Bentivegna, Poesía encarnada Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 8 / Julio 2020/ pp. 38-60 38 ISSN 2422-5932
POESÍA ENCARNADA: CARDENAL,
ENTRE VALLEJO Y ZURITA
INCARNATED POETRY: CARDENAL, BETWEEN VALLEJO AND
ZURITA
Diego Bentivegna
Universidad de Buenos Aires Universidad de Tres de Febrero - CONICET
Realizó estudios en las universidades de Buenos Aires y Venecia y en la Scuola Normale
Superiore de Pisa. Es docente de grado y posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA
(donde obtuvo su doctorado en Letras) en la Maestría en Análisis del Discurso de esa misma
Universidad y en la Maestría de Estudios Literarios Latinoamericanos de la UNTREF. Es director
del Observatorio Latinoamericano de Glotopolítica (UNTREF) y miembro fundador del Anuario
Latinoamericano de Glotopolítica. Es autor de libros de ensayo y poesía. Sus últimos libros son La
eficacia literaria y Rubén Darío: Caupolicán y la caza de la lengua, ambos de 2018.
Contacto: dbentivegna@untref.edu.ar
Ernesto Cardenal
DOSSIER
Bentivegna, Poesía encarnada Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 8 / Julio 2020/ pp. 38-60 39 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 20/06/202 Fecha de aceptación: 15/07/2020
Teología-política
Encarnación
Resurrección
Comunidad
En este trabajo me centro en la cuestión de las articulaciones poéticas entre discursos liberatorios, de
impronta fuertemente política, y discursos de matriz religiosa, con especial referencia a cuestiones
teológico-políticas que remonto a tradiciones presentes desde el período de la conquista y de la
colonización y de los imaginarios apocalípticos que emergen en el continente durante ese período.
Concretamente, me centro en un conjunto de poemas de Ernesto Cardenal, que pongo en correlación
con otras dos series poéticas: una anterior, constitutiva de lo que hoy entendemos como poesía en
castellano de América, como la del peruano César Vallejo, sobre todo en sus últimos poemas
(recogidos en el volumen España, aparta de este cáliz, 1939) y otra mucho más cercana en el
tiempo, la del chileno Raúl Zurita, en especial en su poemario Inri (2003). Me detengo en mi lectura
en unas serie de conceptos presentes en la poesía de estos autores -la encarnación, la resurrección, la
caridad, lo comunitario- en los que lo político y lo religioso aparecen explícitamente entrecruzados y en
los que rastreo las huellas de un "socialismo crístico" de especial peso en las tradiciones culturales
latinoamericanas.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Political-theology
Incarnation
Resurrection
Community
In this work I focus on the question of the poetic articulations
between liberatory discourses, strongly political imprints, and religious matrix discourses, with
special reference to theological-political questions that I bring to traditions that were present since
the period of conquest and colonization and the apocalyptic imaginaries that emerge in the
continent during that period. Specifically, I focus on a set of poems by Ernesto Cardenal , which I
correlate with two other poetic series: an earlier one, which constitutes what we understand today
as poetry in spanish in America, such as that of the peruvian César Vallejo, especially in his
latest poems (collected in the volume España, aparta de mí este cáliz, 1939) and another one
that is much closer in time, that of the chilean Raúl Zurita, especially in his collection of
poems Inri (2003). In my reading, I dwell on a series of concepts present in the poetry of these
authors the incarnation, the resurrection, charity, the communal in which the political and the
religious appear explicitly intertwined and in which I track the traces of a "christic socialism"
that has particular weight in Latin American cultural traditions.
KEYWORDS
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Los diarios de a bordo de Cristóbal Colón, ya en un principio,
aparecen mechados de referencias apocalípticas, inscribiendo de este
modo el viaje en la búsqueda de un territorio señalado por la
tradición y por la cultura del occidente cristiano. Américo Vespucio,
por su parte, menciona en su controvertida carta sobre el Nuevo
Mundo los célebres versos del Purgatorio referidos a las nuevas
constelaciones que se abren al viajero Dante en el hemisferio sur, las
cuatro estrellas no vistas jamás por persona viva (Pur, I: 23-25). El
nombre mismo de Nuevo Mundo remite a un imaginario
apocalíptico y se recorta en un contexto europeo signado por la
dimensión del cambio y por cierto agotamiento del gobierno secular
de la Iglesia (Prosperi, 2003). El imaginario que surge de los escritos
de los exploradores es el de un viaje a un territorio desconocido, sí,
pero también es la convicción de que se ha llegado a una clausura
del mundo. Es la ilusión de su ocupación total y de la expansión en
verdad universal del mensaje cristiano: el cumplimiento pues de un
destino prefigurado en algunos de los textos en los que occidente se
ha detenido con mayor insistencia, como los versos de la Divina
Comedia o la revelación de Juan de Patmos.
El período de la conquista es, también, un período de relectura
del corpus de textos bíblicos en términos de figura, es decir, en
términos de una lectura que no restringe su interpretación a los
hechos referidos a la historia de Israel y de los primeros cristianos,
sino también a hechos históricos posteriores que de alguna manera
se hipotetizaba se hallan preconfigurados en los textos.
Las lecturas de un texto particularmente proyectado hacia el
futuro como el Apocalipsis ocuparon en este sentido un lugar
fundamental. Milenarismo, escatología, mesianismo las obsesiones
que atraviesan las lecturas del Apocalipsis forman un bloque de
sentidos que se despliegan con particular fuerza en ciertos momentos
críticos de la historia latinoamericana.
Se trata de términos que, aunque ligados entre sí, exigen algún
tipo de singularización. La escatología hace referencia a los sucesos
últimos. Según la traición apocalíptica, en los últimos días de la
humanidad se producirán hechos que preanuncian la llegada de
Cristo. Tendrá lugar el reinado del Anticristo y la lucha final, la lucha
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escatológica, entre las fuerzas del bien y del mal, que serán
definitivamente derrotadas (Cfr. al respecto, la interpretación
teológica tradicional en Ratzinger, 1992). La escatología, por ello, es
inseparable de un ethos agónico, de una concepción del devenir
histórico que privilegia el conflicto, sustentada en el pólemos. Por
milenarismo, a su vez, se suele entender una teoría desarrollada en
los primeros años del cristianismo a partir del capítulo XX del
Apocalipsis de Juan. Dicha concepción sostiene que, una vez vencido
el Anticristo en la lucha escatológica, tendrá lugar en la tierra redimida
un reino de mil años (de ahí el nombre de milenarismo) en el que los
justos gozarán de los privilegios que a lo largo de la historia les
fueron negados. Se trata, en este sentido, de un período de
resarcimiento por los males padecidos por aquellos que dieron
testimonio: por los mártires, los testigos que sufrieron la persecución
y la muerte por causa de Cristo. Entendemos por mesianismo, por su
parte, un modo de concebir el estar del hombre en el tiempo
histórico como un tiempo del fin (Dupuy, 1986). La concepción
mesiánica afecta sustancialmente a lo temporal: es, como afirma
Giorgio Agamben en su estudio sobre la Carta a los Romanos, un
modo de contracción del tiempo histórico y un tiempo de la espera.
Uno de los más importantes conocedores de la tradición
religiosa judía, Gershom Scholem, ha distinguido de manera
esquemática el mesianismo judío, que confía en la realización
comunitaria de la promesa divina, del mesianismo cristiano,
encauzado más bien hacia una concepción espiritualista y, en última
instancia, más refractaria de lo comunitario (Rowland, 1998). Sin
embargo, en diferentes momentos de la historia del mundo cristiano,
ambas perspectivas aparecen entrelazadas. En efecto, las perspectivas
mesiánicas fueron históricamente objeto de sospecha y, en algunos
casos, de condena, por parte de los poderes eclesiásticos
constituidos, tanto en la tradición rabínica como en la tradición
cristiana (Agamben, 2007). A lo largo de la historia, como lo ha
demostrado Norman Cohn en su clásico recorrido por el
milenarismo del medioevo y el renacimiento, los impulsos
milenaristas, escatológicos y mesiánicos se asociaron con proyectos
políticos más o menos convencidos por la inminencia de un cambio
radical de las estructuras culturales, económicas y sociales, percibido
como un acontecimiento cercano en el tiempo (Cohn, 1992). El
tiempo escatológico de la lucha entre las fuerzas del bien y del mal,
en muchas ocasiones, fue entendido como un momento cuya
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cercanía era inminente y, en muchos casos, como un acontecimiento
que en algún sentido ya había comenzado.
La sensación de estar en la inminencia de los tiempos nuevos
constituyó, así, una experiencia que se reitera en diferentes zonas del
mundo americano en los años de la conquista y de la colonización,
hasta las puertas de los sucesos revolucionarios de las primeras
décadas del siglo XIX que condujeron a la constitución de los
Estados hispanoamericanos. Si los primeros frailes franciscanos que
llegan a las costas de México reinterpretan algunos de los hechos de
la conquista a partir del milenarismo político del abad calabrés
Joaquín da Fiore, particularmente influyente en la formación de la
espiritualidad de las órdenes menores, con sus ideales de comunidad
y de pobreza como modos de hacer real la experiencia cristiana, en
los siglos sucesivos varias de las rebeliones que se producen en los
valles andinos asumen cierto tono apocalíptico y cierto impulso
reconstructor de una unidad política perdida (el imperio incaico).
Es en relación con las órdenes menores, dominicos y
franciscanos, que surgen en los siglos de dominio español diferentes
movimientos de inspiración milenarista y mesiánica, como el de Juan
de la Cruz en Perú (1578) o, ya en el siglo XVIII, la rebelión de
Túpac Amaru, por cierto el más conocido de estos movimientos. En
esos mismos años de cierre del siglo XVIII el jesuita chileno Manuel
Lacunza escribe en Italia, donde se había instalado luego de la
expulsión de la orden decretada por la monarquía borbónica de
España, el tratado La venida de Cristo en gloria y majestad que
reactualiza la lectura en términos políticos del Apocalipisis de Juan.
El texto, recordamos, fue publicado en Londres en 1816,
presumiblemente a expensas de Manuel Belgrano y de su hermano:
1
las posiciones de Lacunza legitimarían desde un punto de vista
teológico los movimientos independentistas en los distintos países
americanos (Castellani, 1976).
En el siglo XX, cierto impulso apocalíptico, mesiánico y
milenarista se plantea en algunas propuestas poéticas particularmente
intensas, relacionadas casi siempre con acontecimientos políticos que
apelan a la liberación y a la redención. En general, los movimientos
de matriz milenarista tal como aparecen elaborados en algunas
experiencias poéticas latinoamericanas contemporáneas han
planteado una doble remisión. En principio, el milenarismo poético
1
Sobre la difusión del libro de Lacunza en otro ámbito americano, México, cfr. Raimundo Lida y
Emma Speratti, “Lacunza en México” (ahora en Lida: 1988).
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ha apelado a hechos históricos cercanos en el tiempo o
contemporáneos a la escritura de los textos, como la guerra civil
española, en el caso de Vallejo, la lucha armada revolucionaria en el
caso de Cardenal o la represión política perpetrada por las dictaduras
del sur del continente, en el caso de Zurita. En un segundo
movimiento, el milenarismo poético se ha apropiado de uno de los
rasgos más potentes de la imaginación milenarista: la capacidad de
recapitular los acontecimientos históricos, en un pasado que en
algunos casos permanece en el plano de lo mítico.
Vallejo: lo mítico y lo crístico
Se ha hablado de un cierto mesianismo o milenarismo andino en
los versos de César Vallejo, en una concepción del tiempo que no
sólo remite sobre todo en su primer poemario, Los heraldos negros
(1919 a un pasado andino, indígena y mestizo, que puede asumir los
rasgos de un mito, sino que se abre hacia ciertas formas de apertura
al futuro. Este futuro, en el caso de Vallejo, se articula por cierto con
un programa político concreto, el proyecto de revolución comunista
vivido como un cambio redentor, pero lo hace también como una
reconsideración de cierta religiosidad andina, refractaria tanto a los
cánones de la religión instituida como de la refutación de lo religioso
asociado con el marxismo. El modo de situarse de Vallejo en relación
con el proceso revolucionario de matriz secularizante y su
consideración negativa de la religión, en este punto, exhibe aristas
fuertemente diferenciadas.
Pocos proyectos poéticos del siglo XX latinoamericano han
sido tan marcadamente crísticos como este proyecto poético. De
hecho, el título del último de los poemarios de Vallejo, escrito en los
años en los que la guerra civil española se había inclinado de manera
inexorable hacia el triunfo de las fuerzas de Franco, reelabora en su
título una frase extraída del evangelio de Lucas (Lc, 22: 42). En el
primer Vallejo, el de Los heraldos negros, a pesar de la referencia
catastrófica del título (los heraldos de la muerte, los jinetes del
Apocalipsis) insiste en una cierta concepción de temporalidad que
podemos pensar más bien como mítica, en el sentido en que lo
plantea Karl Löwith en Historia del mundo y salvación, uno de los más
lúcidos discípulos de Martin Heidegger (Löwith, 2006). Frente a la
temporalidad lineal y, al mismo tiempo, catastrófica del monoteísmo
judeocristiano, Löwith reconoce una temporalidad mítica,
caracterizada por la ruptura de la evolución temporal y por la
compulsión del retorno, del regreso circular de lo mismo. En el
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primer poemario de Vallejo esta temporalidad mítica se plantea en
una serie discursiva que remite de manera directa al mundo arcaico
de una cultura fuertemente arraigada en los Andes, un universo
perdido que manifiesta múltiples facetas. Por un lado, es un mundo
perdido en términos de catástrofe histórica y comunitaria: el mundo
incaico, que, lejos de ser completamente destruido por la conquista
española, aparece como un mundo transfigurado e híbrido, como se
enfatiza en las dos series de sonetos que Vallejo tituló Nostalgias
imperiales y Terceto autóctono, cuyo primer poema termina con
el terceto: Luce el Apóstol en su trono, luego;/ y es, entre
inciensos, cirios y cantares,/ el moderno dios-sol para el labriego
(Vallejo, 1988).
Al mismo tiempo, el mundo mítico que Vallejo construye en
Los heraldos negros es el mundo del inicio del amor, de los amores
adolescentes, el mundo simple de la vida aldeana en su natal Santiago
de Chuco, que se contrapone al mundo complejo y moderno de
Lima. En tercer lugar, el mundo mítico de Los heraldos negros es el
mundo de la infancia, el mundo de un núcleo familiar originario y
desarmado por el tiempo y por la muerte, que la escritura poética
intenta conservar a través de formas lingüísticas que parecen
pueriles, aniñadas, que regresan con fuerza en todo un grupo de
poemas de Trilce (como el III, el XXIII, el XXVIII o el LII), el
segundo de los libros poéticos de Vallejo. Entre los poemas de Los
heraldos, el que más claramente plantea a la poesía como un ejercicio
de preservación de ese mundo infantil primigenio es A mi hermano
Miguel, escrito en memoria del hermano muerto: Me acuerdo que
jugábamos esta hora, y que mamá/ nos acariciaba: Pero, hijos
Sin embargo, paralelamente a este sustrato mítico, al mismo
tiempo comunitario, erótico y familiar, existe en la poesía de Vallejo
un componente que entendemos como encarnado, más ligado con
una poética del acontecimiento y de la espera que con una poética de
la repetición. Se trata de una dimensión que se mueve en una
temporalidad diferente, e incluso contrapuesta a la temporalidad
mítica: que se mueve en una temporalidad que podemos pensar como
una temporalidad histórica. Es lo que Löwith ha caracterizado como
una temporalidad pensada como historia de la salvación, articulada
en torno a un acontecimiento al mismo tiempo histórico y teológico:
la encarnación, un concepto que la teología de la liberación
latinoamericana (por ejemplo, el brasileño Leonardo Boff, 1985) leyó
en términos de inmanencia, como irreductible tanto a las posiciones
teologicistas como a las secularistas de lo humano. Es decir, que
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cumple un rol análogo al que el marxismo crítico de autores como
Mariátegui, atento como se sabe a la poesía de Vallejo, estaban en
esos mismo elaborando, en tensión no solo con el idealismo, sino
también con la visiones mecanicistas, positivistas y orgánicas del
marxismo de la época (Bentivegna, 2016).
La poesía de Vallejo, sobre todo en su último período, el de
Poemas Humanos y el de España, aparta de mí este cáliz, publicados
póstumamente en 1939, es sustancialmente una poesía encarnada, en
la que el elemento mítico se va desdibujando, se sepulta en un
pasado ya irrecuperable. Todos han muerto, dice el comienzo de
La violencia de las horas, uno de los textos en prosa de Poemas
Humanos. En el mundo perdido en que habita, la palabra poética se
hace entonces carne, adopta la forma de un cuerpo. Asume una
materialidad que se aleja tanto de la palabra mítica, si se quiere, de
Los heraldos y de la palabra transgresiva de Trilce. Sin embargo, la
concepción histórico-escatológica se manifiesta con fuerza ya en el
primer poemario, en el que es posible encontrar algunos trazos de la
tensión entre el sustrato mítico que caracterizamos más arriba y la
recurrencia de elementos culturales, cultuales, que provienen de lo
crístico, presente ya en el epígrafe latino del poemario, extraído del
Evangelio.
La dimensión crística que no identificamos con cristiana de
Los heraldos es una dimensión radicada en el amor y, en este punto,
conectada a uno de los componentes de la dimensión mítica. Sin
embargo, mientras la dimensión mítica señala fuertemente hacia una
pasado preservable pero en última instancia inaprensible (la andina
y dulce Rita), el elemento crístico se articula en el mismo poemario
con la dimensión temporal del presente. Una dimensión que supone
la presencia palpable, sufrible, de lo corporal:
Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.
La poesía encarnada del primer Vallejo es una escritura de la pasión
en la que el momento de la muerte parece predominar por sobre lo
salvífico: una poesía que vuelve de manera obsesiva a los ritos y los
misterios de la Semana Santa, y a la microfísica barroca del cuerpo
sufriente de Cristo (Cfr. Niola, 1997). Se trata de un cúmulo de
elementos que articula a la poesía de Vallejo con formas tradicionales
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de religiosidad mestiza de los pueblos andinos y que, al mismo
tiempo, proyecta su escritura poética hacia un tiempo futuro, un
tiempo que se entrecruza en Poemas humanos y en España, aparta de mí
este cáliz, con luchas políticas concretas. El último poemario de
Vallejo está atravesado, en efecto, por escenas de resurrección, desde
los muertos de los cementerios bombardeados que reanudaron sus
penas inconclusas, / acabaron de llorar, acabaron de esperar... hasta
el cadáver lleno de mundo de Pedro Rojas, que vuelve a escribir
con su dedo en el aire.
Uno de los grandes críticos de la poesía de Vallejo, el italiano
Roberto Paoli, ha leído en el último libro de Vallejo un trabajo sobre
la visión bíblica cristiana que no ha sido superada, sino incorporada
profundamente al cuerpo del humanismo cristiano (Paoli, 1975:
348). Quizá uno de los poemas característicos de esta dimensión
ligada con la resurrección de la carne sea el que lleva el número XII
en España, titulado Masa: una masa, en el sentido tal vez de una
carne abandonada a sí misma, de alguien que es herido de muerte y
que, a lo largo del poema, va muriendo a pesar de que primero sus
compañeros, luego un número mayor de personas, lo exhortan a
vivir.
En los últimos años, hay un fragmento de Vallejo que regresa
en los escritos de Giorgio Agamben. Retorna, por ejemplo, en
escritos breves, como ¿A quién se dirige la poesía (Agamben,
2015). Lo hace, también, en el volumen El fuego y el relato (Agamben,
2014). Concretamente, la figura del ágrafo,el analfabeto a quien
escribo que el poema nombra en el Himno a los milicianos de la
república que abre el volumen final puede ser entendida por el
pensador italiano como la figura de fondo donde se juega la poética
vallejiana como una poética del testimonio, así como también de la
voz y del gesto. En un detenido y minucioso estudio de la poesía de
Vallejo, Enrique Foffani, refiriéndose a los poemas finales, dice que
el peruano escribe para los ágrafos del mundo, los pobres por
antonomasia. Es una poesía marcada, sostiene Foffani, por el
donativo y el dativo: siempre está el otro a quien ofrecer el
poema (Foffani, 2018: 41), en las instancias apelativas que
constituirían lo esencial del poema vallejiano (no de uno singular, se
entiende, sino de la condición misma del poema). Es en esa relación
con la otredad donde se juega algo de orden sacro y a la vez político.
El poema de España concluye con aquello que Los heraldos
libro asolado por la muerte de Dios (como ha subrayado Rafael
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González Girardot, 2000) habían elidido: la resurrección de la
carne:
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado,
incorporóse lentamente
abrazó al primer hombre: echóse a andar.
No se trata aquí, como en lo mítico, de preservar un mundo a través
de la palabra poética, sino de propiciar a través de ella el
acontecimiento: de pensar a la palabra encarnada en formas de lo
agónico, en el doble sentido de lucha y sufrimiento, a través de las
cuales se espera el cumplimiento de una redención completa.
Ernesto Cardenal: escatología y teúrgia
La poesía del nicaragüense Ernesto Cardenal explora el tiempo del
pasado, el tiempo mítico, en términos de utopía. No se trata, como
en el caso de Vallejo, de una poesía que roza lo mítico y que en ese
roce lo preserva, sino de una exploración de una zona imaginaria que
funciona como un pasado utópico modélico. La poesía de Cardenal
no señala tan sólo hacia el pasado: más bien, lee en ese pasado una
clave interpretativa de los sucesos del presente y de los sucesos del
futuro. La sociedad futura está en gran parte prefigurada en ese
pasado mítico.
Los ovnis de oro, de 1988, concebido como un extenso homenaje
a los indios americanos, recorre diferentes dimensiones de ese
pasado mítico, distribuido en torno a un suceso vivido como
traumático: la conquista española y el fin de las civilizaciones
indígenas. En principio, el libro reconstruye diferentes momentos de
la historia de los pueblos americanos en los que es posible pensar
una prefiguración de lo que será una sociedad futura. Tomemos, por
ejemplo, en Economía en Tahuantinsuyu. En el extenso poema,
encontramos la reconstrucción de los aspectos económicos del
antiguo imperio incaico y, en general, del antiguo mundo andino
peruano en el que, como había señalado José María Arguedas en
1953, en contraposición al mundo mercantil europeo, primaba una
concepción colectivista y religiosa (El trabajo señala Arguedas
constituía para el antiguo peruano un acto religioso que era
celebrado, cit. en Lienhard, 1990: 253). Se trata, en definitiva, de
dos mundillos (Link, 2019), el europeo y el andino, diferentes, y
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hasta irreductibles. Esta exploración poética del antiguo mundo
peruano se articula en el poema con una reflexión sobre el dinero y
la avaricia como motores de destrucción de lo humano con evidentes
ecos de las teorías económicas de Ezra Pound por cierto, el poeta
moderno que más claramente se halla presente en la poética de
Cardenal, como en la de su compatriota José Coronel Urtecho.
El anuncio salvífico se presenta en otro de los poemas de Los
ovnis dedicados al mundo incaico, en este caso a Machu Pichu, que
retoma la leyenda mesiánica de la germinación de la cabeza del Inca,
proceso por el cual se produciría la reconstrucción del cuerpo mismo
del Inca y, en última instancia, la restitución a partir de un proceso
que ha sido puesto en contacto con la prédica cristiana de la
resurrección de los muertos, del imperio perdido (Bernard, 2000).
Asimismo, en esta serie se insertan los cantos sobre los pueblos
indígenas de América del Norte y el canto La arcadia perdida,
sobre las misiones jesuíticas en la América meridional, percibidas
como un modelo político posible de integración de arte colectivo,
justicia social y equidad administrativa. Además de estos recorridos
por diferentes momentos de la historia americana, en Los ovnis de oro,
que comienza a escribir a inicios de la década del 60, Cardenal se
detiene ampliamente en un caso específico: el de la historia de los
pueblos indígenas de México, que le permite describir diferentes
aspectos de formas históricas, y al mismo tiempo míticas, de
comunitarismo. Así, Cardenal refiere en los Cantares mexicanos la
historia de los toltecas caracterizados como un pueblo
eminentemente comunitarista, para el que la propiedad colectiva de
la tierra, la supresión de los sacrificios humanos y la inexistencia del
dinero es nota dominante. Del mismo modo, y en relación con el
comunismo originario del pueblo tolteca, los Cantares mexicanos
se cierran con la narración de la historia de Quetzalcóatl: la serpiente
emplumada, el ser divino que sacrifica y que no exige sacrificios
humanos y cuyo regreso se espera para la reinstauración de un reino
de justicia. Quetzalcóatl remite así a la figura de Cristo y a la figura
de Netzahualcóyotl, el soberano poeta con el que se inician los
Cantares mexicanos:
Mi canto es amistad, hermanos.
Sólo en las flores hay Hermandad.
Abrazos
Sólo en las flores (...)
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Yo ando siempre cantando. No ando
En Propagandas
Tú estás en estos cantos Dador de la Vida.
Distribuyo mis flores y mis cantos a mi pueblo.
?Les riego poemas, no tributos.
(Cardenal, 2007: 325)
El poeta profetiza, vaticinador afirma Cardenal en su Cántico
cósmico (1989) como los monos congos que aúllan cuando va a
llover. La concepción teológica, más que sacra, del poeta como
profeta resulta en este aspecto particularmente relevante en la
medida en que Cardenal elabora en ciertas secciones de su poesía una
reflexión acerca del lugar de la poesía y de los poetas en conexión
directa con el imaginario escatológico y apocalíptico. De esta
manera, el poeta es caracterizado en los cantares como un sujeto en
condiciones de expresar una voz colectiva, una voz si se quiere
alejada de todo estilo individual y de toda idea de obra orgánica,
como una intervención que se despliega en diferentes registros
discursivos y en diferentes órdenes del lenguaje. Al mismo tiempo, la
actividad poética se inserta en la lucha escatológica en la medida en
que es capaz de pensarse como una actividad que anticipa el mundo
futuro que la propia poesía materializa.
El tiempo mítico, reiterativo, se presenta no como un tiempo
opuesto al de la consumación de los tiempos de la tradición
judeocristiana, sino como su complemento. El mundo redimido no
es sólo el mundo que se espera, sino que es en parte un mundo
realizado y perdido, como el mundo del mito, y un mundo que en
parte existe en el presente, materializado, por ejemplo, en el arte
como trabajo liberado. La poesía de Cardenal reafirma así la idea de
que la comunidad mesiánica existe en el presente, al menos en
términos de poder proyectar en el arte un tipo de trabajo
cualitativamente diferenciado del trabajo alienado capitalista. Se
trata, en este punto, de un trabajo liberado, de una teúrgia
entendida como construcción ontológica de un ser nuevo de la que
hablaba el filósofo ruso Nicolás Berdiaev en El destino de la creación,
publicado pocos años antes de la revolución rusa y que en 1978, en
plena dictadura en la Argentina y en el tiempo de las luchas civiles en
Nicaragua, se publica en Buenos Aires en traducción de Ramón
Alcalde (Berdiaev, 1978).
2
En este tratado, la creación, cuya especie
2
La editorial es la de Carlos Lohlé, en la que se publican en la primera mitad de la década del 70 en la
Argentina -al calor de los debate sobre el rol de los intelectuales, la lucha armada y las relaciones entre
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más potente es la artística, anticipa para el filósofo ruso la segunda
venida de Cristo y, con ella, la constitución del hombre como una
entidad absolutamente libre. En este punto, crear artísticamente
implica instalarse en una postura activa, implica construir
ontológicamente la redención, que se distingue de este modo del
mero esperar o estar alerta de la tradición mesiánica.
En la poesía de Cardenal, la lucha escatológica como condición
del milenio de justicia ocupa un lugar determinante. Por un lado, se
trata de una lucha entre entidades políticas concretas que, en la
América latina del siglo XX, encuentra un momento de síntesis en las
luchas revolucionarias de la segunda mitad del siglo, en especial, por
supuesto, la lucha del Frente Sandinista de Liberación contra el
régimen de Somoza, en Nicaragua. Se trata, en este sentido, de una
lucha escatológica encarnada en actores histórico-sociales concretos,
como se plantea de manera directa en el poema Apocalipsis,
incluido en Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, de 1965. En este
texto, donde las catástrofes reveladas en el Apocalipsis del Nuevo
Testamento se reescriben en términos contemporáneos, se hace
evidente la reinterpretación figural del texto canónico de Juan de
Patmos. El poema constituye una lectura del Libro de la Revelación
que reintroduce el estatuto político del texto del Nuevo Testamento
como un texto de oposición a la opresión y a la construcción de un
orden político universal, imperial.
Al orden de la opresión técnica y política se opone
apocalípticamente algo que se enraíza en lo salvífico: la redención
que, como afirma Berdiaev, viene desde abajo, del mismo modo que
la escatología política sostenida muchos años más tarde por Jacob
Taubes.
3
Frente a esta universalidad de arriba, los textos poéticos
de Cardenal reconstruyen otro tipo de relación universal, un tipo de
universalidad subterránea que se conecta con una concepción
panteísta del universo y de la divinidad. Así, en varios momentos del
Cántico Cósmico, concebido como una monumental construcción
poética inspirada en la Comedia dantesca y en los cantares de Pound,
religión y lucha revolucionaria- varios de los libros de Ernesto Cardenal: Vida en el amor (1970), El
estrecho dudoso (1972), Antología seleccionada y prologada por Pablo Antonio Cuadra (1972), Epigramas
(1973), Oráculo sobre Managua (1973), Canto Nacional (1973), En Cuba (1974), Poesía nueva de Nicaragua
(1974).
3
“Carl Schmitt piensa en términos apocalípticos, pero desde arriba, desde las potencias; yo pienso en
términos apocalípticos pero desde abajo. Pero los dos tenemos en común la experiencia del tiempo y la
historia como plazo, como plazo perentorio. Y esta es, en su origen, una experiencia cristiana de la
historia”. (Taubes, 2007: 169)
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el evento mesiánico que representa la llegada de Cristo es puesto en
relación con un corpus de obras clásicas (la famosa Bucólica cuarta de
Virgilio, Platón, fragmentos de los presocráticos) y con leyendas de
la espera del deseado de diferentes pueblos y latitudes; pero sobre
todo la perspectiva escatológica de la poesía de Cardenal se
fundamenta en los elementos apocalípticos del Evangelio, en la
afirmación crística de que el reino está cerca y en la afirmación
paulina del hombre nuevo cristiano, que anuncia: El antiguo
sueño de un mundo sin pobres,/ como armoniosa lluvia sobre el
prado./ Un trabajo creador en bien de todos (Cardenal, 1992: 339).
De esta manera, el Apocalipsis, en la tradición del milenarismo
revolucionario, funciona en la poesía del nicaragüense como un texto
de oposición, inseparable, como lo ha establecido José Severino
Croatto, una autoridad en la exégesis de los textos bíblicos
particularmente influyente en los movimientos de liberación de
matriz cristiana, como una intervención al mismo tiempo teológica y
política. El género apocalíptico, desde la perspectiva de Croatto, se
encuentra insoslayablemente arraigado en un período crítico de la
historia del pueblo de Israel, signado por el dominio político y
militar de la potencia romana y por la construcción de una suerte de
culto oficial funcional a este dominio (Croatto, 1990).
La obra del primer Cardenal no es ajena a un cierto momento
de expansión del hispanismo, con la consolidación de instituciones
de carácter transatlántico propiciadas por el estado español, en pleno
franquismo. Es en España, en 1949 y nada menos que en las
Ediciones de Cultura Hispánica donde se publica la antología Nueva
poesía nicaragüense, que prepara junto con Orlando Cuadra Downing;
es en España, también, donde se publica en 1963, en la editorial
Aguilar, la primera edición de la antología de la poesía
norteamericana que Cardenal prepara junto con José Coronel
Urtecho y que hoy leemos como un hito continental; es en España,
en fin, otra vez en las ediciones de Cultura Hispánica, donde se
publica en 1966 El estrecho dudoso, seguramente el gran libro poético
del nicaragüense.
Sin embargo, la colocación de Cardenal en el continuum
hispánico es peculiar. Me parece importante leerla en relación con
Bartolomé de las Casas, una figura no demasiado cómoda para las
líneas más conservadoras del hispanismo (cfr. Bataillon y Saint-Lu,
1976). No es gratuito, en este punto, que el discurso de Las Casas
ante el emperador Carlos V ocupe un lugar central en El estrecho
dudoso, en un juego de identificaciones entre la voz profética y al
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mismo tiempo política del fraile español defensor de los indios y el
propio Cardenal, donde la pobreza como condición política potencia
una lectura crítica y revolucionaria del presente latinoamericano:
(). Son paupérrimos
y no poseen ni quieren poseer bienes temporales
y por eso no tienen soberbias ni ambiciones ni codicias.
Su comida es pobre como la de los Padres del Desierto.
Su vestido, andar desnudos, cubiertas sus vergüenzas
o cuando mucho cubiertos con una manta de algodón
(Cardenal, 2007: 279-280).
Y es que la poesía plantea una nueva torsión del proceso de
articulación entre cristianismo y marxismo, que Paoli leía en la poesía
del último Vallejo y que implica, para el crítico italiano, la
aportación espiritual, hispánica a una adhesión materialista (Paoli,
1975: 348). Otro atento lector italiano de la poesía de Vallejo,
Giovanni Meo Zilio había puntualizado en un análisis estilístico (de
matriz spitzeriana) del último Vallejo la presencia de un socialismo
cristiano que se acopla al mero socialismo político (Meo Zilio,
1960: 112). Ese socialismo cristiano acentúa, según Meo Zilio,
valores como la generosidad, la perfección, la fecundidad y,
sobre todo, la cháritas, que puede traducirse también como
amor, como cháritas. Estas lecturas atentas a las articulaciones
entre estilo, lengua, sacralidad y política que emprendieron
latinoamericanistas italianos como Paoli o Meo Zilio permiten
explicar, tal vez, las huellas de Vallejo esparcidas en los escritos de
Agamben.
Un tercer gran latinoamericanista italiano, Giuseppe Bellini, que
ha estado atento durante años a la poesía nicaragüense del siglo XX,
no inscribe de manera absoluta a Cardenal en un paradigma político
marxista, del mismo modo que Paoli y Meo Zilio no habían inscripto
a Vallejo en ese mismo paradigma de manera absoluta. Bellini señala,
en cambio, sus simpatías por el marxismo, una suerte de
marxismo cristiano, si así puede llamarse, o de cristianismo marxista
(1982: 22). Cristianismo y marxismo, en la poesía latinoamericana de
Cardenal o Vallejo, plantean tensiones no resueltas, no superadas en
un movimiento dialéctico y, en este sentido, irreductibles a lo uno.
Construir la tierra. / La transformación de la tierra en una
tierra humana / o la humanización de la naturaleza. / Todo, hasta el
cielo, un hombrecito como decía Vallejo, leemos en la Epístola en
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versos de Cardenal a Coronel Urtecho, con quien había traducido a
Pound y a otros poetas norteamericanos (Cardenal, 1986: 256). En la
Epístola, que es también una reflexión sobre la condición política del
lenguaje, de las formas de distribución, de distorsión, de apropiación
y de traducción de las palabras, Cardenal recuerda que
Caridad en la Biblia es sedagah (justicia)
(la terminología que quería el maistro Pound)
y limosna, devolver.
Esto tiene que ver con la inflación y devaluación
(del lenguaje y del dinero)
(Cardenal, 1986: 254).
De manera análoga a la del último Vallejo, el estatuto político de la
poesía de la caridad de Cardenal (lenguaje, justicia, limosna, dativo
para retomar la expresión de Foffani, comunión) es inseparable de
su condición de poesía apocalíptica y mesiánica, de una poesía que,
en este punto, puede permitir pensar una alternativa a la dicotomía
entre tiempo mesiánico y apocalipsis planteada por Agamben en su
lectura de la Epístola a los Romanos (Agamben, 2006), es decir, de
una forma, la Espístola paolina o joánica, que Cardenal (un poco
después de Pier Paolo Pasolini en Transhumanar y organizar, de 1971),
está explorando en verso. Desde la perspectiva de Agamben, que al
poner excesivamente el acento en la distinción entre lo mesianismo y
escatología deja de lado una porción considerable del corpus paulino
que se inscribe de manera explícita en la segunda de esas
dimensiones, posiciones como las de Berdiaev o Cardenal son
condenadas como apropiaciones apocalípticas del evento mesiánico.
En la lectura de Agamben, el surgimiento del ritmo y de la rima en la
poesía occidental estaría ligado con el tiempo mesiánico propuesto
por Pablo: en la medida en que la rima supone un trabajo de
sucesión temporal y, al mismo tiempo, de reiteración de formas
métricas y sonoras, la poesía materializaría la contracción temporal
que caracteriza a todo tiempo mesiánico como tiempo de la
contracción y de la espera, como tiempo del fin.
En rigor, las exploraciones poéticas de Cardenal se ubican en
un plano formal absolutamente incompatibles con esos es-quemas
rítmicos, en un plano cercano al de la poesía de Hölderlin en la que
Agamben encuentra una nueva ateología. El ocaso de los dioses
afirma Agamben forma un todo compacto con la desaparición de la
forma métrica cerrada, la ateología se hace inmediatamente
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prosodia (Agamben, 2006: 89). Los textos de Cardenal, en especial
los reunidos en Los ovnis o Cantico cósmico, constituyen, como los
grandes himnos de Hölderlin a los que se refiere Agamben, una
suerte de cosmos en estado de expansión permanente donde la
reiteración de la rima ha sido suprimida y donde ni las conexiones ni
las medidas garantizan la previsibilidad del tempo poético. Más que
expresar una ateología, quizá esas formas en expansión expresan
una concepción de lo mesiánico que cuestiona la postura de
Agamben. No se trata pues de la exploración poética de esa suerte de
mesianismo depurado de toda contaminación apocalíptica y
escatológica que plantea Agamben, sino de un mesianismo
manifiestamente apocalíptico en condiciones de producir formas
concretas de construcción comunitaria que funcionen no como
lugares vacíos, como temporalidades contraídas o como marcas de la
ausencia del Mesías, sino como modos de realización material de lo
que se prefiguraba en las comunidades cristianas primitivas.
A través de una forma eminentemente moderna y expansiva
como la del cantar de matriz poundiana, Cardenal reconstruye
algunos de los aspectos de la historia de Amé-rica latina desde una
perspectiva que contradice la linealidad evolutiva, que contradice el
tiempo del progreso y de la acumulación y en la que algo del orden
del tiempo mítico y algo del orden del tiempo escatológico parece
coincidir, como en ciertas tradiciones andinas:
Ya en tiempos incaicos tenían una clara visión del mundo en cambio.
Le llamaron al milenio Pachacuti.
Cada mil años el mundo muere y vuelve a nacer.
Todo muda. Todo perece y vuelve a organizarse.
Pachacuti significa cambio.
Pachacuti era para los antiguos la esperanza colectiva,
la confianza en el cambio del mundo.
(Cardenal, 2007: 475)
La poesía de Cardenal conjuga mito y redención en la medida en que
ambos se mueven en una dirección contraria a las del tiempo
histórico y se instala en un punto de vista político que explicita: el
punto de vista mesiánico, como lo había percibido Benjamin en su
intrincado Fragmento teológico-político, es el punto de vista de las
víctimas, el punto de vista de los oprimidos por el peso de la
historia. Como la escatología política de Taubes, para quien lo
importante no es tanto saber qué es el reino del Dios sino saber que
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ese reino está cerca, la escatología poética de Cardenal se plantea de
manera radical la pregunta acerca de la construcción en el presente
de lo comunitario.
Zurita: el dolor, lo resurreccional
En su lectura del libro bíblico de Job, Antonio Negri se detiene en la
categoría de resurrección, una categoría que admite ser leída en
términos de una teología de matriz política (Negri, 2003). Para Negri
la categoría de resurrección, que subraya el autor tiende a ser
ignorada en los modos más conformistas de experimentar la religión,
implica un posicionamiento concreto en relación con los modos
políticos de percibir lo religioso. En efecto, el énfasis en la carne, en
la reconstrucción de la carne que se producirá en el fin de los
tiempos, se opone a las consideraciones de matriz platónica, que ven
en el cuerpo una mera cárcel o un mero recinto que contiene lo
esencial: un alma incorruptible. Al mismo tiempo, el énfasis carnal de
las concepciones resurreccionalistas implica acentuar los elementos
que se relacionan con su sufrimiento: es a partir del triunfo que
puede parecer locura para los gentiles, en palabras de Pablo, como
tendrá lugar la futura comunidad mesiánica de los justos. La
resurrección, en consecuencia, materializa, hace carne, el lugar del
dolor en la historia humana. En las concepciones resurreccionalistas
como las que aparecen en el escrito de Negri y en muchos autores
ligados con la llamada teología de la liberación (por ejemplo, como
ya dijimos, en Leonardo Boff), no se trata de pensar en términos de
un trascendentalismo que apela al mundo del alma o de las ideas,
sino de afirmar la existencia encarnada en términos de afirmación del
ser: en términos de una ontología material.
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón,
dice desafiante Pablo en su anuncio de la resurrección de la carne
(Cor. I, 15: 55), uno de los momentos más claramente apocalípticos
de su mensaje que Agamben deja de lado. Desde esta perspectiva, el
tiempo mesiánico es el tiempo de la resurrección, que es puesta en el
centro del mensaje salvífico de los evangelios y de las cartas
apostólicas. Como afirma con contundencia Pablo en la Carta a los
Romanos, si Cristo no resucitó, entonces todo el mensaje de los que
predican la Cruz es vano.
En los diferentes movimientos apocalípticos y escatológicos, la
resurrección ocupa un lugar determinante. En efecto, la resurrección,
entendida como el triunfo definitivo sobre la muerte, es
consecuencia de la segunda venida de Cristo a la tierra, y el reino de
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los mil años del que habla el Apocalipsis no es sino el reinado de los
justos que sufrieron persecución a causa de Cristo a lo largo de la
historia. El momento milenarista recapitula y recompensa, así, la
historia de sufrimiento y de persecución del pueblo de Israel y,
luego, de los cristianos.
Ya desde su título, Inri, el poemario del chileno Raúl Zurita
remite al sufrimiento como un acto de redención y de triunfo sobre
la muerte (Zurita, 2003). El texto, que como Los heraldos negros, se
abre como un seco epígrafe evangélico, recorre los diversos estados
que el cuerpo sufriente asume en un tiempo de la redención y de lo
mesiánico.
En Inri, se encara el recorrido del cuerpo sufriente desde la
caída, desde el triunfo momentáneo del mal, hasta la redención leída
como un conmovedor movimiento colectivo de reflorecimiento y de
reconstrucción.
4
En este sentido, en la poesía de Zurita, el elemento
mítico, que veíamos presente en diferentes grados en Vallejo y en
Cardenal, se borra por completo, como si la catástrofe que está en la
base expulsara esa dimensión. El relato que sus versos construyen se
fundamenta, en cambio, en una concepción puramente crística, una
historia de caída, de dolor y de redención.
Zurita construye en Inri una historia pasional de la represión
política en Chile a partir de tres momentos, que se entrecruzan con
la historia de la pasión, el descenso y la resurrección de Cristo. La
primera parte del poemario se centra en la caída. En la economía de
la salvación cristiana, la caída es la condición de posibilidad de la
encarnación de Dios en Cristo: la caída del hombre en el mal, que es
la caída literal de los cuerpos asesinados en Chile, es lo que
posibilita, en efecto, su redención, vivida en el final del texto como
un largo canto de florecimiento.
En el poemario de Zurita la caída es la construcción de una
naturaleza en estado de perdición: los cuerpos de los prisioneros
arrojados en el Pacífico por la dictadura militar, su dispersión en el
mar, en la nieve, en el desierto de Chile... Aquellos que caen son, en
efecto, los Cristo: una expresión gramaticalmente tensa que se
reitera en los versos de Zurita. La pasión de los cuerpos es, en este
punto, no la reiteración de una historia que se pluraliza (la historia de
4
Una lectura crítica (no crística) de la poética del sacrificio en Zurita puede encontrarse en Villalobos-
Ruminott (2013). “El sacrificio del poeta-Cristo sublima la violencia ejercida sobre el pueblo de Chile,
en nombre de una tierra prometida que ha sido anunciada y santificada por la sangre del cordero”
(216).
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los Cristos), sino una forma de singularización del ser a través del
dolor y del martirio pensando lo crístico en el presente, alejado de la
lógica mítica de la repetición y del ciclo: la muerte colectiva en Chile
no reitera la historia en un ámbito diferente del originario, sino que
es la historia de Cristo que sigue teniendo lugar.
La deglución de la carne humana por los elementos de la
naturaleza es puesta en primer plano con las operaciones de
construcción de sintagmas metafóricos en la que el léxico de la
digestión es recurrente: mar carnívoro, tumba carnívora. Así,
todo el territorio de Chile es visto como un desmesurado monstruo
bíblico, como uno de los monstruos, el marino, que desvelan a Job,
el justo. Es una suerte de Leviatán, de enorme pez alargado que
devora las carnadas de sal de sus difuntos. Es, en este sentido, la
construcción de una naturaleza atravesada por el mal, la construcción
de una naturaleza triste como diría Benjamin, una naturaleza dolida
por la carencia de lenguaje, signada por esa caída y por la
devastación: una tristeza expresada en sintagmas signados por la
tensión semántica (hacia el mar ardiendo, el océano santo de
Chile arde). Se trata, en fin, de un mundo habitado por la catástrofe
en el que la naturaleza irredenta o se hunde en el mutismo o, en todo
caso, estalla en un sonido inhumano: Todas las piedras gritan;
Mireya/ se tapa los oídos para no oír el chillido/ del desierto.
La resurrección vuelve a poner el rostro en su lugar. Regenera
así el rasgo físico que hace de alguien, efectivamente, un otro. Si toda
la poética del descenso se construye en torno a la centralidad del
tacto, del acto de tocar, de palpar, el cadáver amado (te palpo, te
toco, y las yemas de mis dedos, / habituadas a seguir siempre las
tuyas, sienten en/ la oscuridad que descendemos, p. 83), el
reflorecimiento de los cuerpos implica un canto a la plenitud vital de
los sentidos, desde la vista al oído, desde lo táctil al olfato.
El momento de plenitud que construye Zurita en el cierre de
Inri es una suerte de mundo liberado, de mundo reconciliado, en
donde los elementos más fuertemente ligados con la lucha final y con
la glorificación soberana de Cristo han sido suprimidos. La
resurrección, como ha insistido recientemente Jean-Luc Nancy en su
lectura de la aparición de Jesús resucitado ante María Magdalena
narrada en el evangelio de Juan (Jn, 20: 17), no es o no proviene de
sí, del sujeto propio, sino del otro. El otro es el que se levanta y el
que resucita en mí muerto (Nancy, 2006: 33).
Más que un canto de gloria, la resurrección es en Zurita un
enorme canto de amor, entendido como una fuerza que plantea,
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como afirma Taubes, que el sujeto no tiene el centro en sí mismo:
que estoy necesitado. Somos comunidad, afirma el filósofo
apocalíptico, en el cuerpo de Cristo, dado que somos seres que
necesitan. El amor es, como en la reflexión paulina contenida en la
epístola a los Romanos, aquello que pervive luego de la catástrofe, la
fuerza vital de lo humano, el triunfo definitivo sobre la muerte.
Leído en serie con los textos de Vallejo y de Cardenal, el poemario
de Zurita rescribe en términos de un pathos sufriente puramente
humano las tensiones entre lo crístico y lo mítico a favor del
primero: a favor de ese Cristo entendido como lugar de
condensación del sufrimiento y de triunfo sobre la muerte y, por
ello, como lugar de la singularización del ser. Así, la naturaleza
redimida y los cuerpos resurrectos con los que concluye Inri
constituyen un largo canto a la dimensión plenamente humana: un
acto de amor hecho carne, de reconstrucción de un rostro posible de
lo humano después de la catástrofe: “Tú no morirás./ Y no
moriremos nuevamente (Zurita, 2003: 148).
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