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Otro aliento en vuestros labios. Darío y la crítica latinoamericana
Por Facundo Ruiz
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El sueño de Rubén Darío, dice él mismo, era escribir en lengua francesa; pero el
juicio es también suyo– “cometió” algunos versos en dicha lengua que, mereciendo
perdón, lo alentaron a no repetir la experiencia. Esta reflexiva confesión de
vocabulario casi policial, o simplemente judicial, es hecha a Paul Groussac en el
diario La Nación a fines de noviembre de 1896. Forma parte, como se sabe, de la
respuesta de Darío a la crítica reseña que el entonces director de la Biblioteca
Nacional había dedicado, poco antes, a su libro Los raros. Y señala, además de un
vínculo delicado pero histórico entre lengua y justicia (más o menos religiosa), una
de las líneas argumentales más ricas de su texto –y más persistentes en América
Latina–, como es la que enlaza experiencia y escritura según acontezcan o no en
una misma lengua: pensar en francés y escribir en castellano, dice Darío; escribir en
castellano hablando quechua, dirá Arguedas; comentar al español en su lengua,
había dicho el Inca y, poco más tarde, su coterráneo Espinosa Medrano demostraba
la virtud poética insoslayable que resultaba de usar la sintaxis del latín para escribir
en español. Y otro tanto podría especularse con el francés de Copi o de Moro, el
italiano de Wilcock y el inglés de Martí, e incluso con el argentino de Ferdydurke, el
alemán de La Casa de Cartón o el español de algún Bolaño póstumo, como el de El
secreto del mal. Todavía César Aira, decía Fogwill en 1982 (cfr. 2008: 277), pensaba
en francés y escribía español; y para confirmar el vínculo, en marzo de 1985 –casi
celebrando el primer centenario de Los raros Aira firma la “Advertencia” de su
Diccionario de autores latinoamericanos y aclara, darianamente, que se trata de un
trabajo “enteramente personal” dirigido al lector, “y dentro de esta especie apunta a
los buscadores de tesoros perdidos” (2001: 7).
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1
Es Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeña como profesor de
literatura latinoamericana. Investigador de CONICET, se dedica al estudio de la literatura
hispanoamericana, especialmente del período colonial, y a la historia de la crítica en América Latina.
Desde 2010 coordina el grupo “Estudios barrocos americanos” (Instituto de Literatura
Hispanoamericana, UBA). Ha publicado múltiples ensayos dedicados al barroco americano, tema de
su tesis doctoral. En 2012 coeditó el tomo Figuras y figuraciones críticas en América Latina. En 2014
preparó la edición crítica Nocturna, más no funesta sobre textos de Sor Juana Inés de la Cruz.
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El Diccionario se publicó, finalmente, en 2001, siendo su “Advertencia” de 1985 y su “Posdata” de
1998.
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Pero siendo esta una de las líneas matrices de la argumentación dariana e
incluso de su poética (cf. CARESANI, 2014), vale decir: no repetir una experiencia en
la misma lengua o no repetir la lengua de una experiencia, no ha sido la más
atendida. O, quizá, no lo ha sido de forma dominante –indicando el quid de la
cuestión–, como parece haber sido el ligeramente similar asunto de la tensión
entre original y copia. ¿A quién podré imitar para ser original?, es el ingenuo verso
de Coppée que Groussac no sólo convierte en divisa, para endosar a Darío y la
literatura de sus ratés, sino en consigna, para pensar y organizar la “literatura
española” y su bizantina promesa “para el arte nuevo americano” (GROUSSAC, 1896:
480). De esta manera, un francés en castellano cuestiona a un nicaragüense
afrancesado la ecolalia de su literatura, y puntualmente, el considerar que alcanzará
virtud alguna el “eco servil” de expresiones mediocres o, literalmente, decadentes.
Era mi intención presentar este problema bajo una perspectiva distinta, y
partir de la siguiente hipótesis: las lecturas de la “polémica” entre Darío y Groussac
no han hecho sino “responder” al segundo y “coincidir” con el primero. O, dicho de
otro modo, las lecturas del intercambio de pareceres críticos entre Darío y Groussac
no sólo atienden menos –se detienen menos en– la respuesta de Darío sino que dan
por buena la razón o presupuesto de Groussac. Pero esta hipótesis es, también,
rápidamente comprobable: cuantitativa y cualitativamente. En primer lugar, por el
simple hecho de que la mayor parte de las lecturas han enfatizado un “antagonismo”
–del orden de la ruptura estética (cf. SISKIND, 2006) donde se establecía un
“diálogo”, del orden de la simultaneidad en proceso de un campo intelectual y sus
búsquedas de conciliación o reconocimiento (cf. COLOMBI, 2004), o también, un
sencillo “intercambio” de perspectivas, del orden de la discontinuidad de la lectura
propia de la historia literaria latinoamericana (cf. ZANETTI, 1987). En segundo lugar,
esta hipótesis se (auto)comprueba en el “objeto” mismo que estaría siendo puesto
en cuestión: la tensión entre original y copia y su efecto ideológico, la dominación
colonial o clausura de negociación cultural con su inevitable subordinación artística
(cf. SCHAEFFER, 2012) de donde, no obstante, surgiría una identidad tan moderna
como latinoamericana, vale decir, tan universal como particular.
Dada esta situación, acoto mis objetivos y avanzo en el boceto de dos
direcciones posibles y solidarias: por un lado, atender a ciertos pasajes de la
respuesta de Darío, puntualmente aquellos donde rápidamente se desentiende del
asunto del original y la copia, señalando que allí no hay ningún problema artístico o
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estético, menos aún en términos de su literatura; y por otro, pensar brevísimamente
por qué se da por buena y, epistemológicamente, se convierte en “objeto” crítico
insoslayable la cuestión del original y la copia, por qué en la crítica latinoamericana
es tan frecuente y problemática la cuestión de la imitación y del modelo, por qué a
fin de cuentas– nuestra crítica sigue siendo tan sensible al planteo de Groussac, que
–cabe recordar– no niega al “arte nuevo americano” su originalidad, a condición
ciertamente no generosa– de que se reconozca allí, ya la ausencia de ideas, es
decir un arte “frívolo e infantil”, “a la manera de cigarreros y perfumistas” (un arte
como objeto mercantil) (GROUSSAC, 1896: 475), ya la presencia de un modelo mayor
o “cultivado”, lo que deja a la originalidad americana dos opciones claras y
definitivas: la de una “virginidad” natural entrañable, la de una “minoridad” cultural
incordiosa (1896: 480).
Dudo que esto haya sido pasado por alto por Darío. En cualquier caso, en
“Los colores del estandarte” esa insidiosa pregunta con que cerraba Groussac su
texto no sólo es retomada, y en cierta manera reescrita –pues Darío la encarna o
personifica, desplazando al personaje de Coppée y emplazando, una vez más,
públicamente su intimidad de forma reflexiva: “Qui pourrais-je imiter pour être
original?, me decía yo(Darío, 2013: 308-309, cursivas mías); sino que es respuesta
en poco más de un párrafo (de los casi treinta que tiene el texto) y casi como al
pasar, como si fuera obvio que, para ser original, hay que copiar “Pues a todos”
(Darío, 2013: 309), ya que en la multitud se diluye lo individual –como narrara Poe–
y bien podría decirse que quien copia a todos no copia a nadie.
Pero Darío, que en ese “Pues a todos” abre la senda que transitarán
diversamente Henríquez Ureña, Reyes y finalmente Borges, no deja el asunto ahí y
agrega, o explica: “A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a
mi sed de novedad y a mi delirio de arte: los elementos que constituirán después un
medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original” (2013: 309). La
sencillez del razonamiento, su matemática básica (una ecuación de una sola
incógnita) y su sintaxis coloquial de remate misterioso (lo paradójico de lo real: y el
caso es que resulté), es la primera respuesta.
No obstante ninguno de los verbos seleccionados por Darío es “copiar”, ni
“imitar”. Vale decir: a la pregunta de a quién podré imitar... responde, primero,
elidiendo el verbo (“Pues a todos”) y luego con una serie de verbos que ni lo
sustituyen ni lo presuponen, sino que describen una acción distinta o, más aún,
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simplemente lo que él ha hecho: aprender, agradar, cuadrar, constituir y resultar. La
selección es también elocuente en su orden. Se aprende antes de agradar, como
quien evalúa el terreno donde se desarrollará la acción; y nada resulta sin haber
constituido algo antes, porque siempre hay “algo” antes: nadie crea de la nada. Otra
chinería de Darío.
3
Y no obstante articular todo esto con enfáticas y reiteradas
marcas de primera persona (aprendía lo que me agradaba y me agradaba lo que
cuadraba a mi sed de novedad y mi delirio de arte...), el mecanismo descrito es
notablemente impersonal y, sobre todo, de impersonalización: en primer lugar, se
trata de tomar tal o cual elemento no por la autoridad o jerarquía que tenga o que le
haya concedido quien los ha producido sino sólo por el deseo de quien los toma; en
segundo lugar, se trata de hacer de esos “elementos”, es decir, de esos meros
“componentes” (sin firma ni conjunto de sentido) “un medio” posible de expresión
individual, vale decir, de manifestación de aquel deseo como unidad de sentido y,
más aún, de sentido propio. “Y el caso es que resulté original”. Ciertamente, de
recomponer un sentido o hacer que un conjunto de elementos más o menos
arbitrariamente preferidos lo adquiera a “resultar original”, el pasaje no es tan simple,
sobre todo porque supone algo distinto de lo individual y del deseo y sentido propios.
Como bien dice Darío, si Azul... resultó un “libro revolucionario” a punto de dar “la
nota inicial”, ese fenómeno no puede desligarse de las “sonrisas oficiales” que lo
precedieron, y luego acompañaron y encumbraron. Y a tal punto, que Péladan,
escritor francés, “imitó francamente mi Canción del oro(2013: 309). Es notable no
sólo que, ahora sí, el verbo sea “imitar”, sino que se encuentre acompañado de
“francamente”: imitar francamente es lo que hace cualquiera, cualquier lector
deseoso que además- escribe, pues eso que francamente imita –incluso si no se
da cuenta de que imita- es lo que ha cuadrado a su sed de novedad y a su delirio de
arte, sed y delirio que lavan francamente lo imitado de nombres propios; pero
también, según como se entone el “francamente”, imitar francamente es copiar
palmaria y hasta deliberadamente, imitar tan sin cuidado que cualquiera
francamente- podría notarlo. La diferencia en cualquier caso ya no es estética, o ya
no es sólo estética, pues es también o sobre todo ética, ya que supone el modo en
3
La estrategia china apoyarse en el potencial (noción de shi) inscripto en la situación o configuración
(noción de xing) para dejarse llevar por él en el curso de su evoluciónsupone una operación previa
de evaluación o cómputo (noción de xiao). “Se sale así de una lógica del modelaje (la del plan-modelo
que da información sobre las cosas), lo mismo que de la encarnación (una idea-proyecto que viene a
concretarse con el tiempo), para entrar en una lógica del desarrollo: dejar que el efecto implicado se
desarrolle por sí mismo, en virtud del proceso iniciado” (Jullien, 1999: 32-34).
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que cada artista concibe su comunidad y el modo de participación en ella. Y
entonces, casi sin mediaciones, el asunto se torna político.
Ha dicho Real de Azúa (“El modernismo”): toda política tiene su ética, pero
no siempre la ética se torna política, y eso es lo que sucede con la estética del
Modernismo: tiene su ética, no su política. Pero esto también, cabe agregar,
presenta sus momentos o bemoles: ahora, en “Los colores del estandarte” (1896),
Darío dice “Péladan me imitó francamente” y pasa a otra cosa; pero en 1913,
también en La Nación donde aparece parte de lo que sería Historia de mis libros,
dice algo más: dice –primero, y casi parafraseando lo que ha dicho en 1896- que él
envió Azul... a París y que “tiempo después” apareció el texto de Péladan, “más que
semejante al mío. Coincidencia posiblemente”; pero enseguida agrega que no quiso
“tocar el asunto, porque entre el gran esteta y yo no había esclarecimiento posible, y
a la postre habría resultado, a pesar de la cronología, el autor de La canción del oro
plagiario de Péladan” (2013: 309, nota 27). Otra vez el léxico toma una coloración
policial o judicial (esclarecimiento, plagiario), pero lo que interesa –en términos del
asunto de “original-y-copia”- es el criterio político, geopolítico incluso, que usa Darío
para referirlo, puesto que la cuestión del original y la copia no se dirime ni organiza
ni se entiende con una cronología (primero el original y luego la copia), sino según
cierta topografía en la que Francia o Europa siempre estará antes, como quien dice
“en el origen” o donde lo “original” y “el modelo” tienen su legítimo lugar; mientras
que América, se sabe, viene después, pero una vez más, no cronológicamente sino
topológicamente, pues aquí se encontraría lo originado (no lo original), lo legitimado
(no lo legítimo), el esclarecimiento (no lo esclarecido). Y ese es un asunto político,
no estético, o no únicamente estético, de política cultural quizá pero sin duda no de
expresión literaria. La imitación es –tradicionalmente incluso- un asunto estético, y
sobre eso intercambia pareceres con Groussac; el plagio –que supone la legítima
distinción entre original y copia- no, pues implica un tercero –la justicia- que dirime la
legitimidad del reclamo o la acusación y el instrumental (práctico y conceptual)
adecuado. Lógicamente, Darío percibe que Groussac busca cruzar ambos campos,
ser “juez y parte”; pero antes que discutirle tal presunción, el afrancesado decide no
aceptar el lugar de enunciación que el francés quiere asignarle a su respuesta: no
hablará según aquella topografía, por la misma razón que en Los raros- también
cuestiona a Martí su “patriótica locura”, el haber seguido una triste, engañosa estrella
(Darío Los raros 271). No se trata de ser francés o cubano, sino de ser escritor. Y si
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eso o yo y nosotros pueden tramar “ese tejido disensual” donde arte y política
reconfiguran la experiencia de lo sensible (RANCIÈRE, 2010: 65-67), en cualquier
caso no son lo mismo, ni se corresponden, naturalmente, el color y el estandarte.
Este es el lugar que la crítica latinoamericana no siempre elude, el lugar que
suele hacer de América –en la enunciación crítica, pero no sólo- un eterno devenir,
el mito de un archivo, el exceso o el resto de otra cosa, el lugar de las rupturas y
excepcionalidades, de continuidades o regularidades más o menos localizables en
otra parte, el espacio dilecto para las versiones, perversiones e inversiones de
modelos autorizados y significantes paternos y patentes, según también una
cronología de desencuentros y modernidades desviadas. Este lugar funciona,
espacialmente, como un mapa de originales y copias o centros y periferias, pues se
trata de una topografía jerárquica de lo original y lo originado y no –como dice Darío-
de una cronología de antes y después. Vale decir: lo original y lo originado pueden
ser simultáneos, y el siglo XVI podría pensarse como un punto capital de esta
topografía y esta historia no lineal, pues Europa “descubre” América al mismo tiempo
que la experiencia americana “hace” Europa tal cual es hoy y nunca antes había sido
(cf. BERNARD Y GRUZINSKI, 1996: 9); pero aun siendo simultáneos, lo original y lo
originado no tienen el mismo valor, no ordenan de la misma forma, no dan origen a
efectos similares: siempre lo original reclamará haber estado antes; y no habrá
comienzo que sea legítimamente un principio si lo original no lo avala. Lo originado
está destinado a reconocer lo original si pretende tener alguna legitimidad: cuando
Pascale Casanova describe la literatura de Darío, casi un siglo después, vuelve a
ocupar enunciativamente– el lugar que Groussac había pretendido y el
nicaragüense había preferido ignorar, vale decir, cierta aduana del gusto o tribunal
crítico; y por eso ella no habla de influencias angustiosas ni de recepciones fallidas
sino de un “desvío de capital” (2006: 81), de un Darío que –tras reconocer una
capital literaria y un capital simbólico: París– se decide a re-crearlo, à la
latinoamericana. Dicho de otro modo: en tanto reconoce una jerarquía (París, el
simbolismo), Darío puede avanzar legítimamente. Al César lo que es del César. Y
este mapa, esta topografía imperial, tampoco parece alterarse demasiado con el
planteo de Franco Moretti (“Conjeturas”, “Nuevas conjeturas” y “Dos textos”): se
trata, sin duda, de una enorme mejoría de circulación y sentido, de una ingeniería
crítica realmente sugerente, pero que funciona o puede hacerlo sólo en un terreno
balizado por centros y periferias, y por un antes y un después que –decía Darío- no
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señala cronología alguna sino que se presta pronto al juego, literaria y críticamente
improductivo, de los originales y copias. ¿Los latinoamericanos fueron románticos
antes que los españoles? ¿El Modernismo cambió la dirección de influencias? ¿El
Boom alteró el mapa de centros y periferias? ¿Beckett –como dice Efraín Kristal- “le
debe mucho a la poesía de César Vallejo” (2006: 110)? Cambia el César pero no el
sistema de deudas, ni el mapa impositivo, ni el orden imperial.
En ese sentido Darío, como luego Ureña –no todo Ureña, pero Ureña
siempre–, han trazado un mapa distinto para las corrientes literarias americanas;
fundamentalmente porque ellos, sor Juana y su Respuesta mediante (como Azul...,
otra nota inicial), nunca han respondido desde el lugar que el interlocutor les
asignaba, o según el mapa o modelo que de mismos tenían los demás. Y bien
podría Darío, recordando otro estandarte jerónimo, responder entonces –como ella,
antes- a Groussac: No soy yo el que pensáis, / sino es que vos me habéis dado /
otro ser en vuestras plumas / y otro aliento en vuestros labios.
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