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/ pp 16-29/ Año 12 Nº23 / DICIEMBRE 2025 – JUNIO 2026 / ISSN 2408-4573 / DOSSIER TEMÁTICO
protección de derechos humanos (DDHH) y también a sistemas regionales que con ese fin procuran corroborar a través
de diferentes mecanismos las políticas sectoriales de los Estados para garantizar el ejercicio de dichos derechos.
Entre estos últimos se encuentra el
sistema interamericano de derechos humanos
que contempla el derecho a la
educación en el artículo 26 de la Convención Americana sobre DDHH (firmada en 1969, vigente desde 1978) como parte
de los derechos económicos, sociales y culturales en el marco del mandato de gradualidad, progresividad y no
reversibilidad en la actuación de los Estados. El contenido de este derecho es desarrollado además en el Protocolo
adicional a la Convención Americana sobre DDHH para asegurar los Derechos Económicos Sociales y Culturales
(Protocolo de San Salvador). En el artículo 13 de ese protocolo se establece que la educación debe orientarse hacia el
pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y a fortalecer el respeto por los derechos
humanos, el pluralismo ideológico y las libertades fundamentales (Delas y Manelli, 2023).
A partir de una lectura del plexo normativo internacional es posible clasificar las obligaciones a cargo de los Estados
nacionales en materia educativa, en función del contenido de este derecho, del siguiente modo (Ruiz, 2020):
1) Obligación de respetar. Esta obligación implica que el Estado se abstenga de injerir en el goce del derecho social.
2) Obligación de proteger. Esta obligación exige a los Estados adoptar leyes u otras medidas que resulten necesarias
para evitar o prevenir que los particulares (u otros sujetos diferentes al Estado) produzcan perjuicios en el ejercicio de
este derecho.
3) Obligaciones de cumplir, realizar, y garantizar. Esta obligación conlleva la necesidad de que los Estados adopten una
política nacional con un plan detallado para el disfrute de este derecho.
Como puede desprenderse, las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos pueden traducirse en un
catálogo de contenidos básicos. La obligatoriedad escolar, extendida a los estudios previos y posteriores al nivel
primario, redefine el piso de las obligaciones de los Estados nacionales para con el derecho a la educación. Las reformas
escolares latinoamericanas apuntaron a reconocer las condiciones materiales de vigencia del derecho a la educación
en sus territorios, y culminaron incluso con la adopción de nuevas cláusulas constitucionales en esta materia. Estas
últimas reconocieron la legitimidad del reclamo por una concepción de la educación como derecho social y por una
mayor interpelación hacia el Estado a efectos de que éste tenga un rol más activo como garante de los contenidos
presentes en dicho derecho (Gargarella y Courtis, 2009). En este esquema, la extensión de la obligatoriedad escolar se
presenta como un instrumento para combatir las desigualdades fácticas (de redistribución y simbólicas) de la sociedad,
que afectan a grupos vulnerables: niños/niñas, pueblos originarios, personas con discapacidades (Ruiz, 2020).
Con este encuadre sobre la expansión de la obligatoriedad, resulta necesario analizar si lo que se expandió respeta ese
universalismo basado en la dignidad humana, base de los DDHH. Es aquí donde comenzó a ganar terreno la evaluación.
No necesariamente inspirada en el enfoque de derechos humanos, pero sí adoptada por los Estados como política
educativa clave en el desarrollo contemporáneo de los sistemas escolares. La evaluación es un proceso de recolección
sistemática de información para emitir un juicio de valor y tomar decisiones. Es más, la evaluación como política pública,
en función de las circunstancias en que transcurra, puede ser comparativa o no comparativa (Alkin, 1990).
Vale destacar que fue hacia 1957 cuando comenzó a asociarse la evaluación con la toma de decisiones y se evidenció
el cada vez mayor por la rendición de cuentas. La evaluación empezó a ser utilizada con intenciones de mejora. En ese
momento a partir del trabajo de Cronbach (quien introdujo cuestionarios, entrevistas y observaciones como técnicas de
evaluación) se incluyó el término
juicio
para valorar el mérito de los programas (Stufflebeam y Shinkfield, 1987).
Comenzó a predominar la evaluación criterial, y se definieron los enfoques de evaluación formativa y sumativa (Scriven,
1967). La primera supone una evaluación concebida como parte de un proceso de cambio que aporta información que
contribuye a cambiar eso que se evalúa, que está en proceso de desarrollo. La segunda, en cambio, implica centrar los
esfuerzos en medir los efectos de eso que se evalúa (Stake, 2006).
De todos modos, cabe recordar que la evaluación es un recurso indispensable para el mejoramiento de los procesos de
los cuales es subsidiaria: la enseñanza y el aprendizaje, sobre todo este último, base del trabajo docente y de la
educación en su conjunto. En estas tareas el papel del docente es clave ya que debe tener información coherente y
fiable acerca de la naturaleza de la enseñanza como actividad, de sus finalidades, del aprendizaje y de las características
de sus estudiantes y de los conocimientos que debe enseñarles (Anijovich, 2010).