Bentivegna, “Poesía encarnada” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 8 / Julio 2020/ pp. 38-60 57 ISSN 2422-5932
“los Cristos”), sino una forma de singularización del ser a través del
dolor y del martirio pensando lo crístico en el presente, alejado de la
lógica mítica de la repetición y del ciclo: la muerte colectiva en Chile
no reitera la historia en un ámbito diferente del originario, sino que
es la historia de Cristo que sigue teniendo lugar.
La deglución de la carne humana por los elementos de la
naturaleza es puesta en primer plano con las operaciones de
construcción de sintagmas metafóricos en la que el léxico de la
digestión es recurrente: “mar carnívoro”, “tumba carnívora”. Así,
todo el territorio de Chile es visto como un desmesurado monstruo
bíblico, como uno de los monstruos, el marino, que desvelan a Job,
el justo. Es una suerte de Leviatán, de enorme pez alargado que
devora las “carnadas de sal” de sus difuntos. Es, en este sentido, la
construcción de una naturaleza atravesada por el mal, la construcción
de una naturaleza triste –como diría Benjamin, una naturaleza dolida
por la carencia de lenguaje–, signada por esa caída y por la
devastación: una tristeza expresada en sintagmas signados por la
tensión semántica (“hacia el mar ardiendo”, “el océano santo de
Chile arde”). Se trata, en fin, de un mundo habitado por la catástrofe
en el que la naturaleza irredenta o se hunde en el mutismo o, en todo
caso, estalla en un sonido inhumano: “Todas las piedras gritan”;
“Mireya/ se tapa los oídos para no oír el chillido/ del desierto”.
La resurrección vuelve a poner el rostro en su lugar. Regenera
así el rasgo físico que hace de alguien, efectivamente, un otro. Si toda
la poética del descenso se construye en torno a la centralidad del
tacto, del acto de tocar, de palpar, el cadáver amado (“te palpo, te
toco, y las yemas de mis dedos, / habituadas a seguir siempre las
tuyas, sienten en/ la oscuridad que descendemos”, p. 83), el
reflorecimiento de los cuerpos implica un canto a la plenitud vital de
los sentidos, desde la vista al oído, desde lo táctil al olfato.
El momento de plenitud que construye Zurita en el cierre de
Inri es una suerte de mundo liberado, de mundo reconciliado, en
donde los elementos más fuertemente ligados con la lucha final y con
la glorificación soberana de Cristo han sido suprimidos. La
resurrección, como ha insistido recientemente Jean-Luc Nancy en su
lectura de la aparición de Jesús resucitado ante María Magdalena
narrada en el evangelio de Juan (Jn, 20: 17), “no es o no proviene de
sí, del sujeto propio, sino del otro. El otro es el que se levanta y el
que resucita en mí muerto” (Nancy, 2006: 33).
Más que un canto de gloria, la resurrección es en Zurita un
enorme canto de amor, entendido como una fuerza que plantea,