
Ennis, “Filología para los americanos” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 9 / Diciembre 2020 / pp. 6-37 16 ISSN 2422-5932
El utilitarismo, se ha observado, se americaniza en el plan de la
Biblioteca (Ramírez Delgado, 2012: 119-120), que se propone
desarrollar un instrumental para pensar el continente desde las
coordenadas que la experiencia en suelo británico le podía proveer. Y
si la mirada de Bello, nuevamente, sobre Bentham, se inviste de ese
afán ordenador, porque esto sucede a través de la “puesta en limpio”
de su material escrito, puede pensarse también que la herramienta de
ese afán es un ejercicio estrictamente filológico. Dicho de otro
modo, que el modo de acceder al conocimiento filosófico se da en
Bello a través de su examen filológico.
3. Es Henríquez Ureña, nuevamente, quien en Utopía de América
(publicado por primera vez en La Plata en 1925) trazó esa curiosa
parábola acerca de los destinos contrapuestos de Bello y Cuervo en
relación a la filología y la gramática, en la que si este había sido
(pensando en sus trabajos iniciales sobre el latín para los jesuitas,
junto a Miguel Antonio Caro, o en el espíritu disciplinador de las
primeras ediciones de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano)
“un gramático que se convirtió en filólogo”, sobre todo a partir de su
traslado a París, aquel “fue esencialmente un filólogo, pero se vio
obligado a escribir extensamente de gramática” (Henríquez Ureña,
1989: 276-277). Así como el traslado a París promueve, en la visión
de Henríquez Ureña, el desplazamiento de Cuervo hacia la filología,
es evidente que, en el caso de Bello, son las casi dos décadas de su
vida en Londres lo que le permite dedicarse a ese ejercicio. En
sentido estricto, no puede considerarse que Bello, al salir de Caracas,
fuera un filólogo. Era, sí, un miembro destacado de la ciudad letrada,
talentoso versificador
y aventajado conocedor y traductor de
La poesía temprana de Bello será dada a conocer, en su mayoría, póstumamente, hallada “entre los
papeles de Juan Vicente González, que poseía Antonio Leocadio Guzmán” (Grases, 1985: 165), y será
publicada en la edición de su obra poética al cuidado de Miguel Antonio Caro, celoso arconte del valor
de su legado americano para la causa de su conservadurismo católico e hispanista, que sin embargo no
dejará de deplorar su fondo y forma (v. Ennis, 2018: 240-241): “Las revoluciones suelen sorprendernos
desapercibidos, solazándonos en pueriles entretenimientos, y en su torbellino de fuego envuelven y
arrastran hombres y cosas, llevándolos muy lejos de donde tenían su asiento [...] N[o] se comprende
cómo aquel que en anteriores ensayos se ostentó alumno aventajado de la escuela itálicoespañola del
siglo XVI, no sin alguna afición, si bien dentro de términos prudentes, a los aliños y conceptuosa frase
de los escritores del siglo XVII, aparece de pronto envuelto en el pesado y trivial prosaísmo del XVIII,
escribiendo versos dignos de cualquiera de los Iriartes” (Caro, 1920: 116). Caro se refiere aquí a la hasta
entonces inédita “Oda a la vacuna”, que, según narra Amunátegui, habría sido leída “con marcada
aprobación de los concurrentes, en uno de los convites que don Manuel de Guevara Vasconcelos daba
todos los domingos.” Sin embargo, recupera también la observación de Arístides Rojas al respecto:
“respondiendo Bello a cartas de su familia, en las cuales se le decía que su maestro el obispo Talavera