Antelo, “Beatriz Sarlo, latinoamericanista Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 20-45 20 ISSN 2422-5932
BEATRIZ SARLO,
LATINOAMERICANISTA
BEATRIZ SARLO,
LATINAMERICANIST
Raúl Antelo
Universidade Federal de Santa Catarina
Ensó en la Universidade Federal de Santa Catarina y en las de Duke, Texas at Austin, Maryland
y Leiden. Fue investigador del CNPq, Guggenheim Fellow y presidente de la Associão Brasileira de
Literatura Comparada (ABRALIC). Recibió el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional de Cuyo.
Es autor de Maria con Marcel. Duchamp en los trópicos; Archifilologías latinoamericanas; A
ruinologia; Visão e potência-do-não; A máquina afilológica; En muerte: miniaturas urbanas;
Azulejos. Lo transvisual y la arqueoloa de lo moderno e Inventário de sonhos usados. Goya
plagia Didi-Huberman. Editor de Mário de Andrade, Jorge Amado y João do Rio, preparó, en colaboracn,
Lirismo+Ctica+Arte=Poesia. Um século de Pauliceia Desvairada.
Contacto: antelo1950@gmail.com
ORCID: 0000-0001-9799-6550
DOSSIER
Beatriz Sarlo, crítica cultural
de América Latina
Antelo, “Beatriz Sarlo, latinoamericanista Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 20-45 21 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 23/04/22 Fecha de aceptación: 02/07/22
Crítica marxista
Crítica cultural
Historia
De muchas maneras, la orientación general del latinoamericanismo de Beatriz Sarlo proviene de Pedro
Henríquez Ureña, quien escribió una historia social de la heterogeneidad, incorporando prácticas
comparativas. Sarlo ha abordado las tensiones entre culturas masivas, de elite y populares, lo cual
presupone una reconfiguración de autoría, lectura, textualidad y contexto.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Marxist Criticism
Cultural Criticism
History
In many ways, the general direction for Beatriz Sarlo´s Latin-American criticism comes from Pedro
Henríquez Urena who wrote a social history of heterogeneity, incorporating comparative practices.
Sarlo fosused the tensions between mass, elite and popular cultures, which also involved a
reconfiguration of authorship, readership, textuality, and context.
KEYWORDS
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Doy vueltas por Los Libros con Beatriz S., coincidimos en que David
propone un modelo literario siglo XIX tipo Sarmiento: el Lisandro se instala
en ese proyecto y encuentra un público pasivo y acomodado.
Ricardo Piglia
Los diarios de Emilio Renzi: Los años felices
Beatriz Sarlo estaba en vías de serlo cuando Victoria Ocampo reunió a un
grupo de intelectuales, remedando las reuniones del Colegio de Sociología,
en los fondos de la librería de Aron Natanson, de la rue Gay Lussac, para oír
a Roger Caillois hablar sobre el carácter unitario de América. Pedro
Henríquez Ureña, gentil, elogió al conferencista por mostrar que la idea de
las semejanzas y hasta de la posible unidad de las Américas no estaba fundada
en el panamericanismo de origen político. Hay unas realidades que unen las
Américas. Claro está que tenemos que tomar en cuenta lo que las separa,
como ha recordado Caillois o ha señalado en otra ocasión Arciniegas: las
diferencias de norte y sur, y hasta las de Atlántico y Pacífico. Es curioso,
advertía Ureña, que esa idea de la unidad de las Américas, que entonces se
presentaba como propósito que venía de los Estados Unidos, como idea que
irradia sobre todo de Washington, fuese, en su origen, una idea de la América
latina. El primer panamericanista no es Blaine, no es ningún estadista
norteamericano; es Bolívar, que concibe el Congreso de Panamá. Y, a lo largo
del siglo XIX, se puede encontrar en los latinoamericanos por ejemplo, en
poetas como Andrade, que escribían odas políticas la idea de una unidad de
América. Hay, pues, las realidades que ha señalado Caillois y la historia de la
idea de la unidad de América, hecho muy interesante. Hasta antes de 1889, la
idea de la unidad de las Américas pertenece a la América latina; a partir del
momento en que Blaine imagina la primera Conferencia Panamericana,
Washington es el centro de esa idea, y entonces la América latina empieza a
entusiasmarse menos por ella. Con relación a las similitudes que ha indicado
Caillois, el problema es si esas unidades básicas pueden sobreponerse a las
diferencias entre dos Américas que están separadas políticamente y en
aspectos de su cultura. Pero es curioso que, por ejemplo, Brasil, cuya lengua
apenas se distingue del español y, en consecuencia, si cualquiera de nosotros
va a Brasil y habla español se le contesta en portugués y nosotros lo
entendemos perfectamente, es curioso, ponderaba Ureña, que Brasil, a pesar
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de eso, se mantenga separado de la América de habla castellana, solamente
por esa pequeña diferencia. El ningún trabajo que nos tomamos cuando
vamos a Brasil para hablar portugués se traduce en el ningún trabajo que
hacemos por leer portugués. De ahí que, en muchos sentidos, Brasil
permanezca ignorado por la América española. Y, sin embargo, las
semejanzas de Brasil con el resto de América latina es decir, con la América
de habla española son muy grandes. Hay diferencias puramente externas,
como el hecho de que Brasil haya sido Imperio durante más de sesenta años;
pero es significativo que al fin se haya convertido en república, y que esa
república se conduzca exactamente como las demás de América latina. Es
hecho que se ha señalado más de una vez cómo ciertos fenómenos sociales
y políticos ocurren en América latina con una identidad cronológica
sorprendente. Por ejemplo, en los años 1880-1890, la transformación
económica de toda América latina. Caillois consideraba que era posible una
especie de unidad, sobre la base de que toda América latina aprendiera inglés
y toda la América de habla inglesa aprendiera el castellano. Eso,
indudablemente, sería un acercamiento grande; pero quedan muchas otras
cosas. Quizás, ante todo, es la diferencia de poder lo que salta a los ojos y
para muchos es como una barrera. Hay, después, diferencias de tradición, por
ejemplo, tradición religiosa, que influye de un modo esencial en el carácter de
los pueblos. El protestantismo, sobre todo el protestantismo de tipo
puritano, no el protestantismo de tipo episcopal, define al pueblo
norteamericano, explica muchos hechos de su historia, y ayuda a explicar el
desarrollo económico. En cambio, el catolicismo explica hechos de la vida
hispanoamericana. Poco importa que, en este momento, haya mucha
indiferencia religiosa, en el Norte como en el Sur: desaparece si se quiere
el contenido de la religión, pero quedan los marcos y el marco mental del
catolicismo y el del protestantismo calvinista.
Años más tarde, a sus veinticinco, una reflexión de Beatriz Sarlo sobre
los comienzos de la literatura argentina merece el beneplácito de un jurado
integrado por Guillermo de Torre, autor de Literaturas europeas de vanguardia,
un exquisito cuentista como José Bianco, secretario de redacción de Sur, y
Bernardo Canal Feijóo, teórico de las dinámicas culturales, no menos
sofisticado, y autor de Confines de Occidente, lo cual se tradujo en el sostén
económico para ese primer libro. En Juan María Gutiérrez: historiador y crítico de
nuestra literatura (1967), Sarlo desgrana su concepción de la disciplina y juzga
necesario ver y determinar cuáles fueron y si en realidad existieron los
antecedentes de una crítica y un concepto de literatura en el Plata. No se
pregunta por América en su conjunto, ni siquiera por la Argentina en su
extensión, sino por aquello que, señalado por Luis Emilio Soto (1924) y por
José Luis Romero (1976), Ángel Rama más tarde llamaría, con espíritu
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ateniense, la zona sur-atlántica (1998), y cuya línea de fuga se sitúa en las
“ciudades” de Emily Apter.
1
Decía pues Sarlo:
Las preocupaciones literarias estuvieron presentes de manera más o menos
activa desde fines del siglo XVIII en la capital porteña: en el periódico de
Cabello y Mesa se publicó la Oda al Paraná de Lavardén y otros poemas lo
cual es índice de una avidez en el público y de la importancia asignada por el
director del periódico a las manifestaciones literarias y en especial a la poesía.
Es interesante además comprobar que durante esos años cualquier
producción escrita era considerada dentro del campo de la literatura, lo cual,
a la vez que hacía borrosos sus límites, no permitía una consideración crítica
que estableciera valoraciones estéticas ya que estas hubieran tenido que
referirse a las producciones más disímiles. El nacimiento de una conciencia
valorativa del hecho literario implica una madurez en la concepción de la
literatura y sus funciones, madurez que no se dio sino años después. Una
crítica implica que la obra literaria es considerada como un producto cultural
que tiene sus leyes propias y a las cuales se ajusta. El hecho literario es visto
como específico y definido dentro del campo de la cultura. La literatura se
convierte en un fenómeno particular, que encierra toda una problemática, y
debe ser abordada con instrumentos especiales. La existencia de una crítica
implica, además, que los hombres que hacen literatura se plantean este
quehacer como algo específico y esencial, diferenciado de los otros
1
Escribe Rama en 1955: “La acción europeizadora no significó la sistemática venta del país al extranjero,
(económica y lo que aquí nos importa más, cultural) como se le reprochó al partido de la Defensa que
jugó desde sus orígenes dentro de ese esquema de influencias; ni la restauración del lazo americano por
parte del oribismo fue siempre entrega a las hordas rosistas y a las que le vienen sucediendo hasta hoy.
Corregido el exceso, la situación debe señalarse como tendencia latente que puede desbordarse hasta ese
extremo apuntado y que se atempera merced a la pugna histórica que nos singulariza. Quizá podamos
agregar a este atemperamiento, otro que se origina en un común denominador: nuestra congénita
pobreza, o con más dulzura, nuestra llaneza que ha actuado como freno para toda grandilocuencia o
vanidad cultural empingorotada; quizá es ella la que nos ha concedido una constante y auténtica
experiencia lírica, cuando del otro lado del que ahora es charco ha sido tan remisa en prodigarse. Un
puerto, Montevideo, una tierra, la Banda Oriental, han de ser creados como punta de lanza que
testimonien la propiedad sobre esa vacua tierra de nadie que comienza a serlo de todos. Deberán actuar
como frontera contra el extranjero, portugués, inglés o quien sea réprobo, y les corresponderá, por real
decreto, ejercitar las virtudes militares y la honestidad cristiana en beneficio de españoles, porteños o
quien sea autorizado, hasta que se resuelvan a explotar ganado y tierra, conjuntamente, en provecho
propio. (¿Habrá cambiado desde entonces ese sentimiento de estar explotando un bien ajeno, o bien de
nadie, del inmaterial y lejano fisco, en beneficio personal, aun después que el bien dejó de ser ajeno para
ser propio?) Como típica marca fronteriza creados, de ella mantenemos la situación, aunque alterada,
generando las mejores condiciones en este juego inhóspito de parapeto defensivo de otros. La marca
resultó contaminada por su ocasional enemigo y volvióse en nombre de él contra el cuerpo ideológico
al que pertenecía. No alteró su situación de marca fronteriza, pero su complejidad es ahora sustancial e
íntima, su equívoco decisivo y su singularidad cultural queda señalada por este acontecer dual” (Rama,
1955: 144). Véase el concepto de “ciudad” en Emily Apter (20113).
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quehaceres, y con un campo de acción y elementos que lo son particulares
(Sarlo Sabajanes, 1967: 37-8).
2
Coerción
Beatriz Sarlo acompaña así las concepciones más avanzadas en términos de
literatura y sociedad. La crítica marxista inglesa ya había mostrado, desde los
años treinta, que el rasgo típico de la economía capitalista consistía en arrasar
con todas las relaciones directamente coercitivas entre los hombres, para
instalar en su lugar al Estado como salvaguardia del derecho de propiedad.
Los hombres, desvinculados de la manera coercitiva que los unía en la
sociedad feudal, en la que el siervo estaba atado a su señor y este a su rey,
producían ahora independientemente para el mercado libre y compraban en
ese mismo mercado. Alofrecían no sólo su producción sino también sus
capacidades, y tenían derecho, sin impedimento ni obstáculo alguno, a vender
su fuerza de trabajo al mejor postor. Este acceso sin restricciones constituía
la libertad de la sociedad capitalista. Todo haría pensar que en esta sociedad
estaban ausentes las relaciones coercitivas entre los hombres, pero sólo
existían, en verdad, relaciones de fuerza entre ellos y un bien por encima de
todos los otros, la propiedad. El mercado se integraba así a la naturaleza,
sujeto a las leyes naturales de la oferta y la demanda; pero esta coerción no
parecía impuesta por los hombres, sino por fuerzas naturales ciegas, aunque
el mercado no era sino la expresión ciega de las verdaderas relaciones entre
los hombres, relaciones de coerción. Precisamente por ser una expresión ciega,
era coercitiva y anárquica, actuando con la violencia y la incontrolable
inexorabilidad de las fuerzas naturales. Y precisamente por estar
enmascaradas, tales relaciones coercitivas entre el capitalista y el asalariado
eran tanto más brutales y desvergonzadas. (Caudwell, 1972: 75).
Se trataba, en suma, de una economía de un falso individualismo y de
una vana libertad para la mayoría, en que la época se ajustaba, como le era
posible, a la sociedad burguesa en que se implantaba. Como explicaba uno
de los más brillantes representantes de esa escuela, Christopher Caudwell, la
dominante burguesa era proporcional a la ausencia de relaciones
directamente coercitivas entre los individuos. Había restricciones, es verdad,
en todo semejantes a las restricciones feudales que ataban a los siervos a su
señor, pero una libertad sin relaciones sociales no sería, en absoluto, libertad,
2
Estas ideas madurarán en un clásico de Sarlo, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930.
Acatando las sugerencias de Giorgio Agamben, en Polichinela o divertimento para los muchachos, en relación a
la máscara, discriminé los textos firmados por “Beatriz Sarlo Sabajanes” de aquellos firmados con el nom
d´artiste, “Beatriz Sarlo”, para mejor definir el lugar de Sarlo entre los modos de vida de un cuerpo
biológico, una vida desnuda, libre de marcos civiles y políticos, aunque a merced del poder, y un cuerpo
político, gracias al cual la vida pública se abre hacia posibilidades situadas más allá de lo viviente.
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sino una anarquía ciega, de ahí que, a la ausencia de relaciones intersubjetivas
directas, la sociedad burguesa debiese añadir la presencia del derecho a la
propiedad absoluta de los medios de producción, a través de un poder estatal
de coerción. Pero puesto que el derecho a la propiedad otorga al propietario
de los medios de producción un poder coercitivo sobre el trabajador “libre”,
tanto el Estado como la economía burguesa ocultan una sociedad coercitiva
para la mayoría y en que la única libertad consiste en la relación entre la
burguesía y la naturaleza. De ese modo, la sociedad burguesa se piensa a
misma como libre, pero, para el resto de la sociedad, no deja de ser coercitiva,
ya que su individualismo y su mercado libre constituyen el método de
coerción del que ella se vale, lo que configura la contradicción fundamental,
no sólo de la sociedad burguesa, sino del desarrollo mismo de la cultura
capitalista (Caudwell, 1972: 70-1).
Pero la joven Beatriz Sarlo ve que, más allá de esas relaciones de
coerción, sólo se puede hablar de literatura cuando hay metaliteratura en
juego y por ello cree que
Una crítica sobrentiende un segundo grado en la evolución literaria de un
pueblo: de la creación y recepción de lo creado en forma intuitiva y con la
naturalidad de lo no teorizado se pasa a la reflexión sobre el producto al cual
se le fijan ciertos fines y se plantea su problemática. Desde ese punto de vista,
la crítica se convierte en cocreadora ya que, junto y antes de que el creador
conciba el producto literario como perfectamente diferenciado de los otros
objetos de cultura, comprende sus peculiaridades, aquello que hace que la
literatura sea literatura antes que documento individual o general. Es difícil
que una crítica literaria nazca en los primeros años de producción de un
pueblo ya que su nacimiento representa un segundo nivel en la evolución de
las ideas. Por otra parte, la crítica literaria no puede sobrevenir sino cuando
está llamada a enfrentar obras que desafíen la tarea del crítico. La pequeña
producción poética de una aldea no puede engendrar críticos porque la crítica
desarrolla en la práctica una teoría y una estética sobre obras donde esa teoría
y esa estética pueden ser detectadas o criticadas positiva o negativamente.
Una crítica solo puede ejercerse frente a una literatura con conciencia de tal
(Sarlo Sabajanes, 1967: 38)
Ser consciente de tales motivaciones significa querer libremente, es decir, ser
consciente de la necesidad de sus propias acciones. No ser consciente, empero,
es obrar de manera instintiva, ciega o animalesca, como alguien empujado
por la espalda. Esa conciencia no se logra gracias a la introspección, sino
mediante una lucha con la realidad, que ponga al descubierto sus leyes y
proporcione al hombre los medios para manejarla conscientemente
(Caudwell, 1972: 77). Esto equivale a afirmar que toda escritura es la
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respuesta creativa, sea consciente o no, para zanjar las condiciones
desfavorables de la sociedad occidental.
Christopher Caudwell (Mulhern, 1974: 39-57), cuya obra aún no estaba
traducida cuando Sarlo escribe sobre los comienzos de la literatura, era un
marxista inglés que murió joven, a los treinta años, en la Guerra Civil
Española. Escribió cuatro libros teóricos, el que aquí evoqué, Illusion and
Reality, dedicado a la poesía, otro a la novela (Romance and Realism) y otros dos
a ensayos de variada índole, Studies and Further Studies in a Dying Culture.
Ignoraba, a diferencia de Raymond Williams, la literatura proletaria, pero
prestaba atentos oídos a Freud y a otros lenguajes culturales, como la música,
la danza, el teatro y el cine, éste, en particular, que ya interesa a la Sarlo de
Los Libros.
3
Pero el desdén por el arte de masas, o el descaso hacia los artistas
proletarios ubica a Caudwell en una tradición marxista alternativa, que incluía
a Gramsci, Lukacs y Goldman, pero no a Williams, quien nunca mostró
entusiasmo por Ilusión y realidad.
Sabemos, sin embargo, que ninguna oposición es abstracta, sino que los
extremos suelen tocarse e inter-penetrarse, a tal punto que lo universal es en
otra instancia lo particular y éste, a su vez, se encuentra mediado por lo
universal. En otras palabras, la verdad es proceso y la no verdad es, según
Adorno, la indiferencia, lo absoluto, lo total.
En una sociedad de clases desarrollada, el arte no deja de ser expresión
de la ilusión, no de toda la sociedad, sino de la clase dominante. Así, bajo la
ilusión burguesa, la novela se separa a su vez de la poesía, de tal suerte que,
más joven, más primitiva y emocionalmente más directa, la poesía queda
restricta a las pulsiones, expresando aquella parte de la ilusión burguesa que
ve, en los sentimientos del individuo, la fuente de la libertad, la vida y la
realidad, porque la libertad de la sociedad como un todo descansa, en última
instancia, en el impulso de aquellos instintos en cuya lucha con la naturaleza
ha dado nacimiento a la sociedad. Al usar el mundo colectivo del lenguaje, la
poesía concentra toda la vida emocional de la sociedad en un “yo” gigante,
que es común a todos los hombres, y les ofrece una experiencia vívida e
intensa, mientras la novela muestra el revés de la trama y expresa los instintos
tal como surgen en el interior de la sociedad, en un individuo adaptado. En
este caso, el individualismo de la sociedad burguesa se expresa en la forma de
un interés por los hombres, pero no en la forma de seres abstractos,
3
Cfr. “Elecciones cuando la televisión es escenario”. Los libros, núm. 29, mar.-abr. 1973, p. 4; “Cine
argentino: de Juan Moreira a La tregua”, núm. 39, ene.-feb. 1975, p. 11; “Sobre Nazareno Cruz y el lobo”,
núm. 41, mayo-jun. 1975, p. 24. En Punto de vista, Sarlo firmará como Silvia Niccolini un artículo sobre
“Fassbinder, por un cine de ideas” (núm. 3, jul. 1978) y con su nombre, “No olvidar la guerra de
Malvinas. Sobre cine, literatura e historia” (núm. 49, ago. 1994) y “Un cine conceptual” (núm. 88, ago.
2007).
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instalados en una experiencia común, sino como caracteres, como tipos
sociales que viven en un mundo real (Caudwell, 1972: 85).
Por eso mismo, Sarlo parece mirar con menos interés a la poesía que al
nacimiento de la crítica y de la prosa (la prosa del mundo); allí radica, a mi
juicio, la distancia que toma en relación a fenómenos culturales tradicionales,
no necesariamente letrados, que aún el high brow de Caudwell supo recuperar,
argumentando que, en los primeros estadios del lenguaje elevado,
encontramos también manifestaciones de música y danza. Ni siquiera en una
literatura ten consciente de misma como la ateniense de Pericles parece
haberse alcanzado una distinción real entre la poesía y la música. Todas las
formas de la poesía griega tenían su propia sica y, en el caso de la poesía
dramática, su coreografía. Esta relación, que aún subsiste, lo hace sin
embargo de manera vaga. En suma, que, así como el desarrollo de toda
cultura occidental coincide con la continua ampliación de la división del
trabajo, a medida que su base económica se desarrolla y genera relaciones
más complejas, su superestructura cultural también se vuelve cada vez más
diferenciada (Caudwell, 1972: 23).
Transnación
De fuente inglesa es también la prevención hacia lo nacional que unas “Notas
sobre el nacionalismo”, de George Orwell, habían sistematizado, al fin de la
guerra, en la línea de Julien Benda y de su misma Animal Farm (1945). No se
trataba de resistir a una clasificación, algo más propio de la entomología, sino
del hábito de identificarse con una única nación o entidad, situándola por
encima del bien y del mal y negando de paso que exista cualquier otro valor
que no sea favorecer sus intereses. El nacionalismo, según Orwell, no debía
confundirse con el patriotismo, aunque ambas palabras se usen normalmente
con vaguedad sujeta a discusión; el patriotismo es la devoción a un lugar
determinado y a una forma de vida que uno considera superior, sin deseo de
imponerlos, no obstante, a otra gente. Defensivo por naturaleza, tanto militar
como culturalmente, el patriotismo se distingue del nacionalismo, que es, en
cambio, inseparable del deseo de poder, simple “hambre de poder alimentada
por el autoengaño”. Por eso el nacionalista es, no sólo deshonesto, sino
agresivamente asertivo. Por nacionalismo, Orwell entendía
indiscriminadamente, el comunismo, el catolicismo político, el sionismo, el
antisemitismo, el trotskismo y el pacifismo, aunque creía, quizás
ingenuamente, que el judaísmo, el islam, la cristiandad, el proletariado y la
raza blanca son todos ellos objeto de apasionados sentimientos nacionalistas,
porque su existencia admite ser cuestionada sin graves consecuencias.
Además, el sentimiento nacionalista puede ser puramente negativo,
porque un nacionalista es alguien que piensa, únicamente, en términos de
prestigio competitivo. Ve la historia, en especial la contemporánea, como el
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incesante ascenso y declive de grandes unidades de poder. Por ello el
nacionalista no sigue el elemental principio de aliarse con el más fuerte; sino
al contrario, una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más
fuerte, y es capaz de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo
contradicen abrumadoramente. Es difícil, sino imposible, para cualquier
nacionalista esconder su lealtad, aunque un país u otra unidad que ha sido
idolatrada por años puede repentinamente volverse odiada, y otro objeto de
afecto puede tomar su lugar casi sin un intervalo. Todos los nacionalistas
tienen la capacidad de obviar las analogías entre hechos similares porque las
acciones son evaluadas como buenas o malas, no por sus propios méritos,
sino de acuerdo a quien las realiza, y prácticamente no hay clase alguna de
barbarie cuya calificación moral no cambie cuando es cometida por los
propios.
En suma, y esta tal vez sea la consecuencia más peligrosa, del punto de
vista cultural, todo nacionalista se obsesiona con alterar el pasado (Orwell,
1945), idea, como recordamos, severamente criticada por Walter Benjamin
en la sexta de sus tesis sobre filosofía de la historia, cuando dice que el don
de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al
historiador que está convencido de que ni siquiera los muertos estarán
seguros ante el enemigo cuando éste venza.
Aunque distante de los planteos, más que nacionalistas, federalistas de
Canal Feijóo, quien sólo con saña podría encajarse en el satírico perfil de
Orwell, Beatriz Sarlo está interesada en la literatura nacional como aspecto
de la cultura y, en ese punto, muestra sintonía más aguda con el pensamiento
italiano o la incipiente French Theory, pautada por el análisis del lenguaje o la
deconstrucción hermenéutica, que con la más consolidada German Philosophy,
que indagaba por el sujeto o por la teoría del conocimiento. En una pequeña
antología de la crítica del siglo diecinueve, la misma Sarlo seleccionó el
capítulo final de la Historia de la literatura italiana de Francesco de Sanctis, en
que el crítico italiano asocia los destinos de la literatura y la filosofía,
atendiendo a la premisa de que
La literatura no podía evadirse de este movimiento. Filosofía e historia se
vuelven el antecedente de la crítica literaria. La obra de arte deja de ser
considerada como el producto arbitrario y subjetivo del ingenio en la
invariabilidad de las normas y de los ejemplos, sino como un producto más o
menos inconsciente del espíritu del mundo en un momento determinado de su
existencia. El ingenio en la expresión resumida y sublimada de las fuerzas
colectivas cuya totalidad forma la individualidad de una sociedad o de un siglo.
La idea le es entregada con el contenido; la halla alrededor de él, en la sociedad
donde ha nacido, donde ha sido instruido y educado. Vive en la vida común
contemporánea, con la diferencia de que tiene la inteligencia y la conciencia de
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ellas más desarrolladas. Su poder surge de su unión en espíritu con ella; y esa
unidad espiritual del escritor con su tema es el estilo. Por tanto, el tema, o
contenido, no le puede resultar indiferente; al contrario, en él debe buscar su
inspiración y sus normas. Si se cambia el punto de vista, se cambia el criterio.
La literatura del Renacimiento fue condenada por clásica y convencional y se
ridiculiel empleo de la mitología (Sarlo Sabajanes: 1971: 63).
En esa línea, la introducción de Sarlo explicita su punto de vista, volcado a
un exterior, expuesto a los conflictos de la experiencia mundana. Obsérvese
que, en De Sanctis, ya se constata el interés del pensamiento italiano por la
categoría de vida, en una relación siempre tensa, opaca y al mismo tiempo
densa, con la política y la historia. Es algo que aflorará nuevamente en
Galvano della Volpe, proponiendo una relectura de Hegel no muy distante
de lo que hacía por esos años Althusser en París, y a quien Sarlo y Altamirano
dedican páginas admirativas en función no sólo del antihegelianismo, sino
por su incorporación de las ideas de Saussure y Hjemslev. “En el área
particular de la literatura, della Volpe aspira a fundar una poética, es decir una
teoría del arte literario, a la vez rigurosa desde el punto de vista conceptual y
sensible a la diversidad empírica de los textos”, decían, una teoría que exigía
“superar la antinomia, cuya matriz moderna está en la ideología estética del
romanticismo, que opone imaginación y fantasía, resortes de lo poético al
discurso intelectual (Sarlo y Altamirano, 198: 157). Sin embargo, no se
constata pervivencia romántica, para Sarlo, en De Sanctis, pautado, conforme
a su tradición, por inmanentización del conflicto, historización de lo no-
histórico y mundanización del sujeto:
4
evalúa, en consecuencia, nuestra
autora que
4
Sarlo anticipa el juicio de Roberto Esposito. “Con frecuencia se ha insistido en las características
irregulares, desproporcionadas y excesivas de la Storia; en el desequilibrio estructural entre sus partes,
enormemente extensas en algunos casos e incomprensiblemente exiguas en otros; en las presencias
desbordantes de algunos autores y en las ausencias injustificadas de otros. Esto es cierto, pero no es
todo. No se trata solo de una falta de armonía interna que puede atribuirse a la ardua y discontinua
elaboración de la obra. Hay una falta más visible, que atañe, como se ha dicho, incluso antes que a
cualquier autor o cualquier corriente literaria, a su propio objeto: la de algo que se pueda considerar una
literatura italiana. Es singular, y al mismo tiempo sintomático, que un trabajo nacido del intento declarado
de definir, o aun construir, una identidad de carácter nacional la capte precisamente en su continua
alteración, o en la sustracción de aquello que debería serle propio, en el irrefrenable deslizamiento hacia
una impropiedad constitutiva. Sin embargo, junto a su objeto, ausente o al menos huidizo, la que debe
cuestionarse en la Storia es su propia dimensión histórica. Se ha visto que esta es socavada y casi impedida
por una crisis irresoluble la divergencia entre formas y contenidos, entre representación y vida que la
asedia a lo largo de casi todo su recorrido. Esa historia se encierra en el gesto desesperante de una última
deformación, tanto más acuciante si se la compara con la conclusión positiva del proceso de unificación
política: ‘Diríase que precisamente cuando se formó Italia, se deformó el mundo intelectual y político del
cual nació’. Semejante disonancia final, empero, no es más que el resultado casi predestinado de una
laceración todavía más insanable por originaria, e incluso coincidente con el origen mismo, ya que ‘Dante,
Antelo, “Beatriz Sarlo, latinoamericanista Revista de estudios literarios latinoamericanos
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En 1870, De Sanctis, superando las limitaciones del determinismo del medio,
realiza un análisis que hoy denominaríamos culturalista: en su apreciación de
la literatura, integra tanto la historia política como el pensamiento filosófico
de una época. Es mostrativa su caracterización del romanticismo italiano que,
en sus diversas etapas, evoluciona desde el medievalismo gótico
correspondiente a la ola de absolutismo monárquico en Europa, a través del
historicismo y el idealismo, hacia un concepto nuevo de nacionalidad. Al
respecto, el planteo de De Sanctis coincide en parte con el de Brandes: ambos
están preocupados por la caracterización de una literatura nacional. Sin
embargo, De Sanctis asume la tarea como proyecto ideológico y político, más
que como cuestión teórica, y así lo señalan las últimas páginas de su Historia:
Italia debe buscar su identidad reflexionando sobre su pasado, rescatando
aquellos elementos que pueden diferenciarla dentro de un panorama europeo.
A la unidad italiana debe agregarse una nueva perspectiva artística y literaria.
Brandes, en cambio, se pregunta cuáles son las causas que convierten a la
literatura danesa en un proyecto parcial, que no refleja la totalidad de la vida
de su pueblo. Su metodología es la de la literatura comparada, y esto significa
un avance importante frente a los planteos nacionales que hemos analizado.
Sin embargo, su teoría se vincula con la de Taine: también Brandes supone
que se puede ir más allá de la literatura, hacia la sociedad, casi sin
mediatizaciones; la literatura de una nación expone toda la historia de sus
concepciones y sentimientos, toda su visión del mundo. Su punto de vista
determina la periodización de Las grandes corrientes: la literatura del primer
romanticismo francés es, por ejemplo, obra de los emigrados; a la
restauración se debe el fenómeno del segundo romanticismo. El texto de
Brunetière que hemos elegido demuestra claramente el método y las
generalizaciones características de su crítica. Brunetière representa, frente a
las nociones vagas del impresionismo, un intento de establecer categorías que
otorguen validez y estabilidad a clasificaciones que, en última instancia, son
subjetivas y, por supuesto, idealistas. Opta, dentro de un planteo esencialista,
por la categoría de nacionalidad; su punto de partida es un concepto típico de
la ideología de la burguesía: la existencia de inalienables características
nacionales. Brunetière define ‘lo español’, ‘lo italiano’ y ‘lo inglés’; ‘lo francés’
aparece como un resumen sin duda caprichoso de esas cualidades
que debía ser el principio de toda una literatura, fue su fin’. Esto esa coincidencia entre principio y crisis,
entre cúspide y precipicio se reproducirá cíclicamente en épocas sucesivas, como en el tiempo de
Maquiavelo, cuando ‘justo en ese punto, en que Italia tenía todas las apariencias del vigor juvenil,
desapareció del número de las naciones’, desde el momento en que el ‘siglo llamado del risorgimento [...]
fue, no obstante, el de nuestra decadencia’. Es por ello que en De Sanctis la crisis no se muestra más
ínsita en la historia de lo que la historia entera se proyecta en la crisis. Historia de crisis ininterrumpidas,
según aquella concepción viquiana que, una vez más, parece cuestionar y quebrantar todo modelo
utópico, todo sistema abstractamente filosófico: cuanto más avanza y se perfecciona la ciencia, cuanto
más se separa de las necesidades materiales de la vida, tanto más la civilización pierde fuerza y se vuelve
árida” (Esposito, 2015: 161-2).
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nacionales. Si las opiniones de Brandes y De Sanctis enfocaban el problema
nacional como una noción operativa de la historia, el trabajo de Brunetière
absolutiza la categoría, convirtiendo a ‘lo nacional’ en un conjunto inmutable
de cualidades esenciales. Así problemas importantes de método y de
definición teórica son abordados por tres escritores Taine, De Sanctis y
Brandes vinculados por una posición rigurosa, historicista, frente a las
relaciones de literatura y realidad; y por un representante de la crítica
académica de fin de siglo, cuya obra aporta la connotación evidente de una
ideología burguesa. Todos, sin embargo, dan testimonio de una necesidad: la
de enfocar los problemas literarios en un nivel de análisis que trascienda la
individualidad de los hechos concretos y los organice en categorías absolutas
o modelos causales (Sarlo Sabajanes, 1971: 6-7).
Traslación
Mary Louise Pratt, en su ya clásico Ojos imperiales. Literatura de viajes y
transculturación (1992), definió las “zonas de contacto” como los espacios
sociales donde culturas distantes y dispares, separadas por la geografía y la
historia, se encuentran, friccionan o funden, en una muy asimétrica relación
de hegemonía y subordinación, como bajo el colonialismo, la esclavitud, o
sus sucedáneos, estableciendo sostenidas relaciones, pautadas por la
coerción, la inequidad y el conflicto. Pratt luego expandiría la idea en “The
Traffic in Meaning: Translation, Contagion, Infiltration” (2002), a partir de
un concepto de Diana Bellessi, “es la traducción un esfuerzo de alteridad”.
La zona de contacto de Pratt reaparece luego en The Translation Zone (2006),
de Emily Apter, quien propuso estrategias de hibridismo y creolización para
imaginar amplias topografías intelectuales, que no son propiedad de ninguna
nación, ni condiciones amorfas de postnacionalismos, sino zonas de
compromiso crítico, que conectan infinitas zonas de tras-Lación y trans-
Nación.
En otro pequeño trabajo de sus comienzos, Sarlo lee zonas de contacto
a partir de Carlos Guido y Spano, otro romántico y, como Gutiérrez, exilado
en Brasil. Anticipando cuestiones posteriores (1998), observa Sarlo que
Carlos Alberto Loprete rastrea minuciosamente en “Mujeres griegas” de
Misceláneas los indicadores concretos de la tarea de Guido como traductor. En
la edición de sus Poesías completas, de 1911, se incluyen con el subtítulo de
Poesías griegas, casi veinte epigramas, en su mayoría de la Antología helenística,
y tres odas de Safo. La elección de Guido es ya en misma valiosa como
señal de una percepción estética: excluyendo a Safo, cuyo erotismo Guido ni
siquiera interpreta totalmente, los otros elegidos pertenecen al ciclo de la
poesía alejandrina, posclásica, erudita, manierista, de sinceridad dudosa e
inspiración literaria. Poesía menor, cincelada cuidadosamente, libre de
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preocupaciones y compromisos, cerrada en la unidad finita de su percepción
formal, construida sobre una retórica, es la que Guido elige para traducir. Y
más aún: esta elección no implica una comunicación segura con el mundo
alejandrino a través del conocimiento indispensable de la lengua. En una nota
a “Mujeres griegas” Guido indica con candorosa precisión el campo que ha
seguido su traducción de los epigramas y las odas: “Nada menos que cinco
traducciones en verso y prosa tenemos a la vista de la oda de Safo ‘A una
mujer amada’ [...] En tal conflicto y no conociendo el idioma de la poetisa de
Lesbos, nos ha parecido más acertado y prudente seguir, como ya lo
indicamos, las huellas del autor que traducimos. La versión que él nos da de
la famosa oda está hecha en prosa. La hemos trasladado al castellano en
versos sáficos con escrupulosa exactitud, sin más pretensión que la de
amenizar nuestro humilde trabajo...”. Pero, pese a ser Guido traductor de
traductores, sus versiones de Poesías Griegas están dentro de lo verosímil,
solidarias, en el plano literario, con los contenidos del epigrama. Muchos de
los poemas de Guido rodean y abordan el género; de los alejandrinos ha
tomado un cuerpo de imágenes, un fondo de escenografía mediterránea, una
óptica superficial y optimista de la realidad. Creo, con un margen amplio de
certeza, que Guido es mejor traductor de los alejandrinos que los románticos.
Sus traducciones de Lamartine están demasiado cerca de la retórica menuda
y sin sentido de un helenismo fin de siécle. Así como Guido no logra incorporar
a su poesía el tono romántico, sentimental y tenso, le resulta, naturalmente,
imposible transmitirla en sus versiones. Elige a Lamartine sin comprender sus
vivencias poéticas: hay una no correspondencia evidente, a pesar de
declaradas y encendidas admiraciones. El mundo del romanticismo de las
primeras décadas del siglo XIX no es el mundo de Guido y Spano; el
romanticismo pierde sus modos constitutivos cuando su traductor lo
incorpora a una expresión galante, llena de mitología y de cultura, que es
esencialmente la de su poesía (Sarlo Sabajanes: 1968, p. 34-5).
Beatriz Sarlo no destaca (no podría hacerlo) que Guido tradujo Lamartine
también al portugués; pero lejos de amenizar su humilde trabajo, vertiendo el
texto en versos, donde se juegan ritmos que atañen al cuerpo, el poeta eligió
esa vez la prosa, Rafael (Lamartine, 1849), donde, como sintetizó Victor
Hugo, el liberalismo se hizo literatura (cfr. Amante, 2010).
Literatura latinoamericana
En respuesta a una encuesta “Hacia la crítica”, promovida por Los Libros, en
la primavera de 1972, Ricardo Piglia, quien a pesar de sus públicas
desavenencias con Sarlo, muestra, quizás, mayor sintonía con ella que, por
ejemplo, Josefina Ludmer, se explaya ponderando que
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En Argentina, la función de la crítica burguesa no es otra que la de crear los
protocolos de lectura que permitan trabajar un texto aun antes de haberlo
leído: como el dinero es quien, en realidad, financia la legalidad de este
procedimiento ordenando el acceso a la “cultura”, las clases populares están,
siempre, más acá de esa lectura que discrimina y decide el curso legal de la
literatura: su lectura “salvaje” es una apropiación que unifica al conjunto de
los textos (historietas, fotonovelas, periodismo amarillo, revistas deportivas,
literatura de kiosko, etc.) en el espacio común de una “lectura indiscriminada”
donde quien lee “pierde el sentido”, en favor de un saber falsificado que no
da ganancia: esta “pérdida”, es el lugar desde donde es preciso partir para
construir una crítica práctica de los usos sociales de la legibilidad que las clases
dominantes tratan de imponer como “naturales y “eternos”. En una
sociedad en lucha de clases, cada clase tiene su “literatura”, es decir, su
“estética”, su “crítica”, su “poética”, apoyarse en las contradicciones de una
cultura de clase es un modo de luchar por una nueva práctica de la cultura,
eludiendo las mistificaciones iluministas de cierta crítica “de izquierda” (a la
manera de H.P. Agosti) que trata de borrar el carácter antagónico de las
contradicciones para ilusionarse con los momentos “progresistas” de una
cultura burguesa que se intenta “reformar”, ejerciendo una educada oposición
“interna” que respeta y sacraliza los códigos de dominación. [] En mi caso
estoy trabajando desde hace un tiempo en el análisis de las relaciones entre
literatura y dependencia a partir de la traducción entendida como modo de
apropiación y como génesis del valor. De esta manera se trataría de hacer ver
en este procedimiento ideológico de reproducción de las relaciones con el
imperialismo como equivalente general cómo se constituye un sistema
literario en el que la dependencia funciona a la vez como condición de
producción y como espacio de lectura (Piglia: 1972: 7).
En el comienzo del análisis a las respuestas de Aníbal Ford, Luis Gregorich,
Josefina Ludmer, Ángel Núñez y el mismo Piglia, Sarlo explicita que “este
texto no me pertenece. Sólo lo he escrito. Responde, resume y viene de lo
hablado por una decena de críticos y egresados de la carrera de Letras. Tiene
y encuentra su sentido en el único espacio que puede dinamizarlo, utilizarlo
o desecharlo: el movimiento estudiantil”. Un parti pris muy telqueliano. Voy
a detenerme sólo en la cuestión comparatista de una “literatura
latinoamericana”. Dice Sarlo, a partir del examen de programas de la
disciplina en la Universidad de Buenos Aires, lo cual refuerza su perspectiva
de “ciudad”:
La literatura iberoamericana, dictada alternadamente por Julio CailIet-Bois y
Antonio Serrano Redonnet, ejemplifica algunas de las ausencias más insólitas:
la totalidad de la literatura en portugués, el silencio absoluto sobre Onetti,
Felisberto Hernández, Benedetti, Martínez Moreno, Manuel Rojas, Lihn,
Droguett, Donoso, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Fuentes, José María
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Arguedas, Yánez, Revueltas, Leñero, Rulfo como cuentista, Roa Bastos,
Salvador Garmendia. Puedo certificar, en cambio, la reiteración de las
siguientes presencias, sobre la base de 7 programas: Lizardi (3 veces), lsaacs
(2 veces), Blest Gana (2 veces), Gallegos (4 veces), Ciro Alegría (3 veces),
Asturias (2 veces), Barrios (2 veces), Azuela y Guzmán (2 veces), Quiroga (2
veces), Darlo (casi siempre). Y punto: la narrativa latinoamericana es eso a
lo que debe sumarse una mención de Rulfo y Carpentier. Hay que subrayar
además la consecuente presencia, en los programas de Serrano Redonnet, de
la literatura colonial y neoclásica; su único programa de novela del siglo XX
termina con Ciro Alegría. En los puntos que se consagran al cuento se cierne
el silencio sobre Onetti y Rulfo. La explicitaci6n de lo cuantitativo no hace
sino revelar la cualidad sica del planteo: la abolición de las zonas
problemáticas, la fijación en el siglo XIX y primeras décadas del XX, la
imposibilidad de resolver un texto que vaya más allá del realismo contenidista.
Además, el teatro no existe y la poesía termina con los postmodernistas. Por
otra parte, la literatura latinoamericana es balcanizada en dos
compartimientos estancos: literatura argentina y literatura iberoamericana.
Cuestiones de propiedad jurisdiccional conducen a que no se puedan
establecer vinculaciones entre ambas zonas: por ejemplo, cuando se trata el
cuento en América latina, no puede incluirse a Cortázar o a Borges, por la
muy elemental razón de que son argentinos. La enseñanza de la segregada
literatura argentina se caracteriza por la repetición de dos líneas: el planteo
genérico (panoramas) o el atomismo coleccionista (Formas y comprensión
de la violencia en la literatura argentina”, programa de Guillermo Ara, donde:
no se incluye Operación Masacre, ni ninguna novela de David Viñas; y El río
oscuro de Varela es clasificado como “La novela moderna: formas de la
agresividad”). En otro programa, Ara presenta el problema del realismo
metido en la siguiente clasificación, que transcribo entera porque es uno de
los mejores ejemplos de la inconsciencia y la ligereza con que cómodamente
se sectoriza todo: “Realismo verista (Gálvez, Lynch, Cerretani), realismo
testimonial (Mallea, Marechal, Sábato), realismo psicológico (Denevi; Gómez
Bas, Abelardo Arias), realismo crítico (Payró, Varela, Viñas, Guido), realismo
transfigurador y de reconstrucción histórica (Larreta, Mujica Láinez, Di
Benedetto), realismo y expresionismo (Arlt, Filloy), realismo subjetivista
(Güiraldes, Bioy Casares, Conti, Cortázar)” (Sarlo Sabajanes, 1972: 10).
¿Qué América Latina proponen estos críticos, y Sarlo en particular? La
síntesis, como en el proceso de emancipación, puede materializarse en Bolivia
pero, a ese respecto, quizás sea útil un retroceso en el tiempo. Casi medio
siglo antes, en 1925, al celebrarse el centenario de Bolivia, Eugenio d´Ors,
admitiendo, como diría De Sanctis, que “la mia mente tira al concretto”, ve
una sutil Kulturkampf en Bolivia, ya que, a una gran masa étnica nacional, cuya
redención es necesaria para la plena y definitiva constitución nacional, no
debe tratar de imponérsele orgullosamente un tipo de civilización que no es
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el suyo, basado en un ideal de ciencia que no es ni puede ser propiamente
el de nadie, y que debería pedir que los selectos se acerquen a ella con
generosidad y humildad, para estudiar sus creaciones, recogerlas, encauzarlas,
sublimarlas, desenvolverlas en un círculo amplio y constituir con ellas una
forma de civilización acabada.
La minoría selecta de los creadores intelectuales ejerce aquí, como en
cualquier parte, una función que puede incluso tener carácter de
involuntaria sobre la sociedad a que pertenece… Salte ahora nuestra
observación desde esta minoría culturalmente activa al otro extremo: a la
inmensa masa que ocupa, frente a aquélla, una posición de “pasividad”.
Cuando esta masa inmensa pertenece a una raza o razas primitivas, el
problema de su civilización se complica bastante. Pero, en rigor [], si
pasando de uno a otro país el término “raza” se sustituye por el término
“pueblo”, aquel problema no varía demasiado. Y aunque “pasividad” no
signifique, precisa y necesariamente, “resistencia”, siempre hay, en la
existencia de esta mayoría pasiva, para el otro elemento, para la minoría
culturalmente activa, una dificultad, una angustia tal vez. Entre los extremos,
el contenido de los dos elementos que restan, ofrece un carácter
predominantemente “instrumental”. Viene a ser el elemento pedagógico,
como un arma, que en cada país blande la cultura activa, para someter a
normas superiores a la masa popular o racial; bien en obra y tarea de
imposición, bien en ímpetu y ejercicio de generosidad. Recíprocamente, el
elemento folklórico representa siempre el arma con que se defiende el pueblo
el pueblo basto, anónimo y oscuro. Porque sería un error creer que aquel
ademán pasivo revela una esterilidad. No. En lo hondo y a su manera, la masa
produce también y lentamente se revela en instituciones. Se defiende sobre
todo. Arma contra arma, golpe contra golpe. Al golpe de ataque que da en la
elocuente luminosidad del periódico el artículo de propaganda, la noticia del
día, contesta, en la balbuciente oscuridad el pago, el malicioso refrán. Al libro
nuevo, replica la inmemorial canción. Al monumento esculpido, el poncho
bordado… Déjeseme, pues, fastidiosamente repetir, esquematizado, el
cuadro de este antagonismo espiritual. De los cuatro elementos de interés,
dos fuerzas, dos instrumentos. Por un lado, la minoría de cultura, con su
instrumento de enseñanza. Por otro lado, el pueblo primitivo, con su
instrumento de folklore y especialmente de arte popular. Dramática simetría:
dos contra dos (D’ors, 1925).
Semejante a esa era la lectura contemporánea de Gramsci en las Notas sobre
Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno (redactadas entre 1934-5,
publicadas en 1949): hay en Bolivia una Kulturkampf. Pues, un año antes de la
encuesta literaria de Los Libros, Bolivia, a los ojos de Sarlo, aún servía de
paradigma de la situación de explotación neocolonial de toda el área.
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Bolivia conserva hasta nuestros días, sin modificación sustancial, las
características de país monoexportador de recursos primarios no renovables.
La explotación de estos recursos, sin retención nacional del excedente
económico generado, descapitaliza progresiva e incesantemente al país. La
gran minería caracteriza un período largo y alucinante de la historia boliviana,
desde la Constitución liberal de 1880 hasta la nacionalización de las minas,
durante el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario, en 1952.
Es la etapa de la anticultura minera, como la califica Augusto Céspedes
5
, que
se define en un doble movimiento de expoliación de recursos no recuperables
que fluyen hacia los mercados de las grandes potencias imperialistas, y de
penetración cultural, económica y política dentro de la organización social
boliviana, incipiente respecto del desarrollo del capitalismo, aunque
tenazmente estratificada. [] Como sucede con las áreas productoras del
Tercer Mundo, Bolivia había exportado capitales que fueron a parar a las
complicadas sociedades anónimas de los barones del estaño y sus socios
multinacionales, mientras los gobiernos serviles se ponían de acuerdo para
asegurar que Bolivia nunca lograría una acumulación de capital suficiente que
le permitiera un desarrollo más o menos independiente. En 1950, un senador
declaraba: “El problema minero es muy complejo y no creo que los
legisladores estemos capacitados para dictar normas al respecto”. Esta es la
expresión ideológica y mítica de la anticultura minera, que fue exitosa en
imponer, por sobre cualquier intento de afirmación nacional o democrática,
el eje significativo de ignorancia, subdesarrollo y violencia. [] Sin embargo
la violencia parece inevitable en Bolivia; y objetivamente lo es. La reacción de
derecha que ya ha sido caracterizada está esperando la circunstancia propicia
para el golpe restaurador. [] La debilidad de los gobiernos militares
nacionalistas reside en que su posibilidad de cambio se agote en un conjunto
de medidas que, aunque lleguen a alterar la relación de dependencia, no se
afirmen históricamente en un avance de clase del proletariado. Y es
5
Reivindicado por Luis Alberto Sánchez en Proceso y contenido de la novela hispanoamericana (1953) y por Jean
Franco en The Modern Culture of Latin America (1967), Céspedes (1904-1997) fue entrevistado por Sarlo
en el mismo número de la revista. Allí admite que “considerar su obra dentro de las limitaciones que el
subdesarrollo ha impuesto a las literaturas coloniales, implicaría definir a Céspedes como un realista de
la segunda mitad del siglo XX. Y, sin duda, el mejor escritor de Bolivia. Sin embargo, lo que nos interesa
en Céspedes es la propuesta de su literatura: el planteo político de las posibilidades concretas de la
escritura como práctica dentro del contexto de un país dependiente. Metal del diablo es la crónica del
ascenso de Patiño y la fundación de su imperio, así como la denuncia de la explotación minera. La novela
supone, como El presidente colgado y El dictador suicida, una elección de la historia como significado de la
literatura: la anticultura del estaño, los gobiernos de Busch y Villarroel dentro del proceso general de la
política boliviana desde 1900. Céspedes explora así la posibilidad testimonial de un sistema, el de la
palabra, su elección como elemento de una mostración desmitificadora. Allí reside su propuesta:
abandonar la palabra ficción por la palabra-indicadora, superando oposiciones precarias como las de
literatura y realidad. La militancia política de Céspedes es una de las formas precisas de su compromiso
con la historia; la literatura es parte de su militancia” (Sarlo Sabajanes, 1971: 25). Recordemos que
Céspedes vivió en Italia en los años 50, cuando comienzan a editarse las obras de Gramsci.
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justamente de la vanguardia proletaria, de sus presiones frente al sector
nacionalista del ejército, de quien depende la dinamización del proceso. En
este momento la revolución en Bolivia atraviesa una de las etapas, el gobierno
militar nacionalista de base popular; superarla dialécticamente será la tarea de
un partido que lidere, organice y sentido a las luchas en un frente que
integre a sus aliados tácticos frente al imperialismo y la derecha nativa (Sarlo
Sabajanes, 1971: 16-18).
Todo lo que Sarlo sabía antes de llegar a Bolivia provenía de Céspedes.
Comprendió más tarde que no correspondía exactamente a la realidad (Sarlo,
2014). Sin embargo, aquello que, en la lectura de Bolivia y la ficción de
Céspedes, era fuertemente ideológico, tres años más tarde, mostraría ya el
deslizamiento hacia otras posiciones que se vuelven más claras después de la
caída del muro de Berlín. En efecto, en su lectura de Yo, el Supremo (1974) de
Roa Bastos, Beatriz Sarlo no duda en ubicar a la novela en el interior de un
espacio literario y crítico determinado por la confluencia de dos clases de
textos.
Me refiero, por un lado, a la novela latinoamericana de inspiración histórico-
mítica, especialmente en sus expresiones posteriores a la década del 50, y por
el otro a los ecos no siempre absolutamente consecuentes con las fuentes
originales de las teorías sobre la escritura, en especial las francesas. La
corriente para llamarla de algún modo de la literatura latinoamericana que,
al superar por vías diversas las fórmulas del realismo tradicional, se propuso
incorporar la historia del continente en sus elementos más cargados de
aspectos míticos, operando sobre ella con varios sistemas retóricos (desde
Carpentier hasta García Márquez) dio lugar a que se intentara una definición
no demasiado afortunada: la de realismo mágico.
6
Tal clasificación que
convertía tanto a la historia como a la literatura en un depósito de exotismos
y singularidades (en el peor de los casos, pintoresquismo de entusiasta
resonancia europea) sirvió en buena medida para desdibujar uno de los
rasgos, a mi juicio importante, del fenómeno: el peso decisivo que adquiría lo
tematizada los núcleos histórico-legendarios generadores del texto y
también lo sucedido en el mercado de público y crítica (Sarlo Sabajanes, 1974:
24).
La barthesiana Sarlo cree que Roa Bastos no lo siente, toca de oído y por
tanto juzga que
6
Sarlo afina en ese punto con autores como Anderson Imbert (1976), Bellini (1974) Carpentier (1967),
Flores (1955), González Echeverría (1974), Lafforgue (1976), Leal (1967). Márquez Rodríguez (1970),
Menton (1969), Ortega (1969), Rincón (1978), Rojas Guardia (1969). “La parodia, lo grotesco y lo
carnavalesco. Concepciones del personaje en la novela latinoamericana”, de Jean Franco, será el primer
ensayo que se leerá, en marzo de 1978, en el primer número de Punto de Vista.
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Roa Bastos publica Yo, el Supremo cuando las corrientes críticas que en parte
regulan ese mercado se han internado por un camino inverso (por lo menos
tal parece ser su tendencia actual). De lo que alegremente se llamó nuevo
barroco americano se partió hacia el seguimiento de otro tipo de ficción,
caracterizada por su tendencia a poner de relieve el carácter convencional
de código de lo literario o, en otras instancias, hacia literaturas de las antes
denominadas marginales. Ello no desactualizó, por lo menos para un público
amplio las tiradas y reediciones lo atestiguan el “fenómeno de la novela
latinoamericana” de la especie descripta, a la que Yo, el Supremo pertenece por
uno de sus aspectos: la historia de Gaspar Rodríguez de Francia es la de quien
decide destinos, durante 28 años, en el aislamiento más completo, con
métodos que conjugan el poder feudal y el paternalismo de corte populista,
en una república del Paraguay aislada sobre misma durante el proceso de
formación de los estados americanos y las primeras etapas de anudación de
nuevos lazos de dependencia (Sarlo Sabajanes, 1974: 25).
La matriz de la novela de Roa Bastos es, a juicio de Sarlo, la misma de muchos
relatos de Piglia, sin ir más lejos, Nombre falso, cuya escritura acompañó, y que
consiste en
llevar al extremo lo que tradicionalmente se denomina novela de un
personaje, el personaje supremo que, a los efectos de la narración, sólo
necesita de un compilador, el que recoge y ordena demasiado
esporádicamente comenta los escritos del Supremo. En ello radica una
visión de la literatura que no es arbitrario vincular con una versión de la
historia. Pero también en ello radica la atracción de una escritura que se coloca
sobre los límites del delirio, de la arbitrariedad, de la contradicción, de las
preguntas a interlocutores fantasmales, de las órdenes sin ejecutores y la
legión de ejecutores sin órdenes que caracterizan la novela. Sin embargo,
también allí radica una debilidad del texto: es construido sobre un monólogo
sin fin donde se funden el discurso del poder absoluto y el de la locura, el
de la omnipotencia y el de la enfermedad y la muerte cuyas únicas
interrupciones son las interpolaciones, menores respecto del total, que
funcionan como comentario literario, no histórico se entiende de la palabra
del Supremo. Este monólogo no sólo fija a la novela en un punto de vista
único tal como es único el ejercicio del poder que narra que podría atribuirse
a una intención constructiva centrada sobre un sólo eje, sino que al mismo
tiempo resiente las posibilidades del relato. Sucede que al asentarse la novela
sobre un solo poder, sobre una sola locura, sobre un solo hombre y,
evidentemente, sobre una sola clase, desnuda el rasgo peligroso de la
unilateralidad, manifiesta en dos planos: sólo el Supremo tiene la palabra y
por tanto es la palabra del Supremo la que constituye la novela; por otro lado,
la historia del Paraguay son 30 años de historia del Supremo: el resto son
amanuenses, copistas, hombres convertidos en piedras, muertos, prisioneros
Antelo, “Beatriz Sarlo, latinoamericanista Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 20-45 40 ISSN 2422-5932
invisibles, comparsas-ecos del poder, enemigos-ecos del poder: en suma, nada
(Sarlo Sabajanes, 1974: 25).
Pero ese rien, cette écume, ese enigma de Macbeth, es un cuento faulkneriano,
relatado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin significado alguno, que no
depende de diagnosticar la locura de alguien, sino, muy por el contrario, saber
si podemos atribuirle, a esa locura, un sujeto, lo cual, en última instancia
significa saber si podemos atribuirle un sentido. De allí proviene la
segregación secular de la locura, analizada, por esos mismos años, por Michel
Foucault (la Historia de la locura en la época clásica es de 1961). La locura, como
ausencia o vacío de lo representado en la misma representación estatal del
dictador revolucionario, consiste en atribuirle al dictador la representación de
la palabra plena del pueblo que, sin embargo, es políticamente vacía, un
significante cero; pero, paralelamente, la denegación dictatorial de tal
situación enunciativa produce el monólogo sin fin, identificado con la locura.
Sin embargo, si bien se mira, la locura no es en misma separable de la
cuestión de la significación para el ser en general, es decir, del lenguaje para
el hombre y es, por eso mismo, inherente a la experiencia del sentido y del
sinsentido del ser en el lenguaje. No es otra cosa lo que, también a principios
de los setenta, Jacques Lacan exploraba en “El atolondradicho”, llevando al
extremo la observación de Freud, de que el delirio no es la enfermedad, sino
el intento de curación. Cuando el sujeto delira, responde, con una estructura
más o menos consistente, al vacío vertiginoso del sinsentido. Hay pues en
juego aquí un cambio de perspectivas: el síntoma del sujeto, su “locura”, no
es una contingencia orgánica, sino un mensaje cifrado de su goce más
ignorado, en otras palabras, es la construcción que le permite situar ese goce
del Otro como algo intolerable, o sea, el pasaje del síntoma al sinthoma. En
suma, si la ficción de Roa Bastos (o si la escritura de Sarlo) es un sinthoma, lo
es como expresión de la locura necesaria de cada sujeto para responder a lo
real del mundo. Y en 1974, de hecho, lo real se soltaba de toda amarra,
aunque Sarlo insista en viejas vendas. La de la coerción, por ejemplo.
Escritura y poder están unidos por una relación de subordinación: quien tiene
el poder, tiene la escritura. La ambigüedad e inversión de esta relación supone,
en la base, la inversión idealista de las relaciones reales. Algo de ello sucede
en la novela de Roa Bastos: de allí su unilateralidad registrada antes a partir
del punto de vista único, de allí también la ausencia de aquellos que, por no
tener escritura, por no poder dictar ni escribir, ni recopilar, tampoco
parecieran tener historia y de hecho quedan fuera del texto del Supremo,
citados, pero nunca presentes (Sarlo Sabajanes, 1974: 25).
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Hay, pues, en la reseña de la novela, algo de sintomático, no sólo de la
escritura de Roa, sino también de la escritura de Sarlo. Admitiendo que la
novela histórica latinoamericana descanse sobre un héroe que representa a la
sociedad política, el dictador es la encarnación concreta de una forma de
Estado y, en ese sentido, Yo, el Supremo dramatiza el conflicto entre las
narrativas historiográficas liberales y las emancipatorias, al tiempo que
examina las condiciones de existencia de la misma historia, como práctica de
escritura, particularmente, la cuestión del archivo de la nación. Tanto en uno
como en otro caso, constatamos un pasaje de lo ideológico a lo cultural, que no
deja de tener efectos literarios: la historia como experiencia, aquella idealizada
por De Sanctis, se debilita y hasta desaparece, oculta por la gran pantalla
posmoderna de los simulacros.
De la ideología a la cultura
A fines de enero de 1980, Beatriz Sarlo participa, en calidad de observadora,
de unas Jornadas de Literatura Latinoamericana en el Instituto de Estudos da
Linguagem de la Universidade Estadual de Campinas, en San Pablo. En
marzo, Punto de Vista publica “La literatura de América Latina: Unidad y
conflicto”, como preámbulo a una entrevista a Antonio Candido, “Para una
crítica latinoamericana”, y otra a Ángel Rama y Antonio Cornejo Polar,
“Tradición y ruptura en América Latina”. En julio de 1983, el número 17 de
Punto de Vista relee, a través de Sarlo, “La perspectiva americana en los
primeros años de Sur”, artículo que abona el pasaje al culturalismo
latinoamericano, que se consolida en la primavera de ese mismo año, cuando
Sarlo regresa a Campinas para la segunda reunión de expertos, cuyos
resultados serían editados por Ana Pizarro en 1985. En ese año 1983, Sarlo
gana por concurso el cargo de profesora titular de la cátedra de “Literatura
Argentina II” en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires. Dos años más tarde, entrega a Filología, la revista del Instituto de
Filología de la misma facultad, una reflexión sobre Pedro Henríquez Ureña.
En ella, Sarlo recorta para que no intimó, como admite, ni siquiera
conoció personalmente al maestro el papel de heredera.
Henríquez Ureña tiene el dramatismo y la modernidad de alguien cuya vida
intelectual se vio afectada por ese destino latinoamericano de los
desplazamientos permanentes, de las bibliotecas abandonadas en otro país,
de la reconstrucción continua de los espacios y condiciones de interlocución,
con lo que esto implica de cambios en lector implícito y en el horizonte de
expectativas donde los textos e intervenciones van a ser escuchados. El exilio
latinoamericaniza a los intelectuales, pero también les impone el costo de
readaptaciones permanentes, que se traducen en desplazamientos temáticos
o en el abandono parcial de las obsesiones productivas. Henríquez Ureña
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trabajó sobre estas condiciones y no solo en ellas: hizo de los desplazamientos
una de las formas de unidad de su problemática. Solo puedo pensar otro caso,
el del uruguayo Ángel Rama (1998: 881).
Sarlo anuda, en efecto, la reflexión de Ureña con la suya, inicial, su pequeño
libro de 1967, su antología de 1971, recordando que, en América Latina, y
desde el romanticismo, la crítica y la historia literarias fueron consideradas
dimensiones del pensamiento político-cultural.
Es casi innecesario mencionar a Juan María Gutiérrez, los discursos
inaugurales del Salón Literario, Andrés Bello, las polémicas de Chile, el
Certamen Poético de Montevideo. Sin duda, puede decirse, esta trama de vida
cultural y política es hija del romanticismo. Pero al mismo tiempo habla de
una comunidad cultural entre escritores, críticos y público. Se habían
especializado ya los discursos (y esto es un capítulo preliminar del largo
proceso de especialización de la profesión literaria), pero la especialización no
suponía necesariamente clausura, ni mucho menos la clausura podía ser
juzgada como un dato interno y necesario del discurso crítico. Si tener una
literatura era una de las pruebas de la nacionalidad, la crítica era también parte
de ese movimiento vasto de afirmación cultural relacionado con la
independencia política y la formación (trabajosa en el caso latinoamericano
quizás más que en el europeo) de los Estados nacionales. La crítica (y sobre
todo la historia) tenía entonces una función pública, que ni Brandes ni De
Sanctis dejaron de percibir. Esta función no desaparece en el siglo XX. El
marxismo, precisamente tributario en ese aspecto de sus fuentes románticas,
exhibe una serie de políticos y filósofos para quienes la literatura y el discurso
sobre la literatura era central. Quizás sea Mariátegui, en América Latina,
quien, desde una heterogénea formación ideológica con una dominante
marxista, haya entendido de manera más absolutamente contemporánea el
fenómeno de las vanguardias estéticas, en sus artículos de Variedades (1998:
881).
Esa evaluación, a la que no es ajena, obviamente, la cercanía con Susana
Zanetti, la persuade a Sarlo de que, en el caso de Henríquez Ureña, y cabe
pensar, en el de la nueva titular de Literatura Argentina,
La idea rectora es, por otra parte, que la literatura latinoamericana es producto
de la heterogeneidad y que ello no puede constituirse en motivo de lamento
por una pureza imposible y quizás también indeseable. Está por un lado la
heterogeneidad temática, que es efecto de las diferencias internas y de la
historia: “Nuestra literatura absorbió ávidamente agua de todos los ríos
nativos: la naturaleza; la vida del campo, sedentaria o nómada; la tradición
indígena; los recuerdos de la época colonial; las hazañas de los libertadores;
la agitación política del momento...” Está también la heterogeneidad
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lingüística, que muchas veces menciona Henríquez Ureña, entre el español de
América (los españoles de América, en verdad) y el de España. Y finalmente,
está la heterogeneidad de las diversas vertientes culturales, producto de la
importación y de la traducción, y que Henríquez Ureña, sin mala conciencia
nacionalista, no cree necesario exorcizar. “Todo aislamiento es ilusorio”,
afirma. Y, por lo demás, América es una categoría que debe ser construida y
no una esencia que la historia se limita en desplegar. Esta idea, vinculada con
la función constructiva y proyectiva de la utopía, me parece central porque se
opone al esencialismo nacionalista. Situado en la historia, Henríquez Ureña
se esforzó por reconocer la especificidad de América, sin construir a partir de
ella un elenco de razones que fundamenten el aislamiento” (1998: 887).
Más que ver una relación causal entre política y cultura, en que lo relevante
sería atribuir una génesis política a las ficciones, Sarlo parece ahora inclinada
a analizar la expresión política en la cultura, según los rastros obliterados en
la historia. Hasta el muy cerebral Paul Valéry admitía que la historia está
dominada por tradiciones y convenciones inconscientes. “Todo capítulo de
historia contiene un mero cualquiera de datos subjetivos y de ‘constantes
arbitrarias’” (Valéry, 1954: 18). La historia de esa obsesión, América Latina,
no es nada ajena a ese proceso y en su mismo agotamiento pervive el
comienzo.
7
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La crítica literaria es la más afectada por la situación actual de la literatura. Ha desaparecido del mapa.
En sus mejores momentos en Iuri Tinianov, en Franco Fortini o en Edmund Wilson fue una
referencia en la discusión pública sobre la construcción del sentido en una comunidad. No queda nada
de esa tradición. Los mejores y más influyentes lectores actuales son historiadores, como Carlo
Ginzburg, Robert Darnton, François Hartog o Roger Chartier. La lectura de los textos pasó a ser asunto
del pasado o del estudio del pasado” (Piglia, 2017: 266).
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