Crespi, El espacio filológico Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 9 / Diciembre 2020 / pp. 298-314 298 ISSN 2422-5932
EL ESPACIO FILOLÓGICO. HÉCTOR
CIOCCHINI Y EL INSTITUTO DE
HUMANIDADES DE LA UNSUR
THE PHILOLOGICAL SPOT. HÉCTOR CIOCCHINI AND THE UNSURS
HUMANITIES INSTITUTE
Maximiliano Crespi
Universidad Nacional de La Plata - CONICET
Doctor en Letras, Docente Universitario e Investigador Adjunto en el Centro de Teoría y Crítica Literaria
(CTCL), perteneciente al Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS), UNLP-
CONICET / ANPCyT, con especialización en Historia Intelectual
Argentina y Latinoamericana.
Contacto: maxicrespi@gmail.com
ORCID: 0000-0003-2155-0573
Filologías latinoamericanas
DOSSIER
Crespi, El espacio filológico Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 9 / Diciembre 2020 / pp. 298-314 299 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 16/10/20 Fecha de aceptación: 10/11/20
Filología
Instituciones
Intelectuales
Educación
Warburg Institute
El presente artículo describe, sistematiza, analiza y expone el aporte disciplinario de Héctor Ciocchini
y el Instituto de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur. El análisis de las características
estructurales dispuestas para el funcionamiento del Instituto y el examen de la Memoria Académica de
las actividades desarrolladas permiten ver un paralelismo con el diagrama funcional del Warburg
Institute, donde la filología asume un caracter integrador del conjunto de saberes articulados en el
estudio humanístico.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Philology
Institutions
Intellectuals
Education
Warburg Institute
This paper describes, systematizes, analyzes and exposes the disciplinary contribution of Héctor
Ciocchini and the Institute of Humanities of the National University of the South. The analysis of
the structural characteristics arranged for the functioning of the Institute and the examination of the
Academic Memory of the activities carried out allow us to see a parallel with the functional diagram
of the Warburg Institute, where philology assumes an integrating character of the set of knowledge
articulated in the study humanistic.
KEYWORDS
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Número 9 / Diciembre 2020 / pp. 298-314 300 ISSN 2422-5932
1.
Identificar fragmentos, editar textos y escribir comentarios históricos
son las tres prácticas fundamentales de la filología. La
materialización de ese conjunto articulado de actividades requiere no
sólo contar con la competencia disciplinaria necesaria sino también,
como sostiene Hans Ulrich Gumbrecht, contar con una formación
que permita tener una extrema conciencia de las diferencias entre
distintos periodos históricos y distintas culturas esto es, disponer
de la capacidad de pensar históricamente (2007: 15). La activación
de estas habilidades exige a su vez, y de modo inevitable, la intención
de hacer un uso preciso de los textos y las culturas del pasado en el
marco de un espacio institucional. Los estudios filológicos no se
realizan, en consecuencia, sin metas pedagógicas ni sin una aunque
más no sea rudimentaria conciencia histórica de sus efectos en el
presente.
Si no hay otro principio para el estudio que no sea el de la
constante redefinición del objeto, la reelaboración de métodos y
técnicas de abordaje de esa forma resistente y sin orillas que es el
texto literario, es por demás previsible que el alcance del propio
estudio resulte siempre provisional y sus fronteras siempre
permeables. A comienzos de la década del sesenta, el filólogo
argentino Héctor Ciocchini, para quien la estilística es una teoría de
las formas (de las diversas maneras de estar situado ante el
espectáculo del mundo), se plantea por primera vez las
posibilidades e imposibilidades de llevar adelante la enseñanza lábil
de eso a lo que Rémy de Gourmont había definido como una
especialización de la sensibilidad. Pensado en ese sentido
específico, el estudio estilístico anticipa ya en esas formulaciones la
necesidad de atender a lo que años más tarde la filosofía de la mente
describiría como la ciencia de los qualia y de las cualidades sensibles
de las experiencias mentales. Si el arte se experimenta de manera
sensible y esa experimentación es formativa de la propia sensibilidad,
la estilística es, para el joven Ciocchini, lo que la antigua retórica es
para Barthes: una formación estética ligada a la teoría de los qualia,
una teoría del lenguaje y sus funciones afectivas que se compone
sobre una especialización en el plano de la sensibilidad. O mejor aún:
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un conjunto de relaciones entre elementos lingüísticos y
paralingüísticos que trazan el protocolo sensible de una experiencia
de transformación material, corporal, orgánica e intelectual. Su
puesta en práctica puede llegar a constituir, en efecto, el sustrato de
un trabajo de ascesis que compromete al afecto (sus empatías,
simpatías y antipatías) en la elaboración de un saber estético de los
sentidos.
Centrada en la experiencia sensible del texto literario (aunque
nunca por completo reductible a ella), la pregunta por las
posibilidades de semejante estudio lleva rápidamente al filólogo a la
conclusión de que la profundidad de la lectura está pautada por la
exigencia de su propia escritura. Quien escribe lee de otra manera,
anota Ciocchini (1960a: 29), mientras realiza una traducción
clandestina de Le Degré zéro de lecriture que, taquigrafiada y luego
mimeografiada en esténcil, circulará luego entre los estudiantes de la
Universidad del Sur mucho tiempo antes de que se publique la de
Nicolás Rosa en la mítica Jorge Álvarez (1967). Son los años en que,
en Temas de crítica y estilo, lee a Paul Valéry, a René Char, a Wellek y
Warren, a Louis Lavelle y a Max Picard, pero sobre todo discute a
Karl Vossler, a Leo Spitzer, a Erich Auerbach y a Ernst Robert
Curtius, los no filólogos que a la postre habilitarían una renovación
de la filología. Pero sobre todo en los que toma una posición firme
en el orden de la enseñanza: asume que la sensibilidad estilística debe
educarse en una sinceridad y una apertura conceptual merced a
las cuales el docente y el estudiante deben plantear puntos de vista
libres de cualquier intimidación y cualquier arrogancia, como si
fueran a plegarse ellos mismos en formas de la escritura. En esa
perspectiva, al empeñar la mano que escribe en la tarea de la
lectura, los roles se desprenden de la jerarquía estipulada para
conquistar su propia legitimidad y su propia soberanía formal en una
relación desprendida de todo autoritarismo. La tarea del profesor
deja de ser ya la de la represión de las faltas a la norma para
transformarse una especie de tracción para el propio desarrollo
sensible del estudiante: desapareciendo en tanto espacio de
autorización del saber el docente se convierte en escucha o, para
decirlo con Ciocchini, en el ámbito donde el joven puede apreciar
finalmente las resistencias y observaciones, las dudas e
incertidumbres en que oscila y se constituye su sentido crítico
(1960a: 29). En efecto, poder criticar sin herir la sensibi lidad es el
secreto de la primera etapa del aprendizaje, donde el objetivo no es
el de establecer un conjunto específico de saberes, sino el de dar
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lugar a la manifestación sensible de su inquietud. Pero lo
fundamental y renovador de este procedimiento experimental no es
que el que estudia deje de oír la voz del docente, sino que sea capaz
de reconocer allí la emergencia de un ámbito de silencio interior,
donde pueda reconocer las mínimas variaciones de sus
preferencias, donde las correcciones se realizan insensiblemente
hasta llegar a ser casi autocorrecciones (1960a: 30).
En el modelo de estudio propuesto por Ciocchini, el profesor
debe evitar toda clase de las llamadas tradicionalmente brillantes
o sólo debe procurar hacerlas de modo tal que no le impidan lograr
un estado particular del estudiante. Su trabajo no es ya el de
marcar un recorrido estipulado sobre el texto, sino el de transitar
también él, como por primera vez, el camino a la experiencia de su
encuentro. Acercarse a las obras, al fragmento elegido, y titubear,
pesar, dar una experiencia viva de la manifestación de los distintos
planos en la lectura, escribe (1960a: 30). El estudio de la literatura
que entraña la estilística (entendida como especialización de la
sensibilidad) se supone dispuesta así en cuatro movimientos
fundamentales. La primera etapa consiste en circundar el texto de un
ámbito de silencio interior. La segunda exige suprimir la prisa y la
inquietud: hay que oír el lenguaje de la obra. La tercera instancia
consiste en erradicar de la propia recepción el grillado del prejuicio
naturalizado en el orden de la Cultura. Finalmente, la cuarta etapa
consiste en oír la obra en sí, pero en oírla sin esquilmar de esa
escucha la riqueza de la impresión personal: sólo se puede construir
desde ese núcleo (1960a: 29).
Alcanzar ese silencio interior no es fácil. Supone una paciente
y compleja tarea de ascesis, un despojamiento en virtud de la cual se
podrá alcanzar la disposición receptiva que permita fraternizar con
el texto. Exige del lector, dice el filólogo, una verdadera
preparación espiritual para comprender el milagro de la palabra y su
función iluminante (1960a: 30). Si toda palabra supone una cierta
elaboración y propone un interrogante, en la experimentación plena
del texto literario donde el saber se hace simple confesión de
ignorancia, la palabra toca un vértice de silencio (Ciocchini
1958: 12). Ese silencio no será pues un obstáculo, sino una suerte de
precondición sica para la experiencia genuina de un fenómeno
sensible cuya función talismánica sigue mostrándose todavía
enigmática. Desde allí será posible plantear una suerte de epoché, una
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suspensión de los prejuicios, un espacio para lo neutro que resulta
condición necesaria para la experiencia estética.
1
Mientras la página en blanco condensa la imagen del silencio
interior, la página escrita se afirma como un ruidoso universo en
miniatura, una pequeñez [que] puede abarcarlo todo. Esa
definición implica consecuencias: una no menor es que, por esa
misma condición, no pueda ser encarada como a cualquier otro
registro comunicacional, como si se tratara de una mera
significación, porque las obras auténticamente modernas son las
que, como la de Mallarmé, pretenden alcanzar el arabesco délfico ,
cuyo dibujo visivo, independiente de su significación, nos ensimisme
y nos revele (1960b: 19). Ese jeroglífico desbordante y desbordado
no se presenta en el texto por ningún pase de magia o milagro
secreto; al contrario, resulta de una combinatoria de elementos y
materiales existentes en el lenguaje compartido de los cuales el
escritor dispone para articular esa nueva constelación compuesta de
azar e infalibilidad: la imagen de un pensamiento poético.
La caligrafía tendrá en efecto la capacidad de fusionar la
pintura, el signo y la significación en la materialización de una forma
significante sobre la seda púrpura Li-Po traza su caligrafía en
rasgos de pincel agudos o apoyados, como pasos de fénix o garras
de dragón, escribe el joven filólogo referenciando a Bruno
Belpaire.
2
Pero la sintaxis estructural será la que conseguirá
finalmente mostrar que, sobre la uniformidad emisional
1
En este punto, Ciocchini ronda ya lo que, a mediados de la década del setenta, Barthes
describirá como la instancia sensible que funciona base fundamental para experimentar
el placer del texto: “el placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a
seguir sus propias ideas —pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo” (Barthes,
2003: 29). Pero sobre todo se encuentra próximo a la apuesta benjaminiana, iluminada
por Susan Buck-Morss en “Estica y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la
obra de arte”, donde la noción de estética aparece en efecto ligada a una forma de
conocimiento que activa y pone en movimiento todo el sensorium corporal del viviente.
Buck-Morss explica allí hasta qué punto la concurrencia de la sobreestimulación y letargo
es característica de la nueva organización sinestésica como anestésica: es decir, la
inversión dialéctica por la cual la estética pasa de ser un modo cognitivo de estar ‘en
contacto’ con la realidad a ser una manera de bloquear la realidad, destruye el poder del
organismo humano de responder políticamente, incluso cuando está en juego la
autopreservación” (2014: 190).
2
Como Barthes luego de la experiencia japonesa, Ciocchini tiene muy en claro que la
letra, el grafo y el dibujo tienen el mismo origen (las paredes de las cavernas donde el
trazo en la piedra transformó el mundo convirtiéndose en glifos) y por eso el dibujante
trabaja fascinado por la letra del mismo modo en que el calígrafo lo hace “enamorado de
la imagen del signo”.
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representada por la línea horizontal, habitan y conviven diversos
planos de pensamiento, de entonación, de afectividad y, entre
ellos, nexos particulares que sólo pueden expresarse mediante una
distribución espacial en la página (1960b: 21). El estudio de esa
sintaxis (su coherencia y su funcionalidad) se hará centro de la
investigación filológica. Y permitirá captar el ritmo interior del
pensamiento, jerarquizar el régimen de los nexos, las coordinaciones
y subordinaciones, y, por ende, descubrir y construir sentido en una
forma de articulación espacial: el espacio de la página, equivalente
analógico del espacio mental, reproduce también las alternancias, las
detenciones, el ritmo íntimo del pensamiento (1960b: 23).
El jeroglífico, esa luminosa estructura interior que emerge a la
superficie y se define por sí misma, funciona como un llamador,
como una suerte de objeto a que hace emerger nuevas aristas en el
régimen de producción de significaciones sociales confiscadas en el
lazo. Pero esa emergencia no se produce en la enseñanza sino en el
estudio. El trabajo del estudio no consiste simplemente en estabilizar
una significación sino en indicar la diferencia, el resto no
identificado (o todavía no identificado) en la reducción del sentido.
Más que un trabajo de concentración del saber es un proceso de
deconstrucción de sus formas naturalizadas en el consenso. El
estudio es la praxis que, en vez de cerrar el espacio de consistencia
del saber, lo abre trabajando en el umbral de una insistencia. Por esa
razón, es ante todo una colocación, una perspectiva y una
disposición ética ante aquellos casos que, constituyendo instancias
tan excepcionales como inesperadas, obligan a ampliar y reformular
las matrices de análisis cualitativo. El que estudia sabe sobre todo
una cosa: nadie sabe lo que puede un caso. La verdad del estudio no
es una forma sino una fuerza que emerge en los bordes, en los
descuidos de ciertos poemas, donde la combinatoria deriva dela
estructura serpenteante de su sintaxis, su valor jeroglífico, de signo
plástico y geometría radiante (1960b: 44); pero también en la orilla,
en el voceo de un diariero que anuncia una edición vespertina, en
unas palabras perdidas dichas en voz alta y en toda huella de
lenguaje que la interpretación obsesiva y las asociaciones afectivas
sean capaces de cargar de sentido a una forma que presume un
valor talismánico (1960b: 69). Esa verdad siempre desplazada del
Saber es lo que en otra parte se ha definido como el objeto total del
estudio (Crespi, 2018).
La transformación desencadenada por esa especialización de la
sensibilidad descripta por Ciocchini debe además realizarse en una
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escena de integración de saberes. Para que obras y géneros literarios,
letras egipcias, estampas, emblemas, sellos, talismanes imágenes y
objetos suntuarios puedan ser incorporados al estudio por esa
estilística abierta (cuyo omnívoro sistema conceptual debe
necesariamente articular saberes y procedimientos de la filología
clásica, la iconografía, la semiótica, de la sociología, de la etnografía,
de la antropología, la mitología, la religión, la astrología, la teoría del
arte las artes visuales o la música) es preciso inscribirla en un espacio
pluridimensional. Con esa única certeza Ciocchini acepta encabezar
la creación del Instituto de Humanidades de la Universidad Nacional
del Sur el 24 de febrero de 1956, según consta en la resolución N° 34
del Rector-Interventor de dicha casa de estudios, Vicente Fatone. Se
trataba en efecto, por expreso pedido de Ciocchini, de una Unidad
de Investigación (paralela a la Unidad Docente), con
presupuestos y estatuto regulatorio independiente (establecido
conforme al modelo del Warburg Institute que el propio Ciocchini
había conocido de cerca en sus estadías como becario y como
profesor invitado). La resolución firmada por Fatone designaba
como Director Interino al Profesor D. Héctor Ciocchini y exponía
explícitamente el carácter abierto e integrador del Instituto
destinado especialmente a la investigación sistemática de todo lo
que atañe a la realidad histórica, antropológica, etnográfica,
lingüística y folklórica y en general de cuanto concierne a las
humanidades (Resolución N° 34, 24-11-1956).
A comienzos de 1958, Ciocchini fue ratificado en su cargo de
director del Instituto por concurso público y por la mismaa se
delegó el cargo de subdirector en manos de otro intelectual
específico, el profesor Jaime Rest (Crespi, 2012). Para ese entonces,
el Instituto no sólo estaba ya en pleno funcionamiento, sino que
además empezaba a ser reconocido por investigadores e instituciones
afines de orden nacional e internacional. En el documento que oficia
como Memoria Académica (y abarca el periodo que se extiende
entre marzo de 1956 y abril de 1969), se consigna puntualmente la
organización, los objetivos, el funcionamiento y las actividades
efectivas del Instituto. La caracterización inicial del mismo afirma
que el Instituto de Humanidades aspira a ser un centro de síntesis, que
agrupe en su seno las distintas ramas de las humanidades herederas
de la tradición clásica que se amplía y desarrolla en el humanismo
científico y que advierta los puntos de analogía y convergencia
(1969a: 4). Aclara también que el espacio tiene como objetivo central
contribuir a la formación humanista en un saber que advierta las
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relaciones existentes entre las diversas disciplinas, de tal modo que
logre esa compleja cosmovisión que exige la comprensión del mundo
contemporáneo. Y finalmente confiesa que, en cierta medida,
pretende reproducir en nuestro país una actitud semejante a la de
instituciones tales como el Centre International de Synthèse (París),
el Warburg Institute (Londres) o el Comitte on Social Thought de la
Universidad de Chicago (1969a: 4-5).
En el marco de un paradigma de síntesis como el elaborado por
Henri Berr a comienzos del siglo XX, Ciocchini da en el Instituto
primacía a la integración humanística por sobre la distinción y la
autonomización disciplinaria implícita en el paradigma de la ciencia
moderna. El documento fundacional del Instituto, redactado por su
propio director, es más que claro con relación a este punto. Cito
textualmente el documento:
La mayoría de los Institutos de Investigación son centros de
especialización, es decir, establecimientos en que se tiende a una
parcelación cada vez más aguda de los campos del saber. Son, en
definitiva, instituciones de análisis. El análisis es el primer camino de
la investigación, no el único. Porque, tanto desde el punto de vista
del investigador como de la realidad por investigar, es imprescindible
superar la tiranía de las limitaciones que la especialidad impone.
Tanto la mirada estrecha y parcial del especialista como el objeto
descarnado y recortado de su contexto cultural corrompen la
verdadera esencia de la cultura: la totalidad. No se puede
comprender un aspecto parcial de un período cultural determinado
ignorando la totalidad en que ese aspecto se integra (1969a: 5).
Tratando de establecer un espacio de síntesis científica, el Instituto
de Humanidades (que exhibía notable semejanza con el
implementado y dirigido por el filólogo comparatista Alexandre
Cioranescu en la Universidad de Tours) desarrolló en efecto sus
actividades específicas pensando siempre en una constelación
temporal, compuesta de imágenes y datos semánticos, donde esas
investigaciones serían integradas en una síntesis. Desde esa sólida
convicción, el Instituto estableció un fluido y estimulante
intercambio intelectual con las instituciones afines que coordinaba el
Centre International de Synthèse, pero sobre todo con los
fundamentos ideológicos sobre los que aquellos habían sido
diseñados.
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Tanto desde el punto de vista del investigador como desde la
totalidad del objeto es imprescindible rebasar los límites de la
especialidad en una visión armoniosa de síntesis. Ahora bien, como
no es posible, a la altura de nuestro tiempo, cultivar la síntesis como
si fuera una especialidad más, hace falta aglutinar especialistas que,
sin dejar de serlo, estén dispuestos a integrarse en una institución
que dé sentido a su labor y supere sus inevitables limitaciones
(1969a: 5).
Se trataba, en efecto, de crear un organismo activo desde donde se
irradie, como a partir de un centro dinámico, una actividad
integradora (1969a: 6). La irradiación se presume como una onda
expansiva desplegada a partir de un núcleo de trabajo académico. El
eje unificador se sostenía en la convicción de que la verdad de los
procesos, los sujetos, las obras y los acontecimientos culturales era
siempre histórica. Por esa razón, incluso la propia investigación
historiográfica debía quedar prendada a ese axioma fundamental: los
estudios desarrollados en el Instituto asumían en efecto la fusión de
horizontes como una experiencia de encuentro y la investigación
humanística se articulaba en torno a unatensión esencial entre
tradición e innovación en consonancia con lo planteado entre otros
por Thomas Kuhn en esos mismos años (1959).
No se orientaba pues a reunir caprichosa y arbitrariamente un
conglomerado de singularidades o eminencias científicas (para dar un
efecto de prestigio y legitimidad); sino a crear un haz orgánicamente
articulado de perspectivas donde la dinámica del estudio se
desplegara en torno a ese objeto total cuya descripción sólo podría
formularse historizando las fuerzas activas (hegemónicas, residuales
o emergentes) en su composición. Y, pese a que, en la resolución
firmada por Fatone la creación del Instituto, aparecía fundamentada
en que entre los objetivos generales de las Universidades argentinas
estaba el referido a la investigación del acervo cultural de la
Nación y en el específico de la Universidad Nacional del Sur, la
investigación del pasado y el presente cultural del sur argentino, la
posición expresa en el documento no era sin embargo restrictiva a
disciplinas ni acotada a parcelaciones geográficas o cronológicas:
El Instituto no está compuesto por un mosaico de investigadores. Su
misión no es acumular caprichosamente investigadores de diversas
disciplinas. Aun dentro de la misma especialidad, la historia cultural
va mostrando la continuidad de ciertas neas de fuerza y al mismo
tiempo desdeñando una parcelación por épocas o nacionalidades
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que, a medida que avanzan las investigaciones, se revela
profundamente artificial (1969a: 5).
Para el armado de ese equipo de trabajo de integración sintética el
Instituto de Humanidades contó en efecto con la participación activa
de investigadores locales con perfiles científicos e ideológicos
diversos (como Hernán Zucchi, Manuel Lamana, Osvaldo J. Ruda,
Ana María Barrenechea, Antonio Camarero Benito, Alfredo Llanos,
Rosa Chacel, Félix Weinberg, Jaime Rest, Manuel Lamana, Rodolfo
Casamiquela, Mario Presas, Jorge Bogliano, Juan Carlos Ghiano,
Beatriz Fontanella, Virginia Erhart, Ricardo Maliandi y Carlos
Ronchi March, Nicolás Sánchez Albornoz, Víctor Massuh o Antonio
Austral)
3
y también invitados extranjeros como Alexandre
Cioranescu, Lanza del Vasto, Romain Gainard. Pero todos ellos
contribuyeron a conformar un organismo de estudio integrado, que
permitió a Ciocchini reafirmar el funcionamiento de ese modelo de
investigación compleja, tanto en la formulación de proyectos como
en la coordinación y dirección de investigaciones conjuntas. Las
virtudes de ese espacio institucional eran reconocidas
internacionalmente por las autoridades de los Centros de
Investigación afines en París, Londres y Estados Unidos. Acaso po r
eso consiguió el respaldo económico e institucional del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET),
donde el propio Ciocchini llegaría a oficiar como Investigador
Principal. E incluso fue rápida y positivamente valorado por sus
resultados en el campo universitario nacional, tal y como se percibe
en la mención que Juan Adolfo Vázquez hace al respecto en su
Antología filosófica argentina del siglo XX, publicada por EUDEBA en
1965, donde aparece descripto como un Instituto de Humanidades
único en su género en Argentina y ejemplar por su concepción
integradora del trabajo filosófico con el de las disciplinas
antropológicas y humanísticas. Como se aseguraba en el acta
fundacional, el Instituto era un Centro Síntesis cuyos focos de
estudio se definían regularmente en un campo de relaciones abierto
3
Este cuerpo colegiado estaba constituido en efecto por investigadores independientes de
formación diversa; pero exhibía ciertas afinidades de base dentro de un paradigma de
continuidad, especialmente vía Lucien Febvre y Marc Bloch, con lo que había sido la
Escuela de los Annales (reunida en torno a la publicación Annales d’histoire economique et
sociale). Algunos de ellos, más informalmente y por vía de Marcel Mauss, George Bataille y
Roger Caillois, compartían además un campo de lecturas comunes en torno a la
producción del Colegio de Sociología Sagrada (Hollier, 1982).
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entre las literaturas comparadas, la filología, la estilística, la filosofía
de la historia, la historia social de la cultura y la historia de las ideas
(1969a: 5).
La interrelación y actividad de síntesis se realizaba siempre entre
grupos de investigación, los cuales desarrollaban sus estudios
particulares y actividades formativas en un régimen de taller. El
taller es el Instituto, subraya Ciocchini en el informe de Memoria:
la investigación y la formación de los investigadores son una misma
y sola actividad que no podría desenvolverse de modo eficiente sino
con una organización que permita establecer los criterios teóricos y
metodológicos del estudio. El organigrama delineado gráficamente
por Ciocchini para explicar el funcionamiento y la interrelación de
fuerzas en el estudio resulta esclarecedor:
(Modelo de Interrelaciones Disciplinarias, Facsímil, 1969a: 10).
Más que como espacio de inscripción y legitimación institucional, el
Instituto funcionaba en efecto como una suerte de laboratorio
abierto y dinámico que permitía a los investigadores definir
coordenadas de estudio, articular metodologías y establecer vías de
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interrelación. Con él, como se afirma en el inciso 7, se establecía una
matriz de análisis interdisciplinario designada como Historia de las
Ideas y definida como un espacio de investigación que, a la manera
de los topoi de Curtius, permitía que las diversas ramas de la
investigación humanista pudieran dialogar y corresponderse
(Ciocchini 1969b: 134). Su objetivo central era pues el de generar
una matriz de interpretación abierta, capaz de enfrentar la diversidad
de complejos cuerpos significantes y la complementariedad de los
procesos de elaboración de los sentidos culturales, sin sublimar
incluso aquellos momentos en que la lectura pone en evidencia las
limitaciones de las perspectivas disciplinaria específicas.
En ese espacio de trabajo, cuya biblioteca especializada en
pocos años con diferentes estrategias de actividad y
financiamiento había llegado a reunir más de 16.000 volúmenes,
Ciocchini desarrolla muchos de sus estudios y dicta numerosos
cursos centrados en sus temas de interés particular. Allí dictó en
efecto, semestralmente, Fuentes para el estudio del Renacimiento
(1958-1961), Barlaam y Josafat: sobre la relación entre literatura y
folklore (1962),De Baudelaire a Char (1963),Continuidad de
modelos retóricos en el mundo antiguo y la edad media europea
(1966) Medievalismo en tres autores contemporáneos (1967) y El
país de la Cucaña (1968). Y allí preparó también el proyecto de
investigación Papel de las élites en el fenómeno pan-europeo, que
desarrolló en París y Londres (en 1964 y 1965 respectivamente),
subsidiado también por el Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas.
Pero el punto axial y determinante de actividad de Ciocchini en
el Instituto era el seminario sobre Metodología de la Investigación.
Se trataba de un curso estable y anual, en el cual Ciocchini trabajaba
pacientemente en la delicada tarea de iniciar en la carrera de
investigación a los jóvenes egresados del Departamento de
Humanidades en general. La concurrencia de los cursos era siempr e
heterogénea y siempre irregular. Ciocchini recibía mayormente
egresados de las carreras de Historia, Letras y Filosofía aunque
también admitiría eventualmente egresados de las carreras de
Economía, Trabajo Social y Sociología, con diversas orientaciones
en cada una de ellas. Los cursos apuntaban a introducir a los recién
graduados en una idea integrada de las especialidades, donde las
perspectivas de estudio se retroalimentaran y complementaran
produciendo eventualmente enfoques más complejos sobre los
objetos y los procesos de la cultura. Debía ser, para cada uno, una
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exploración de lo todavía no sabido, lo todavía por saberse del
potencial complementario de la investigación humanística. Esa
exploración, aclara Ciocchini en la fundamentación del curso, no
puede ser nunca unidireccional; sin que, al contrario, debe más bien
ser colectiva, productiva, experimental. Transforma el régimen de la
enseñanza y el sentido de la especialización disciplinaria. Si los
saberes profundizan la especificidad es justamente para confluir
luego, de manera más efectiva y perfeccionada, en la síntesis que
se afirma en el estudio.
En la fundamentación del seminario, Ciocchini insiste en
subrayar que su objetivo coincide con el del propio Instituto:
estimular la imaginación crítica, desarrollar un pensamiento
dinámico y creativo que, desde la óptica de una historia de la
cultura basado en la teoría de la Gestalt, sea capaz de producir un
nuevo tipo de enfrentamiento con los textos de la tradición para
hacer emerger de allí los sentidos perdidos en el tiempo. En el fondo
de esa particular propedéutica anida sin duda la creencia en un saber
humanista integrador, en el que la comprensión de los textos se
encuentraesencialmente implicada en una sintaxis universal que
remite a las fuerzas que dan forma a las configuraciones culturales.
En esta perspectiva, las distintas ramas de las humanidades
modernas se asumen herederas de la tradición clásica que se amplía
y actualiza a su vez con ellas. Las fuerzas que determinan la s
configuraciones culturales donde los textos y los objetos cobran
auténtico sentido migran en las inflexiones de la voz, en los gestos,
los usos y las costumbres, tanto como lo hace en sus mecanismos
más primitivos, más violentos y resistentes. En razón de ello,
Ciocchini apunta a que el estudio humanístico trabaje
cuidadosamente en la restitución de los sentidos culturales sobre
contextos definidos por asociación afectiva y por asociación
semántica. Como esos dos planos de contextualización son
fundamentales en la comprensión del sentido aun estando en efecto
desencadenados por el texto pero sin relación directa con él,
actúan como fuerzas residuales o emergentes y en cierta medida
complementarias a la apropiación desde un estricto orden de
especificidad nunca autonómico.
Los estudios humanísticos producidos en el Instituto ligan la
paciente y gradual especialización de la sensibilidad con un sólido
dispositivo de complemento en la síntesis. Plantean un régimen de
interpretación que se afirma en un punto de equilibrio entre los dos
absolutos de la lectura que declinan en la creencia o en la tautología.
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Permiten, para decirlo con Ciocchini, leer más allá de lo legible en
las marcas del texto como se lee un sueño, la borra del café o la
línea de una mano o, dicho de otra manera, leer lo que se consigna
en la literalidad de lo escrito (1969a: 7).
Abriendo el espacio de la lectura, el estudio humanístico amplía
el volumen de visibilidad que irradian en los objetos. Se obliga a leer
todavía más, lo todavía no leído, lo resistente en ellos. Rompe la
relación convencionalizada de la lectura clásica y los transforma en
un nudo de relaciones implícitas (1960a: 27). En este sentido, la
práctica de la lectura desarrollada en el estudio humanístico es
también modificadora de los saberes adquiridos en las propias
perspectivas disciplinarias. Las completa, las complementa y, en
cierta medida, redefine sus perspectivas de abordaje. Pero sobre todo
frustra la identificación empobrecedora de un objeto homogéneo y
finito autonomizado por y para cada disciplina humanística y
propone el reconocimiento efectivo de un objeto total, de múltiples
dimensiones, cuyo estudio se produce a través de las humanidades
porque excede el registro y la asignación por competencias. La
articulación sintética del estudio humanístico en el espacio filológico
retira la mirada estrecha y parcial del especialista que hace foco en
el objeto descarnado y recortado de su contexto cultural (1969a:
2). Constituye, paradójicamente, respecto de las configuraciones
culturales, una aproximación no totalizadora, pero con un claro
horizonte de integración productiva.
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