Carballar, sobre Un viaje en círculos de Monjeau Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 5 / diciembre 2018 / pp. 356-365 356 ISSN 2422-5932
UN VIAJE EN CÍRCULOS. SOBRE ÓPERAS,
CUARTETOS Y FINALES
DE FEDERICO MONJEAU
BUENOS AIRES, MARDULCE, 2018
Diego Carballar
Universidad de Buenos Aires Universidad Nacional de Tres de Febrero
Licenciado en Letras (UBA). Cursó la Maestría en Estudios Literarios
Latinoamericanos (UNTREF); es adscripto y colabora en
la tedra Literatura del Siglo XX (UBA).
Contacto: diegocarballar@gmail.com
RESEÑAS
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En el editorial del primer número de la revista Lulú (septiembre
de 1991), Federico Monjeau escribía: Lulú no se dirige solo a
músicos; como la música, no se dirige a nadie en particular;
también destacaba que el nombre de la revista era un homenaje
a una gran ópera de Berg y que este nombre quería ser tributo
no a un género constituido, la ópera, sino a la ópera como en-
sayo. En pocas palabras, Monjeau jugaba una poética de la es-
critura sobre música. La apelación a la última ópera (inacabada)
de Alban Berg y a la ópera como ensayo propone pensar que
escribir sobre música es escribir de manera paradigmática, una
escritura que asume que habría un núcleo duro al que nunca se
podría terminar de acceder desde el lenguaje verbal y que per-
manecería refractario a la escritura, invitando a un juego de ana-
logías entre uno (la música) y otro (el texto), cuyo modelo po-
dría ser la ópera, género que ya en tiempos de Berg atravesaba
una larga crisis que tendía a ensayar nuevos pliegues en la rela-
ción (esquiva, nínfica) de palabra y música.
La escritura crítica sobre música se mueve entre un saber
específico (es necesario conocer la técnica musical y, también,
las reglas de juego de la crítica musical como discurso) y los
mecanismos de la mímesis para llevar a la lengua más allá del
mero adjetivo calificativo, hacia una zona indeterminada, po-
dríamos decir. Para ir más allá del adjetivo, es necesaria una es-
critura mestiza que se desarrolla en el entrevero de filiacio-
nes. En este sentido, la escritura sobre música es como una
ópera nueva, un ensayo tan dramático como musical, en el que
la palabra y la música deben acercarse en un espacio silencioso;
no la escena, sino la palabra (callada) de la escritura. Escritura
que, en el caso de Monjeau, posee un rasgo agonístico, también,
porque, en general, ese espacio callado es una vocación a un
grupo de lectores (sin nada en común, nadie en particular, con-
dición de posibilidad para imaginar una comunidad).
Cabe señalar que más allá del altísimo prestigio de los ob-
jetos de interés y escucha que selecciona Monjeau (podríamos
decir los monumentos del alto modernismo musical y sus deve-
nires, un auténtico canon), siempre estuvo interesado en señalar
la inscripción de dicha tradición en América sin reducir ni ho-
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mologar nunca la perspectiva europea con una manera correc-
ta de recepción local: más indiano que paneuropeo. En este
sentido, y como el buen Dios está en los detalles, se destaca un
gesto: la tilde en Lulú como una marca significante (que no pasó
para nada inadvertida a los lectores y colaboradores de la revis-
ta). Escribir la tilde de Lulú, siguiendo las reglas de escritura lo-
cal, es un pequeño gesto político de intra-afiliación entre tradi-
ciones.
Una década después de Lulú, en el prólogo a La invención
musical (2004), Monjeau asegura que mucho de ese libro se debe
a su experiencia en Punto de vista¸ revista en la que, cuenta, de-
bió ejercitarse en cómo hablar de música en un contexto inte-
lectualmente exigente pero no especializado, además de insistir
con que esperaba que los ejemplos musicales, los fragmentos
de partituras, al lector con conocimientos musicales le propor-
cionen un suplemento y al lego no le impidan la lectura.
En su nuevo libro, Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos
y finales, volvemos a encontrar el envío habitual de los proyectos
de escritura de Monjeau: Este libro no se dirige más al músico
o al musicólogo (a los que de todas formas espero no decepcio-
nar) que al lector no especializado. [] muchos de mis interlo-
cutores más estimados se encuentran precisamente en ese se-
gundo campo, el de los no especialistas, y no querría que se sin-
tieran expulsado del libro por causa de unos pocos pentagra-
mas (p.11). Ese segundo campo es, de alguna manera, el
grupo que instala el desafío a la escritura del crítico, que escribe
entre lo necesario (el saber musical) y lo indeterminado.
¿Será cierta la vieja idea platónica de que la música es
peligrosa, de que se asoma al placer y la pérdida?, se pregunta-
ba Roland Barthes, precisamente al interrogarse acerca de si hay
algún modo verbal de hablar de la música sin caer en el adjeti-
vo, para salir de la reducción de lo predicable y lo inefable
(Barthes, 1986: 263). Aquel segundo grupo necesita (y el escri-
tor, por supuesto) una palabra que permita cruzar la frontera
entre lo que la música hace y lo que, efectivamente, podría ser
escrito desplazando la zona de contacto entre lasica y el
lenguaje (en la escritura
1
). Podemos pensar en una suerte de es-
critura impura, cuya captación es inestable, en perpetuo de-
venir mimético, que apela a los movimientos de la metáfora, a
1
Otra superficie de contacto entre la música y la palabra es la voz.
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las traslaciones, a los préstamos, el tránsito y el tráfico (todo es-
to conforma el carácter indeterminado de la escritura sobre mú-
sica).
Por otra parte, en este nuevo libro se destaca un registro
de la escritura en el que prevalece una suerte de rasgo experi-
mental, de informe de lo vivido: registro, en principio, habitual
del crítico que anota noches, lugares, intérpretes en apuntes que
serán las marcas temporales de lo que se escribirá sobre el par-
ticular tiempo musical, que explora la frontera música, palabra y
suma la experiencia. Nos encontramos con un tono de repaso
de una educación sentimental de la escucha, compuesta de los
conciertos en los que una obra se escuchó por primera vez, o
los veinte años del Festival de Música Contemporánea, etcétera:
acontecimientos que, muchas veces, son únicos, en tanto que
no volverán a repetirse y que, por esa condición frágil, pueden
reclamar la recuperación (de ese tiempo perdido). Hay en este
viaje una sucesión de tiempos: musicales, experimentales, que
bordan una memoria que va desde la anécdota a la reflexión fi-
lológica de la partitura.
¿Cómo recuperar una experiencia de escucha para trans-
mitirla varios años después del acontecimiento? Un viaje en círcu-
los es un libro que interroga la relación entre la palabra, la músi-
ca y la experiencia. Por ejemplo, en el caso del Cuarteto de cuerdas
N° 2 de Morton Feldman (estrenado en el Ciclo de Música Con-
temporánea en noviembre del 2001), obra que posee vestigios
formales de la vanguardia en tanto que requiere una escucha y
una interpretación desmesuradas en términos temporales (más
de cinco horas), Monjeau escribe:
Estas notas buscan en cierta forma reconstruir algo de esa ex-
periencia de quince años atrás, pero me temo que eso es com-
pletamente irresumible y que uno solo puede dar cuenta de si-
tuaciones anecdóticas: de la gente que se levantaba y se iba de
la sala; de los curiosos que entraban a mirar; de los inmóviles
oyentes clavados en sus butacas […]; del suave movimiento,
casi una reverencia, que en forma muy espaciada realizaban al-
ternativamente los cuatro músicos para llevarse algo a la boca
que después se sabría qué era: pastillas de guaraná (147).
No en vano, Monjeau anota esta anécdota en la cual, la música
aparece como un desafío atlético (las pastillas energizantes de
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guaraná para sostener una interpretación excesiva en términos
temporales), un modo de transformación del cuerpo (opuesto a
los ladeos de cabeza de los oyentes de concierto); la praxis de la
interpretación, la lectura, en suma, que aparece representada
por la transcripción de correos electrónicos o el registro de
conversaciones entre los ensayos en los que el crítico y los in-
térpretes opinan acerca de, por ejemplo, la misteriosa nota-
ción enarmónica (¿un bemol, un sostenido?) que Feldman utili-
za muchas veces en sus obras y cuyas complejidades gráficas
pueden ser entendidas como las partituras diagramáticas de al-
gunos compositores medievales: No puedo permanecer indife-
rente frente a esta indicación, más allá de lo que verdaderamen-
te signifique dice un intérprete acerca de estas cuestiones (157-
159).
Si en Lulú destacaba el interés poético (el hacer) por la
ópera como ensayo, en el primer capítulo de este libro, Moisés y
Aarón. Una ópera filmada, Monjeau despliega todo lo que de
extraterritorial pueda tener y habilitar la ópera, partiendo del
comentario del film de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub so-
bre esta ópera de Schoenberg. Este film, a la manera de una
película bíblica, le permite recorrer las incursiones de Schoen-
berg en el género lírico que, como le ocurriría con la música in-
cidental para el cine, siempre fueron muy conflictivas.
Monjeau destaca la economía un tanto extravagante de
Moses und Aron (un nombre también intervenido significativa-
mente por Schoenberg
2
) y la problemática representación de esa
ópera, productos de algunos desvíos de lo operístico, en tan-
to sistema económico (los teatros, la orquesta y cantantes, la
puesta en escena, el dinero, en suma) que presenta. Se trata de
una obra relativamente breve, pero de muy difícil realización en
todo sentido, tanto desde la puesta en escena como la orquesta
de tamaño posromántico (a la Richard Strauss), por ejemplo,
pasando por cantantes y programación. Para Monjeau, la obra
puede ser pensada como una radiografía casi hasta la anécdota
(19), y apela entonces al apunte biográfico (al chisme, por qué
no). Las anécdotas aparecen como un cisma, una pequeña hen-
didura narrativa que surge en los intersticios de las partituras
(que pueden ser, también, monumentos arqueológicos). Con
motivo de Moisés y Aarón, dice:
2
Cambió el nombre de la ópera para mantener doce letras y evitar así el número trece (ad e-
más de mantener el doce, que se corresponde con los sonidos de la serie).
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En 1898, antes de cumplir 24 años, Schoenberg había renegado
de la fe judía; seguramente con la finalidad de abrazar la cau-
sa de la música alemana, se convirtió al protestantismo, lo que
tampoco encajaba del todo en la católica Austria. En 1926 el
músico se estableció en Berlín como sucesor de Busoni en la
cátedra de composición en la Academia de las Artes, y en 1933
debió abandonar la capital alemana declarado persona no grata.
Ese mismo año se reconvirtió formalmente al judaísmo en Pa-
rís [] aunque su reconversión espiritual había empezado mu-
cho antes (20).
Un poco a la manera de los grandes filólogos alemanes (Erich
Auerbach y Leo Spitzer como los nombres paradigmáticos de
filiaciones y a-filiaciones con la cultura europea) del siglo pasa-
do, Schoenberg es un desplazado también, y su obra es autobio-
gráfica de manera elíptica (como en el caso de aquellos filólogos
y sus lecturas). Monjeau, por supuesto, presta atención a esa es-
critura musical, la partitura, que puede ser escindida por una vi-
da.
Pasarán casi veinte años desde que Schoenberg puso la
doble barra del segundo acto (fechado: Barcelona, 10 de marzo
de 1932), hasta el día de su muerte en su casa de Los Ángeles.
Es probable que para él la ópera quedase verdaderamente clau-
surada ante la impotencia de Moisés. Como sea, el punto crítico
de ese final no se limita a las palabras de Moisés: un abismo
conmovedor y gigantesco se abre entre el desmoronamiento del
Profeta y el unísono de los violines que parece desesperado por
hablar; es una de las melodías más poderosamente expresivas de
la música de Schoenberg, que en su aparente intento por traspa-
sar sus propios límites atravesará un espacio de más de cinco
octavas (ejemplo 6A y 6B) (37).
En este primer capítulo, Monjeau no asume directamente
el análisis de la ópera, sino que se va acercando a ella a partir de
los problemas de la representación que el film, valga lo redun-
dante, pone en escena. Cuando, finalmente, accede al análisis de
la partitura de la ópera, repasa lo que llama una creencia estéti-
ca por parte del maestro vienés: la composición dodecafónica,
el método de composición con doce sonidos, con la sola rela-
ción de uno con otro, expresión que es una verdadera cifra del
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siglo pasado. No hay razón para parafrasear lo que Monjeau ex-
plica acerca de este método compositivo y la relación que
Schoenberg establecía con asuntos místicos (y cuestiones for-
males) en esta muy particular de ópera sacra (24).
Una vez más se trata de una ópera inconclusa (como Lu-
lu, la ópera de Berg), con un tercer acto cuya representación es
motivo de debates. Lo cierto es que, del tercer y último acto,
Schoenberg dejó escrito apenas el libreto, un breve diálogo de
los dos hermanos antes de la muerte de Aarón, seguido de un
monólogo de Moisés (16). Escribe Monjeau:
Moisés simboliza la idea y Aarón el lenguaje; Moisés detenta la
fe o la verdad que Aarón debe comunicar y hacer asequible al
pueblo elegido [ese segundo grupo, podríamos decir al que
escribe Monjeau] Moisés prácticamente no canta, sino que ha-
bla en un Sprechgesang, la original forma de canto hablado que
Schoenberg había creado hacia 1912 para su monodrama Pierrot
Lunaire. Contrariamente a Moisés, Aarón es un tenor lírico. La
oposición entre el tenor de amplio lirismo y el barítono severo
del Sprechgesang tiene un simbolismo muy claro: a Aarón le es
dada la comunicación; a Moisés, solo la idea (29).
El final de la ópera es contundente en el sentido de una ópera
entendida como ensayo: habla Moisés y canta ¡O Wort, du
Wort, das mir fehlt! (¡Ay, palabra! ¡Tú, palabra, que me faltas!).
Para cerrar su análisis, Monjeau recurre al libro Iconos de
ley de Massimo Cacciari, en el cual el filósofo y ex alcalde de
Venecia piensa que Moisés y Aarón no son los opuestos de un
drama tradicional, sino que se pertenecen mutuamente: Aarón
no es sin el silencio y la nostalgia por el silencio de Moisés;
Moisés no es sin la obstinación de Aarón. Habría más afini-
dad que contraste (41).
Se trata de un asunto filológico-musical, de una poética
sobre la palabra y la música, en el que se destacan los gestos y
los pliegues biográficos, las posibles curaciones y suturas de la
música que cantan en la sombra de la partitura, como una suerte
de modelo de la escritura del libro que, muchas veces, parte del
apunte biográfico para indagar qué queda de la música en la vi-
da y qué puede quedar en la escritura.
Como decíamos con motivo de la tilde en Lulú, a Mon-
jeau le interesan especialmente las inflexiones locales de tradi-
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ciones extraterritoriales (con cierto gusto por el cosmopolitis-
mo). Al escribir acerca del compositor argentino Mariano Etkin,
recorre una noción de la música americana que toca sólo tan-
gencialmente nombres de compositores "nacionalistas" (euro-
peos) como Rimsky-Korzakov o un creador "folklórico" tan
particular como el húngaro Béla Bartók. Si bien el caso del ruso
es un ejemplo monumental de músico nacionalista, Monjeau
toma la idea de "la región del toque expresivo" de su Tratado de
orquestación para comentar una melodía de Etkin; mientras que a
Bartók lo considera, en términos del mismo Etkin, como el
creador de un "folklore imaginario" (podemos pensar, de alguna
manera, que todo folklore es siempre imaginario), a pesar de
que el húngaro dejó registrado un vasto archivo de música po-
pular.
La música americana es irreductible a la música europea,
aunque haya relaciones de intercambio entre ambas, en este ca-
so, particularmente con aquellos compositores europeos que
pertenecen a un conjunto que diverge respecto "a la música eu-
ropea adscripta a la línea sonata-desarrollo" (171). De haber una
música americana, ésta se muestra más bien en términos de ex-
presividad e imaginación, podríamos decir. Etkin piensa que la
música americana se adscribe a una tradición que no es la de la
gran tradición de la forma sonata, sino a la de compositores
como Satie, Debussy, Stravinsky o Varése (americano del norte,
otra región que distingue Etkin), músicos que soslayaban la
forma sonata en virtud de imaginar a la obra musical como "un
tiempo a ser llenado". Ese tiempo nuevo es un tiempo asimila-
ble al tiempo americano, un tiempo que es, también, tiempo de
nuevos paisajes y nuevas formas de vida.
Toda la música académica del siglo XX está tocada por
el querer decir todo del alto modernismo y las vanguardias y
su pasión por lo nuevo, aun en sus aspiraciones folklóricas, el
devenir y la potencias musicales se deriva desde el universal (la
armonía europea académica) al particular (la música americana)
en un juego indeterminado de acentos y apropiaciones que es
solidario con algunas experiencias literarias.
Por lo tanto, este juego entre lo universal y lo particu-
lar es una manifestación del carácter inestable que a la escritu-
ra sobre música le imprime Monjeau, y tal vez sea el más impor-
tante y el que podríamos considerar como un método a lo largo
del libro. Los ejemplos que elige de las partituras; la anécdota
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(la narración particular) como la encarnación paradigmática de
un problema de armonía (en una partitura); los músicos folkló-
ricos (locales) como armonistas (abstracta y de tendencia gene-
ral y académica); etc. Monjeau se muestra más atento al contra-
punto camarístico, a las líneas de sentido que puedan pensarse
entre dos series de motivos (o las series musicales y escritura-
les), parte a parte y en su singularidad, que al empaste sinfó-
nico, la totalidad, podríamos decir.
El libro termina con unas Notas sobre la relación entre
música y literatura, a partir de una idea de Paul Valéry referida
a la palabra poética que, como un péndulo, oscila entre el so-
nido y el sentido, entre la voz y el pensamiento, entre la presen-
cia y la ausencia (259). En estas notas,
3
Monjeau parte de la
utilización de la idea de prosa musical por parte de Schoenberg
(una figura central) como una necesidad de la composición mu-
sical para expandir su expresividad (lo dice respecto de La can-
ción de la Tierra de Mahler: cuyas frases varían notablemente en
cuanto a su forma, como si no fuesen motivos que participaran
de un conjunto melódico, sino palabras que tuviesen cada una
de por sí un significado en la oración (245); una nueva sintaxis
política de la música; el Ulises de Joyce (monumento modernista
que no podía faltar, entreverado de motivos musicales, balbu-
ceos y cuanta orilla se toque entre la música y la palabra: radi-
calmente mimética, 225); una crítica a la poesía concreta; y un
eficazepílogo borgeano que consisten en la lectura de un
comentario al final del Quijote recogido en Textos recobrados
(Análisis del último capítulo del Quijote), en el momento en
que Quijano, en su lecho de muerte, recuperaría la cordura.
Borges escribe que Sancho no acaba de entender que
don Quijote murió durante el sueño y que ahora es vano invo-
car hechiceros y Dulcineas, sigue Monjeau:
Y a continuación Borges transcribe: Así es, dijo Sancho, y el
buen Sancho Panza está muy en la verdad de estos casos. So-
res, dijo don Quijote, vámonos poco a poco, pues en los nidos
de antaño ya no hay pájaros hogaño. Y Borges comenta de
modo muy sucinto ese pasaje. Escribe simplemente: Algo inal-
canzable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cer-
vantes (265).
3
En todo el libro, es sugestiva y está trabajada la relación entre nota como notación musical
y nota como apuntes, escritos de ocasión y fragmentos.
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Esa últimas palabras son como una última entonación
poética que se escande en tres versos: Vámonos poco a poco,
/ pues en los nidos de antaño / ya no hay pájaros hogaño (ya
no hay pájaros ahora): esa música negligente según Borges, la
escansión más o menos octosilábica, es una entonación leve,
en sordina para Monjeau, lo que representa la encarnación de
una idea, algo preciso en su indefinición (¿es el Quijote, es Cer-
vantes el dueño de esa idea?), una música verbal que ninguna
construcción o imitación musical intencionada podría alcanzar
(266). Esta apelación a la potencia de la escritura verbal como
impotencia musical puede ser entendida, en términos de una in-
versión positiva, como contraparte de la supuesta impotencia
que escribir desde la música, para la música, aun en contra de la
música.
Un viaje en círculos es, en cierta forma, el diario musical de
una vida cuyo andar es la tradición musical de América y Viena
(la ciudad de Schoenberg), y cuya dicción estaría dada por el
nombre Lulú, nombre que tanto se relaciona como se distancia
de su referencia, tan universal en su pronunciación como parti-
cular en su escritura. Al escribir, Monjeau parece hacer paráfra-
sis de la célebre poética de Paul Verlaine: Primero la música, pe-
ro lo que resta es literatura. La suya es una escritura que apela a
la literatura, que parte de lo necesario y se enfrenta a lo inde-
terminado, buscando una comunidad viva y entrevista en el fi-
nal del tiempo de la experiencia musical.
BIBLIOGRAFÍA
BARTHES, ROLAND. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces (trad. C. Fernández
Medrano). Barcelona, Paidós, 1986.
MONJEAU, FEDERICO. La invención musical. Ideas de historia, formas y representación.
Buenos Aires, Paidós, 2004.
---. Revista Lulú: edición facsimilar. Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2009.
VOSSLER, KARL. Formas poéticas de los pueblos románicos. Buenos Aires, Losada,
1960.