Ariel Schettini. Memoria de la China Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 4 / diciembre 2017 / pp. 4-18 ISSN 2422-5932
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MEMORIA DE LA CHINA
Ariel Schettini
crítica
cuerpo
iluminismo
imperialismo
Este ensayo indaga en la memoria personal de una amistad con
Ludmer para deslindar no sólo el tipo de lectura que su modo de
hacer crítica puso en práctica sino también sus esfuerzos para re-
pensar los estudios literarios y la producción literaria en general.
Por un lado, Ludmer sostuvo una concepción de la crítica como
interiorización del leguaje, es decir, como una práctica en la que el
lenguaje se vuelve un material físico, corporal y político. Al mismo
tiempo, en su aproximación la crítica se presenta como sospecha de
lo que la teoría tiene de iluminista y de imperialista. Estas estrategias
diseñan el pasaje, en su proyecto de escritura, de la figura de la crí-
tica a la de la “agitadora cultural”.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
critic
body
Enlightenment
imperialism
This essay explores personal memories of a friendship with Ludmer
in order to define not only the type of reading that was put into
practice by her way of writing critic but also her efforts to rethink
literary studies and literature in general. On one hand, Ludmer sup-
ported a notion of literary criticism that considers this practice as
an internalization of language, this is, a practice in which language
becomes a physical, corporal and political material. At the same
time, from her perspective, literary criticism is presented as a suspi-
cion of the illuminist and imperialist aspects that theory has. These
strategies design the transformation inside her writing project from
being a critic to a ‘cultural agitator’.
ABSTRACT
KEYWORDS
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A otros, ya lo sé, les queda ahora la tarea de encuadrar y poner
en su lugar histórico la obra de Josefina Ludmer. Ese trabajo,
que yo intuí para mí desde que leí su primer libro, es imposible
que sea mío. Quedé demasiado cerca de su vida y de su muerte
como para ser yo quien pueda hablar del lugar que ocupará para
siempre su palabra.
Fui su alumno aun cuando no me quiso, aun en el mo-
mento en que me dijo que mi examen era vergonzoso, carente
de argumentación y de sentido crítico. Después de aquel primer
momento tormentoso de nuestra relación, nos reencontramos
en Estados Unidos y allí hicimos una especie de barricada o de
alianza en la que nos reíamos de los trabajos críticos sobre la
literatura latinoamericana en Estados Unidos y nos reíamos
también de la docilidad con la que los latinoamericanos acepta-
ban las agendas políticas y culturales impuestas por las Univer-
sidades de allí a las Universidades de acá. Una docilidad que
para Josefina tenía la misma forma, averiguación y protocolo de
la policía pidiendo documentos a los ciudadanos en América
Latina. Una averiguación de antecedentes frente a la que los
intelectuales latinoamericanos se escandalizan cuando la lleva a
cabo una fuerza policial o militar vernácula, pero que acatan
cuando la hace una fuerza civil en Estados Unidos. No era una
situación de igualdad. Ella dictaminaba sobre obras y personas
que conocía y yo me hacía el cómplice, un poco para sentirme
vanidosamente a su altura y un poco para ocultar mi ignorancia
de un campo que ella dominaba. Era el gobierno de Clinton,
cuando las universidades entendieron que esos intelectuales que
formaban iban a actuar como policías y no ya como críticos de
la lengua, en nombre de un bien pensar que daba legitimidad
a sus espacios de poder. La China, encaramada en el pináculo
del poder, miraba ese modo específico de linguisticturn pragmá-
tico que habían tomado los estudios humanísticos e ironizaba
con desprecio sobre ellos. Le interesaba mucho más, como
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siempre hizo en sus artículos feministas, el sacrificio del cuerpo,
que graba la lengua; no su cortesía mundana (cfr. Ludmer, 1985,
1988, en cuyo final se reivindica lo femenino en las luchas
populares de América Latina, y 1999, cuyo cap. V lleva por tí-
tulo Mujeres que matan). Le interesaba la lengua que daña y
la que mata, no la que perdona o se usa como sustitución o
ideología.
Edgardo Cozarinky solía refrendar y parodiar el estilo
académico de Josefina en Estados Unidos, en el que salía con
un grupo de personas a comer luego de alguna conferencia o
devolución de favores y cuando se planteaba que la mesa sería
angloparlante, Josefina que, aunque sabía perfectamente hablar
en inglés se negaba a hacerlo en mesas de latinoamericanistas,
se quedaba en silencio, traficando el castellano en algún rincón
de la mesa, hasta que, a veces, decía alguna de sus ocurrencias
apodícticas en voz alta frente a la que toda la mesa quedaba
atónita y cuchicheando, estupefacta por su autoridad. Esa frase
podría ser su relato de cuando el Director de Yale, frente a la
queja de ella como Chairperson de la misma Universidad por el
Doctorado Honoris causa que le daban a Vargas Llosa y sa-
biendo que esos trámites circulan por un área que no era preci-
samente la de su competencia, le ofreció que organizara a sus
alumnos e hicieran pancartas contra la ceremonia. O
comentarios sobre la ridiculez plebeya de la carta de
recomendación como testimonio básico del vasallaje
académico cortesano, etc.
Como sea. Sé que la proximidad a su obra por la que tuve
cierto fervor ahora nubla, justamente, mi capacidad crítica, por-
que tiendo, como todos los amigos, a magnificar su logro y mi-
nimizar o directamente a enceguecer frente a sus errores; por-
que la soledad en la que una amiga deja a otro cuando muere es
tan sonora que no hay palabra dirigida a ella que no tenga, al
mismo tiempo, un componente de melancolía. Y cuando esa
melancolía termine, no voy a querer hablar más de ella, porque
si no hay dolor en la palabra, me va a parecer que hay indife-
rencia y traición, o traición en la indiferencia; y entonces, no
voy a poder pronunciarla… (cfr. Barthes, 2009).
Como sea. Sé que evaluar su obra, tarea para la que me
preparé desde que fui su alumno, me resulta imposible. Sola-
mente voy a nombrar dos o tres momentos de nuestra vida,
porque hay otros, que ya forman parte del secreto y de la
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muerte. Hay esos momentos que tiene la amistad, que lo honran
tanto a un amigo, que uno sabe que no los va a poder pronun-
ciar jamás. Es el secreto de la amistad que uno usa como con-
traseña para encontrarse con esa amiga después de la muerte.
Ese secreto, que es la parte de uno que muere con la muerte de
la amiga, de este lado de la vida, se llama pudor amicitia. Y como
esa parte de mí ya está del otro lado, del lado de la muerte, y sé
que tiene un lenguaje, un modo de comunicarse, etc., también
es la parte del lenguaje que hace posible que miremos la muerte
con cierta dulzura. Como Aristóteles o Barthes, la ausencia de
la amiga nos abre una puerta, en esta vida. Eso que se va a decir
de nosotros cuando no estemos y entonces nos revive, nos li-
bera (Cfr. Barthes, 1975; Derrida, 1998; Agamben, 2005).
En uno de sus primeros prólogos (Ludmer, 1984), la China
decía que no hay como ver lo que no se dice de un texto para
avizorar lo que se dirá de ese texto en el futuro. Así, y del
mismo modo, no hay como imaginar a mis amigos muertos para
entender que la muerte es un lenguaje de ultratumba, una fiesta,
una orgía y un don para las generaciones futuras. Sólo voy a
nombrar dos momentos que me permiten pensar que en algún
tiempo remoto pueden también ser una clave para pensar no
sólo el tipo de lectura que Josefina Ludmer puso en práctica de
manera personal (el iris del ojo con el que leía) sino también
una puerta abierta para repensar los estudios literarios y la pro-
ducción literaria en general.
El sueño
Hace unos años en una reunión con otros amigos nos avisó que
había sido diagnosticada con un cáncer con metástasis. Un poco
incrédulos y un poco atónitos mostramos cierto interés y nos
contó que había decidido ir a consultar a un médico porque un
sueño le comunicó la enfermedad.En ese momento, Josefina
nos exponía su teoría de la crítica y el lenguaje: para ella la crí-
tica era un ejercicio de tipo espiritual en el que el lenguaje era
un material completamente interior o, mejor dicho, completa-
mente interiorizado,sico, corporal y político. En sus textos
aparece esa idea de la crítica como material rumiado, regurgi-
tado, vomitado; el lenguaje solamente es lenguaje cuando atra-
viesa completamente el cuerpo, cuando se constituye en una
energía física, material, que descarta la conciencia, la política, la
sexualidad, la identidad, justamente en la medida en que es con-
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dición sine qua non de esas prácticas. En ese sentido la con-
ciencia, la política, la sexualidad, la identidad, no serían sino
epifenómenos de esa energía, o estructura superficial de esa
energía que existe y que constituye formaciones en el proceso
de individuación de lo subjetivo (cfr. Elias, 1991). Es decir, se
hace crítica cuando aparece como mensaje del cuerpo frente
al cuerpo; la confrontación crítica podríamos llamar a ese
mensaje en el que se prueban diversas densidades de una misma
sustancia: el lenguaje. Poco importa, entonces, si ese cuerpo es
dos cuerpos, varios cuerpos o el cuerpo hablándose como otro,
es decir como síntoma, como militancia o como diagnóstico.
Porque aún en la más íntima de las prácticas se trata de una ac-
ción que supone comunidad, mundo. Su ejercicio, entonces, es
un ejercicio espiritual, quiere decir, completamente orgánico, en
el que el lector permite serinundado por ese lenguaje del
otro hasta perder completamente la noción de sí. No es un es-
pejo, sino una introyección narcótica, que puede ser pensada
aún como una droga, como un estupefaciente, porque el len-
guaje una vez que es parte del cuerpo se constituye en energía
que es devuelta como representaciones a veces, como reglas
de acción a veces, como fantasía de mundos posibles a veces,
como nuevas posibilidades de exploración de sí, etc. La posibi-
lidad de explorar mundos posibles era, para Josefina, una de las
luchas democráticas privilegiadas; de allí lo que ella leía como el
predominio de la literatura sobre todas las artes narrativas o no
narrativas. En ese sentido sólo habría literatura para Josefina si
el lector puede experimentar una inmersión en el material y en
la técnica igual o mayor que la que propone el escritor. Mo-
mento de fundición total y de disolución de la relación de lec-
tura idéntico al momento de inmersión del sujeto en la forma
estética de la Teoría Estética de Teodor W. Adorno (2013).
Fue la segunda persona en escribir un artículo académico
sobre Manuel Puig (Ludmer, 1971), donde, justamente, relevaba
su novedad: el escritor argentino que no fetichizaba la literatura
como el material de su obra, al mismo tiempo que ponía en es-
cena formas diversas de la escritura. Fue también una de las
primeras en escribir todo un libro sobre Gabriel García Már-
quez. La novedad en literatura le parecía fundamental, la nove-
dad que supone la novela, es decir, ese tiempo perfectamente
equilibrado entre el periodismo (que supone la urgencia) y la
historia (que en el momento en que nombra su objeto lo con-
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dena al pasado). La novedad de la novela era un tipo de pre-
sente, un tiempo que era el tiempo en el que ella quería vivir y
en el que vivía, un tiempo entre el impacto físico del tiempo en
el cuerpo y el análisis filosófico de ese impacto. De allí que en
el único momento en el que trabajó sobre el género poesía (que
ella llamaba poesía llena de dudas y negaciones sobre la pala-
bra, o que no concebía como comparable con la poesía, sino
con la novela) justamente le interesaba su valor de discurso
rimado en tiempo presente. Eso fue lo que la empujó al género
gauchesco, no su valor de monumento nacional, sino la capaci-
dad pocas veces vista de la literatura en América Latina de in-
tervenir sobre el presente de modo efectivo. Allí donde los
historiadores leyeron el modo en que la política iba domesti-
cando el discurso literario y sus escritores, Josefina llamó la
atención sobre un momento inaudito de la literatura en el que
su lectura sanciona modos de ser, de actuar y de construir lo
político a partir de sí misma, del personaje del cantor que se
alimenta de la gauchesca y es su personaje, al mismo tiempo. Es
decir, no quería hacer una historia de la literatura ni le intere-
saba la historia de la literatura. Pensaba la literatura y la crítica
como el choque de dos presentes, que se reunían en un lugar
anterior al mundo que cosifica, fetichiza y mercantiliza el len-
guaje. El choque de dos sueños que se ven solamente como
cosa cristalizada en el síntoma: el endurecimiento o la cristaliza-
ción de sí.
La crítica
Su vínculo con la teoría era de sospecha constante. Por un lado,
sobre todo en aquello que la teoría tenía de iluminista y de im-
perialista. Y sobre todo en el uso (categoría que yo mismo uso
acá por segunda vez); la categoría de uso que había tomado de
Wittgenstein (1998) era una de sus favoritas para reemplazar
función (estructuralismo), trabajo de (psicoanálisis),
ideología (Bajtín) o episteme (Foucault). Y a fortiori en el
uso en América Latina de bibliografías pensadas en otra len-
gua, en otra tradición y en otro uso de la literatura. O la apli-
cación de teorías, que aborrecía.
La mirada piadosa de la teoría en general, pero sobre todo
a partir de Derrida, sobre las producciones del tercer mundo di-
rigida básicamente a sostener, perpetuar y controlar su lugar
subalterno, para lo cual se desarrollaba una gran cantidad de
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discurso de contención, poniendo al tercer mundo en el lugar
de proveedor de testimonio del horror, puro abastecimiento de
espanto, para que quede entonces, por un efecto puramente po-
sicional toda producción tercermundista en el lugar de la irre-
flexividad. Último momento del modelo antropocéntrico euro-
peo que solamente fue relevado por los Estados Unidos como
proveedor de capital y que deja, entonces, para América Latina
el lugar puramente confesional y práctico de armar el testimo-
nio del horror que es digerido y trasladado como caso en la
teoría general.
Y por el otro su mirada sospechosa sobre el modo contra-
dictorio con el que la teoría se acercaba a lo oculto, lo oscuro,
los saberes no consagrados por la academia. A Josefina le in-
teresaba la brujería urbana de Buenos Aires (con la que se iden-
tificaba como parte de la inmigración interna del campo a la
ciudad de Buenos Aires), como la de los Maraboutsde París, di-
gamos, del mismo modo, con la misma intensidad, y tanto más
le interesaban las contradicciones de los saberes ocultos (que
era además uno de los lugares donde depositaba su orgullo de
provinciana y de siempre desplazada). Establecía, a partir de
ahí, de sus contactos con los brujos, una cadena de asociaciones
del lugar desde dónde ella leía, entre su semi judaísmo y los ri-
tuales de la cábala, formar parte de esa tradición de gauchos
judíos de la zona rural agropecuaria argentina, la literatura
gauchesca, y la mujer en este caso china que ceba mate al pa-
troncito mientras le lee (le entiende y le explica) esa cultura que
ese otro (cree que) domina.
Sólo exigía de los brujos, brujas y psicoanalistas que con-
sultaba la verdad. Los ponía en un mismo plano de igualdad
junto a ella misma, en tanto eran los personajes de la sociedad
que dominan una dialéctica de la oscuridad y la iluminación re-
flexiva, y en la que el intercambio de dinero era un momento
fundamental. A veces nos contaba, junto a las experiencias con
brujos del mundo, las otras experiencias que había tenido a
principios de la década del setenta con el mítico psicoanalista
Alberto Fontana, que era desde los años cincuenta un impulsor
en Argentina de las sesiones grupales prolongadas (de más de
seis horas) con LSD (cfr. Fontana, 1965; Vezzetti, 1996). De
esas experiencias físicas cuyos poderes de terapeútica científica
Josefina descreía, ella extraía, sin embargo, el punto de partida
de las investigaciones que terminarían en sus libros, que siem-
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pre partían de una reflexión alucinada de su deseo. Josefina te-
nía un criterio y un sistema (una técnica) para el uso de ma-
rihuana, que la acompañó hasta el final de su vida y que le per-
mitía buscar mediante la marihuana (la única droga, si cabe la
palabra, que le parecía aceptable, justamente por su valor de
legado latinoamericano, antiesclavista, liberador, ritual).
Cuando nos contaba a los amigos qué leía y cómo lo leía, se
ocupaba muy minuciosamente de identificar algo que por más
que le busco una palabra mejor voy a llamar la escena de lec-
tura, pero no con la intención de poner en escena su lógica al
modo en el que lo hace, por ejemplo, Eco en Lector in fabula
(1993), sino para mostrarnos el teatro de la sociedad que nos
ofrece la literatura. Entre sus últimas preocupaciones que re-
cuerdo estaba su lectura de lo que ella llamaba el corpus de las
chicas, una literatura que, de acuerdo con nuestros debates,
había comenzado en los sesenta con Pizarnik, que continuaba
con Diana Bellessi y Tamara Kamenzain, iba por María Moreno,
que se expandía en Gabriela Bejerman, Fernanda Laguna, Ceci-
lia Pavón en 2000 y otras que no me acuerdo. Iba a buscar en
esas chicas algo que tenía que ver, más allá del género, con la
crónica de sí (que es diferente a la autobiografía, porque supone
un sujeto plural, etc.) del mismo modo en que supone un sujeto
plural su texto Tretas del débil. En ese texto Josefina pone en
escena la escena de la lectura y nos explica eso que sería el
rasgo más definido que tenemos sus alumnos: no explica al
texto, no lo despoja de la magia, ni nos dice que la ironía que
contiene recoloca los lugares sociales. En la Carta Atenagórica
hay un discurso dirigido a la posición social, que es el que lee-
mos, y otro dirigido a la persona que se corre de la posición so-
cial que ocupa o detenta (que hace que el texto tenga capas
geológicas de lenguaje muy diferentes) y que vuelve al texto
completamente paródico, es decir un texto que usa la retórica
de la ironía para invertir las posiciones que fija el Estado, y el
Estado, como no sabe leer ironía, puede tragarse el sapo de la
obediencia. Pero Josefina no dice esto que yo acabo de vulgari-
zar de modo injusto y trivializar para la pedagogía populista. Jo-
sefina, se monta sobre el texto, no lo explica, no lo comenta, no
lo enseña; lo lleva a la práctica. Explora sus lugares de aplica-
ción seriamente. Lo retuerce como el cuerpo del lector al que
está destinado se retuerce hasta quedar sin palabras. Josefina
invita a los lectores a ser el remitente y el destinatario de esa
carta (no a actuar y a explicarlo usando la coartada fácil del
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tiempo pasado, que lo presentifica y lo condena a ser manual de
historia).
La crisis como sistema y método
Estados Unidos la aburría y lo solía adjudicar al estado de bie-
nestar en el que via. Aburrimiento era sinónimo de burguesía.
Estados Unidos, su fuente de bienestar económico, era terri-
blemente aburrido para ella, y solía hablar cuando estaba allá
melancólicamente de lo mucho que la excitaban lo que ella lla-
maba el estado de normalidad en América Latina: las crisis.
Las crisis (de donde deriva la palabra crítica”) latinoamerica-
nas, que eran el modo normal de ser de los países latinoameri-
canos, la ponían en alerta y le daban una cuota de adrenalina
que necesitaba. Via las crisis y le interesaba el encadenamiento
regional de esas crisis que generaban caos y una serie de emo-
ciones que ella consideraba las emociones políticas: el entu-
siasmo, la ira, la sensación de lo colectivo, de un cuerpo que no
se termina y que se va extendiendo, mediante la emoción, al
cuerpo del otro. Las crisis, pensadas en términos personales,
eran experimentadas con mucha intensidad cuando publicaba
un libro y observaba a los que creían que la crítica era decir
no o Ludmer se equivoca o aplica este concepto de ma-
nera incorrecta, etc., resabios del tipo de crítico que cree que
nombrar a su objeto es decirle no, juzgarlo, decir lo que está
bien y lo que está mal, como si algo así fuera posible en el estu-
dio de la literatura, como si con Nietzsche (1977), Benjamin
(1971), Derrida (1980, 1984), no hubiera sido suficiente.
En su último libro, convocó a un grupo de amigos a los
que invitaba a dialogar sobre un tema que (durante esos años
2000) le preocupaba; luego del diálogo nos pedía un texto que
mostrara de alguna manera esa reunión o esas reuniones y luego
nos volvíamos a reunir para discutir lo escrito. En mi caso se
trató de los destinos de la categoría proletariado en Argen-
tina. Hablamos del servicio doméstico en las casas de clases
medias, del proletariado empleado por los sindicatos, de los
punteros políticos, de los dealers de droga a domicilio, de Lam-
borghini, del trato clasista de los latinoamericanos en general y
de los libros en los que creíamos que el proletariado estaba
mejor representado en América Latina. Ella habló de las muje-
res proletarias en Carriego, Arlt y Macedonio Fernández, dicen
mis notas. Y yo, de los animales domésticos
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Rechazaba de manera vehemente todo lo que hacía de la
literatura una duplicación más o menos pedestre o poética del
sistema de producción, que identificaba con el populismo, antes
y después de Laclau, aun cuando fue él quien la propuso para su
único doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad de
Buenos Aires. Por el contrario, estaba siempre a la búsqueda,
podríamos decir, vanguardista, de lo imposible en la literatura;
es decir de ese lugar en el que la literatura se vuelve un puro re-
chazo del sistema de producción y se convierte, entonces, en
delirio, sinrazón, operación de destrucción; y, desde esa zona, la
cultura se vola entonces un lugar plástico, autónomo, invero-
símil, crítico, mágico. Pura otredad.
Nos enseñó, a veces de manera risueña, cuando comentaba
los libros de crítica de otros, y a veces de manera vehemente,
que la crítica y la lectura de textos literarios sólo es instrumento
político si es un desafío sobre la forma (cfr. Adorno, 2003). Es-
cribir crítica no es ni dar opiniones, ni hacer comentarios, ni
engrosar listas bibliográficas con ideas sueltas para disciplinar
alumnos en la ideología del presente. Sólo cuando la crítica se
impone como reflexión sobre su forma es, no ya una imposi-
ción autoritaria de ideas, sino una herida que se abre en el inte-
rior de la literatura y, finalmente, de la cultura. Sólo cuando el
trabajo crítico aparece como una reflexión sobre la forma deja
de ser coacción y empieza a ser duda, pregunta, etcétera.
1
Por
eso sus libros son desde el inicio todo un género y una reflexión
sobre el género (cfr. Benjamin, 1991) el tratado, el manual, la
especulación, el ensayo; cada uno de sus libros plantea una
duda acerca del tono sospechosamente asertivo de la crítica y la
posibilidad de negar su supremacía para convertirse en un in-
terlocutor. Del mismo modo, en la vida renegaba de quienes se
llamaban discípulos y los convertía en amigos, o los condenaba
al lugar siempre subterráneo del alumno y sus gestos serviles:
1
Nótese que los trabajos críticos de sus alumnos (por nombrar a un grupo de quienes siguieron su
pensamiento y su acción) toman siempre distancia con respecto a la estructura “obligatoria” de la crítica
literaria académica. Cf. Kohan, Martín. El país de la guerra (2014); Link, Daniel. Suturas, (2016); Panesi,
Jorge. Críticas (1998); Garramuño, Florencia. Frutos estranhos: Sobre a inespecificidade na estética contemporânea
(2014); Domínguez, Nora. Fábulas del género (1998), Rodríguez Pérsico, Adriana. Relatos de época. Una
cartografía de América Latina (1880-1920) (2008); Pauls, Alan. El factor Borges (2006); Kamenszain, Tamara.
La boca del testimonio. Lo que dice la poesía (2006); Moreno, María. A tontas y a locas (2001). Seguramente hay
muchos otros, pero en todos estos libros aparece una marca indeleble que es una reflexión sobre el
lugar crítico desde donde se enuncia y desde donde se planta la voz como material dudoso, frágil, peli-
groso, que sin dudas tiene la marca indeleble de Josefina sobre sus palabras.
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obediencia, sumisión, cita, etc. Problemas que en alguna medida
habían quedado como parte de su contacto con Osvaldo Lam-
borghini y sus experimentaciones en todos los campos de la li-
teratura, la ficción, la crítica, el guion, el cómic. Pero sobre
todo con el impacto que la idea de una militancia desde la es-
critura de Lamborghini tuvo sobre su propia escritura. Esto la
llevó a una reflexión más allá de la forma en el ensayo y que la
hizo pensar todo discurso como, por empezar e intrínseca-
mente, estratégico (cfr. De Certeau, 1990). Hubiera dicho polí-
tico, si no fuera porque lo que a menudo se llama político, en la
producción literaria y humanística en general, era una parte del
universo de lo estratégico que le preocupaba a la China y que se
puede ver en la última parte sociolingüística de su especula-
ción sobre el principio de siglo en América Latina, o en el
modo en el que sus últimos trabajos estaban dirigidos a un tipo
de estrategia que expulsaba la crítica (esa kantiana, iluminista,
jerarquizante que practicamos) para buscar un nuevo tipo de
intelectual con el que soñaba de manera utópica y al que había
llamado, después de las literaturas post autónomas (Ludmer,
2011), el agitador cultural. La post autonomía, por cierto, le pa-
recía un tipo de reflexión sobre la autonomía, que incluía la
autonomía (en su borde exterior, digamos) y que estaba aún ad-
herida al pasado, a aquel que había sido consagrado por las
vanguardias y las formas diversas de la heterodoxia marxista del
siglo XX. El fin del concepto de perversión en el psicoanáli-
sis (que consideraba un concepto clave y al mismo tiempo gas-
tado, desde su origen en Kfraft-Ebbing y su evolución en
Freud, Lacan, etc.), internet y las nuevas formas de la comuni-
cación, para Josefina generaban un tipo de transparencia en el
lenguaje que ponía en jaque los estudios literarios como centro
del saber imaginativo de las sociedades y nos permitía avizo-
rar otro tipo de fantasías, políticas, estrategias, etc.
Terminó su carrera haciendo una especie de panfleto con-
tra la crítica (que al final de su vida unió a la idea de cáncer) en
una especie de gesto de renuncia y abandono final. El cáncer,
tal era su teoría, y la relación entre cáncer y quimioterapia, exi-
gen un sacrificio y un don: el don que ella le dejó era la crítica
de la que se quería deshacer mediante un diario teórico de su
enfermedad. Quería que la crítica que había en ella mutara en
una agitadora cultural. Es decir, alguien que pudiera tomar los
elementos de la crítica para volverlos estado de reflexión polí-
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tica. Entre sus sueños o delirios estaba que alguna vez armára-
mos grupos de reflexión en la puerta de los Cinermark o cines
Village o Hoyts (el núcleo duro de la cultura de masas axiomá-
tico, casi incontestable y monológico) para pensar las progra-
maciones de esos cines. O de generar redes de sentido urbano
que conectaran programas de televisión con obras de teatro y
novelas para probar nuevos recorridos culturales. Una especie
de cut-up estilo Burroughs, junto a la imagen dialéctica de Ben-
jamin (1986). Creo, qué sé yo.
Ariel Schettini
Universidad de Buenos Aires
Universidad Nacional de Tres de Febrero
Contacto:arielschettini@gmail.com
Recibido: 9/9/2017
Aceptado: 1/11/2017
Bibliografía:
ADORNO, THEODOR W. Teoría Estética. Buenos Aires, Las cuarenta,
2013.
----------------------------. El ensayo como forma, incluido enNotas so-
bre la literatura. Madrid, Akal, 2003.
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2005.
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-------------------------. Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje
de los hombres, incluido en AngelusNovus. Buenos Aires, Sur,
1971.
-------------------------. Origen del drama barroco alemán. Madrid, Taurus,
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