Santana Hernández, “Archivo y testimonio” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 6 / Julio 2019 / pp. 201-227 201 ISSN 2422-5932
ARCHIVO Y TESTIMONIO.
CAÍNA MUERTE
DE H. A. MURENA
ARCHIVE AND TESTIMONY.
H. A. MURENAS
CAÍNA MUERTE
Daniel Santana Hernández
Universidad del País Vasco
Doctor en Literatura Comparada, Universidad del País Vasco; en la actualidad, profesor de
Educación Secundaria. En la línea de investigación relacionada con la literatura rioplatense,
ha publicado “La redención en la novelística de H. A. Murena” en
Anales de literatura hispanoamericana 46, 2017.
Contacto: dasandez77@gmail.com.
ARTÍCULOS
Santana Hernández, “Archivo y testimonio” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 6 / Julio 2019 / pp. 201-227 202 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 14/08/2018 Fecha de aceptación: 02/05/2019
Crónica
Archivo
Grabación
Testigo
Traición
En el presente trabajo analizamos una de las últimas novelas de H. A. Murena donde la aparente
parodia grotesca y el tono distópico de un mundo vuelto al revés resultan de una torsión, también
carnavalesca, de la noción de archivo. El ente narrador como archivo sonoro y garante de una historia
(o de la Historia) refleja desde el tópico de la traición y desde la noción de testimonio una vida impo-
sibilitada para contar. Se revisa buena parte del resto de la obra de Murena para fundamentar nues-
tra tesis: en dicho autor, la palabra escrita (y archivada) no garantiza verdad alguna, esta radicaría
antes o más allá del verbo, en el silencio que, no obstante, debe nombrarse. Así lo escribe al final de la
novela analizada
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Chronicle
File
Record
Witness
Treachery
This paper works on the one of the last novels by H. A. Murena. It seems that the parody of the
world with grotesque manners and the dystopia could follow a kind of meaning of “file”. Narrator
works as a record machine, and at the same time has the power to build the world that she tells. We
take into account topics like treachery and witness. Reviewing the other books of Murena we will base
our thesis: the writing (and the file) it is not warranty of true. The true is before or after the word, in
the silence, which it is necessary to name. That is the end of Caína muerte.
ABSTRACT
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Trataremos una de las siete novelas del escritor argentino Héctor A.
Murena (1923-1975) considerándola como un capítulo más en una
producción polígrafa que en sus distintos géneros mantiene una sóli-
da coherencia. Pero ¿cuál es el vector que proyecta esta obra narrati-
va hacia un lugar específico? En Caína muerte,
1
publicada en 1971, el
narrador se presenta como una grabación. Murena usa esta estrategia
para plantear qué valor cobra el verbo desde su fijación, es decir,
como archivo; pero archivo que, haciendo de diégesis, a su vez crea
un mundo; archivo que incluso se permite dudar de la información
almacenada que narra, delegando en otra instancia que siempre des-
conoceremos la autoría del relato mismo. En estas páginas demos-
tramos la intención del escritor de cuestionar la inviolabilidad del ar-
chivo como garante de verdad del hecho histórico (del acontecimien-
to escrito); la palabra archivada, valorada como testimonio, debe ana-
lizarse con igual énfasis que la palabra cotidiana, dicha sin registrar.
El libro en cuestión suma otro episodio a la personal descrip-
ción del apocalipsis de Murena, tercera entrega de una tetralogía bau-
tizada como El sueño de la razón. La actividad del escritor en esta
época es inabarcable, inmerso en una pesadilla de la que aprovecha el
ímpetu delirante para hacer su propia ciencia de la historia desde la
novela, el ensayo o la poesía. Invita a recuperar la mirada apocalípti-
ca, y menciona a los «cronistas de la Antigüedad» como referentes a
los que superar, para que con la práctica de esta nueva escritura se
estremezcan los escritos de los antiguos que han servido de inspira-
ción.
Esa mirada apocalíptica consiste en tener siempre presente la
idea de que la creación entera puede terminar en el próximo instante,
de que la espada del fin del universo está constantemente a punto de
descargarse sobre el universo (Murena, 2002: 143).
El mismo año de publicación de esta novela sale al mercado el
ensayo La cárcel de la mente y el libro de relatos El coronel de caballería y
otros cuentos, textos con una marcada impronta de revelación fatal.
1
Manejamos la edición incluida en Visiones de Babel, compilación de escritos de diversa índole. Así
cuando nos refiramos a Caína muerte será Murena, 2002a. Si extraemos referencias del ensayo La cárcel de
la mente (incluido también en Visiones de Babel) veremos Murena, 2002b.
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Presumimos asimismo que en 1971 empieza a gestarse el libro híbri-
do F. G.: un bárbaro entre la belleza. Rememoramos estas publicaciones
coetáneas porque señalan un recrudecimiento en el autor de la bús-
queda del mensaje revelado y de su tanteo en lo moribundo, muy
presente en la novela que nos ocupa. Según el argentino, esta sober-
bia en los afanes de dominio refleja los distintos moldes de hacer
historia si nos apartamos de la revelación. De ahí la obstinada im-
pronta apocalíptica de Murena.
2
En suma, y volviendo a la novela, pareciera que un cronista de
la Antigüedad se reencarnase en un artefacto generador de vidas, un
artefacto no obstante con la narración grabada, archivada. Veremos
cómo esta voz que se presenta como (o se inculpa de) archivista o
cronista cumple a la vez el papel de testigo de vidas con poca fortuna
como la del protagonista, perfil rescatado de la vieja picaresca. El li-
bro fue escrito con rima y en prosa, y la narradora (cronista, archivis-
ta y poeta) guarda la misma simultaneidad ejemplar del género de na-
rrador que traza Walter Benjamin (aún me remonto a la esencia de
las historias y vuelo, por aquello llamado honestidad o vocación o
cretinismo concentrado [Murena, 2002: 47, cursivas nuestras]). La
escritura de la historia derivará desde la epopeya a la narración y la
novela debido, dice Benjamin, a la indiferencia creativa de las distin-
tas formas épicas (Benjamin, 1998: 115). Aquí Murena decide evitar
el sacrificio del vate, y hace de su cronista una poeta que se asimila
en el estilo prosaico de la narración histórica conservando la rima y
el componente musical de lo épico. Cronista y poeta son sendas face-
tas de la máquina que narra, una tercera especie que lidia en el con-
flicto entre ellos y nosotros.
El argumento es el siguiente: Conchita es el nombre que se da a
sí misma la máquina que narra la historia de las desventuras de José
Mediocre, alias Quequé. José ha pasado por la cadena de ocupacio-
nes que todo pícaro ha de probar. Vuelve rico de sus atracos en el
ancho mundo y es de nuevo encarcelado; la única opción que le que-
da es trabajar, le informa el alcalde de su pueblo y José Mediocre se
convierte en cavador de pozos, con la compañía de su perro Tustús.
Mientras, es testigo de la transformación de sus vecinos: desde el
2
Este artículo continúa una serie de trabajos que ya he publicado donde ahondo en otros aspectos
anejos a los tratados aquí. Los artículos son los siguientes: La redención en la novelística de H. A.
Murena”, Anales de literatura hispanoamericana, núm. 46, 2017, pp. 391-406; “La voz y el dominio. Revolu-
ción en Polispuercón de H. A. Murena”, Telar: Revista del Instituto Interdisciplinario de Estudios Latinoameri-
canos, núm. 21, 2018, pp. 177-196; y “Saber y verdad de Folisofía. Sobre la novela póstuma de H. A. Mu-
rena”, Badebec, vol 8, núm. 16, marzo 2019, pp. 26-47.
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momento en que la cabrera y el cabrero se casan y ven imposible el
ayuntamiento propio del matrimonio se inaugura un cambio drástico
de costumbres en todo el pueblo. Muchos cambian de sexo, otros se
transforman en bestias, para al final ceder todos al poder de la nueva
casta dominante, los perros. El alcalde del pueblo no consigue cam-
biar el estado de cosas; un ciudadano propone la adaptación al nuevo
gobierno con un curso de domesticación a los humanos para volver-
se perro. Hay intentos de insurgencia de algunos grupos humanos
para reconquistar el mando, pero acaban frustrándose. La población
cae presa de las llamas, sumida en un delirio colectivo que lleva a ca-
da uno a quemar sus propias casas blandiendo antorchas y bailando
en el fuego.
Topo o salamandra
La narradora tiene la intención de aclararnos las causas de lo relatado
al comienzo: Retrocedamos, sin embargo, ¿hasta dónde, que es le-
jos? Hasta entender por qué José (Murena, 2002a: 48). Debe contar
las razones desde los orígenes, narrar el pasado. El problema recae
en el protagonista y, por eso, en pocas líneas, nos pone en situación
biografiando a Quequé.
El nombre con el que bautizan al desdichado peca para los pa-
dres de excesivamente pretencioso aun expresando la más completa
vulgaridad: de José con apellido Mediocre, pasará a Quequé a secas,
por su manera de hablar en situaciones adversas, que son continuas.
Sin cortapisas morales en su educación contempla como lo propio
ganarse la vida atracando a sus vecinos, siendo su fama tan grande
que el pueblo considera a sus mismos padres robados. La larga lista
de desgracias de una narración picaresca típica transcurre siempre
con la perseverancia de Quequé por superarse. En particular, esta ac-
titud optimista sobresale en la época en que es acogido por un cura.
Si el cura le instruye en el latín y le maltrata regularmente José, por
su lado, no pierde la costumbre y continúa robando.
si era a Dios a quien Pepito perseguía? La verdad es que Joselín a
dios lo adoraba. Y por quererlo tanto quería robárselo. ¡[] Jose-
cito deseaba timarse al Todopoderoso! Sin saber por qué ni para
qué: lo quería simplemente de quererlo. No habría el pico sobre el
tema ni pensaba, pero la mente muda de debajo de la mente cómo
le trabajaba (Murena, 2002a: 52).
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El subconsciente se pregunta por Dios mientras en la vigilia Quequé
roba como sublimación de ese anhelo. La búsqueda sin cuartel del
Absoluto o del Todopoderoso es lo que lo ha empujado a revolver
cada esquina de la iglesia creyendo la afirmación del cura de que
Dios está en todas partes. Indignado por la enorme desilusión que lo
va derrotando secuestra al sacerdote, atándolo al poste del gallinero,
lo sacude para que el Absoluto le caiga de algún bolsillo (Murena,
2002a: 52). Un grupo de frailes rescata al cura y castigan a Quequé
hundiéndolo en una montaña de pan rallado a la que prenden fuego.
Bajo la presión del pan Quequé debe decidir si opta por una vida de
topo o de salamandra.
Cuando decide cavar como acto vital básico, escapa de los frai-
les y del monasterio a través de un largo nel que lo devuelve al ex-
terior. Pero desde ese momento cavar pozos negros y oscuros será su
destino. El alcalde se lo ordena como castigo, así el pueblo iría cre-
ciendo hacia abajo y hacia los costados (Murena, 2002a: 57), creyen-
do mejorar la ciudad según sus ideas tecnócratas. Lo oscuro, que se
extiende a medida que desciende sin encontrar un final, es constante
en Caína muerte; se usa desmesuradamente la analogía desde una ópti-
ca desquiciada por literal (a nadie podía gustarle que estuvieran to-
do el día hurgándole en aquel agujero (Murena, 2002a: 53), dice so-
bre los abusos sexuales del cura que lo acogió). Y su decepción por
la ausencia de lo divino según tanta pesquisa en la supuesta casa de
Dios deriva, afín a una perversa coherencia, en la renuncia al ascen-
so que promete cierta visión progresista de la religión. La meta se
ubica ahora en lo escondido bajo las superficies, por eso su vida
transcurrirá a partir de ahora acompañado de pala y escoba: ¿No se-
rá acaso un pozo/ el fundamento de todo?/ ¿No será todo un po-
zo?.
3
El comentario de Diego Sánchez a los versos de Roberto Jua-
rroz son adecuados asimismo para el personaje de Murena: valiéndo-
se del concepto de abismo heideggeriano, el pozo es el origen y me-
ta, y el ser humano único fundamento de la realidad, sin llegar siquie-
ra a poder ser apoyo, pues es más bien abismo; la representación de
la realidad reposa sobre una falta de fundamento, negatividad que
posibilita toda fundación (Sánchez, 2012: 34).
La falta de fundamento conlleva la inestabilidad radical de las
identidades que ya hemos visto en los apartados precedentes. La ins-
3
Nos apoyamos en la idea de Diego Sánchez Aguilar, en su introducción a la poesía de Roberto Jua-
rroz, de considerar las doctrinas filosóficas del descenso como resultado del “mito de la muerte de
Dios”; en las palabras de Octavio Paz que cita Diego Sánchez: “La muerte de Dios encuentra el abismo
como fundamento” (Sánchez, 2012: 33).
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tancia narradora se presenta dubitativa, en su género o en su verda-
dera naturaleza; también los perros, aun manteniéndose como anima-
les, se transforman en dominadores. Los cambios, en los que pode-
mos incluir las traiciones, son auténticas metamorfosis, fieles en el
código de esta novela a la adecuación estricta de lo explícito en la
expresión metafórica. En sus investigaciones sobre la novela, Mijaíl
Bajtín combinaba la identidad con los procesos de metamorfosis, lo-
calizando estas operaciones en el tesoro folklórico. Lo natural junto
con lo artificial se somete ya desde antiguo a la trasformación que
impone sin excepción el tiempo (Bajtín, 1989: 264, 265). En las na-
rraciones con escenas de metamorfosis es necesaria una noción de
perfección estable, de identidad primigenia, más para que haga de
materia cambiante, siempre con el objetivo de lo óptimo. Son, pues,
evoluciones, aunque a saltos, por nódulos matiza Bajtín como va-
riante de una serie temporal (Bajtín, 1989: 266).
Nosotros
Cuando una mañana Quequé Mediocre despierta su perro le ataca; en
la lucha se rinde y resignado deja que el animal le destroce. Pero la
mascota interrumpe el ataque para lamerle y mostrarle un cariño que
en la violencia del ataque del animal es inusitado. Se opera un trasva-
se de poder al investirse el can en maestro para dar entrada con este
gesto ambiguo a un tiempo en que el señor torna a sirviente y apren-
diz. La confusión del nuevo estado relata la narradora, lleva a revivir
el horror de la noche primordial (Murena, 2002a: 77), ese momen-
to en que el ser humano se encuentra por primera vez en peligro,
fuera del Paraíso y amenazado por las fieras. Es un momento tam-
bién en que, aún analfabetos, no se ha decidido el pacto que más tar-
de prescribirá la servidumbre del can al humano mientras que el
hombre se comprometía a ser del perro educador y testaferro (Mu-
rena, 2002a: 77). Tal supone el punto inicial del proceso de someti-
miento de la naturaleza al hombre, una línea cuyo origen se inicia por
la drástica interrupción de la vida edénica sin tiempo. Se quiebra o
desintegra ese espacio atemporal y brota lo humano histórico defini-
do por el sojuzgamiento de lo otro no humano, en otras palabras,
por el sometimiento de la naturaleza al lenguaje fijado en forma de
ley o de historia. Ahora, todavía en ese eje histórico, el perro some-
terá a la naturaleza en la que incluye a la especie humana.
Es necesario recordar que la historia de la dominación de lo no
humano (o lo natural) significa la historia misma de la dominación
del hombre por el hombre. La razón vuelve el aguijón hacia su pro-
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pio generador, Tan generoso fue el bípedo con el cuadrúpedo en el
enseñar que al perro no le faltaba más que hablar para ser humano
(Murena, 2002a: 79), y, en la pelea que se prolonga durante horas,
Quequé exhausto percibe que el perro con sus mordiscos le ha ino-
culado el principio canino del reflejo condicionado, regla que el hu-
mano reconoce como propia de la pedagogía de su especie (Murena,
2002a: 78). Tustús, el perro, descubre la facilidad con que se domes-
tica al hombre, un hecho lógico, piensa la narradora al barruntar que
nada más doméstico que el propio ser humano, al que, por tanto, las
labores de perro hogareño no le quedan lejos. El perro ha sido mag-
níficamente adiestrado por milenios de sometimiento; por eso tam-
bién desconfía del vuelo tarambana de la mente fría y de la palabra
que lo conduce, lo importante es únicamente el poder y la delimita-
ción de zonas de dominio mediante la exhibición de fuerza (79).
Como si el perro evolucionase al estado de civilización en que se
clausura cualquier ámbito de la reflexión convirtiendo todo en ani-
malesca contigüidad incesante de la acción, cual si para el animal y
para la razón extrema la verdad fuese la totalidad (Murena, 2002b:
354).
Murena esgrime la inversión de la sentencia hegeliana que
Adorno propone en la Dialéctica del Iluminismo como la totalidad es
lo falso, reclamando la subjetividad personal y la particularidad de
lo histórico. El perro Tustús y los otros desquitados de la función de
servidores alcanzan esa condición de sujeto necesaria del señor aun
sin ganar en particularidad, con su comportamiento son leales a la
consigna recta de Hegel. La revolución canina se comporta en efecto
bajo la máxima verdad es la totalidad, habiéndose liberado de las
cadenas de la servidumbre han conseguido la igualdad plena entre
ellos, esto es, tampoco han ganado particularidad, son solo perros;
han perdido el nombre y la singularidad propia de ser de sus dueños.
Cuando Quequé ha asumido el cambio de poderes decide salir de su
casa para ver que el resto del poblado ha caído en la misma locura.
Sus vecinos se comportan como animales falderos a las órdenes de
sus perros. Y todos los perros son como uno.
El novelista ofrece en Caína muerte una variación más en el con-
junto de su obra referida a la capacidad de unificación que ofrece el
someterse a un poder, y de cómo podemos confundir esa unificación
con la paz de la unidad anhelada. Si en la trilogía novelística Histo-
ria de un día, en clave existencialista, localiza puntos débiles del
existencialismo, El sueño de la razón arremete contra formas de
totalitarismo no todas ellas interpretadas por otros como tal. El mar-
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xismo, por ejemplo, sería para Murena una corriente teórica que in-
genuamente persigue desembarazarse de «la grotesca melodía pétrea
hegeliana» (Marx), para alcanzar otra vez con su luz al hombre, al
hombre concreto, sujeto de la historia (Murena, 2002b: 352), pero
en su plan de invertir solo en acción en detrimento de la reflexión,
no comprende ya la posibilidad de la vida humana, que es vida
con la distancia que instaura la reflexión, la concibe como anima-
lesca contigüidad incesante de la acción. [] Si su programa para
renovar la filosofía expresaba que la única manera de evitar la pe-
trificación de la filosofía reside en liquidar la filosofía, resulta
coherente que su estatuto para poner fin a la alienación social se
traduzca en una disciplina que prohíbe a las criaturas la interiori-
dad y las obliga a una inhumana exterioridad, a una sujeción total
a lo público que es más alienante que los sistemas que el marxis-
mo reemplazó (Murena, 2002b: 354).
Con la instauración de un perpetuo actuar sin verbos que especifi-
quen la acción se restablece la pureza del Origen. La relación entre
canes y hombres significó un aprendizaje y un sometimiento por am-
bas partes hasta difuminar dónde queda lo animal y lo humano. Pero,
¿en qué medida es la persona garante de lo racional en la comunidad
de seres en la Tierra? Según esta narración dicha delimitación es
cuando menos discutible. La concepción de la especie humana como
dueña y señora del mundo animal, sostiene Max Horkheimer, es
mencionada en los primeros escritos del Antiguo Testamento y
siempre para encauzar moralmente a los hombres (Horkheimer,
2002: 124). Como pilares del camino al sometimiento del mundo
animal vemos construirse el yo de Occidente, sin el cual este pro-
ceso parece inviable si carece de sujeto al que servir y replegarse. De
este modo, los orígenes de la primera persona que articula la acción
son inseparables al nacimiento de los privilegios de casta y a las dife-
rencias entre conquistador y conquistado.
En la escena de intercambio de roles entre amo y perro, la na-
rradora inserta una digresión a propósito de qué pudo ocurrir real-
mente en el principio de las relaciones entre perro y ser humano:
¿fue el hombre quien atrajo al animal con algún señuelo, y dándole a
probar las comodidades de la civilización el perro decidió quedarse
como servidor rastrero; o puede que el perro, entre las fieras la más
afeminada, se decidiera a acompañar al humano, desvalido tras la ex-
pulsión del paraíso?(Murena, 2002a: 76). Horkheimer se concentra en
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las mutaciones relacionadas con el dominio cuando el dominador pa-
sa del uso de la violencia brutal a un carácter más espiritual
(Horkheimer, 2002: 125, 126). Caína muerte plantea la temblorosa es-
cisión entre el hombre educador y el animal educado, que pueden
verse, en el momento ulterior de amotinamiento, además de como
una alteración carnavalesca, como una suerte de parricidio. Merced a
la labor pedagógica ejercida sobre el animal se le construye finalmen-
te una subjetividad que, si nace como servidora, por reminiscencias
del instinto mimético y por adherencia al sistema jerárquico humano,
desea superarse y ser ama, para someter, igual que sus admirados se-
ñores. De tal manera se reinstaura la Prehistoria, una vez más, como
meta de toda revolución.
El principio de dominio, que descansaba originariamente sobre
una violencia brutal, tomó con el paso del tiempo un carácter más
espiritual. La voz interior pasó a ocupar el lugar del amo en la impar-
tición de órdenes. La historia de la civilización occidental podría ins-
cribirse, desde la perspectiva de la evolución del yo, investigando
cómo sublima, esto es, cómo internaliza el inferior las órdenes de su
señor, que le ha precedido en la autodisciplina. Desde este punto de
vista el caudillo y la élite podrían describirse como quienes promo-
vieron la coherencia y el nexo lógico entre los diferentes quehaceres
de la vida cotidiana (Horkheimer, 2002: 126).
La relación entre el sujeto y la naturaleza es tiránica, escribe
Horkheimer (128). Se ha dicho que los perros después de Tustús
también los demás canes del poblado se rebelan se convierten en
señores para el resto, que se transforma para ellos en naturaleza. Mas
esa naturaleza humana no es salvaje en el sentido de puramente pri-
mitiva, está educada a priori, tanto que ha completado la vuelta de
espiral para acercarla al punto de inicio de la barbarie. La coherencia
y los nexos lógicos necesarios para reconocer la autoridad ya están
instalados entre los humanos como nueva clase de esclavos.
Ellos
Si volvemos a la escena en que el perro adiestra a su nuevo servidor
Quequé con mordiscos de castigo siguiendo las técnicas de Pávlov,
encontramos una ilustración que concuerda perfectamente con el ra-
zonamiento de Adorno en torno a la pareja hombre-animal. En la
novela se dice:
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Mediocre, José, leía en sí por el dolor grabado, lector, que única-
mente obtenía una tregua cuando dejaba de hacerse el valiente y
reconocía que frente al perro era un cagón y abandonado se mea-
ba. Y este era el principio cardinal que regía la competencia en el
sector perruno del mundo animal. Pero el principio canino ahora
había sido por primera vez impreso en el ser humano. ¡Y por un
perro! ¡Y con pedagogía canina que al basarse en el reflejo condi-
cionado no difería demasiado de la pedagogía humana! ¡Oh tinie-
bla, tiniebla superada! (Murena, 2002a: 78)
Cuando el animal asciende a lo subjetivo es capaz de percibir ciertas
realidades, como que no dista tanto de la lucidez de los humanos y
que ya no se sume en las tinieblas de la cosa. Las mismas prácticas de
educación que emplearon con él funcionan con el señor destronado,
no existen en suma diferencias entre uno y otro. Adorno fue certero
al considerar que, a pesar del tratamiento de la idea de animal como
subsidiaria del estatuto digno del hombre cuando se marcan sus dife-
rencias necesitando para ello mantener siempre en paralelo al ani-
mal frente a la especie humana, los experimentos en boga de los
conductistas concluían con unos resultados distintos a la idea irreba-
tible de la superioridad del segundo (Adorno y Horkheimer, 1969:
288). No obstante, advierte, a la par que estos experimentos cuestio-
nan la concepción del hombre como señor de todas las criaturas,
confirman que él, y sólo él en toda la creación, funciona
libremente y por su propia voluntad con la misma ciega y automáti-
ca mecanicidad de los sacudones convulsivos de las víctimas encade-
nadas que el técnico utiliza para sus fines (Murena, 2002a: 288). Si
los behaviorists buscaban rebatir el supuesto señorío del hombre, lo
consolidan, aunque revistiéndolo de una suerte de estulticia: en reali-
dad, los resultados de sus investigaciones evidencian que el ser hu-
mano se encorseta voluntariamente dentro del automatismo dirigido.
El tándem animal-hombre (u hombre-animal) no ostenta jerar-
quía alguna en los momentos originales rememorados por la instan-
cia narradora de Caína muerte, cuando can y humano, analfabetos,
convivían armónicamente en un mundo no nominado por el hombre
en forma certera. Ese mundo, tras la Caída se vuelve adverso por
nominaciones falaces para perder la vida encubriéndola (Murena,
2002b: 223). Podemos discernir en dos momentos dibujados por la
narradora que ese tiempo de fraternidad inicial pudo corresponderse
a una paz perpetua rota con el bautismo del lenguaje. Uno de ellos se
describe al comienzo de la obra:
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Mas de pronto tornóse la carne hueso mero para el humano no
anonadado por muerte ausente y sin parte: ¡desnudo y vivo frente
al can enantes hermano, ahora súbitamente caín, horrendamente
canino! ¿Por qué? ¿Por qué? (Murena, 2002a: 47)
El otro, a continuación, cuando la narradora interrumpe su visión de
los orígenes matizando que no fue exactamente así, justificando su
visión pulida de lo ocurrido por su propia labor de cronista, periodis-
ta o archivista. Cuenta, como ella misma confiesa, arriesgándose a
traicionar lo real. El primer párrafo de la novela cimenta la estruc-
tura de la futura narración en una traición triple, la de la muerte, que
se repite; la del hermano animal; y la de la narradora.
La traición
El cainismo es propuesto por la narradora como tema de la historia
que contará, la traición a los propios de nuestra condición, a los
otros como nosotros, a nuestros hermanos.
4
La muerte es acusada de
traidora desde el título de la obra por no hacer su nada anonadante
(Murena, 2002a: 47), y desde dicha traición se abre la posibilidad de
la rebelión canina que sobrevendrá más adelante. Antes de la Caída,
en un estado de vida paralela a la del animal, vida y muerte se con-
funden, y de la segunda no se extrae ninguna consecuencia. Después,
la traición de la muerte se debe a que la nada a la que nos arrastra
trae consigo, por una parte, lo opuesto al anonadamiento; por otra,
insufla conciencia al ser humano como diferente al resto de la Crea-
ción. La versión del Génesis dada por Caína muerte confraterniza al
hombre con el animal, son como Abel y Caín; sin embargo, el motivo
de la caída del humano permanece como misterio.
El círculo humano está ahora incompleto por la aparición de la
nada, la originaria circunferencia intacta del animal ha sido privada
en el hombre de un segmento (Murena, 1961: 161), segmento en
que (no) hay nada, que es la nada que lo constituye como humano,
así pues, lejos de anonadar, aporta la mera humanidad al que fuera
hermano del can. De tal suerte, el animal conserva su círculo cerrado
mientras el hombre queda como un arco que no termina de cerrarse.
Siguiendo este razonamiento concluimos con que el hombre como
4
Murena recurre a la Divina comedia para el título de esta novela. La “Caína” es la zona del círculo no-
veno del Infierno donde se castiga a los asesinos de consanguíneos.
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tal es fruto de una traición, la nada ha creado al hombre (Murena,
1961: 163).
El cainismo inaugurado por el perro de Quequé invierte el or-
den establecido hasta el momento, aprendiendo de los errores del
amo anterior, la cainidad los devuelve al mundo posedénico y a la
instauración de una tensión de amo y esclavo para la que el hecho de
morir es esencialmente determinante. Los animales sin lenguaje al-
guno, aunque se rebelen, no puede decirse que tomen conciencia de
sí, nunca podrán decir Yo. Para Alexandre Kojève, en su glosa a la
idea de amo y esclavo de Hegel, el deseo motiva los ciclos de cambio
de poder, pero la clase de deseo del hombre para ser tal y autocons-
ciente, teniendo así la posibilidad de erigirse en amo, ha de perseguir
otro deseo. El animal en su consciencia de sí se limita a deseos de
objetos, siendo cosificado por estos (Kojève, s/f). Para el humano,
desde su papel de señor, el servicio prestado por el animal queda
mediado por la instrucción para domesticarlo. La cronista lo dice cla-
ramente en el segundo momento de traición,
en la tiniebla del milenio primordial hombre y perro firmaron el
solemne boleto de un pacto de amistad e intercambio comercial
según el cual el can al humano servía y obedecía mientras que el
hombre se comprometía a ser el perro educador y testaferro (Mu-
rena, 2002a: 77).
Al presentar el pacto como boleto convierte en irónico el epíteto
solemne y en frágil lo acordado.
5
Habiéndose convertido a lo lar-
go de la Historia lo que en un principio fue traición en la conducta
recta de la muerte (la Muerte, desde ahora), la que fue caína vuelve a
sorprender, traicionando, cambiando sus hábitos. Hasta entonces,
desde que se descubre que la nada prometida es cualquier cosa me-
nos nada, la Muerte ha sido razonable y natural sin dejar su tarea
diferenciadora del hombre del mundo natural; se ha comportado dis-
creta, industriosamente, mimando a sus víctimas desde el primer va-
gido, y los cría, enseñándoles todo lo necesario para apegarse al
mundo; calculadora, inocula a cada uno la tara personal que se desa-
rrollará en embrollo existencial (Murena, 2002a: 69). Esta Muerte,
cuya traición original han olvidado, les cuida y anima a la alegría, por
lo cual algunos la llaman vida y amor y suerte. Pero si esta Muerte
era hasta culta, un día se vuelve ignorante, loca y arrogante, se pre-
5
En el DRAE, “boleto” puede tener el sentido de “mentira” en Argentina y Paraguay
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senta sin consentimiento a todas horas llevándose, como culmen de
su traición, tanto a niños sanos como a cadáveres enterrados. Para
Quequé, que la Muerte se comportase con tamaño carácter anarquis-
ta, fue la última decepción que pudo soportar. Así, considerando que
no había más lugar para la traición en su vida, decide acostarse para
esperar la llegada de esa nueva Muerte apóstata.
La traición cumple en Murena una función central como causa
del pecado original. Se localizan numerosos momentos en toda su
obra donde se trata esta actitud, que carga con el papel antitético ne-
cesario para que todo flujo dialéctico se regenere.
6
El hombre es
merced a una traición hacia aquello que fue antes, algún tipo de bes-
tia protohumana aunque ya adámica que mantenía su circularidad.
Pero la circunferencia mutilada vive de una melancolía reminiscente,
de un platónico recuerdo (Murena, 1961: 163) que, en Murena, ha-
ce de catapulta para renegar de lo humano y regresar a la perfección
del círculo cerrado. En el ámbito de esta afirmación la siguiente pa-
radoja impide toda glosa añadida: el hombre es precisamente en la
búsqueda del ser; es por su propia traición designada como pecado
original; para ser como recuerda melancólicamente, ha de traicionar
su ser hombre constituido por la ruptura irrestañable de la circunfe-
rencia. En suma, el ser humano no es (no deviene) solo por el hiato
que marca un vacío, sino en tanto se desvive por traicionarse dibu-
jando el trazo desaparecido.
7
La vuelta a ellos porque así fuimos se convierte, por destellos
de lucidez, en la conciencia de la delgadez y debilidad de la cultura
que teje el velo que separa hombre y animal (Adorno, 1987: 26).
8
En
6
En su primera novela, La fatalidad de los cuerpos (1955), Hussey, el empleado traidor, juega un relevante
papel en la trama; Sertia, el protagonista, recordaba una historia contada por su abuelo: “un hombre
que, hacía mucho tiempo, había besado a otro y no por razones tan claras como la piedad, la culpa, el
amor o el odio, sino de una forma tal que ese beso había sido un enorme mal y un enorme bien a la vez,
y había quedado como un enigma, acaso como el símbolo del que es todo beso” (Murena, 1975: 114).
La traición o cainismo, no cabe duda, cumple un papel capital en el legado legendario de toda civiliza-
ción. Dentro de la esfera hispana encontramos el tema en Antonio Machado o Miguel de Unamuno,
por no alejarnos demasiado en el pasado; en Hispanoamérica, Juan García Ponce presta atención a
Borges y su idea en “Los teólogos” de que traidor y traicionado son caras de la misma moneda (García
Ponce, 2001: 53).
7
“Pobre dialéctica”, llamó Kafka al razonamiento envenenado por la paradoja ineludible, “Si estoy
condenado, no solo estoy condenado hasta el final, sino también condenado a defenderme hasta el
final” (Kafka, 2006: 480).
8
El filósofo glosa la obra sinfónica del compositor austriaco destacando como uno de sus rasgos una
melancolía de resonancias prehumanas: “La música adopta el comportamiento propio de los animales;
es como si, compenetrándose con el cerrado mundo de estos, quisiera reparar en algo la maldición que
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la Sinfonía nro. 3 de Mahler Adorno descubre humanitarismo por un
lado y su parodia por otro, pero, más que un péndulo oscilante, el fi-
lósofo nos invita a ver su aserto sincrónicamente, con ambas imáge-
nes superpuestas, una “humanidad al revés []. Los animales hacen
a la humanidad caer en la cuenta de que ella es naturaleza inhibida y
de que su actividad es historia natural cegada. Y, más adelante, dan-
do fundamento a las sentencias de Murena añade que, justamente,
como animales, se vería la humanidad a sí misma desde el punto de
vista de la redención (Adorno, 1987: 55).
El origen del mundo
Desde que la instancia narradora se identifica denuncia su carácter de
traidora al lector, y advierte en captatio benevolentiae la falta de exacti-
tud de la narración que se dispone a contar. Añade que, sin su tarea
de precisión o delimitación con tales términos esculpidos y punzan-
tes, sería imposible el hecho mismo de contar. En este caso de trai-
ción o cainismo se peca desde que la narradora decide moldear el
acontecimiento vivido mediante el lenguaje con que asimila los he-
chos y con el que más tarde relatará. El carácter de traidora deriva,
fieles a la autoinculpación de quien nos cuenta, del
apresto que presta a la historia yo, el humilde cronista o archivista
o periodista, hombre de pluma, traj traj traj, en suma, que, aunque
sin ala, aunque por página pagado con mísera monedita devalua-
da, aun me remonto a la esencia de las historias y vuelo, por aque-
llo llamado honestidad o vocación o cretinismo concentrado, lec-
tor, no, no de este modo (Murena, 2002a: 47).
Al principio, este ente narrador no cree que el cronista esté legitima-
do para usar las alas de la imaginación y volar con su escritura de lo
acontecido, pero en Caína muerte admite que así ha actuado, aunque
se justifique alegando que el acontecimiento en sí sucedió de otra
forma, ciertamente, pero forma desvestida, informe y amorfa (Mure-
na, 2002a: 47) que necesita inexcusablemente del apresto y su vue-
lo para que llegue a ojos del lector. Continúa en un intento de recti-
ficación de sus errores y, al confesar que aconteció de otra manera,
parece que procurara ajustarse a los hechos sin tanto término escul-
pido y punzante; después sigue con la narración reproduciendo la ex-
hay en esa oclusión” (Adorno, 1987: 25). En la “oclusión”, añadimos, late una connotación negativa, de
presión sobre una magma que puede derramarse si encuentra fisuras en la superficie.
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clamación de uno de los personajes, irremediablemente ininteligible
para el lector aún ignorante de la historia. Por eso vuelve la narrado-
ra a reivindicar su trabajo mediador entre la realidad que brota caóti-
ca y la narración final: Por fortuna, aquí estoy yo, el humilde cronis-
ta o archivista periodista, quien te conducirá por la historia sin peli-
gros de empacho, contusión o polución, pues esta historia se las trae,
uc uc uc (Murena, 2002a: 47). Sepultada por la confusión con la fi-
gura del historiador académico, existe una concepción del cronista
que yacía latente en la modernidad y que parece rescatada en este li-
bro:
El cronista que enumera los acontecimientos sin distinguir entre
los pequeños y los grandes tiene en cuenta la verdad de que nada
de lo que se ha verificado está perdido para la historia. Por cierto,
solo a la humanidad redimida le concierne enteramente su pasado.
Esto quiere decir que solo para la humanidad redimida es citable
el pasado en cada uno de sus momentos. Cada uno de sus instan-
tes vivido se convierte en una citation á lordre de jour, este día es
precisamente el día del Juicio Final (Benjamin, 1968: 60).
El narrador anticipa el Juicio Final cuando lo narra integralmente,
cuidando al máximo de no saltarse los acontecimientos aparentemen-
te ínfimos relativos a los humanos tratados como irrelevantes en la
sociedad (Löwy, 2002: 63), y remontándose a la esencia de las histo-
rias.
En cuanto a los personajes que pretende redimir esta crónica
mediante el relato de sus pequeñas historias parece claro que hemos
de aprehenderlos como figuras fabulosas, difíciles de encuadrar den-
tro de una Historia propiamente humana o de una Historia alternati-
va e intrahistórica. Pero Michael Löwy nos avisa que, para Benjamin,
cronista es todo aquel que anticipa el Juicio Final, y señala al escritor
ruso Nikolái S. Leskov o a Franz Kafka. Es lícito, según esta nómina,
el vuelo de la imaginación por el que se disculpa el narrador al co-
mienzo de la novela, y al que retorna consciente de que no hay más
vías para contar; de otra manera, el evento llegaría oscuro a manos
del lector, más negro que el culo del carbonero sulfurado (Murena,
2002: 47), por la ausencia de la luz propia del narrador, y como un
trasero porque toda historia queda atrás, en el pasado, el interregno
que media entre el acto y su digestión por el lenguaje la vuelve inde-
fectiblemente pretérita, ¡Querido lector! ¿Ves en lo que te metiste
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por querer comerte los chinchulines crudos? Has dado de hocicos
contra un culo negro y carbonizado y al sulfuro (47).
Conchita se muestra continuamente mutando de identidad (na-
rradora, cronista, periodista), para unas páginas más adelante confe-
sarse como poeta, y precisar por último que realmente es una máqui-
na: Conchita, la Máquina de Narrar.
9
a la perfección narro el rollo, pues no hay en mí nada subjetivo o
basura residual: Conchita narra la historia como mirada por ojo
divino. [] ¡Conchita no inventa no fantasea jamás! Conchita
cuenta sin cambiar una coma la real crónica con que la cargaron
(Murena, 2002a: 50).
El autor imprime a una máquina la falta de fijeza, el carácter de con-
tinuo devenir identitario distintivo de la subjetividad humana. Du-
rante todo el relato, el narrador, o narradora, se desdice de las decla-
raciones sobre su naturaleza, de humilde escribiente al que pagan por
hoja escrita a artefacto sin autoridad que reproduce el rollo que le in-
sertan; de denominarse en tercera persona como Conchita a llamarse
en masculino como narrador. Ahora, desde la pureza asumida de
máquina absolutamente cosificada y, por tanto, mero objeto, vuelve a
contrariar su defensa del vuelo y del apresto necesario para revestir
la pura realidad que brota oscura; en el anterior pasaje defiende lo
opuesto: su función de ojo divino que no añade subjetividad alguna,
ni inventos ni fantasías. La pregunta inevitable es ¿quién la carga de
esa real crónica?
Nos está contando la historia una instancia que abarca con sus
autodenominaciones todo el arco de contadores de la Historia,
desde el vate de herencia homérica encargado de guardar la memoria
(el poeta como archivo: vaso que guarda y canta acontecidos dramas
del hombre que los hombres le entregaron en custodia [Murena,
2002a: 50]) hasta un aparato artificial donde se ha grabado esa narra-
ción como la crónica que informa de lo real. El narrador en todos los
9
Es inevitable remitirse a la “máquina de trovar” del heterónimo machadiano Jorge Meneses. Antonio
Machado descubre el artefacto de Meneses en diálogo de este con Juan de Mairena; se trata de una
máquina que servirá de intermediaria entre el fin del lirismo propio del romanticismo reflejo de una
conciencia burguesa que hay que superar y la llegada de una nueva sentimentalidad; así, producirá
poesía “con simpatía”, que no piensa sino que anota experiencias vitales, “La canción que el aparato
produce la reconocen por suya todos cuantos la escuchan […] es la canción del grupo humano” (Ma-
chado, 1989: 709-711).
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Número 6 / Julio 2019 / pp. 201-227 218 ISSN 2422-5932
casos es el demiurgo de un nuevo mundo, donde sujetos y objetos se
despliegan a partir del cogito del creador.
10
En Caína muerte, el origen del mundo sugiere un inicio cosmo-
gónico por no narrar un humano: el yo de la máquina dedicada a re-
presentar emite la sustancia representada (esos acontecimientos in-
formes originariamente), el mundo es únicamente lo representado
(Serra Marín, 2011: 36). Un razonamiento sobre el cogito cartesiano
ayuda a entender mejor este hálito creador: El yo, la sustancia ex-
tensa, Dios y todo lo demás, incluido el propio Descartes, no son en
realidad nada más que personajes de un mismo relato. Y el relato a
su vez no es sino una ficción al servicio de una máquina (Murena,
2002a: 40). Esta lectura de Descartes que estira todo lo posible su
aparato silogístico, lleva a la única posible certeza de que algo o al-
guien engaña; por ello, el hecho de que el ego que concluye con esa
certidumbre exista, se desvela como otro engaño del genio maligno.
Ese ego es la necesaria entidad autónoma y cierta de sí a partir de la
cual refundar la ciencia y el saber (Murena, 2002a: 44), un yo pri-
mordial que no lo es con seguridad, que tambalea sobre el engaño
como condición de la existencia. ¿No es una forma más de afirmar la
razón narrativa que rige la Historia? Vicente Serrano alerta de que la
imagen del saber moderno (de los últimos trescientos años) se funda
en una ficción como es la hipótesis del yo, y apostilla ¿A qué remite
la metáfora y ficción del yo? (Murena, 2002a: 48).
11
Sea el dogma
una máquina o dios, en Caína muerte Conchita es origen del mundo
10
“¿Qué es la creación entera sino una palabra de Dios, dicha y pronunciada por Dios? […] Así que
para Dios no es más difícil crear que para nosotros hablar” (Martin Lutero en Schleiermacher, 2013:
181).
11
Oswald Spengler, lectura mencionada por Murena en su ensayística, anticipó esta hipótesis, no tanto
reduciendo la realidad a una creación de clase solipsista, más bien identificando lo real como de origen
religioso; el “Descartes” de Serra Marín acompaña al alemán en su consideración antimaterialista; dice
Spengler: “todo saber acerca de la naturaleza, incluso el más exacto, tiene por base una creencia religio-
sa. La física occidental señala como su fin último el reducir la naturaleza a mecánica pura, y a ese pro-
pósito se encamina todo su idioma de imágenes. Mas la mecánica pura presupone un dogma, a saber: la
imagen religiosa del universo en los siglos góticos; y ese dogma es el que hace de la mecánica una pro-
piedad espiritual de la humanidad culta de Occidente y solo de esta. No existe ciencia sin hipótesis in-
conscientes de esta especie, sobre las cuales el investigador carece de poder; y esas hipótesis se retro-
traen hasta los primeros días de la cultura incipiente. No hay ciencia de la naturaleza sin una religión
antecedente. En este punto no existe diferencia entre la intuición católica y la intuición materialista de la
naturaleza: las dos dicen lo mismo con distintas palabras. La física atea tiene religión; la mecánica mo-
derna es punto por punto una reproducción de las visiones religiosas” (Spengler, 1925: 246, 247 [Cursi-
vas de Spengler]).
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donde viven José Mediocre y sus vecinos.
12
Como demiurgo creador,
pero a la vez servidor de sus criaturas, entre las que se encuentra el
lector, la preocupación por que la historia sea leída con prudencia es
constante: Conchita aconseja, advierte, alerta, maternal y servilmente
como una excelente conductora en el espacio de la realidad taimada
por su trabajo, porque la realidad del receptor en calidad de lector no
es otra que el texto: Querido lector y respetado y quizá ahora con-
fundido lector, nos vemos obligados a hacer un alto. Ec. Y te pido
perdón. Ec Ec (Murena, 2002a: 50); Sin embargo ahora nos con-
viene parar, lector, pues te noto un poco de mojo en el ojo y el áni-
mo arrugado por todo lo que has leído (58); Triiin triiin triiin.
Despierta lector, dormido. Que aquí empieza a cumplir su función el
capítulo número dos de la historia que Conchita te contaba (58);
¿Oíste lector querido? (60).
¿Es preocupación por el lector o servidumbre hacia él? Cierto
vector ético incide en la valoración de las voces como piadosas, pie-
dad que se dirige a sus propias criaturas. En este caso, la narradora
de Caína muerte se preocupa encarecidamente de que su mensaje lle-
gue claro a quien está destinado, el lector es su acogido. A juicio de
Paul Ricoeur, la fisura en que la operación de mímesis divide relato y
campo de ficción desplaza el problema al acto de lectura, es decir, es
el lector quien debe reunir literatura y vida (Ricoeur, 2006: 160). Esta
vez, pues, de la fisura mencionada por Ricoeur destella el foco del
cuidado, que sale de la narración para que sea el lector quien se apia-
de del protagonista desdichado y el haz piadoso vuelva al texto.
Además, el receptor (ese lector al que se apela y guía) debe escu-
char la grabación que reproduce la narradora, a veces incluso con
sonidos onomatopéyicos de sus engranajes. Podemos calificar las pa-
labras oídas en Caína muerte como enunciación, categoría que se
refiere más que al texto del enunciado al tener lugar del mismo
(Agamben, 2009: 122), al sonido efímero que se capta y del que resta
apenas su comentario.
El no-hombre y el hombre entran, en el testimonio, en una zo-
na de indeterminación en la que es imposible asignar la posición de
sujeto, identificar la «sustancia soñada» del yo y, con ella, el verdade-
ro testigo (Agamben, 2009: 127).
Que el testigo testimonia por delegación significa que quien tes-
timonia sobre el hombre es el no-hombre (la Máquina en nuestra no-
12
“Concha”, en una de sus acepciones: “(vulg. malson. Arg., Chile, Perú y Ur., coño), parte externa del
aparato genital femenino” (DRAE en línea).
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vela, más antagónica al ser humano que el animal o la naturaleza;
creada por el hombre, sin embargo). El testimonio no tiene titular;
testimoniar o hablar es como entrar en un movimiento vertiginoso
en el que algo se va a pique (Agamben, 2009: 126). Quien habla se
desubjetiva por completo callando en cuanto a sí mismo y objetivan-
do a quien ha callado y para el que habla (Conchita se identifica al
lector, se objetiviza si se quiere y en ese sentido no calla, pero
buscando en verdad desubjetivarse al desmentirse en cuanto a las ca-
tegorías con las que se nombra; por lo demás, Conchita, como má-
quina, es siempre y solo objeto). El mudo (el tartamudo cuando le
maltrata la vida, Quequé) calla para dejar espacio a quien habla: el
no-hombre (la máquina Conchita) (Agamben, 2009: 126).
Según el trabajo arqueológico de Giorgio Agamben (2009) la
noción de testigo deriva por un lado de testis, etimológicamente
aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o en un litigio
entre dos contendientes (15); y como segunda acepción, superstes, re-
ferido a quien ha vivido un acontecimiento determinado y puede
ofrecer su versión de tales hechos. Testigo se dice en griego martis,
de ahí martirium que denomina a los cristianos que mueren para dar
testimonio de la fe (25, 26). Pero el rmino griego también significa
recordar, el superviviente no puede no recordar (26). Los testigos
efectivamente son, a fin de cuentas, terceros como reza una de
las acepciones de testis, ya que los que verdaderamente sufrieron los
campos (en el caso del Holocausto), no pueden testimoniar.
De la jauría
En 1961 Murena emprende la tarea con el ensayo Homo atomicus de
definir y analizar el estereotipo de individuo que se gesta en la se-
gunda mitad del siglo XX, donde rememora, como contraste median-
te el que se define esta figura moderna, el nacimiento del homo sa-
piens desprendiéndose mediante el sacrificio por lo colectivo de lo
meramente instintivo. El umbral del hombre atómico, situado en la
Europa del siglo XIX, marca una vuelta a lo que había superado
nuestro primer antepasado. Postula Murena que la vena dionisíaca
predicada por Nietzsche en pugna con el nihilismo que vaticina, se
transmuta en potente motor de la sociedad plenamente nihilista que
se asienta, en efecto, unas décadas más tarde de su profecía (Murena,
1961: 39, 40). Max Horkheimer elabora una lectura complementaria a
la del argentino. La civilización nace al traducir los impulsos miméti-
cos innatos del hombre en signos que superen la copia automática;
los signos modos racionales de comportamiento se comportan
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como dominadores del primigenio gesto de imitar ciegamente. Este
gesto está siempre al acecho; si no se da satisfacción al instinto so-
juzgado, puede irrumpir como fuerza destructiva y los hombres re-
caen en él de un modo regresivo y deformado (Horkheimer, 2002:
132, 133).
José Mediocre nace en un mundo ya corrompido, y a él le toca
estar en el lado de los débiles. La clase sometida carga igualmente
con las taras de los dominadores las que generan la domesticación
del impulso mimético aunque se multiplica el sufrimiento implícito
en la represión al ser sometidos también por semejantes. Este estado
de cosas dado en su nacimiento empeora cuando del ciclo de meta-
morfosis que acaecen en su pueblo se pasa al amotinamiento de los
perros. Un estrato más se añade a la jerarquía que encuentra Quequé
al nacer: por encima están no solo los hombres de la clase dominante
(el alcalde o el cura) sino también la casta de los perros, señora del
resto.
Caína muerte, tras el eco dejado por la novela inmediatamente
anterior Polispuercón, se mantiene en el tono de la distopía pero desde
otra óptica a la usada en las primeras entregas. Entenderemos mejor
el libro si tomamos en consideración una bipartición del formato dis-
tópico moderno: la distopía estatista, que advierte de los totalitaris-
mos políticos; y la distopía de libre mercado crítica del americanismo
y de las políticas de la libre empresa (Martorell, 2012: 275). Ambas
coinciden en diagnosticar la racionalidad instrumental como inicua
para la sociedad. En sintonía con Adorno y Horkheimer, Francisco
Martorell singulariza las distopías posmodernas como mundos de
ficción en los que la razón se vuelve contra sus fines emancipatorios
al lograr la consumación perfecta de la racionalización del mundo.
Conforme a dichas tesis, las distopías de Murena alientan al descrédi-
to del presente devaluándolo al pintarnos el presente o un futuro
propio de ese presente que se critica como un infierno en la tierra.
Sin embargo, si Martorell habla de un porvenir deshumanizado y
desnaturalizado (Martorell, 2012: 276), la narración de Conchita pin-
ta un mundo deshumanizado por naturalizado, por un regreso a lo
bestial, un mundo que participa de las miserias propias de las ficcio-
nes estatistas y de las de libre mercado, aunque distanciándose de
una posible referencialidad mundana por el tono fabulesco y por ser
narrado por una máquina. Esto último, que una máquina sea la me-
diadora entre el lector y la narración convierte en paradigmática la
neutralidad en cuanto a las barbaridades que se narran. Por ello, la
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Número 6 / Julio 2019 / pp. 201-227 222 ISSN 2422-5932
decisión de usar el prefijo dis- en vez de u- para la caracterización de
la alegoría recae únicamente en el lector.
Hay estudiosos que se han percatado de cierto carácter del gé-
nero utópico/distópico: el de representar la diferencia radical (Jame-
son, 2009: 9). Este tipo de historias plantean una sociedad óptima o
rechazable en función del uso de la categoría de diferente; tal rasgo
puede ser amenazante o enriquecedor. Al subrayar la otredad tam-
bién se pone el acento en la tensión entre identidad y diferencia. Mu-
rena en su sueño caricaturesco recurre sin paliativos al perro y a la
máquina como otros del ser humano, extremando las diferencias con
esa otredad mediante una larga serie de fenómenos de metamorfosis
al retratar como otro lo que un sujeto fue. Fredric Jameson, no obs-
tante, recoge la afirmación de estado ideal según Adorno en la Dialéc-
tica negativa, vivir como buenos animales, entendiéndola como
desaparición de todo instinto de autopreservación, una vida en su
pleno presente, liberada de los temores de supervivencia y de toda
incertidumbre por el futuro (Jameson, 2009: 214), en que la realidad
de la diferencia se resuelve en la disolución, el hombre libre de tribu-
laciones: una bestia. Entendamos la imagen de Adorno como sustan-
cialmente irónica; es decir, su utopía perversa refleja un estado sin
conciencia, queriendo advertirnos del sueño utópico como equivalen-
te maquillado del mundo que deseamos evitar.
Igualmente Murena dificulta una posible conclusión unívoca.
En Caína muerte encontramos dos momentos con una carga simbólica
digna de considerarse para esta disquisición. Es patente que la socie-
dad propuesta por la revolución canina queda lejos de la ideal, aun-
que la narradora no se pronuncie en este sentido. Pero, ante tanta
transgresión, la misma sucesión de los hechos a la hora de narrarlos
no se decide por un flanco positivo ni negativo. Tomemos un punto
de la narración en que se brinde al protagonista la posibilidad de una
reflexión y una consiguiente toma de conciencia de la evolución de
los acontecimientos, por ejemplo, la escena en la que Quequé decide
esperar a la Muerte acostado (Murena, 2002: 72). Extraigamos de es-
te momento toda su reflexividad, no otorgándole, pues, valor positi-
vo, sino también el negativo para desacreditar y desmitificar y, así,
negar su alternativa; es decir, no va a buscar (a) la muerte, la espera.
Quequé Mediocre sucumbe ante la desmesura de los cambios a su al-
rededor (hasta la narradora los valora cual un poquitín raritos, o
fenómenos fenomenales [60]). La ola repentina de mutaciones en
todas las direcciones ha desembocado en una Muerte desquiciada que
remata a los cadáveres. Por eso Quequé se rinde a la negatividad, a la
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misma muerte. El intento de suicidio del protagonista se dibuja con
trazos grotescos tomando la metáfora literalmente, así Quequé espe-
ra en la cama a que la Muerte lo recoja. Este preciso instante se in-
cardina en el eje de escenas absurdas aglutinador de la novelística
mureniana, ¿A qué servía todo de la nada que le habían dejado si
hasta con la muerte lo iban a burlar? [] ¿A qué cavar el pozo y
aguantar mesticia [] si hasta con la muerte lo iban a burlar? (72).
Conclusión: en el centro del vacío hay una fiesta
El capítulo El perro que nos observó del ensayo Homo atomicus in-
troduce al lector en una profunda reflexión sobre el desarrollo del
ser humano occidental (pithecanthropus, homo sapiens, homo mo-
seus, homo christianus y homo atomicus); el animal siempre servirá
de sombra contra la que distanciarnos recordándonos nuestro origen
natural
pues el progreso consiste en la escalonada emersión de un mundo
de la animalidad en el que los problemas son escasos y se plantean
y se resuelven en un nivel rudimentario y absoluto para ingresar
en un mundo de logos, de espíritu y razón, en el cual los proble-
mas son literalmente infinitos y se plantean y resuelven incluso
aquellos inseparables de la animalidad del hombre en un nivel de
alta complejidad, relatividad o interdependencia (Murena, 1961:
253, 254).
Este camino de perfección se ha fundado en la aniquilación de la
bestialidad original del hombre, y para Murena esta es necesaria en la
obligación existencial de no estar sordos a nada (Murena, 1961: 257).
Con todo, el novelista escribe Caína muerte siguiendo la orientación
de una brújula dislocada. Sugiere que la cerebralización dominadora
de todo el ámbito humano, sin querer, invoca la faceta brutal innata,
reprimida pero latente; denuncia la deificación del intelecto que calla
el ladrido de la carne, aunque al mismo tiempo vindique vehemente-
mente la espiritualización de la vida. Esta omniconsciencia integral se
desata unos años antes. El perro que nos observó alerta a Murena
con la siguiente intuición: la perra Laika había estado observándonos
desde la vastedad sideral. Los comentarios del público sobre el acon-
tecimiento abundaban en la lástima hacia el animal desvalido en el
espacio exterior. Pero el ensayista encuentra más bien, en un fenó-
meno de transferencia, que esa suerte de piedad se dirige a ellos
mismos, el hombre se ve en el perro, puede imaginarse ya orbitando
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alrededor del planeta, olvidándose de quién verdaderamente está en
la nave.
La misma mirada vanidosa esgrime el médico en sus consultas,
algo queda en el médico del animal con el que trabaja, algo que lo
aleja de la raza humana y lo aproxima a la de los cobayos. Porque el
hombre siempre se convierte de algún modo en el instrumento que
aferra (Murena, 2002a: 144). Murena muestra inquietud por la tras-
cendencia del logro científico, desde su mirada extrañada ve que se
inicia una nueva época, con un animal como emblema. Si el hombre
fue desde sus inicios el animal ansioso de cosas nuevas, tamaños
brincos alentados por la ciencia y ejecutados por la tecnología hacen
que aterricemos convertidos en puros animales (Murena, 2002a: 17).
Por eso cuando la revolución canina se ha consumado y los hombres
viven sometidos, José anhela su pasado (y las crónicas que los custo-
dian), aunque infernal, humano.
Quedamos como lectores con un final que solo expresa un pre-
sente eterno. Ha de ser la narradora quien termine la historia, infor-
mando, eso sí, de que todo arde pero nada se consume: es el in-
fierno. Y el infierno, como hemos visto, está a la vista si se piensa en
la vida libre de problemas del animal, la bestia que tranquilamente
mira al cielo según Adorno, libre del peso de la memoria o sin el pri-
vilegio de poseer registros del pasado.
Cuando el autor argentino coloca a los personajes en la escena
de danza macabra los sacrifica en el fuego de un rito gratuito por su
pureza.
13
No quedará nadie para disfrutar del agradecimiento de los
dioses. Todos se inmolan y expían ardiendo para siempre.
De repente, antes del desvarío se alza un silencio muy apreta-
do (Murena, 2002a: 142) y los párrafos se vuelven solo una frase
por línea, la prosa muta a verso, y el ritmo se acelera por un empeci-
nado polisíndeton, cada gesto un verso, avanzando así a la gran ho-
guera. Lo espressivo despierta cuando el argumento decae en fuerza in-
formativa, poco pasa ya.
14
Con velocidad la narración desaparece,
13
Porque Murena cree que se inaugura una nueva época cuando se enfrenta a la noticia de la perra en el
espacio, la escenificación de un rito como el de las Danzas macabras se entiende como pertinente. A fines
del siglo XIV y principios del siglo XV, en una posible conciencia de fin de era, se experimenta en Eu-
ropa la transformación del pensamiento escatológico para responder a las catástrofes que azotan el
continente, piénsese en la Guerra de los Cien Años, la Peste Negra o el Cisma de la Iglesia de Occiden-
te (Infantes De Madrid, 1997: 23).
14
Aquí apelamos a la acepción de “expresivo” que Adorno elabora pensando en la música mahleriana.
La expresión es precisamente lo tiranizado por el principio racional, expresivo es igual a principio mi-
mético o instintivo, a su juicio “no fue un azar que el término espressivo se convirtiera en una indicación
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(¡Entre muecas de dolor saltaban y se retorcían en la hoguera gigan-
tesca []! [Murena, 2002a: 144]). Cada línea es un paso al canto sin
palabras, a la lengua en verso y sin lenguaje manada del fuego.
Recordemos el entre del que habla Giorgio Agamben: hay un lu-
gar entre la creación y la transmisión elaborada de una realidad otra,
una zona en la difusa entidad de quien nunca crea ex-nihilo, interme-
diando siempre, por tanto, como lar de testimonio con entidad de
testigo. En un contador de historias el narrador, cualquier hablante
como intermediario, cualquier hablante como archivista, o como ar-
chivo la identidad difusa solo puede bosquejarse entre, sin ser, sino
más bien trabajando para que lo que no es sea, cual el como de la
función analógica; se localiza en la pura deriva de la enunciación; así,
sea la máquina como el entre enunciativo que media entre el despoja-
do de voz y el que puede escuchar:
en esas encrucijadas, contaba yo, sufría Mediocre un deterioro o
melladura en la parla y farfullaba, muy fresco por el calor excesi-
vo: ¿Quequé memé cucú eeentan? Y encrucijadas de la existen-
cia a Mediocre no le habían faltado, considerando que había naci-
do justamente con destino de asaltante de encrucijadas (Murena,
2002: 48).
En su labor de testigo la máquina emite la vida de José Mediocre,
Quequé por su tartamudez, en los muchos encuentros poco afortu-
nados que vive, dando unidad narrativa o una biografía a esas en-
crucijadas que tambalean al sufrido protagonista, que la vida sea
recopilada para que pueda colocarse bajo el enfoque de la buena vi-
da (Ricoeur, 2006: 162), tal es la función de Conchita.
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puramente expresivo (Adorno, 1987: 42).
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