Santana Hernández, “Archivo y testimonio” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 6 / Julio 2019 / pp. 201-227 214 ISSN 2422-5932
senta sin consentimiento a todas horas llevándose, como culmen de
su traición, tanto a niños sanos como a cadáveres enterrados. Para
Quequé, que la Muerte se comportase con tamaño carácter anarquis-
ta, fue la última decepción que pudo soportar. Así, considerando que
no había más lugar para la traición en su vida, decide acostarse para
esperar la llegada de esa nueva Muerte apóstata.
La traición cumple en Murena una función central como causa
del pecado original. Se localizan numerosos momentos en toda su
obra donde se trata esta actitud, que carga con el papel antitético ne-
cesario para que todo flujo dialéctico se regenere.
El hombre es
merced a una traición hacia aquello que fue antes, algún tipo de bes-
tia protohumana aunque ya adámica que mantenía su circularidad.
Pero la circunferencia mutilada vive de una melancolía reminiscente,
de un “platónico recuerdo” (Murena, 1961: 163) que, en Murena, ha-
ce de catapulta para renegar de lo humano y regresar a la perfección
del círculo cerrado. En el ámbito de esta afirmación la siguiente pa-
radoja impide toda glosa añadida: el hombre es precisamente en la
búsqueda del ser; es por su propia traición designada como pecado
original; para ser como recuerda melancólicamente, ha de traicionar
su ser hombre constituido por la ruptura irrestañable de la circunfe-
rencia. En suma, el ser humano no es (no deviene) solo por el hiato
que marca un vacío, sino en tanto se desvive por traicionarse dibu-
jando el trazo desaparecido.
La vuelta a ellos porque así fuimos se convierte, por destellos
de lucidez, en la conciencia de la delgadez y debilidad de la cultura
que teje el velo que separa hombre y animal (Adorno, 1987: 26).
En
En su primera novela, La fatalidad de los cuerpos (1955), Hussey, el empleado traidor, juega un relevante
papel en la trama; Sertia, el protagonista, recordaba una historia contada por su abuelo: “un hombre
que, hacía mucho tiempo, había besado a otro y no por razones tan claras como la piedad, la culpa, el
amor o el odio, sino de una forma tal que ese beso había sido un enorme mal y un enorme bien a la vez,
y había quedado como un enigma, acaso como el símbolo del que es todo beso” (Murena, 1975: 114).
La traición o cainismo, no cabe duda, cumple un papel capital en el legado legendario de toda civiliza-
ción. Dentro de la esfera hispana encontramos el tema en Antonio Machado o Miguel de Unamuno,
por no alejarnos demasiado en el pasado; en Hispanoamérica, Juan García Ponce presta atención a
Borges y su idea en “Los teólogos” de que traidor y traicionado son caras de la misma moneda (García
Ponce, 2001: 53).
“Pobre dialéctica”, llamó Kafka al razonamiento envenenado por la paradoja ineludible, “Si estoy
condenado, no solo estoy condenado hasta el final, sino también condenado a defenderme hasta el
final” (Kafka, 2006: 480).
El filósofo glosa la obra sinfónica del compositor austriaco destacando como uno de sus rasgos una
melancolía de resonancias prehumanas: “La música adopta el comportamiento propio de los animales;
es como si, compenetrándose con el cerrado mundo de estos, quisiera reparar en algo la maldición que