Iriarte, “Ruinas de la modernidad” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 93 ISSN 2422-5932
LAS RUINAS DE LA
MODERNIDAD (SCHLEGEL, SIMMEL,
ONFRAY, PONTE Y EL CHE GUEVARA)
THE RUINS OF MODERNITY (SCHLEGEL, SIMMEL,
ONFRAY, PONTE Y EL CHE GUEVARA)
Ignacio Iriarte
Universidad Nacional de Mar del Plata - CONICET
Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Es Investigador Adjunto del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y Profesor Adjunto en la Universidad Nacional de
Mar del Plata (Argentina). Ha publicado Del Concilio de Trento al sida. Una historia del Barroco y
numerosos artículos sobre literatura latinoamericana contemporánea en revistas y libros colectivos. Es
director del proyecto Anacronismos latinoamericanos: una mirada comparativa de las literaturas y las
artes de los entresiglos XIX-XX y XX-XXI, secretario de redacción de la revista El jardín de los poetas
y editor del sitio web Caja de resonancia.
Contacto: iriartelignacio@gmail.com
Literatura y Crisis
DOSSIER
Iriarte, “Ruinas de la modernidad” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 94 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 2/10/2019 Fecha de aceptación: 29/11/2019
Ruina
Modernidad
Deconstrucción
Ciudad
Semiología
En este trabajo propongo un breve recorrido histórico por el concepto de ruina. En las primeras
páginas, describo las relaciones entre el estudio romántico de las ruinas y el diseño de un proyecto de
modernidad. Luego de analizar las ideas que aportan Georg Simmel y Michel Onfray, describo las
transformaciones que se producen en el concepto en la actualidad. Como hipótesis principal, sostengo
que a partir del último tercio del siglo XX las ruinas se convierten en elementos deconstructivos de los
discursos de la modernidad. Exploro esta idea a través de los libros de Antonio José Ponte La fiesta
vigilada y Cuentos de todas partes del imperio. Finalmente, analizo los usos contemporáneos de un
resto en particular: la foto que Alberto Korda le sacó al Che Guevara en 1960, convertida en uno de
los íconos centrales de la cultura contemporánea
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Ruin
Modernity
Deconstruction
City
Semiology
In this paper I propose a brief historical analysis of the concept of ruin. In the first pages, I describe
the relationships between the romantic study of the ruins and the creation of a modernity project. After
analyzing the ideas proposed by Georg Simmel and Michel Onfray, I describe the transformations
that occur in the concept of ruin today. As a main hypothesis, I argue that from the last third of the
twentieth century the ruins become deconstructive elements of the discourses of modernity. I explore this
idea through the books of Antonio José Ponte The guarded party and Tales from all over the empire.
Finally, I analyze the contemporary uses of a particular rest: the photo that Alberto Korda took from
Che Guevara in 1960, and which became one of the central icons of contemporary culture.
KEYWORDS
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1
En su clásico ensayo “Tradición literaria y conciencia actual de la
modernidad, Hans Robert Jauss hace una historia del adjetivo
romántico. En la Inglaterra de mediados del siglo XVII,
romantic significa como en las viejas novelas. De ahí se
formaron dos sentidos paralelos: por un lado, romantic servía
para designar peyorativamente aquello inverosímil, quimérico y
exagerado, mientras que por el otro designaba lo que de novelesco
e incluso de poético hay en la vida cotidiana, con lo cual el
encanto de lo novelesco pudo encontrarse también pronto en
acontecimientos comparables de la vida, en lugares antiguos y en
sus correspondientes escenarios, y finalmente incluso en la
soledad de la naturaleza (44). Los escenarios románticos son
aquellos en los que se registra algún parecido con el de las novelas
antiguas, aquellos en los que se levanta algún castillo, alguna
muralla o se percibe una cierta soledad natural en la que se puedan
evocar aventuras. Hacia el siglo XVIII, la el segifnicado de la
palabra pasa a o comienza a designar la naturaleza, pero en este
caso lo romántico significa menos una belleza objetiva de la
naturaleza que el efecto subjetivo, melancólico o interesante que
de ella se deriva (46). En el tránsito hacia el siglo XIX, esta idea
se une con el encanto, descubierto en la poesía medieval, de un
mundo hundido en la lejanía del tiempo y que sólo podía captarse
aún en las reliquias y ruinas (46-47). Para Jauss, el proceso
culmina con Herder, quien también comprende como romántico el
período que hoy identificamos como la Edad Media, pero en la
medida en que ésta ha terminado:
Herder añade al cuadro del pasado gótico un nuevo elemento que
explica su cacter rontico: en otro tiempo fue naturaleza, fue
verdad. Lo que constituye el encanto de lo romántico no es tan
lo el pasado nacional y cristiano redescubierto, sino su otro
presente irremisiblemente desaparecido, la aventura del tiempo
vivido, aventura inverosímil para el mundo actual y que, con todo,
fue verdadera en otro tiempo []. La historia y el paisaje entran en
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una relación recíproca en esta actitud, que busca en la lejanía de la
historia lo verdadero de una naturaleza que fue, y, en cambio, en la
proximidad de la naturaleza circundante el todo ausente, la perdida
infancia del ser humano (47-48).
Poco más de un siglo más tarde, Georg Simmel publica Las
ruinas. No podemos decir que todas las ideas que expone en ese
ensayo de 1918 se encuentren en Herder, pero sí que mantiene la
apreciación de que las ruinas son el testimonio en el presente de la
vida en el pasado. Para Simmel, las ruinas conforman un lugar de
vida, de donde la vida se ha retirado (219). Luego es todavía más
claro: ante la ruina, se siente de modo inmediato, con la
actualidad y rigor de lo presente, que la vida ha habitado aquí
alguna vez con toda su opulencia y todas sus vicisitudes (219).
Por otra parte, en Simmel hay una concepción, también atribuible
a los románticos, de que las ruinas son un fragmento que permite
evocar el conjunto de una cultura. Según sostiene en su ensayo, la
arquitectura, de la que las ruinas son un derivado involuntario,
muestra la tensión entre el espíritu, que busca ascender, y la ley de
la naturaleza, que tira, por ley de gravedad, hacia abajo. Cuando
vemos un castillo abandonado, un pedazo de muro o una serie de
columnas cercenadas, podemos contemplar, dice Simmel, tanto la
venganza que se toma la naturaleza contra la violencia del espíritu
como el hecho de que el espíritu y la naturaleza aparecen
equilibrados. El muro que falta o el pedazo de columna que ya no
está nos permiten evocar el espíritu que lo levantó. De este modo,
si las ruinas muestran la aventura de un mundo inexistente que fue
verdadero en el pasado, también son un signo del proceso de la
historia, que consiste en la conquista de la naturaleza por parte del
ser humano.
Casi en los mismos años que Simmel, Walter Benjamin
compone sus grandes trabajos sobre las ruinas, en especial El
origen del drama barroco alemán (1928). Bajo el impacto de la Primera
Guerra Mundial, acontecimiento traumático que marcó a todos los
que trabajaron cerca del Instituto de Investigaciones Sociales de
Frankfurt, Benjamin mantiene la idea de que las ruinas forman
parte del pasado, pero hay un cambio significativo, que lo aleja
tanto de los románticos como de Simmel. En aquel libro, las
ruinas aparecen como resultado de la retirada del manto religioso-
trascendental que le daba sentido a las cosas y al ser humano. La
pérdida de ese sentido deja un mundo en ruinas, de la misma
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manera que los sujetos se identifican con esa pérdida por medio
de la melancolía. Esto vale tanto para el mundo del Barroco, según
una interpretación en parte cuestionable que realiza Benjamin,
como para el mundo que deja la Primera Guerra Mundial, que
constituye lo que Oscar Nudler denomina la primera gran crisis de
sentido. No podemos decir que los hombres que vuelven del
frente de batalla, según el conocido argumento de El narrador,
sean melancólicos, pero si no tienen nada que relatar es también
por el abatimiento y la imposibilidad de darle sentido al drama que
han vivido. Las ruinas son las cosas cuando no tienen sentido y
por lo tanto cuando nada se puede decir de ellas.
Michel Onfray continúa esta idea de las ruinas en Decadencia,
un libro aparecido en Francia en 2017. En su texto, las ruinas no
son los signos de la vida del pasado, no son los fragmentos de una
comunidad orgánica y perdida, ni siquiera son los residuos que
quedaron de un mundo marcado tras la retirada de las
explicaciones trascendentales. Para Onfray, las ruinas son
simplemente la caducidad de las civilizaciones. En el prefacio, el
autor se refiere a dos cuadros en los que se ve lo que se supone es
San Agustín en la playa. Lo que muestran es lo perecedero: aunque
lo recordemos porque se trata de un famoso Padre de la Iglesia, un
gran doctor, un teólogo notable, un filósofo cristiano, un santo
según la Iglesia católica, Agustín fue un enfermo, un moribundo,
un muerto, un cadáver, luego una carroña, según Baudelaire, un
esqueleto, cenizas, polvo y luego, partículas dispersas de polvo
(15). Las ruinas no tienen sentido por el espíritu que las levantó. A
lo sumo evocan la religiosidad que mantuvo en vida una época de
la que lo único que queda son los restos sin vida ni sentido.
Escribe Onfray:
Los edificios perforados, los muros derrumbados, el fuste de la
columna yace desmantelado, el arco quebrado, la cúpula hundida, la
iglesia desmoronada, las tumbas abiertas, las calles colmadas de
escombros, los revestimientos esparcidos por el suelo, el puerto
sumergido en el mar, todo eso muestra lo que le espera al espectador
de esas ruinas: Memento mori, ‘recuerda que tú tambn eres mortal’,
dicen en voz baja esos montones de piedras, como le susurraba al
do el esclavo que iba de pie en el carro del triunfo al emperador
romano el día de su coronacn. Si hasta una ciudad que fue grande
puede no serlo ya, ¿q decir pues de un hombre, atravesado,
también él, por la ley universal de la entropía? (16).
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Onfray muestra que los muros, edificios, casas, incluso los
símbolos que les dieron sentido, todo, todo se arruina. Pero al
mismo tiempo, las ruinas se reciclan. El cristianismo recicla el
paganismo, al que primero asesina; cuando las masas toman la
Bastilla, los pedazos que quedan después de su destrucción se
convierten en un gran negocio para el jacobino Pierre-François
Palloy, quien hace anillos con fragmentos de las piedras que saca
de los muros. Todo se recicla, las maderas, la herrería, las
piedras (18). Incluso el mismo Palloy se recicla, ya que, después
de la Restauración, se vuelve realista. Ruinas paganas, ruinas
romanas, ruinas revolucionarias, la historia del judeocristianismo
sigue la historia de las ruinas que lo acompañan (19). Tras el
muro de Berlín, las ruinas no dejan de amontonarse, porque para
Onfray se trata del comienzo del fin de la civilización
judeocristiana. Las ruinas de las guerras mundiales, las ruinas
nazis, las ruinas bolcheviques, incluso la ruina tecnológica de
Chérnobyl, y otras ruinas que Onfray no menciona, como el pozo
superprofundo de Kola o las ruinas de Hiroshima y Nagasaki, se
suman a las ruinas paganas y romanas, se amontonan digamos,
como testimonio de que la civilización judeocristiana se agota. Su
ruina póstuma, dice en Decadencia, es la Sagrada Familia de
Barcelona. Antoni Gaudí la proyectó en 1883, en la misma época
que Friedrich Nietzsche publica A hablaba Zarathustra (1883). A
la fecha, sin embargo, la catedral está sin terminar. Onfray hace
una comparación maliciosamente certera: en veinte años, entre
1065 y 1083, Guillermo el Conquistador levantó dos abadías con
los medios del genio civil de la época medieval, mientras que la
Sagrada Familia, comenzada en 1883, todavía está sin terminar,
ciento treinta años más tarde (21). Ese proyecto catalán atraviesa
tres siglos, del XIX al XXI, sin completarse. El soberano pontífice
ha consagrado pues en persona una iglesia que los hombres no
consiguen terminar. El símbolo es fuerte (21). Y lo es por lo
siguiente:
La potencia de una civilización siempre va pareja con la potencia de
la religión que la legitima. Cuando la religión es en una fase
ascendente, la civilización también lo es; cuando la religión decae,
la civilización declina. Cuando la relign muere, la civilizacn
fallece con ella. El ateo que soy no se ofusca por ello ni tampoco se
regocija: constato, como haa un médico, una descamación o una
fractura, un infarto o un ncer. La civilización judeocristiana
europea se encuentra en fase terminal (21-22).
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Los cambios entre los románticos y Onfray no se explican por una
mejor comprensión del tema de las ruinas. Como todo concepto,
el significante ruina va cambiando de sentido en la medida en
que el conjunto de la lengua de una época se altera. Lo mismo
podemos decir de palabras como barroco, clásico o
moderno, que van sufriendo modificaciones semánticas que
responden a los cambios en las concepciones del arte, la sociedad
y la subjetividad. No obstante, la palabra ruina tiene un plus.
Entre los románticos, y esto se puede extender todavía a Simmel,
las ruinas se conjugan con una concepción de la historia que va a
marcar profundamente la modernidad. Los documentos y las
ruinas medievales, tenían el atractivo de que permitían intuir un
mundo auténtico y orgánico, cuyo eje era la religión. Pero al
mismo tiempo, las ruinas permitían forjar el proyecto de encontrar
en el futuro una organicidad como ésa. Friedrich Schlegel formuló
ese programa utópico en Conversación sobre la poesía (1800). En el
Discurso sobre la mitología, afirma que la humanidad va a
alcanzar su centro cuando produzca una nueva mitología. Heinrich
Heine repudió el vuelco católico-conservador de los hermanos
Schlegel, pero a la distancia podemos decir que estaba en parte
equivocado, porque el planteo del tiempo histórico a partir de la
postulación de una nueva mitología se puede comprender como
una secularización del tiempo mesiánico de la cristiandad. En este
aspecto, las ruinas estaban cargadas de sentido: tanto para los
románticos como para Simmel, eran el lugar en donde se
manifestaba la fuerza del espíritu. Cuando, llevando más allá a
Benjamin, Onfray descubre que este significado se ha esfumado,
las ruinas se arruinan. Chernobyl o la Sagrada Familia muestran la
muerte de un proyecto cuya estructura del tiempo fue católica,
romántica, nacional y socialista. Esas ruinas son las ruinas de la
modernidad.
2
Sin embargo, el recorrido que acabo de presentar no muestra con
claridad los motivos por los cuales se pasa de una concepción de
las ruinas a otra. Para profundizar en este aspecto, volvamos a
Simmel. En Las ruinas (1911), Simmel reclama dos cuestiones.
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En primer lugar, las ruinas bajo ningún concepto pueden ser
falsas. En su ensayo es muy claro sobre este punto:
La ruina afirma es la forma actual de la vida prerita, la forma
presente del pasado, no por sus contenidos o residuos, sino como tal
pasado. En esto consiste tambn el encanto de las antigüedades; y
lo una lógica roma puede afirmar que una imitación exacta de lo
viejo lo iguala en valor estico. Poco importa que en aln caso
aislado pueda engarnos ese artificio; con este fragmento que
tenemos en la mano dominamos en esritu toda la extensión del
tiempo, desde su origen; el pasado, con todos sus destinos y sus
cambios, está concentrado en un punto bajo la especie de un
presente que puede ser objeto de intuicn estica (219).
La exigencia de la verdad se desprende tanto de su concepción de
la historia como de su concepción de las ruinas. El de Simmel es
un pensamiento que exige originalidad de cuanto tiene a la vista,
porque lo que busca es la intuición de un espíritu que supo operar
sobre la naturaleza. Si se inventara una ruina, en ella no estaría la
fuerza natural, indispensable para que el espíritu se imprima. Por
las mismas razones, Simmel afirma que las ruinas no pueden estar
habitadas:
Por esta razón falta en algunas ruinas romanas, muy interesantes por
otros motivos, el encanto peculiar de las ruinas: porque en ellas se
manifiesta patente la destruccn por la mano del hombre, que anula la
oposicn entre la obra humana y la accn de la naturaleza,
oposicn sobre la cual se funda el sentido de las ruinas como tales
ruinas.
Ades, el cacter esencial de las ruinas queda anulado, no sólo por
la destruccn activa del hombre, sino también cuando, con su
pasividad, el hombre aca como mera naturaleza (213).
En esta comprensión de las ruinas encontramos de manera
indirecta lo que significa el valor de la originalidad. Las ruinas
tienen que estar vinculadas con el origen, entendiendo el origen
como aquel momento en que el espíritu humano se imprime en la
naturaleza. En este aspecto, el origen no es el principio de los
tiempos, sino todo aquel momento en que el espíritu deja sus
huellas en la materia. Para que se vea la acción del espíritu, estas
huellas tienen que quedar aisladas, de la misma manera que
deberían quedar aisladas las obras de arte o los utensilios de las
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tribus antiguas. Las ruinas, como las pinturas o los cacharros, son
una de las tantas huellas que ha dejado el ser humano en la
historia en su enfrentamiento a las fuerzas naturales. Para ver su
significado en todo su esplendor es necesario aislarlas,
sacralizarlas, ponerlas aparte, como aclara Giorgio Agamben
(2005) al referirse a ese concepto. De otro modo, las ruinas
dejarían de ser testimonio de la vida del pasado y se convertirían
en huellas que cambian en el presente por la acción de las
personas. El cambio que se opera sobre la palabra ruina, desde los
románticos a Onfray, puede resumirse en el paso de las ruinas de
museo a las ruinas en tanto se encuentran habitadas.
El tema puede comprenderse por medio de una
comparación de la ruina con la concepción de arte que presenta
Byung-Chul Han en El arte de la falsificación y la deconstrucción en
China (2017). Han toma como referencia las ideas sobre la huella
mnémica que Freud expone en una carta a Wilhelm Fliess de 1896.
En ella, Freud sostiene que la huella no es el recuerdo simple de
una experiencia vivida. A diferencia de un recuerdo estanco, a
diferencia de una definición de diccionario y, podemos agregar, a
diferencia de una ruina simmeliana la huella mnémica está
sometida a una constante transformación, porque las
constelaciones y relaciones nuevas modifican su aspecto
constantemente (19). “El aparato psíquico, dice Han, al igual
que la memoria cultural que le da sentido a las ruinas, sigue un
complejo movimiento temporal, por medio del cual lo posterior
también constituye lo anterior (19). Los recuerdos [las ruinas]
no son copias que se mantienen iguales a sí mismas, sino huellas
que se cruzan y se superponen (20).
Habitar las ruinas, tanto en el sentido de que existen
personas que viven en las ruinas romanas, como en el sentido de
que siempre se puede restaurar e incluso falsificar los edificios
ruinosos, tiene una consecuencia semejante al salto que se produce
entre la concepción del arte en occidente y la concepción del arte
en China:
Una obra de arte china -escribe Han- nunca permanece intica a sí
misma. Cuanto más venerada, más cambia su aspecto. Los expertos
y coleccionistas escriben sobre ella. Se inscriben en la obra por
medio de marcas y sellos. De esta manera, se van superponiendo
inscripciones, de igual manera que las huellas mnémicas en el
aparato psíquico. La propia obra es en transformación constante,
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sometida a una transcripcn incesante. Esta no descansa en sí
misma. s bien fluye. Se opone a la presencia. La obra se vacía
convirtiéndose en un lugar que genera y comunica inscripciones.
Cuanto más famosa es una obra, más inscripciones muestra. Se
presenta como palimpsesto (21).
El punto de llegada de Onfray está basado en toda una
transformación de las ruinas y las formas de comprender la
historia; pero en ese tránsito también se produce una
deconstrucción del sentido de las ruinas y una destitución del
tiempo de la modernidad. La crisis política e intelectual que se
abre a fines del siglo XX puede comprenderse como el
descubrimiento de que la modernidad está arruinada, en el sentido
de que lo que vemos es la caída de la concepción de tiempo que se
había formado en el estudio romántico de las ruinas lo mismo que
en el despliegue de los grandes proyectos nacionales y
revolucionarios del siglo XX.
3
Habitar las ruinas es deconstruirlas. Deconstruirlas es eliminar el
sentido original, volviéndolas espacios abiertos a
transformaciones. En La fiesta vigilada (2007), un libro
heterogéneo, mezcla de ensayo, autobiografía y ficción, Antonio
José Ponte desarrolla el tema por medio de una serie de relatos y
reflexiones sobre La Habana.
1
En uno de ellos, recuerda que
durante una caminata tropezó con unas ruinas que creyó
deshabitadas. Como lector de Simmel, se decidió a entrar. Pasó la
primera puerta sin problemas. Cuando abrió la segunda, un viejo
le cerró el paso. De inmediato un adolescente se acercó y le
preguntó si era extranjero, a lo que contestó que no. Entonces, al
esfumarse la posibilidad de ganar unos dólares, [el viejo] me echó
a la calle acusándome de pasar por turista con el fin de meterme
en las casas. (Sólo alguien venido de fuera del país era capaz de
interesarse en esa decadencia.) (169). Ponte concluye que Los
sitios arqueológicos se encuentran prudentemente acordonados
1
Sobre Ponte hay ya una bibliografía extensa. Las páginas que siguen se basan especialmente en los
textos de Teresa Basile, Daniel Balderston, Francisco Morán y Esther Whitfield, que aparecieron en La
vigilia cubana. Sobre Antonio José Ponte. Asimismo, tienen especial importancia las aproximaciones sobre las
ruinas que se encuentran en “Ponte II. Un arte de la ruina”, de Guadalupe Silva, y “Ruina, aura,
melancolía”, de Duanel Díaz Infante.
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contra anacronismos y saqueos (168), mientras que en las ruinas
habitadas, como es el caso de la mayoría de los edificios de las
zonas céntricas de La Habana, no está clara la frontera entre el
paseo y la propiedad privada. Las conclusiones que saca son
destacables:
Siegfried Giedion ha observado que en las ruinas aparecen
simultáneamente interior y exterior. Sin embargo, en las ruinas
habitadas surgen nuevas paredes, se practica una estrecha economía
del abrigo. Y, al enojo ante el paso cerrado, quien viaje a
contemplarlas podrá añadir indignación por las reformas
arquitectónicas emprendidas. Moradores intrusos han venido a
complicar la pura decadencia, a resolver el orden. Se arrogan el
derecho de abrevar en las fuentes del tiempo y lo que hacen es
enturbiar las aguas (168).
En La Habana, los edificios son lo que Han denomina la huella
verdadera, es decir, edificios que los pobladores constantemente
transforman porque necesitan vivir en ellos. De ahí que las ruinas
pierdan el sentido de la originalidad y el congelamiento de los
museos, de ahí también que la naturaleza pierda toda importancia,
porque son las personas las que construyen y derriban, las que
levantan y destruyen, las que arruinan una ciudad. Ponte lo
subraya, casi como si quisiera mostrar la contracara de Simmel, al
hablar, en esta cita, de moradores intrusos que vienen a
complicar la pura decadencia. La deconstrucción de las ruinas se
realiza por medio de una concepción de la ruina que, como la
pintura china, está en constante proceso de producción,
resignificación y destrucción.
En uno de los capítulos de La fiesta vigilada, Ponte
reemplaza el par simmeliano naturaleza/espíritu por el de estica
milagrosa y tugurización (ambas nociones ya habían aparecido
en el cuento Un arte de hacer ruinas). La tugurización es una
respuesta a la crisis habitacional que se acelera en La Habana de
los años 90. Esta crisis responde a una combinación de factores,
entre los que se destacan el crecimiento poblacional, la parálisis de
la industria de la construcción y la desaparición de la propiedad
privada, lo que supone la imposición de una pesada y lenta
burocracia como mediadora de los intercambios y asignaciones de
espacios habitacionales. A causa de esto, los habaneros tugurizan
las casas, es decir, construyen dentro de lo ya construido, levantan
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casas dentro de casas que están a su vez dentro otras casas, para
de esa forma empujar sus vidas dentro de espacios resguardados al
menos por cuatro paredes. Este proceso canceroso está
contrarrestado por lo que llama la estática milagrosa. Como dice
en Un arte de hacer ruinas, la noción designa el empeño de
esos edificios en no caer, en no volverse ruinas (65). La tensión
entre estas dos fuerzas produce el resultado paradójico de que La
Habana se arruina sin caer, convirtiéndose en un enorme
monstruo que sigue un proceso de decadencia cada vez más
pronunciado a pesar de que logra mantenerse en pie.
Estas dos fuerzas responden a cuestiones casi diríamos
físicas. La tugurización corroe los edificios desde adentro mientras
que la estructura por alguna razón se mantiene en pie. Pero los
dos conceptos tienen connotaciones políticas y culturales.
Podemos decir que la estática milagrosa también es la parálisis de
la construcción, el estatismo, la construcción de un Estado que
está en todos lados, que busca mantenerse en pie aunque se
arruine. Ponte refuerza esa connotación diciendo que la cultura de
la revolución se orientó hacia los preparativos para una guerra que
nunca ocurrió. Desde su punto de vista, el gobierno cambió la
industria del turismo por la industria de la guerra, porque desde el
principio necesitó formular una hipótesis de conflicto con los
Estados Unidos. Esa guerra se postula muchas veces como
defensiva (hay que armarse para futuras invasiones imperialistas,
como la que se produjo en Playa Girón) y otras como ofensiva (el
triunfo de 1959 es un paso hacia la guerra definitiva que el
proletariado lidiará con Estados Unidos). Por ambos motivos,
Cuba se convierte en un país movilizado: llega a reunir el sexto
ejército más grande a escala mundial y realiza incursiones militares
en otros países, tanto de manera abierta, como en sus
participaciones en África, como de modo encubierto, con el apoyo
que brinda a los movimientos de izquierda en América Latina.
Para Ponte, esta militarización se combina con la estatización en
los hechos de todos los edificios, lo que supone la completa
desaparición de la inversión privada, y el congelamiento
ideológico, que lleva al abandono de proyectos arquitectónicos
como las escuelas de Arte de Cubanacam.
Todo esto arruina, año tras año, la ciudad. En La fiesta
vigilada retoma la idea de Jean Cocteau de que la ruina es una
tragedia en cámara lenta; en La Habana, la guerra futura produce
en décadas lo que habría provocado un bombardeo en el espacio
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de una semana. Se convierte, así, en la ciudad que dejó aquella
guerra que nunca existió: De entre las posibilidades que
parecieron abrírsele durante la Crisis de los Misiles, en octubre de
1962, se ha convertido en la capital que sufriera ataques,
bombardeos, invasión (203-204). Y luego concluye: La Habana
es el escenario de una guerra ocurrida nunca (203-204). La guerra
futura reinstala y refunda la teleología como forma histórica de
comprender el pasado y el presente, enlazándolo en una narrativa
revolucionaria. Si la guerra no se cumplió, esto se refleja en la
ciudad, que se transforma en las ruinas de la modernidad.
Estas ruinas deconstruyen la verdad de la historia que la
revolución había encarnado. Ponte recuerda que alrededor del año
2000 el gobierno ordenó a los habaneros que tiraran los
desperdicios que habían acumulado en sus hogares. Las calles se
llenaron de objetos rotos y residuos de todo tipo. A pocos metros
de la puerta de su casa, por ejemplo, se alzaba una montaña de
basura que dos vecinos escarbaban para ver si encontraban algo de
utilidad. Parecían, dice Ponte, figuras de Brueghel: quien los viera
podría sospechar que algo mucho más importante sucedía en un
plano final del paisaje, hacia el horizonte. La caída de un Ícaro,
disimulada por patinadores de hielo, cazadores, hogueras de San
Juan o el bochinche que el vino avivaba (146). La escena lo lleva
mentalmente a otro lugar:
Pen en la base soviética de Lourdes, en el campo de radares que
durante cadas brindara información sobre objetivos
estadounidenses a los servicios cubanos de inteligencia. Enclavada a
no muchos kilómetros de la ciudad (sin que yo supiese en cuál
direccn), empezaba a convertirse en un paisaje de chatarras desde
que el gobierno ruso desistiera de espiar a su antiguo enemigo.
(Primero recogida de los misiles y luego recogida de los radares. Y
pensar que durante décadas uno de los primeros arculos de la
Constitucn de la República Socialista de Cuba juró por la eterna e
indestructible amistad cubano-soviética) (146).
Los radares reenvían al cuadro de Brueghel: “La base de Lourdes
desmantelada y el amontonamiento de desperdicios en las calles de
La Habana cumplían una simultaneidad estricta. Como en un
cuadro de Brueghel, concurrían el tiempo mítico y una
temporalidad más común (146). Con la caída de Ícaro, Ponte
alude al derrumbe de la Unión Soviética, de la misma manera que
la obsolescencia de los radares es una metonimia de la retirada de
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Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 106 ISSN 2422-5932
la cultura soviética y la crisis económica e ideológica que atraviesa
la Isla durante los años 90. Pero el cuadro de Brueghel comporta
una segunda interpretación. La escena de la pintura es un atentado
contra la mitología. Tal es así, que Ícaro se pierde de vista: en el
cuadro sólo se ven tres granjeros en sus actividades cotidianas.
Uno pesca, el otro cuida un rebaño y el otro maneja un arado.
Ninguno de ellos ve las dos piernas que asoman de la superficie
del agua, pequeñas, disimuladas, que muestran que el torso y la
cabeza de Ícaro, porque se trata de Ícaro, permanecen hundidas.
Brueghel pinta la muerte de Ícaro, y también la muerte de la
mitología, porque ya nadie le presta atención a un relato tan
alejado de la realidad. Al reponer el cuadro, Ponte parece decirnos
que el tiempo eterno que había prometido el socialismo, ese
tiempo que se alzaba al cielo, ese tiempo que tenía como héroe
galáctico a Yuri Gagarin, se derrumba y se ahoga en el mar. De ese
modo, muere la concepción misma de que en el tiempo puede
plantearse algún tipo de eternidad. Las ruinas de Ponte
deconstruyen el tiempo que, por primera vez, los románticos
habían entrevisto en las ruinas medievales.
La fuerza de esa deconstrucción es tan grande que afecta
incluso a los que defienden la originalidad de las ruinas. Si bien
Simmel busca en ellas la impresión verdadera del espíritu humano
sobre la naturaleza, Ponte demuestra que sigue la lógica de la
violencia y la artificialidad. La prueba está en que, para encontrar
ruinas como las que él quiere, uno necesitaría expulsar a los
habitantes y de ese modo congelar los daños producidos. El acto
es tan artificial como la anacronización que producen los
moradores. Esa artificialidad termina con el significado
trascendental, convirtiendo las ruinas siempre en huellas que el
presente produce para crearse un pasado.
Ponte ejemplifica esto con el Cuartel Moncada. Tras
aplastar el asalto del Cuartel Moncada, Batista o algún ministro o
militar a su mando ordenó tapar con cemento los agujeros de bala
que habían quedado en los muros, para borrar cualquier marca que
recordara el atrevimiento. Cuando triunfa la revolución, el
gobierno mandó a que los ametrallaran, para establecer marcas que
reprodujeran las originales. El proceder es ciertamente válido: es
lo que se llama una restauración. La paradoja está en que en este
caso se restaura el daño. Por otra parte, muestra que las ruinas no
tienen nada que ver con la originalidad. En sí mismos, los agujeros
de bala no tienen ningún sentido: son simplemente huecos. La
Iriarte, “Ruinas de la modernidad” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 107 ISSN 2422-5932
ruina, como la huella mnémica, sólo vale por el sentido que se le
asigna en la actualidad. Por eso podemos decir que la ruina es lo
contrario del pasado y la originalidad: es siempre la consecuencia
de una acción presente, porque la ruina es la creación artificial de
una huella sobre el entorno natural.
Al mantener una relación constante con las ruinas, la
revolución también termina por desfondarse. Ponte lo muestra a
partir de La Habana Vieja. Una vez que se derrumba la cultura
soviética, el gobierno se propone construir una cultura nacional
centrada en los años 50, que asimismo retome la economía
turística que había abandonado en 1959. Para esto necesi de
ruinas, de modo que intervino el casco colonial. Embargado en
esta refundación, el gobierno expulsó toda forma de tugurización
y convirtió los edificios en museos, bares y cafés. La apertura de
nuevos museos autoriza el número creciente de bares. (El turista
sale de la ciudad antigua tan borracho de ideología como de ron.
Allí se expende alcohol del mismo modo que se expende historia
patria) (179). Pero el trato frecuente con las ruinas desfonda el
significado: La Habana Vieja es un puro enunciado, una red
semiológica, unas huellas que no cesan de imprimirse en y desde la
actualidad. En los siguientes párrafos, Ponte subraya el vacío que
envuelven:
Galea y museos de La Habana Vieja cierran sus puertas al caer la
noche. El personal de instituciones y empresas estatales se va a casa.
Poco antes de la medianoche, los bares venden el último trago y
quedan sin vida las calles restauradas.
En ellas nada duerme. Detrás de las fachadas parece residir lo hueco
que propoa aquel plan ideado en los cincuenta por Sert. El triunfo
revolucionario de 1959 log, s que impedir tal proyecto,
postergarlo.
Ponte alude al plan que se encargó a los arquitectos Josep Lluís
Sert, Paul Lester Wiener y Paul Schulz en los años 50 para
modernizar La Habana. Proyectaba conectar las zonas
residenciales con las céntricas por medio de autopistas, dinamizar
la industria del turismo y el juego y realizar un número importante
de demoliciones en La Habana Vieja para airear su trama,
consiguiendo, además, sacar de allí a sus habitantes y emplazar el
centro administrativo de la ciudad. El plan no se ejecutó por el
triunfo de la revolución. No obstante, Ponte ve que éste se ejecutó
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Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 108 ISSN 2422-5932
en cámara lenta por medio del deterioro, la decadencia y el control
del Estado. Al tratar de dominar las ruinas, el gobierno construye
un parque temático dentro del cual ya no hay vida.
La revolución es un museo a cielo abierto. Por eso tiene que
aceptar el destino deconstructivo de las ruinas, que vacían toda
originalidad, toda promesa, todo significado. En su reverso, que es
el que propone Ponte, La Habana Vieja muestra el fin de la
modernidad.
4
En Cuentos de todas partes del imperio (2005), Ponte lleva el poder de
las ruinas a la narrativa. En Un arte de hacer ruinas, su relato
central, el narrador cuenta la historia de sus investigaciones para
realizar una tesis de arquitectura sobre las barbacoas, que es la
forma de construcción de las casas dentro de las casas, a las que
acabo de referirme. A lo largo del texto, expone algunas de las
ideas que después retoma en La fiesta vigilada, como los conceptos
de tugurización y estática milagrosa. Pero lo interesante es que
transfiere la lógica de las ruinas a la forma de la narración. Si
Ponte mira una ciudad que se arruina por el repliegue de las
barbacoas, de la misma manera construye una obra que tuguriza la
lengua, componiendo textos en los que la crisis se vuelve poética
de la narración.
Aunque el trazo más evidente de esto es la representación
de los espacios arquitectónicos en decadencia, en el cuento Ponte
también se apropia del repliegue de las edificaciones a través de la
composición de una atmósfera de misterio que va volviendo
extraña la ciudad. Para lograrlo, disemina lo que Luc Boltanski
denomina indicios, es decir, signos, actitudes y objetos, que
sobresalen porque no tienen explicación.
Por ejemplo, al principio del cuento el narrador charla con
el director de su tesis en una estación de trenes. En un momento,
sin explicarle lo que hace, se levanta y se dirige a un hombre. Lo
ayuda con el equipaje y le dice que el auto está cerca. Sin
presentárselo, se alejan de él, y suben al automóvil soviético del
profesor (58). El procedimiento es sutil: se trata de un
movimiento apenas sospechoso, pero alcanza para envolver a los
personajes en una atmósfera de misterio, que Ponte redondea con
el auto soviético, lo que evoca lejanamente la guerra fría.
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Como la tugurización, que va corrompiendo la ciudad, los
indicios van rompiendo la relación natural del narrador mantiene
con la ciudad, que se va volviendo extraña, incomprensible,
arruinada. De niño, el narrador iba a la casa del director, que era
amigo del padre, y veía las ventanas abiertas; ahora esas ventanas
están cerradas, como si necesitara la penumbra, aunque no sabe
para qué. En una de las paredes descubre un plano de 1832 que
describe el avance del cólera por la ciudad. De pronto siente una
sombra que pasa a sus espaldas. Cuando sale, encuentra el cuenco
lleno de monedas de otras partes y otros tiempos que conocía de
chico. Como en aquella época, toma una, en la que, extrañamente,
lee A mí me ronca arriba, pero no puede terminar de estudiarla,
porque el director se la arrebata. A la semana, el director le
recuerda que cuando era chico buscaba entre las monedas las de
países distintos, no las de épocas pasadas. De niñole dice la
geografía apasiona mucho más que la historia. Otros países
importan más que otras épocas Será que todavía no tenemos
que empezar nuestros viajes por el tiempo (61). Los indicios se
amontonan y llevan a otra ciudad, porque los viajes en el tiempo
empiezan a volverse reales, al menos en la cabeza del director:
Sales a comprar vegetales en una mañana cualquiera, y descubres que
el cólera recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta y dos, sin
tiempo para asombrarte. De momento necesitas una moneda,
porque sabes que en la bodega de Rincón, en Cuba y Lamparilla, te
la cambian por un plano que va a guiarte en ese laberinto (61).
Como la Buenos Aires de La muerte y la brújula, la ciudad de La
Habana se vuelve extraña. Sólo que en Ponte ese extrañamiento es
producto del relato y no una decisión que se toma de entrada. La
tugurización, el cólera y la atmósfera de misterio espectralizan la
ciudad.
Por otra parte, el camino de los indicios sigue la misma
dirección que las ruinas: se repliegan hacia adentro. En esos
lugares, el relato descubre, como las barbacoas, repeticiones
encastradas. En una oportunidad, para contribuir a sus
investigaciones, el director lo lleva a la casa del profesor D., autor
del Tratado breve de estática milagrosa, un libro que finalmente
desaparece. Apenas ingresa al edificio, descubre que es
inhabitable, porque los tugures, como llama a los que construyen
las barbacoas, esn sacando los puntales de madera de la planta
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baja para llevarlos arriba. Mi tutor llamó a una puerta con
candado. En la puerta se abrió una puerta más pequeña y una
mano salida a través de ella abrió el candado (62). Estas
repeticiones están compuestas por espacios corroídos, residuos y
cosas degradadas. La casa del profesor, por ejemplo, es una ciudad
en miniatura: Un sofá cama era la única concesión hecha a una
casa. Se ofrecían bancos de parque en lugar de muebles, el espacio
estaba subdividido por pedazos de rejas. Las lámparas eran
enormes faroles de portales y en las paredes colgaban rótulos de
calles (62). El profesor D. crea una ciudad con lo que puede
robar de afuera. Ponte compone un sistema borgeano de
repeticiones y encastres. Sólo que, en este caso y en otros, es un
Borges decadente, un Borges de la crisis cubana.
Al final del relato, cuando todos los que lo rodean están
muertos, el narrador espera al hombre misterioso que el director
había contactado al principio. Una tarde lo ve bajar del tren y a la
noche empieza a seguirlo por una avenida.Los árboles hacían
más oscuro el sitio y se detuvo ante la boca de un túnel que debía
ser refugio antiaéreo. Miró hacia todos lados sin conseguir verme,
abrió una reja y entró (71). Las pistas lo llevan hacia adentro,
sigue una dirección de repliegue, como la decadencia cubana. Un
auto iluminó por un instante el sitio y estuve a punto de
convencerme de que nada era real, ni la reja sin cierre en la boca
de un túnel, ni la pared de piedra detrás de los árboles. Yo seguí
un desconocido sin saber bien para qué (71). Entonces se interna
en un túnel, desciende. Y en esa profundidad descubre una
repetición infernal:
Había llegado a una ciudad de pesadilla y no sabía despertarme.
Saq las monedas en espera de algo que no ocurrió y me acor, sin
razón, de la esquina de Cuba y Lamparilla. O con no menos razón
que la de estar en aquel sitio bajo tierra.
De no salir inmediatamente, tenda que reconocer que allí exisa
una ciudad muy parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido
planeada por quienes propiciaban los derrumbes, Y frente a un
edificio al que faltaba una de sus paredes, comprendí que esa pared,
en pie aún en el mundo de arriba, no demoraría en llegarle.
Se trataba del edificio del profesor D. levantado de nuevo. Yo
tenda que cruzar su entrada y buscar la puerta que contenía una
puerta más pequeña, tendría que cerciorarme de que era en todo
igual. Sólo así, s entrampado aún que al atravesar una taquilla y
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meterme en tan gran luz, habría llegado a Tuguria, la ciudad
hundida, donde todo se conserva como en la memoria (73).
Al final del cuento el misterio queda en pie y no se produce
ninguna descarga de significación. Por el contrario, el relato carece
de un significado preciso, pero se mantiene estructuralmente en
pie gracias a las repeticiones y los sistemas de encastres. Ponte
compone una narrativa que se aleja de la temporalidad moderna y
se organiza a partir de las simetrías que se encuentran en las
ruinas. Nuevamente, Borges está detrás. En Las ruinas
circulares, en la cercanía del templo destruido, el hombre que
sueña a otro hombre descubre que él mismo es soñado. Borges
desfonda el origen, al lado de las ruinas. Ponte sigue esa línea,
aunque se trata, de nuevo, de una línea en la que las cosas están ya
plenamente degradadas. No son ruinas de templos, sino pedazos
de una ciudad que se derrumba y que se reconoce desacralizada.
Ponte repone esta evaporación del significado por medio de
un argumento que también utiliza en su libro sobre el grupo
Orígenes: el del libro perdido. Entre otras cosas, el narrador de Un
arte de hacer ruinas busca dar con el paradero del Tratado breve de
estática milagrosa. En el epílogo del libro de cuentos, Ponte dice que
todo lo que queda de ese libro son las pocas noticias que se dan
aquí. Ningún catálogo de los publicados por demógrafos,
sociólogos y urbanistas trae mención de los tugures y su ciudad
oculta (105). Un libro perdido tiene la extraña condición de que
se vuelve central porque desaparece. Por esa condición paradójica,
se convierte en el nombre de un vacío, una marca que, como la
pintura de los chinos, está siempre en constante variación. Centra
y descentra, de modo que el libro organiza y al mismo tiempo
mantiene en desorganización la narrativa, convirtiéndose en lo
contrario de los discursos y los sistemas políticos totales. El libro
perdido es el símbolo de las ruinas de la modernidad
5
En Cuentos de todas partes del imperio (2005), la lógica replegada de
las ruinas se transfiere al lenguaje. Ponte lo muestra de manera
impecable en Las lágrimas en el congrí. Al principio del relato,
la familia está en la casa y el televisor prendido. Escuchan una
noticia sobre las guerras separatistas de los chechenos, lo que sitúa
la historia alrededor de 1994. El padre reúne a la familia y empieza
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Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 112 ISSN 2422-5932
a hablar, pero el narrador se evade con recuerdos y asociaciones.
Un arte de hacer ruinas compone un laberinto de ruinas; en
Las lágrimas en el congrí Ponte traspone esa lógica a través de
las huellas mnémicas que se encuentran replegadas en las palabras.
Al escuchar chechenos, el narrador viaja mentalmente al
tiempo en el que estudió física nuclear en algún lugar de la Unión
Soviética, en donde también había un grupo de chechenos.
Recuerda que allí formaba parte de una tribu de cubanos que
fortalecían sus vínculos por medio de comidas y bailes y a través
de un ritual de iniciación a la tribu, que llamaban los Cabezas de
Congrí. Para pertenecer al grupo, era necesario correr por la
nieve con chancletas de palo, vistiendo un pantalón de dormir y
una camiseta, con la cabeza protegida por una media transparente
de mujer, al grito de Pan con lechón. Enseguida recuerda la
historia que dio vida a ese ritual. Antes de que el narrador llegara,
había sucedido que un grupo de chechenos habían provocado a
mujeres cubanas. Entonces los hombres salieron a enfrentarlos,
pero los chechenos los derrotaron, de modo que perdieron el
orgullo y la pertenencia al lugar. Entonces salió al cruce un mulato
que, para alisar las motas, llevaba una media de mujer en la cabeza
y, como estaba haciendo ejercicios, usaba chancletas de madera,
pantalón de dormir y camiseta; así como estaba salió a enfrentar a
golpes a los chechenos, mientras gritaba Pan con lechón.
En una reseña de Un arte de hacer ruinas y otros relatos, que
reúne Cuentos de todas partes del imperio y Corazón de Skitalietz, Rafael
Rojas lee el título del libro diciendo que el imperio al que alude es
la Unión Soviética, de la cual Cuba es un reino más. Todas las
lecturas son válidas, mucho más las de Rojas, pero creo que es
más claro comprender la palabra imperio como una alusión a la
nación cubana, que tuvo pretensiones imperiales, como todo país
marxista, lo que demostró con la expansión de su ejército y la
participación en diversas guerras fuera del continente, algo único
en América Latina. Las lágrimas en el congrí hablan de esa
construcción de lo nacional. También el prólogo del libro, titulado
Rogación de cabeza por Sherezada. Escribe en uno de ese texto
párrafos:
Encendidos los cigarros, servido el ca, confiadas ya las s bien
tristes nuevas de cada rincón de donde vienen, no demora en
comprobarse que el Imperio consiste únicamente en ese aroma
amargo que sale de las tazas, en el humo picante del tabaco, en
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palabras, en sica. Aire todo, en fin. Aunque su falta de
consistencia suele ser el consuelo en estos casos no lo hará
declinar, si nunca logra fundarse del todo (41-42).
En su obra, Ponte entiende la palabra aire de muchas maneras.
Algunas veces trasunta violencia, como cuando dice que Martí es
el aire que respiran los cubanos; en otras el componente
ideológico está teñido de nostalgia, como sucede en Cuentos de
todas partes del imperio. El aire es lo común, lo que comunica, lo que
a veces llamamos nación, algo que puede recordarse o que puede
volverse opresivo. El imperio, la nación, la comunidad, no tienen
consistencia, porque no se trata de un significado que está por
encima de la historia, sino que son olores o sabores que se
volvieron familiares a causa de que se repiten una y otra vez. Las
lágrimas en el congrí constituye la representación en micro de la
nación. La deconstrucción de las ruinas, huella tras huella, lleva a
demostrar que un grupo social se forma a partir de una
contingencia que se ritualiza.
En este aspecto, vale la pena retomar, en otros términos, la
idea performativa sobre el género que propone Judith Butler en El
género en disputa. El ritual de Las lágrimas en el congrí se ajusta a
esa propuesta, incluso en lo que respecta al machismo que trasunta
y al carácter de pavoneo que tiene. Como dice Butler, el género, y
en este caso también la identidad de la tribu, se produce a partir
de una serie de actos contingentes a lo largo de la historia. Al
igual que en otros dramas sociales rituales -como el que Ponte
repone-, la acción de género exige una actuación reiterada, la cual
radica en volver a efectuar y a experimentar una serie de
significados ya determinados socialmente (2007: 273). El género,
como el ritual, se sedimenta y, por ese mecanismo, se naturaliza.
No obstante, al plantear como hipótesis preliminar que cuestiones
como el género, la identidad de tribu y la identidad nacional son el
producto de la performatividad y no de la significación (son actos
contingentes y no expresiones de un ser), estas sedimentaciones se
pueden deconstruir. Como hace Ponte: siguiendo el hilo de la
tugurización de la memoria, se demuestra que la identidad
nacional, y no sólo la de la tribu, está conformada por un puñado
de objetos que se han sedimentado.
Para Butler, el género no debe considerarse una identidad
estable, sino una identidad débilmente formada en el tiempo,
instaurada en un espacio exterior mediante una reiteración estilizada
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de actos. El efecto del género se crea por medio de la estilización
del cuerpo (273). Ponte está muy cerca de esta idea, ya que, si el
imperio se disuelve en el aire, lo que significa en este caso que el
ser se esfuma, se sedimentan esos restos o esas ruinas que
articulan y definen el estilo de un cuerpo. El olor del café y los
cigarros, el olor de las calles y la comida, los sabores y las
palabras, la música, y por lo tanto el ritmo y el baile, son todo
elementos que definen los cuerpos, los moldean, les dan una
forma y un comportamiento, incluso un estilo al caminar. Por
tratarse de los moldes del cuerpo, esas marcas están hechas para
volver. En Por hombres, otro de los Cuentos de todas partes del
imperio, una mujer escapa de Cuba, siguiendo una línea nómada,
transformando performativamente su identidad, a pesar de lo cual
siempre recae en el mismo hombre, aquel que conoce la música y
los sabores que ha abandonado. Aun así, esos significantes
primeros son como las huellas verdaderas de las que habla Han
en relación con el arte chino; son, por lo tanto, como las ruinas:
siempre se las puede habitar para transformarlas en otra cosa.
Vacías de sentido prexistente, esas huellas se comportan
como las ruinas: no se las puede destruir, pero uno las puede
poblar, transformándolas en otra cosa, sacándolas de la sacralidad
de lo nacional, para formar otras vidas. Los Cuentos de todas partes
del imperio, escritos en primera persona, hacen barbacoas en ese
lenguaje. Por eso, habitan la lengua por repliegue, y muestran que
una voz y una subjetividad no son nada más que una colección de
ruinas que pliegan la superficie para que el yo las recorra. Porque
si no las recorre, si no salta de una ruina a otra, dejaría, quizás, de
existir.
6
¿Cómo se usan las ruinas de la modernidad? ¿Qué utilidad tienen
para nosotros? ¿De qué modo las pensamos y las deformamos? En
Decadencia, Onfray habla del reciclado de las ruinas: las piedras de
la Bastilla y los pedazos del muro de Berlín se convierten en
mercancías. En El comunista manifiesto, Iván de la Nuez se detiene
en la suerte similar que corrió la cultura soviética cuando ésta se
esfumó. Fragmentadas, las fotos, los gorros, los escudos, los
objetos se convirtieron en otras tantas ruinas mercantilizadas.
Aparentemente, entonces, el destino último de las ruinas es
convertirse en negocio. Como ejemplo máximo está la industria
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del turismo que se forma alrededor de las ruinas. Y muestra su
contrapartida: las ruinas mercantilizadas se abren como huellas
desfondadas, o como marcas que tienen un sentido mínimo, una
fecha histórica y algún nombre que la mente pueda asociar, algo
liviano, para que el turista pase a otra cosa. Pero si ese es uno de
los destinos de las ruinas, ¿por qué las personas seguimos
interesándonos por ellas? Una respuesta posible se encuentra, creo
yo, en la foto más famosa del Che Guevara, la que está en todas
las remeras y en todos los posters e incluso en todos los
esténciles.
La foto la tomó Alberto Korda, el 5 de marzo de 1960,
durante el homenaje por los muertos que ocasionó la voladura del
barco La Coubre, que traía pertrechos militares. Tras publicarse en
unos pocos lugares de Cuba, el editor Giangiacomo Fertrinelli
obtuvo una copia en 1967 y después de la muerte del guerrillero la
publicó como póster. Un año después, la utilizó como portada de
El diario del Che en Bolivia. A partir de entonces, las reproducciones
no dejaron de multiplicarse, hasta convertirse en una de las fotos
más intervenidas y comercializadas de la historia. Para comprobar
el alcance de esa reproducción, podemos remitirnos a una muestra
que se realizó en el Palau de la Virreina de Barcelona entre los
años 2007 y 2008. Con el acertado título de ¡Ch! Revolución y
mercado, la muestra contiene más de 200 intervenciones, entre las
que se encuentran, por ejemplo, trabajos conocidos como la
reproducción en serie de la foto al estilo de la Mona Lisa de Andy
Warhol, y otros más irreverentes y menos conocidos, como la foto
irónica de una monja que tiene la cara tatuada en el pecho o una
foto que muestra un churrasco cuya grasa ha dibujado, por azar,
algo que se aproxima mucho a la cara del Che. Como dice Trisha
Ziff, la curadora de la muestra, y editora del libro que lleva el
mismo título, La imagen del Che está por todas partes, e igual
que el símbolo de Nike o el doble arco dorado de McDonalds, el
Che se ha convertido en una imagen de marca, parte al mismo
tiempo de la cultura popular y de consumo y de la cultura de
protesta (21).
2
¿Qué significa esta transformación, desde ícono a
revolucionario a marca para casi cualquier cosa? En la foto
podemos encontrar, casi concentrado, el tiempo de la modernidad,
como si la cara del Che, con su atmósfera romántica, evocara la
2
El libro cuenta con ensayos de Trisha Ziff, Wally Olins, Rodrigo Fresán, David Kunzle e Iván de la
Nuez, todos indispensables para los comentarios que siguen.
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búsqueda de la nueva mitología que propone Schlegel. Podemos
notarlo en el rostro adusto, que parece rechazar terminantemente
la voladura del barco, las muertes, pero también las injusticias
sociales, y los ojos levemente levantados, que miran hacia el
futuro. Pasado de iniquidades, presente de desafíos, porvenir
utópico: en la cara del Che se resume la narrativa revolucionaria y
el tiempo de la modernidad. Por eso, dentro de la revolución
cubana y latinoamericana, la foto de Korda representa la lógica
moderna del signo, la ruina y el archivo. El Che funciona como un
tótem en ese archivo, como un ordenador de los discursos y, por
supuesto, como un marcador que le da sentido a las ruinas y la
caducidad, es decir, a lo que queda del barco y los cadáveres que
homenajean. El archivo moderno, los signos y los lenguajes
modernos, y por eso también las ruinas modernas, admiten la
multiplicación de relatos y poéticas y sentidos, e incluso articulan
perfectamente con la industria cultural, como podemos ver en el
hecho de que la revolución no podría haber existido sin
tecnologías como el micrófono, el cine, la radio, la televisión, la
iconología, el diseño gráfico, etc. Pero si bien pueden
multiplicarse, sólo valen si tienen un ensamble coherente gracias a
una gramática de la utopía.
Ahora bien, como vimos en Onfray y Ponte, el archivo, los
lenguajes y las ruinas modernas terminan ellas mismas por quedar
arruinadas. Aunque ese es un proceso que viene carcomiendo la
modernidad desde fines del siglo XIX, sale finalmente a la luz con
la caída del muro de Berlín. Esto produce una semiológica
significativa: como vimos, las ruinas y los signos se deconstruyen,
en el sentido de que pierden el significado trascendental.
Este cambio tiene dos consecuencias centrales para la
cultura soviética, de la que el Che Guevara es una parte. En
primer lugar, como demuestra Iván de la Nuez en El comunista
manifiesto, los signos se convierten en significantes que pierden su
carácter maldito: cuando el marxismo deja de ser un peligro real,
imágenes como las de Guevara y Marx pueden utilizarse y servir
como mercancías. Como ejemplo, Iván de la Nuez refiere el caso
de un banco alemán que eligió la imagen de Marx para adornar la
tarjeta MasterCard que utilizan sus clientes. En este caso, el
reciclado es irónico, devastador. En segundo lugar, segunda
consecuencia de la caída del comunismo, los signos se desprenden
del lenguaje que definía el archivo y se convierten en piezas
sueltas que están disponibles para todo tipo de cosas. Dentro de la
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Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 117 ISSN 2422-5932
revolución de los años 70, el Che mira un futuro que coincide con
el socialismo. Cuando el comunismo pierde eficacia, se convierte
en un significante que se puede utilizar para designar futuros
diversos e intenciones de todo tipo. En la muestra ¡Ch! Revolución
y mercado encontramos, por ejemplo, un Che de los pobres, un Che
capitalista, dibujado con marcas como McDonalds, IBM y Coca-
Cola, un Che de los suicidas, un Che para propagandas, un Che
para los judíos, un Che para Boy George y para la familia de Ozzy
Osbourne y también (tras las vueltas de la historia) un Che para
los gays.
Esta transformación supone un cambio en los regímenes de
los archivos, los lenguajes y las ruinas. El archivo moderno está
representado por los bazares modernistas, las bibliotecas
nacionales, los partidos y las organizaciones políticas. En todos
estos casos, son archivos controlados por instituciones y
organizados a partir de un significado preciso. El símbolo es la
foto del Che: el significado es el socialismo futuro. En la
actualidad, los signos se abren a diferentes formas de
comprensión; los signos se arruinan, es decir, se fragmentan del
todo, como muros que se caen, y se convierten en piezas léxicas
que se pueden utilizar para los más diversos propósitos. Si el
archivo moderno puede comprenderse como la biblioteca
nacional, el archivo contemporáneo podría pensarse a partir de
Internet. Como dice Iván de la Nuez de manera sintética, la caída
del PC (el Partido Comunista) se produjo en la misma época que
la invención de la pc (la computadora personal).
La síntesis es más que un juego ingenioso. Si el PC
representa la forma moderna de tratar con las ruinas y organizar
un archivo, Internet entraña una profunda novedad.
Efectivamente, en Volverse público (2016) Borys Groys sostiene que
Google es el resultado de un cambio en el régimen de los signos, y
de hecho, el motor de búsqueda funciona gracias a que posee una
idea lingüística muy definida. A diferencia del archivo moderno,
que se basa en un lenguaje, una gramática y una narrativa y,
podemos agregar, una temporalidad, Google presupone y codifica
la disolución radical de la lengua en conjuntos de palabras
individuales. Opera a través de palabras que están liberadas de la
habitual sujeción a las reglas del lenguaje (195). Esta idea se basa
en la fragmentación del archivo: aparece cuando el lenguaje de la
revolución se arruina, es decir, se fragmenta y pierde el significado
que le daba coherencia, destruyendo las gramáticas y las narrativas.
Iriarte, “Ruinas de la modernidad” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 118 ISSN 2422-5932
Cuando buscamos una palabra en Google, la pantalla muestra
todos los contextos en los que ésta se encuentra. De este modo,
nadie nos prescribe cómo tenemos que usarla, ya que podemos
optar por diferentes significaciones, de acuerdo con los contextos
y las necesidades. El antecedente de esta forma de operar se
encuentra en las fotos del Che: si Google muestra todos los
contextos en los que aparece una palabra, la muestra ¡Ch!
Revolución y mercado yuxtapone los diferentes contextos en los que
se puede emplear su imagen. Si el archivo moderno es un archivo
de narrativas coherentes, el actual se basa en palabras, imágenes y
ruinas que se caracterizan por estar sueltas y ser utilizables con
propósitos diversos e incluso contradictorios entre sí.
Borys Groys sintetiza este análisis de la siguiente manera:
Google disuelve todos los discursos al convertirlos en nubes de
palabras que funcionan como colecciones de rminos s allá de la
gramática. Estas nubes de palabras no “dicennada, lo contienen
o no contienen tal palabra en particular. Por lo tanto, Google
presupone la liberacn de las palabras individuales de sus cadenas
gramaticales, de sus ataduras al lenguaje entendido como una
jerarquía verbal definida gramaticalmente (195).
Las ruinas y el archivo moderno se organizan a partir de una
narrativa nacional o revolucionaria, e incluso una narrativa de la
sangre y de la raza, ya que el nazismo también construye un
archivo de la modernidad. La clave es que uno de esos elementos
se extraiga de la historia y se convierta en el significado detrás de
cada expresión o el destino señalado por cada signo y cada ruina.
Con el fin de la Unión Soviética y la difusión de Internet, las
palabras del archivo se liberan: convertidas en ruinas, todas las
ideologías se desparraman en una superficie abierta, que
potencialmente está en constante ampliación. Internet plantea un
horizonte utópico: sin jerarquías, los signos se vuelven
aprovechables para posiciones estéticas, políticas y culturales
diversas e incluso contradictorias entre sí. El Che Guevara se
transforma en una figura pop cuando ya no representa otra cosa
que una imagen que se puede manipular y coordinar. En palabras
de Ponte, se vuelve aire. Vaciada de contenido, puede convertirse
en el ícono de una propaganda o en el símbolo de la rebeldía y las
posiciones de izquierda en nuestras sociedades.
Iriarte, “Ruinas de la modernidad” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 7 / diciembre 2019 / pp. 93-120 119 ISSN 2422-5932
Sin embargo, también es claro que los buscadores de
Internet jerarquizan, ordenan, suprimen, eligen qué mostrar, lo
que convierte a sus algoritmos en curadores estético-políticos. Si
Internet abre la posibilidad de un nomadismo por las redes,
también levanta una nueva tecnología de concentración del poder
por medio del control semiótico de los sujetos.
Nuestra vida política, cultural, artística, literaria y crítica es
una operación sobre esa superficie que se mueve entre la anarquía
y el poder extremo de la información. En términos de las ruinas,
nos encontramos entre la lógica del museo, que congela los signos,
ordena las cosas y produce subjetividades, y la potencialidad
siempre abierta de profanar las ruinas por medio de la capacidad
que tenemos de habitarlas y hacerlas estallar.
A partir de este recorrido, podemos decir, entonces, que el
arte y la política actuales son formas de trabajar con las ruinas,
para desjerarquizar y jerarquizar, desordenar y ordenar, conectar y
desconectar las redes que nos y las constituyen.
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