Link, “Volverse caníbal”; Díaz, “Encuesta” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 6 / julio 2019 / pp. 280-290 280 ISSN 2422-5932
ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Volverse Caliban
Daniel Link
Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Tres de Febrero
El texto de Daniel Link fue pronunciado en ocasión del nombramiento de Roberto Fernández Retamar
como Profesor Honorario de la Universidad Nacional de Tres de Febrero , el 3 de mayo de 2012.
Contacto: dlink@untref.edu.ar
Encuesta Latinoamericana
Valentín Díaz
Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Tres de Febrero
Entrevista realizada en 2014 y publicada en Chuy ese mismo año en el primer número de la revista titu-
lado Literatura comparada. Un estado de la cuestión.
Contacto: vdiaz@untref.edu.ar
*Republicamos aquí los dos textos como merecido homenaje tras el
reciente fallecimiento del escritor e intelectual (La Habana, 9 de junio de 1930-Ibídem, 20 de julio
de 2019).
SEMBLANZAS
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Volverse Caliban
Por Daniel Link
Roberto Fernández Retamar, director de la Academia Cubana
de la Lengua, es uno de los nombres mayores de las letras no-
vomundanas, tanto como poeta como por sus aportes a los es-
tudios literarios latinoamericanos, que tienen un novísimo pero
no por eso menos estratégico lugar en la Universidad Nacional
de Tres de Febrero, que hoy le otorga un título que honra a esta
casa y la obliga, por eso, a un renovado compromiso en relación
con el horizonte de problemas que hoy, más que nunca, nos in-
terpelan en relación con lo latinoamericano.
Roberto Fernández Retamar nació en Cuba, donde co-
menzó por estudiar pintura y arquitectura. Pronto se cambió a
humanidades y se doctoró en 1954 en Filosofía y Letras. Conti-
nuó su formación en La Sorbona y Londres y a fines de 1957,
mientras estaba enseñando en Yale, le ofrecieron un puesto do-
cente a partir de abril de 1959. Pero el triunfo de la Revolución
(en enero de ese año) lo puso en otro lugar, como decisivo c o-
laborador de la política cultural de la Cuba revolucionaria.
Roberto Fernández Retamar había sido jefe de informa-
ción de la revista Alba desde 1947, había colaborado desde 1951
en Orígenes, ese «taller renacentista», como le gustaba decir a Jo-
sé Lezama Lima, donde aprendió a hacer revistas, había sucedi-
do a Cintio Vitier como director de la Nueva Revista Cubana a
partir de 1959, y había co-dirigido con Nicolás Guillén, Alejo
Carpentier y José Rodríguez Feo la revista Unión. Toda esa ex-
periencia la volcó a partir de marzo de 1965 (cuando Haydee
Santamaría le pidió que la dirigiera) en la revista Casa de las
Américas, cuya influencia fue decisiva en el pensamiento lati-
noamericano a partir de entonces.
Si la Revolución fue decisiva para Roberto Fernández R e-
tamar en sus facetas de teórico y crítico de la literatura latinoa-
mericana, también lo fue en su actividad poética. Al respecto,
ha recordado: no fue sino hasta la Revolución Cubana, en
1959, que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido,
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necesitado. La conmoción histórica y psicológica (¿cómo podría
ser de otro modo?), que ha sido, que está siendo, este aconte-
cimiento, y la violencia, la inmediatez de las cosas que me ro-
dean, lo explican suficientemente.
Me parece que esa declaración de 1968 a la revista Trilce
dice mucho más de lo que parece: hay una violencia, dice Fer-
nández Retamar, en el encuentro entre dos movimientos de di-
ferentes velocidades (la política, la poesía) y de esa confront a-
ción flamígera nace no sólo una cultura nueva (su posibilidad)
sino también un arte desconocido, una lengua apenas entrevista
que es, antes que un repertorio de unidades léxicas y una gramá-
tica, una intensidad pura, un campo magnético, la irrupción del
acontecimiento y de lo contemporáneo.
Sabemos (en la estela de Benedict Anderson y Peter Slo-
terdijk) que lo nacional sólo puede entenderse como una fic-
ción, como una comunidad imaginada e, incluso, como una
comunidad imaginada de lectores. Sabemos también que los cá-
nones literarios nacionales han sido puesto en crisis, primero,
por las vanguardias históricas (internacionalistas en su fuero
más íntimo, aunque su práctica demostrara lo contrario) y, en
segundo término, por la globalización, en su doble vía: proceso
de importación y exportación cultural, de mutua transculturación,
proceso de descentramiento que genera excentricidad (una lóg i-
ca cultural que se deja leer en los poemas y los textos ensayísti-
cos de Roberto Fernández Retamar, profundo conocedor de la
obra de Fernando Ortiz). De modo que sería posible despren-
derse de la cáscara de los imaginarios nacionalistas (y de las len-
guas nacionales) para soñarnos fundamentalmente contemporá-
neos, arrastrados por esas mismas intensidades puras y esos
mismos campos magnéticos a los que Fernández Retamar hacía
referencia.
La experiencia de la literatura que se deduce del disposi-
tivo Retamar (o de una forma de la imaginación con la cual
Fernández Retamar se relaciona) rechaza toda ilusión de con-
fort hogareño: no hay patria, no hay lenguaje nacional, ni lími-
tes ni distancias. La literatura y sus fantasmas se mueven y se
colocan en un más allá respecto de las líneas de corte, de fisura,
de ruptura que nos atraviesan y nos constituyen.
El tamaño de nuestra felicidad (de nuestra esclavitud, de
nuestra pena) no se mide respecto de hipotéticos resultados de
una guerra imperial, sino en relación con la errancia, la intermi-
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tencia, la renuncia y la intemperie. La comunidad que imaginan
los libros de Fernández Retamar atraviesa las eras, los mares y
los continentes: disuelve las arrogancias imperiales, los juegos
de guerra y las políticas corporativas porque la imaginación no-
vomundana no sigue ya las líneas de corte de Tordesillas, el Río
Bravo o el Océano Atlántico, sino las líneas de fuga o de ruptu-
ra representadas por la persistencia de los arcaísmos america-
nos, los movimientos migratorios, los flujos de lo que vive en
movimiento. Y así, de novomundana pasa a ser novomundista.
Un poco por eso, Fernández Retamar, cuando fundó el
Programa de Estudios sobre Latinos en los Estados Unidos, i n-
sistió en que
aquella idea de Martí sobre Nuestra América que se extiende
desde el Río Bravo hasta la Patagonia, ya hoy no puede mante-
nerse por la cantidad de latinoamericanos o descendientes de
ellos en el seno de los EE.UU., una minoría considerable que
va a crecer en el tiempo y se calcula que para mediados del si-
glo, la presencia latina o hispánica en los EE.UU. será ampli a-
mente poderosa. La Casa de las Américas ha creado este Pro-
grama de Estudios porque se trata prácticamente de otro país
de Nuestra América en el seno de los EE.UU.
Sabemos que la distancia entre lo hispanoamericano y lo l a-
tinoamericano es inmediatamente política, sin que queden d u-
das sobre el sentido de lo político: la continuación de una gu e-
rra o, si se prefiere, la realización en el plano de lo imaginario
de una guerra. En esa guerra las potencias enemigas son Europa
(que diceHispanoamérica) y los Estados Unidos (que dice
Latinoamérica), y nuestro subcontinente su escenario (o su
botín). Se trata, por cierto, de una guerra imperial que no pre-
tende eliminar la dicotomía liberación o dependencia sino de-
cidir quién ocupara el lugar rector en las cosas de este mundo.
Pensar políticamente, para nosotros, ciudadanos de paí-
ses novoamericanos, significa pensar ya no en términos de un
dilema (civilización o barbarie, “liberación o dependencia,
Ariel oCalibán, etc), sino en términos de un trilema,
donde lo norteamericano, por la dinámica de los procesos mi-
gratorios y de la globalización, ocupa un lugar indisimulable.
Como Fernández Retamar reconoció con perspicacia en su
momento, la situación no puede ser más promisoria, porque nos
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obliga a pensar soluciones nuevas, y nos obliga a imaginar el lu-
gar de la literatura en un conjunto de tensiones que, hoy como
ayer, se articula en tres lugares.
La misma historia cultural de América Latina nos enseña
que la emergencia de esa unidad imaginaria (lo latinoameri-
cano) no fue un acto puntual de descubrimiento sino un pr o-
ceso paulatino de colonización. A partir de esta evidencia, c a-
bría definir a la modernidad, aquí materializada en el Nuevo
Mundo, no como el descubrimiento de lo nuevo sino como la
integración operativa de lo disponible. Por ello, si analizamos el
estado del campo latinoamericanista, su constitución y dinámica
a la luz del nuevo orden mundial, no podemos menos que sub-
rayar que, en lo que va del siglo, la variante que incluye a la
América norteamericana se ha vuelto cada vez más decisiva,
tal como Fernández Retamar lo predijo.
Sabemos desde Antonio Candido que lo hispanoameri-
cano no hace sino reproducir una asimetría lingüística propia de
las grandes potencias imperiales que se repartieron los territo-
rios novomundanos: Espa y Portugal. Para nosotros, sería
hoy prácticamente imposible sostener una comunidad imagina-
da que excluyera a Brasil (a su economía, a su cultura, a su lit e-
ratura) o a los grandes teóricos de la colonización educados en
las colonias francesas: Aimé Césaire, Frantz Fanon.
La unidad de lo latinoamericano (una unidad posnacional,
podría decirse, una unidad exntrica, una unidad no sintética
de heterogeneidades) supone un punto de vista igualmente dis-
tante respecto de las grandes lenguas nacionales europeas y sus
culturas. Consciente de esa dificultad (mejor dicho: consciente de
ese desafío), Fernández Retamar ha sostenido siempre que Una
teoría de la literatura es la teoría de una literatura, lo que explica que
el estudio de las literaturas latinoamericanas no pueda realizarse
a partir de la comodidad de un método heredado. No se trata de
adoptar marcos teóricos y herramientas de análisis que intenten
decirnos qué somos, sino más bien en qué somos capaces de conver-
tirnos.
Creo que la perspectiva crítica de Fernández Retamar
coincide, en ese sentido, con la de Silviano Santiago. La mayor
contribución de América Latina para la cultura occidental viene
de la destrucción sistemática de los conceptos de unidad y de pu-
reza, esos dos conceptos pierden el contorno exacto de su signi-
ficado, pierden su peso abrumador, su señal de superioridad
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cultural, a medida que el trabajo de contaminación de los lati-
noamericanos se afirma y se muestra más y más eficaz.
Es en ese entre-lugar (propiamente martiano y dariano)
el que Fernández Retamar reconoció, en sus imprescindibles
lecciones Pensamiento de nuestra América, a partir de la utopía des-
cripta por Henríquez Ureña en 1925, a quien cita y retoma (y yo
con él, con ellos):
Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Eu-
ropa; si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la ex-
plotación del hombre por el hombre, y por desgracia esa es
hasta ahora nuestra única realidad; si no nos decidimos a que
esta sea la tierra de promisión para la realidad cansada de bus-
carla en todos los climas, no tenemos justificación. Sería prefe-
rible dejar desiertas nuestras alti- planicies y nuestras pampas si
sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los
dolores humanos que la codicia y la soberbia infligen al débil y
al hambriento.
El problema de América no es, pues, un problema de desarro-
llos (más o menos desparejos), ni un problema de lenguas, ni un
problema de razas (Retamar ha citado varias veces el aforismo
martiano: No hay odio de razas, porque no hay razas), sino
un problema de pueblo, porque es propio de la función fabula-
dora inventar un pueblo.
No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pre-
tendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un
pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renun-
cias. La literatura latinoamericana tiene ese poder excepcional
de producir escritores que pueden contar sus recuerdos como si
fueran los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes
de todos los países. El objetivo último de la literatura es poner
de manifiesto esta invención de un pueblo, es decir una posibi-
lidad de vida. Se escribe por ese pueblo que falta («por» signifi-
ca menos «en lugar de» que «con el deseo de»).
Los componentes identitarios propios de nuestra Améri-
ca, nos recuerda Fernández Retamar, no están sólo en el pasa-
do, no son recuerdos inmemoriales que participen de la celebra-
ción folclórica, sino que resuenan en una vasta conversación
que debemos asumir como parte de nosotros: el pueblo nue-
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vo, en la terminología de Darcy Ribeiro, o el pueblo que fal-
ta nos obligan a volvernos nosotros mismos un poco indios,
un poco negros, un poco chinos. Martiano hasta las últimas
consecuencias, Fernández Retamar insiste en que hasta que no
se haga andar al indio no andará bien América.
Puesto que somos un "continente intervenido" (la formu-
lación es de Antonio Candido), toca a la literatura latinoameri-
cana y a los estudios latinoamericanistas que hoy estamos h o-
menajeando en la ilustre persona de Roberto Fernández Reta-
mar extremar las precauciones para no dejarse arrastrar por los
instrumentos y valores de culturas que, aunque amadas, sólo
pueden devolvernos una imagen cadavérica de nosotros mis-
mos.
José Lezama Lima, cuando se refirió, con su prosa sober-
bia, a la Imagen de América Latina, asoció la imagen con la
fiebre (fiebre de la imago) y sostuvo una distancia entre cul-
turas e imágenes: Las culturas van hacia su ruina, pero después
de la ruina vuelven a vivir por la imagen. Es por eso que la
imaginación funciona como principio de reconocimiento y
necesita, al mismo tiempo del tacto (la imagen es táctil) como
punto de producción de diferencias.
Como hemos recordado antes, desde que América Latina
existe como unidad imaginaria ha constituido el campo de bata-
lla de los centuriones de la modernidad capitalista. La doctrina
Monroe, en verdad ideada por el oscuro John Quincy Adams, y
su Corolario Roosevelt (1904), justificaron, a partir del lema
América, para los americanos las sucesivas y cada vez menos
elegantes intervenciones norteamericanas en su área de influe n-
cia y, al mismo tiempo, el vago ideario del panamericanismo
que, aunque hoy ya no se pronuncie, sigue operando en difere n-
tes niveles de la geopolítica continental.
En plena guerra entre Estados Unidos y España, Rubén
Darío se pronunció, en un texto titulado El triunfo de Cali-
ban contra la doctrina Monroe, contra los búfalos de dientes
de plata y los aborrecedores de la sangre latina, a los que
llama calibanes. Caliban, como se sabe, es un personaje en La
tempestad de Shakespeare. Grosero, primitivo, salvaje, Caliban
está esclavizado por Próspero, cuyo otro sirviente, Ariel, se
identifica más con lo espiritual y lo estético.
Darío identifica a los Estados Unidos con el monstruo
americano (Caliban viene de caníbal, que a su vez viene de
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caribe: malas audiciones que la historia nos devuelve) y senten-
cia: no puedo estar por el triunfo de Caliban. Entre los Esta-
dos Unidos y Espa (que no es el fanático curial, ni el pedan-
tón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no co-
noce), se queda con España (la Hija de Roma, la Hermana de
Francia, la Madre de América). Contra la doctrina Monroe,
Darío enarbola la doctrina Sáenz-Peña, el argentino cuya voz
en el Congreso panamericano opuso al slang fanfarrón de Mon-
roe una alta fórmula de grandeza continental. Sea la América
para la humanidad, propuso Roque Sáenz Peña en la Confe-
rencia Internacional Americana de 1890.
Fernández Retamar se ha detenido con persistencia en la
misma imagen y ha señalado que no vivimos en épocas de fun-
dación (no vivimos el tiempo de Darío, ni el de Groussac, ni el
de Rodó), sino en épocas de integración operativa de lo dispo-
nible.
En contra de aquella identificación del bruto Caliban con
la potencia de la máquina capitalista, él ha propuesto que
Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Ca-
liban. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mesti-
zos que habitamos estas mismas islas donde vivio ́ Caliban:
Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó
a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué
otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma
para maldecir, para desear que caiga sobre él la «roja plaga»?
No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación
cultural, de nuestra realidad, concluye Roberto Fernández Re-
tamar, y se pregunta: ¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra
cultura, sino la historia, sino la cultura de Caliban?
Debemos encarnizarnos en llegar a ser negros, indios,
chinos, calibanes y no en descubrir que lo somos, abrazando su
causa, haciendo pueblo con su mal-dicción (que es correlativa de
una mala audición primera). Esto, que Roberto ha explorado en
sus textos teóricos y críticos, en su incansable labor cultural, es
también algo que alimenta su poesía. Por eso, entre otras cosas,
lo reconocemos como nuestro maestro.
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Encuesta Latinoamericana
Por Valentín Díaz
En la conferencia leída en la Universidad de Tres de
Febrero, en su último viaje a Buenos Aires, usted se refirió
al surgimiento y las sucesivas reformulaciones sufridas por
su Caliban. ¿Cuál es la vigencia y qué reformulaciones re-
clama hoy la perspectiva que ofrece Caliban?
La figura de Caliban parece moverse según una dinámica
histórica, política y por eso es capaz de encontrar siempre for-
mas nuevas de vigencia. Cuando escribí mi ensayo Caliban, el
mundo vivía en plena Guerra Fría entre los que eran llamados
países del Oeste y países del Este. Si bien esa oposición ha des-
aparecido, y dado que en muchos de sus aspectos se mostró
como una oposición no del todo diametral, resulta coherente
que lo que hoy le dé vitalidad al concepto sean las evidentes
pugnas entre los que llama países del Norte y países del Sur.
El recorrido que puede leerse, por ejemplo, en
Todo
Caliban
permite ver de qué modo el problema de Caliban
funcionó como respuesta a las diferentes formas que ad-
quirió la relación entre Modernidad y América Latina ¿Qué
modos de Modernidad pueden reivindicarse hoy desde
América Latina en las nuevas caras que adquiere Caliban?
Al evaluar el recorrido del concepto, no puedo dejar de
pensar que la Modernidad se remite a 1492, es decir, a la segun-
da llegada de europeos a lo que iba a ser llamada América. Al
mismo tiempo considero que ese proceso no terminó. Caliban,
por lo tanto, puede seguir funcionando en tanto las característi-
cas propias de esa Modernidad se mantengan. En este punto,
dado que el concepto debió atravesar el debate durante la déca-
da del 80 entre Modernidad y Postmodernidad, siempre entendí
que esta última no es sino un capítulo de la Modernidad. Cali-
ban es efecto de esa Modernidad de largo aliento, es efecto de
la colonialidad y por lo tanto es una figura de ese mismo com-
bate moderno, cuya forma hoy tiene la de un combate entre una
Modernidad del Atlántico Norte y otra, distinta, de un eje Sur.
En la mencionada conferencia de Buenos Aires usted
se refirió a Lezama Lima. En los últimos años su
Obra
Completa
ha sido reeditada en Cuba. ¿Cuál diría que es
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hoy el lugar que Lezama Lima ocupa en el contexto cu-
bano? ¿En qué sentido es posible hablar de la contempo-
raneidad de Lezama?
La reedición de la obra de Lezama Lima es un síntoma
más de que su nombre ha trascendido largamente el contexto
cubano. Podemos decir que el contexto para pensar la obra de
Lezama es el mundo, y por eso me parece evidente la contem-
poraneidad de su obra.
Me gustaría introducir el tema del Barroco. ¿Puede
pensarse en Caliban como personaje conceptual barro-
co? ¿Qué balance puede hacerse hoy de la íntima y variada
relación que Cuba ha tenido con el Barroco?
Haciendo un balance de esa íntima y variada relación que
ha tenido Cuba con el Barroco, quizá, como se trasluce en la
pregunta, pueda pensarse en Caliban como un personaje con-
ceptual barroco. Sin embargo, mi interés por los grandes auto-
res del barroco cubano, por Alejo Carpentier y José Lezama
Lima, se dio siempre al margen de esa filiación barroca. No era
lo que más me interesaba de sus obras, y no sé si hoy esa fili a-
ción es corriente en nuestra literatura. Por ejemplo, Lezama, sin
duda cabeza del grupo Orígenes, no transmitió su barroquismo
a los otros integrantes del grupo. Pienso en escritores tan repr e-
sentativos como Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Eliseo Diego,
Cintio Vitier o Fina García Marruz. Sí, en cambio, a Severo
Sarduy, a quien los escritores cubanos, sobre todo los jóvenes,
estiman en alto grado. En todo caso, al escribir el ensayo sobre
Caliban no lo consideré un concepto barroco, pero lo cierto es
que el personaje es poliédrico, y sobre él pueden o deben ace p-
tarse nuevos criterios, y desde ya, nuevas localizaciones.
¿Cuáles son los desafíos (políticos, metodológicos)
que enfrenta la literatura comparada, hablando
desde
Ca-
liban?
Hace años publiqué un libro llamado Para una teoría de la
literatura hispanoamericana. Allí abordé la ardua cuestión desde la
perspectiva de Caliban, y llamé la atención sobre el hecho de
que la literatura comparada entonces al uso se valía del conce p-
to influencia con criterio colonizador. Creo que hay otra ma-
nera de enfocar la literatura comparada, vinculada a pensar los
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textos supuestamente influenciados, derivados, como dotados
de una capacidad canibalesca.
Teniendo en cuenta el lugar central que, desde la
Revolución, ocupó Cuba en América Latina y los sucesivos
capítulos de esa historia, ¿cómo definiría el lugar actual de
Cuba, en función de las nuevas orientaciones políticas de
algunos de los gobiernos latinoamericanos? ¿Qué evalua-
ción hace de estos procesos?
Durante muchos años Cuba estuvo aislada de los demás
países de nuestra América. De hecho, solo México mantuvo re-
laciones diplomáticas con ella. La situación ha cambiado radi-
calmente. En la mayoría de los países latinoamericanos y car i-
beños hay regímenes progresistas, y tales regímenes ven con
simpatía la Cuba revolucionaria. Creo que desde la primera in-
dependencia en el siglo XIX no se había vivido una experiencia
similar, que me hace sentir optimista.