lo que seguramente lo habría magnetizado), el de los Ejércitos de Tierra y
Mar, para advertir: “Ya os he dicho que no voy a ocuparme de la técnica” (P:
5). Se encamina, en cambio, al Palacio de Bellas Artes, donde se detiene en
un rápido catálogo de obras de mérito como las de Eugène Carrière, entre
muchas de relleno académico. Excepto un tardío reconocimiento al
impresionismo francés, algunas obras prerrafaelitas y un gran tributo a
Auguste Rodin, que comenta detalladamente en tres entregas, la producción
artística está pobremente representada en la Exposición. Darío no deja de
lamentarse, incluyendo su propio Salon des Refusés al mentar la obra de
Henry de Groux. Las notas sobre Rodin constituyen una sutil reflexión sobre
el arte moderno y su destino, donde el poeta muestra sus dudas y
desconcierto frente a una obra escultórica que, por su audacia formal, dice no
entender plenamente, y donde resuenan los propios conflictos frente al
fenómeno de las muchedumbres, vistas como insensibles a las innovaciones,
posición que reconsiderará pocos años más tarde, quizá bajo el efecto de
esta experiencia, en su prefacio a Cantos de vida y esperanza (“Hago esta
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17
advertencia porque la forma es lo que primeramente toca a las
muchedumbres. Yo no soy un poeta para muchedumbre. Pero que
indefectiblemente tengo que ir a ellas”).
17
No es fortuito que esta reflexión
irrumpa hacia julio de 1900, cuando está promediando la feria y el contacto
con la marea humana ha sido cotidiano, según recuerda en su Autobiografía:
“Yo hacía mis obligatorias visitas a la Exposición” (1968: 142).
18
El modern style prepondera entre los estilos de moblaje y domina el
decorado de la Exposición con un trazo que une la elegancia y la comodidad,
el arte y el confort, la línea sinuosa y ornamental y su aplicación a la
producción industrial. El modern style, art nouveau o jugendstil propició la
imagen del artista que trabaja paralelamente en distintos campos: la poesía,
la pintura, la decoración, el póster o el diseño industrial, como William Blake,
Dante Gabriel Rossetti, William Morris, Alphonse Mucha o Aubrey Beardsley
(cf. Schmutzler). Darío hace repetidas referencias a estos autores, en este y
otros contextos, por ejemplo, en su agudo análisis del póster moderno en
España contemporánea. Se podría pensar que Darío trama en su crónica la
línea ondulante de su prosa de artista con la línea informativa de su tarea de
diarista, imponiendo también una impronta modern style a su escritura, que
privilegia imágenes donde se fusionan elementos de ámbitos dispares, como
la hibridez que propicia la diosa Isis y la luz eléctrica. En palabras de
Benjamin, “el jugendstil representa el último intento de fuga de un arte sitiado
por la técnica en su torre de marfil” (2007: 43). Arte sitiado por la técnica. Tal
parece ser el lugar de esta escritura dariana.
Imperios y colonias
La Exposición genera una poética de la acumulación y de la síntesis.
19
Los
palacios de las distintas naciones superponen en su fabricación y
ornamentación los distintos estilos y épocas, produciendo en la arquitectura
una voluntad de representación de historias e identidades superpuestas: “Es
17
Las notas dedicadas a Rodin tienen, además, especial significación en el contexto de su
aparición, por la polémica que despertó en Buenos Aires la escultura que realizara de
Domingo Faustino Sarmiento.
18
Se estima que el evento atrajo a más de cincuenta millones de visitantes. Cf. Geppert
Fleeting.
19
Muchas veces esta poética fue criticada por sus cronistas, aludiendo a su mélange des
âges, su desorden o “incoherencia”. Cfr. Démy, 1907.
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18
la agrupación de todas las arquitecturas, la profusión de todos los estilos, de
la habitación y el movimiento humanos; es Bagdad, son las cúpulas de los
templos asiáticos; es la Giralda esbelta y ágil de Sevilla; es lo gótico, lo
romano, lo del renacimiento” (P: 22). Darío percibe lo que llama el “triunfo de
lo híbrido” (P: 26): en la arquitectura, la multiplicidad de estilos; en los
colores, la policromía; en los feriantes, las distintas etnias: chinos, japoneses,
hindúes, rusos, hispanoamericanos; en las lenguas, una suerte de Babel:
“¡Tú por aquí! ¡Mein Herr! ¡Carissimo Tomasso!” (P: 30-31). Todo lo cual
establece un mapa de lo vario, de lo diferente, unido por el orden cosmopolita
de París. Pero ser diferente dentro de París es apuntalar su discurso y su
paisaje. La diferencia sólo consolida la centralidad de la “capital de la cultura”:
“Y el mundo vierte sobre París su vasta corriente como en la concavidad
maravillosa de una gigantesca copa de oro” (P: 23). Esta armonía se apoya
en una idea de la centralidad y sacralidad parisina que Darío, en un
comienzo, celebra. París es como Atenas, Alejandría o Roma, donde acuden
los bárbaros para ser conquistados, dice, usando una figura que invierte el
expansionismo colonialista, ya que es el bárbaro el que acude a las puertas
de la gran ciudad para dejarse seducir por ella, como Droctulft en “Historia del
guerrero y la cautiva” de Jorge Luis Borges: “El ambiente de París, la luz de
París, el espíritu de París, son inconquistables, y la ambición del hombre
amarillo, del hombre rojo, y del hombre negro, que viene a París, es ser
conquistados” (P: 24).
El cronista visita los pabellones de Italia, España, Alemania,
Inglaterra y Estados Unidos. En su recorrido por los palacios de las distintas
naciones hace psicología de los pueblos, una de las inflexiones del ojo
viajero. Muchas veces ficcionaliza un diálogo con un real o presunto
acompañante que le permite poner en la boca de otro las palabras que
circulan en los pabellones y explanadas. Italia, por ejemplo, es una potencia
dormida, fatigada por siglos de belleza. El interlocutor de Darío en la visita al
palacio italiano es un francés nacionalista, que discurre sobre el orgullo y
altivez de los pueblos. La rivalidad entre las naciones es el murmullo del
momento: quien triunfa, quien es más fuerte. Frente a una España que trae
“una especie de circo”, Alemania, triunfadora en los certámenes, exhibe su
progreso continuo y sólido; sólo la “locura chauvinista” y “el irreflexivo
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19
nacionalismo” impide la visita del Káiser. Alemania se presenta a los ojos
darianos como un modelo de desarrollo armónico de arte e industria, opuesto
al modelo latino, visto como retardatario. Los ingleses son el pueblo del
espíritu funcional y el sentido práctico; Inglaterra es, también, la gran potencia
colonial rival de Francia. Darío ironiza sobre la convivencia tensa de los
imperios, apelando a la frivolidad que la crónica parisina le permite desplegar:
las relaciones entre París y Londres son absolutamente necesarias. Porque
si no, ¿adónde mandaría M. [Marcel] Prévost a planchar sus camisas?” (P:
70). Las exposiciones funcionaron, así, no sólo como vitrinas de la mercancía
moderna, sino también como pantallas simbólicas de enfrentamientos
técnicos, científicos, educativos, artísticos, territoriales. En particular, la feria
de 1900 se vuelve campo de litigio de las naciones-imperio. Los
corresponsales hispanoamericanos serán censores de esta apología del
capitalismo y del colonialismo en su apoteosis, como así también de los
efectos de una modernidad vulgar, implosiva y contaminante.
Darío también recorre los pabellones de las colonias inglesas: la
India, Ceylan, Australia, Canadá, Santa Elena, Jamaica, Nueva Guinea,
donde no deja de asombrarse por el arte, la riqueza y el exotismo, puesto de
moda por la mirada del viajero europeo de fin de siglo y tópico privilegiado de
la literatura de la época: “Lo que expone Ceylan daría los materiales
preciosos para un poema de Leconte o un soneto de Baudelaire” (P 66). Pero
el exotismo no se resume en Darío a la ingenuidad ramplona de Pierre Loti,
sino que apunta: “Aquí están, en el palacio colonial, representados todos los
lugares en donde se canta fervorosamente –o a la fuerza if you please- el
God Save the Queen(P: 67). Los ingleses, codiciosos “matadores de bóers”,
con un Rudyard Kipling “armando a las nueve musas y al Apolo inglés de
fusiles de precisión con balas dum-dum”, también ofrecen su otra cara: John
Ruskin, Burne Jones, la presencia pálida aunque intensa de los cuadros de la
hermandad inglesa, los prerrafaelitas.
Al volver de su viaje a Italia y en las postrimerías del gran evento,
Darío dedicará una crónica a Paul Kruger, jefe de los bóers vencidos por los
ingleses, que aunque recibido clamorosamente en París, obtiene sólo los
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20
lauros de la compasión.
20
Darío resume este asimétrico orden colonial: “ratón
contra gato, gato contra leopardo, azorado caballo salvaje contra ferrados
unicornios” (P: 108). Frente al colonialismo finisecular, Darío añora la
presencia de un letrado ordenador para enquiciar tanto desatino: “¡ah, si
Hugo existiese, qué oda, qué carta a la reina Victoria sobre el arbitraje, qué
entrevista con Kruger!” (P: 104). En un texto previo a estas crónicas, titulado
“El triunfo de Calibán” y publicado en El Tiempo de Buenos Aires el 20 de
mayo de 1898, refiriéndose a la agresión norteamericana contra España,
Darío recoge la voz de importantes figuras como Paul Groussac o Sáenz
Peña sobre los acontecimientos. Pero lamenta, igualmente, la ausencia de
Martí, ya muerto, para manifestarse: “¿qué diría hoy el cubano?”. En este
mismo artículo de 1898, que Darío comienza con una enunciación
enardecida, “No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de
dientes de plata...”, ya señalaba el juego de los imperios: “¿No veis cómo el
inglés se regocija con el triunfo del norteamericano, guardando en la caja del
Banco de Inglaterra los antiguos rencores, el recuerdo de las bregas
pasadas?” (Darío, en Jáuregui, 1998: 454). Juego de imperios del cual la
Exposición del 900 será sólo un nuevo escenario.
La visión de los norteamericanos es caricaturesca, son los “bárbaros”
de la muestra, percepción sintomática del 900: “Dicen que invaden los
yanquees, que el influjo de los bárbaros se hace sentir desde hace algún
tiempo” (P: 24). Ya en una crónica de 1893, “Edgar Allan Poe”, publicada en
la Revista Nacional y después reunida en Los raros (1896), Darío alude a
Manhattan como una isla de calibanes; y después, en “El triunfo de Calibán”,
que ya citamos, el rechazo por el mundo de valores norteamericanos está
acompañado por un reencuentro gradual con el universo hispánico, ya
insinuado en crónicas como la que escribe en 1897 sobre la presentación de
María Guerrero en Buenos Aires
21
, textos que preparan la reconciliación con
la metrópoli en las crónicas después reunidas en España contemporánea
(1901). La ironía dariana se desborda a cada paso en el pabellón yanquee,
donde se posa “el glorioso pájaro de rapiña”: “Sobre la cúpula presuntuosa, el
20
Paradojalmente, los afrikáneres aplicarán en Sudáfrica, a partir de mediados del siglo XX,
el resistido régimen racista del “apartheid”.
21
María Guerrero, La Nación 12/06/1897.
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21
águila yanquee abría sus vastas alas, dorada como una moneda de 20
dólares, protectora como una compañía de seguros” (P: 70). Darío se burla
del monumentalismo, de las rutinas, instituciones, sentido del orden y
eficacia. No obstante, luego se aparta de esta primera mirada discriminadora
para reconocer que: “Entre estos millones de Calibanes nacen los más
maravillosos Arieles” (P: 74). Arieles como Whitman, Poe, Emerson, Sargent,
Whistler. Sólo los artistas, “una minoría intelectual de innegable excelencia”
(P: 73), redimen al imperio plutocrático. En la visita al pabellón
norteamericano resuenan las crónicas de José Martí sobre las exposiciones
norteamericanas, particularmente la Exposición de Ganado de New York de
1887, explícito intertexto de la corresponsalía dariana: “esas exposiciones
monstruos que de sus ganados suelen hacer los norteamericanos, como
aquella que una vez celebró en La Nación, con su prosa lírica y pletórica, el
pobre y grande José Martí, en una correspondencia que se asemeja a un
canto de Homero” (P: 76). Entre el sarcasmo y la admiración, entre la
caricatura y la imagen apolínea, entre seguir a Martí y desviar su trazo hacia
el grotesco, Darío cierra su visita a la muestra del país del norte.
En la enunciación de estas crónicas se alternan pasajes donde prima
la levedad de la crónica elegante parisina –con su previsible ironía,
comentario pasajero, necesaria afectación, y sus tópicos habituales, el
encanto de la parisina en la apertura del texto, el viejo París– y otras
secciones donde el tono adquiere inflexiones graves. Estos cambios dan
cuenta de los distintos desplazamientos en la enunciación de este sujeto que
por momentos es un chroniqueur más y, por otros, asume la voz de un
intelectual que interviene, con la autoridad que le otorga su liderazgo estético
en el continente, en el campo de los sucesos políticos.
22
En este sentido, la
guerra por Cuba puede ser pensada como nuestro affaire Dreyfus, ya que
detona estas colocaciones públicas de los escritores latinoamericanos, entre
ellas las de Darío, principal adalid de la autonomía del arte.
La feria y los rastacueros
22
Según Bourdieu, “el intelectual se constituye como tal al intervenir en el campo político en
el nombre de la autonomía y de los valores específicos de un campo de producción cultural
que ha alcanzado un elevado nivel de independencia con respecto a los poderes” (1995:
197).
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22
El otro irrumpe en la Exposición del 900 como espectáculo: bailes annamitas,
teatro egipcio, rituales indochinos. Exhibir al otro, sus objetos, sus religiones y
costumbres, es un modo de catalogar su diversidad, de ordenar su diferencia.
Dentro de las categorías para lo otro que establece la feria, existe una
gradación, que los cronistas deslindan: el extranjero, el exótico, el colonizado,
el bárbaro, el rastaquouère. El exótico es el otro recubierto por el encanto que
le adiciona la fantasía para tornarlo apetecible. El exotismo ha ganado,
además, carta de ciudadanía en París, desde el Oriente de Théophile Gautier
y Gustave Flaubert a las crónicas y novelas de Pierre Loti; desde el éxito del
teatro japonés hasta el bailarín negro del Moulin Rouge, “Chocolat”. El
exótico está totalmente adoptado y adaptado por la imaginación
metropolitana, que lo vuelve objeto de moda y consumo. Los
hispanoamericanos integran un exotismo de segundo orden, el
rastacuerismo.
Entre estos perfiles nacionales, Darío recorta el espacio de los
hispanoamericanos.
23
Los saludos protocolares –“Adiós general”, “Adiós
doctor”-, los títulos, los ademanes, la indumentaria, delatan al rastaquouère,
una categoría que inventa el etnocentrismo para denostar al otro que se
asimila, que quiere parecérsele, pero que sólo consigue ser su remedo.
Curiosamente, el término rastaquouère en el diccionario Larousse francés
figura como “español de América”; no obstante, el término no se encuentra en
los diccionarios españoles consultados donde aparecen otras voces
americanas.
24
Otras posibles, aunque refutadas, etimologías de la palabra
son discutidas por Darío en un artículo posterior, “La evolución del
23
Cfr. al respecto Los hispanoamericanos. Notas y anécdotas, La Nación 1/8/1900.
24
La palabra rastacuerono figura en el Diccionario de la lengua española, Espasa Calpe,
1970, ni en el Diccionario de uso del Español de María Moliner, Gredos, 1980, ni en el
Pequeño Larousse Ilustrado, 1992. No obstante, en el Larousse francés, consta: “1880-1886;
esp. d’Amérique, rastacueros, entrainecuire, désignant des parvenues. Fam. Étranger aux
allures voyantes, affichant une richesse suspecte. Antonio Pérez Amuchástegui en
Mentalidades Argentinas, Buenos Aires: Eudeba, 1965, registra el origen de la palabra en
Francia hacia 1880. En la Gran Enciclopedia Argentina de Diego A. de Santillán (Ediar,
1963), consta: Es castellanización de la voz francesa rastaquouère, que en Francia se aplica
como epíteto al extranjero que vive rumbosamente, sin que se conozcan sus medios de vida.
También se registran entre nosotros las formas castellanizadas rastacuer y rastacuere. Lo
más interesante del caso es que la voz francesa tiene su origen en el americanismo
arrastracueros, que en el tránsito idiomático se volvió rastracuero, por aféresis, y luego fue
galicado rastaquouère para volver rastacuero”.
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23
rastacuerismo”.
25
La estrategia del cronista es la de deslindar lugares. No cuestiona la
categoría del rasta, que es un modo de la aculturación del lado de quien la
practica y un modo de la heterofobia del lado de quien la señala. Darío
intenta definir otro lugar para el hispanoamericano por oposición al rasta, por
un lado, y por otro, a la mirada homogeneizadora hacia todo lo extranjero no
centroeuropeo que genera París.
Caran D’Ache acaba de presentar una serie de tipos nacionales a
propósito de sus monedas respectivas; y es de ver cómo se asemejan
el sol peruano, el peso argentino, el oriental, el mejicano, etc.; a los
tipos levantinos, egipcios, griegos. Son los rasgos comunes al
señalado rasta internacional. No se ve, pues, a nuestros países sino
por ese lado poco agradable. Etnográficamente, todo se confunde en
la lejanía de vagas Venezuelas y poco probables Nicaraguas (ED:
64).
La colocación del hispanoamericano es confusa y difusa en el discurso
etnocéntrico: da lo mismo ser argentino, oriental, levantino o griego, ya que
este discurso opera por analogía, recortando al otro según los modelos de su
propio repertorio: “Tanto sabe Tolstoi de Porfirio Díaz a quien ha colocado
creo que entre César y Alejandro, como Rodin de Sarmiento, a quien ha
esculpido con su excepcional audacia” (ED: 64). “He dicho alguna vez que,
hablando con un señor muy culto, averigüé que para él Bolívar era un
sombrero y San Martín un santo” (ED: 65).
Pero opera a su vez, en el discurso dariano, una heterofobia de
segundo orden, al rechazar la asimilación del hispanoamericano con el
extranjero no europeo, y con los propios, cuando son indígenas, “los aztecas,
chorotegas, quinches y coyas que hacen el marqués y el príncipe”. El
rastacuerismo como discurso generado desde el centro, París, es un modo
del chauvinismo que a su vez promueve otras discriminaciones: “Por otra
parte es una injusticia hasta cierto punto el achacar a los americanos de
lengua española la mayor parte en lo que se ha llamado ‘rastacuerismo.
Innumerables valacos y griegos, muchísimos italianos, españoles y gente de
Oriente han dado y dan notas sonoras en tal campo” (ED: 65). El intelectual
25
La Nación 11/12/1902.
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24
hispanoamericano no escapa a esta colocación: “se nos conoce apenas”,
“nos ignoran de la manera más absoluta”, “no se hace diferencia entre el
poeta de Finlandia y el de la Argentina, el de Japón o el de México” (ED: 68).
La falta de reconocimiento llevará a Darío, como a otros escritores
hispanoamericanos despechados por la ciudad, a estar “encerrado en mi
celda de la rue Marivaux, / confiando sólo en y resguardando el yo”, como
dirá en la “Epístola a la Señora de Lugones”.
El “viejo París”, la nostalgia impostada y el giro en el relato parisino
La Exposición del 900 fue un palimpsesto de las diferentes caras de París a
través del tiempo, gesto con el que la ciudad se autocelebró y afirmó su
carácter de capital de la cultura. Entre estas caras, el viejo París o Paris
Vieux es una de las alas más frecuentadas por los cronistas. Paris Vieux se
constituyó en tópico de la literatura parisina a mediados del siglo XIX como
consecuencia de las transformaciones urbanas emprendidas por Haussmann.
El tópico invadió, asimismo, la más reciente de las artes, la fotografía, que
nace a mediados del siglo XIX. Los estrechos callejones medievales, que
desaparecerían al golpe de los nacientes bulevares, antes de su derrumbe
fueron registrados, por encargo de la comuna parisina, primero por la técnica
del daguerrotipo y luego por las abundantes fotografías de fin de siglo, como
las captadas por el afamado Eugène Atget. Por algún motivo, no difícil de
entender, la gran mayoría de los cronistas hispanoamericanos eligen el “viejo
París”, una tierra de imaginación y fantasía que remite, lógicamente, a un
paraíso perdido. Los cronistas son liderados en este cultivo nostálgico del
motivo por el más representativo de todos ellos, Rubén Darío, que añora
cuando “la existencia no estaba aún fatigada de prosa y de progresos
prácticos” (P 43), si bien el nicaragüense objetará la fallida reconstrucción de
ese París del pasado, obra de Albert Robida.
La transformación de la ciudad es, por cierto, un tema baudeleriano
por excelencia, como ha propuesto, de modo insuperable, Walter Benjamin.
En el poema “El cisne”, dedicado a Victor Hugo, leemos: “Mientras el nuevo
Carrousel iba cruzando / Mi mente pródiga fecundó con su caudal. / Se fue el
viejo París. (De una ciudad la forma / ay, cambia más de prisa que un
corazón moral)” (Baudelaire,1963: 176). La caminata por la ciudad evoca,
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25
nostálgica e irrecuperable, esa “otra ciudad” desvanecida bajo los nuevos
monumentos, pero presente en la memoria del caminante. Pascale Casanova
sostiene que las descripciones de París, eso que llama la “recitación
parisiense”, se repite idéntica desde el siglo XIX a 1960: “los lugares
comunes de las descripciones parisinas son transnacionales y
transhistóricos” (2001: 45). No obstante, creemos que estos tópicos o lugares
comunes sufren una considerable transformación en estas y otras crónicas.
Los cronistas latinoamericanos coleccionan retazos de la ciudad y les dan un
sentido propio. El viejo París de sus escritos no responde exclusivamente al
tópico nostálgico instalado en la tradición de los escritores franceses, sino
que asume ahora otra función. Se trata de una nostalgia impostada, que
termina desfigurando la representación y que opera en desprestigio del
objeto. En otro lugar he sostenido que el relato parisino se transforma, acorde
se transforma la relación del escritor latinoamericano con París (Colombi
“Parisiana” y “Camino a la meca”). De hecho, creemos que en el fin de siglo
se instaura un nuevo relato desmitificador de la centralidad parisina, que
destruye el fetichismo que genera la ciudad. La relación de transferencia
entre escritor migrante y ciudad deseada se debilita, transforma y hasta
resquebraja. Por razones emotivas y subjetivas se produce un nuevo relato
aparentemente nostálgico del pasado (del “viejo París”) pero que sirve, en
realidad, de vehículo a la decepción, desajuste y recolocación de la mirada
del visitante. Si las representaciones de los escritores parisinos apelan a las
correspondencias del presente con una memoria colectiva que no ha
desaparecido, los migrantes, ajenos a esa memoria colectiva, la reconstruyen
en sus relatos como pérdida irrevocable y clausura del paraíso parisino. Así,
París se transforma. Pasa de ser ciudad-meca de aspiraciones de
consagración, para volverse ciudad-corredor, de breve pasaje y cauta
permanencia. Darío cierra su crónica parisina de 1900 con una pregunta:
“¿es París, en verdad, el centro de toda sabiduría y de toda iniciación?” (P
154). El cosmopolita duda, y es posible que la duda abra la tradición de
nuevos y diferentes peregrinajes.
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