Lida, “Movilidad social, ‘barbarismos’…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 97-117 97 ISSN 2422-5932
MOVILIDAD SOCIAL, BARBARISMOS
IDIOMÁTICOS Y PRENSA POPULAR. ORTIGA
ANCKERMANN EN BUENOS AIRES (1920-1940)
SOCIAL MOBILITY AND
LINGUISTIC BARBARISMS IN POPULAR PRESS (1920S AND 1930S). ORTIGA
ANCKERMANN IN BUENOS AIRES
Miranda Lida
Universidad de San Andrés CONICET
Doctora en Historia, es investigadora independiente del Conicet y forma parte del Departamento de
Humanidades de la Universidad de San Andrés. Entre sus libros se cuentan: Años dorados de la cultura argentina.
Los hermanos María Rosa y Raimundo Lida y el Instituto de Filología antes del peronismo (México, 2016 y Buenos
Aires, 2014); Historia del catolicismo en la Argentina. Entre el siglo XIX y el XX (2015) y Monseñor Miguel De
Andrea. Obispo y hombre de mundo (2013).
Contacto: mlida@udesa.edu.ar
ORCID: 0000-0001-6788-8356
DOSSIER
La lengua americana:
literatura, subjetividad, instituciones
en la cultura latinoamericana
Lida, “Movilidad social, ‘barbarismos’…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 97-117 98 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 20/06/21 Fecha de aceptación: 09/09/21
Idioma
Democracia
Magazines
Buenos Aires
Ortiga Anckermann
Leopoldo Lugones
En la década de 1920, en Buenos Aires, la cuestión de la “corrección” idiomática se volvió un tema
recurrente en diferentes espacios públicos. La popularidad del tango, de la radio, de la prensa de masas
y los libros populares, mostró que la lengua podía ser objeto en los medios de comunicación. En especial,
nos interesa llamar la atención de la columna editorial publicada por más de veinte años por el
periodista Francisco Ortiga Anckermann, bajo el seudónimo de "Pescatore di Perle", en las revistas
El Hogar y Atlántida, con una intención pedagógica frente a sus lectores, donde de modo satírico
enseñaba los usos correctos del lenguaje. Encubrió sin embargo una crítica de costumbres en la que su
autor ponía en jaque las consecuencias de la democratización social en la Argentina, recuperando la
idea de Leopoldo Lugones de “cursiparla”.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Language
Democracy
Magazines
Buenos Aires
Ortiga Anckermann
Leopoldo Lugones
In the 1920s, at Buenos Aires city, the issue of idiomatic correction became a recurring theme in
different public spaces. The popularity of tango, radio, the mass media and popular books showed
that language could be the object of public interventions and debates. In particular, we are interested
on drawing attention to the editorial column published for more than twenty years by the journalist
Francisco Ortiga Anckermann, under the pseudonym “Pescatore di Perle”, at the magazines El
Hogar and Atlantida with a pedagogical goal in front of his readers, while in a satirical way he
taught the correct uses of language. He masked, however, a criticism of customs in which his author
put in check the consequences of social democratization in Argentina, recovering the idea of
“cursiparla” by Leopoldo Lugones.
KEYWORDS
Lida, “Movilidad social, ‘barbarismos’…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 97-117 99 ISSN 2422-5932
Introducción y contextualización del problema
Hacia la década de 1920, la cuestión de la corrección idiomática se volvió un
tema recurrente en diferentes espacios públicos. La popularidad del tango, de
la incipiente radio, de la prensa de masas y de los libros populares, junto con
los avances en la escolarización y la alfabetización y, a la par de ello, la
creación en el seno de la Universidad de Buenos Aires de un centro de
investigación especializado, el Instituto de Filología, fundado a instancias de
Ricardo Rojas y del español Ramón Menéndez Pidal, pusieron en escena el
hecho de que la lengua podía ser objeto de intervenciones y debates públicos,
incluso en los medios de comunicación dirigidos al público de masas (Ennis,
2019; Ennis y Toscano, 2019; Ennis, 2020; Ennis, Santomero y Toscano y
García, 2020). Luego de la consagración del Martín Fierro como obra
emblemática de la literatura nacional, en 1913, los debates en torno de la
lengua avanzaron más allá de la gauchesca e incorporaron en su seno el
problema de la legitimidad del habla de los sectores populares urbanos, en
especial, del lunfardo, lo cual hace entrever veladas disputas sociopolíticas en
torno de la lengua (Arnoux, 2016 y 2006), que se extendieron a la definición
de los estándares de corrección en el habla popular urbana de una ciudad
babélica como Buenos Aires, que contaba con un enorme caudal de
población de origen inmigratorio y por tanto plurilingüe. En este contexto la
cuestión de la corrección idiomática se volvió un tema recurrente en la prensa
popular, lo cual puede advertirse en especial a través de la columna de Ortiga
Anckermann, dado que fue la que más se destacó en dicha labor en
publicaciones centrales del período estudiado, en coincidencia a su vez con
la aparición de libros populares que enseñaban en lenguaje llano a evitar lo
que concebían como “barbarismos” y, de manera didáctica, alertaba acerca
de los más frecuentes errores gramaticales o de ortografía, cometidos incluso
por diarios o revistas de mayor circulación, con la finalidad de instruir tanto
al lector, como a los periodistas que cometían tales deslices.
Ahora bien, esta preocupación por la corrección idiomática no
respondió solamente a la expansión de la lingüística y la filología académicas
sino, argüiremos, a las propias demandas de la sociedad que se volvió sensible
a la cuestión del idioma y lo convirtió en una arena de disputa. Como
escribiera con lucidez Jorge Rivera:
En ese universo versátil, aluvional, ya post-inmigratorio, en el que se puede
hablar de una norma típicamente rioplatense, el problema de la “corrección” parece
estrechamente relacionado con los temas de las clases y la movilidad social. Reivindicar la
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adhesión y la obediencia a ciertas normas se transforma a lo largo de los años
veinte en un símbolo de pertenencia social más que gramática. (Rivera, 1992).
En este contexto, los manuales escolares de urbanidad incorporaban páginas
dedicadas a la “corrección” en el habla porque hablar bien era indispensable
para un adecuado comportamiento social y debía ir de la mano de la “buena
presencia”, el decoro, los modales y los valores propios de los sectores
sociales que se identificaban (o aspiraban a ser identificados) como
“decentes” (Adamovsky, 2009). Ello era indicador de hasta qué punto la
cuestión del idioma se entrelazaba con las expectativas de movilidad social
ascendente, puesto que los sectores medios que anhelaban consolidarse
como tales se aferraban a patrones de “buen decir” y procuraban mostrarse
celosos guardianes de las formas idiomáticas “correctas” (el “mal” hablar, de
hecho, sabía a plebeyo y era considerado de mal gusto).
Sin embargo, estos estándares resultaban forzados, incluso con algo de
impostado, puesto que no faltaba quien hiciera un esfuerzo sobreactuado por
hablar “correctamente”. El intelectual mexicano Alfonso Reyes, buen
observador de la sociedad argentina durante su permanencia en Buenos Aires
a fines de los veinte, escribió que “en las escuelas y centros de declamación
del Río de la Plata, les enseñan a las criollitas a pronunciar “cabalio”,
pensando que esto suena más castizo (y creo que no) que el familiar “cabajo”
(con j francesa)” (Venier, 2008: 77). Tan grande era la demanda por el
dominio en la expresión oral que en 1925 se introdujo en los colegios
nacionales la asignatura “Declamación”, con el propósito de mejorar la
expresión oral de los alumnos. Esta novedad no pasó inadvertida en las
páginas de El Hogar, que señaló que no bastaba con una enseñanza escolar
estandarizada para que los jóvenes porteños conocieran las reglas del uso oral
del idioma, dado que dichos cursos derivaban por lo común en una repetición
mecánica de textos, que no eludía una cierta impostación: constituyen
epidemia y son de temer (Gabriel, 1925: 25), sentenciaba. Comenzó a
hablarse de una creciente cursilería en el lenguaje, que en los os veinte se
tradujo en el neologismo cursiparla, creado por el influyente poeta argentino
Leopoldo Lugones para referir a un modo de hablar formalmente correcto,
pero al mismo tiempo artificial, cuestión que estuvo en el centro de los
debates sobre la lengua que se desarrollaron en la cultura de masas de Buenos
Aires en las décadas de 1920 y 1930.
Que la corrección idiomática tenía cultores en los sectores sociales en
ascenso, preocupados por guardar las formas sociales, y no sólo entre
lingüistas o académicos, lo revela bien el hecho de que proliferaran los
“idiomólogos” o “hablistas”, como se llamó popularmente a los periodistas
e intelectuales que se dedicaban a enseñar a hablar a los lectores de la prensa
de masas, con presencia no sólo en las columnas de las revistas populares
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sino también en los manuales que enseñaban las reglas gramaticales, advertían
acerca de los barbarismosy ponían mites a la hora de admitir posibles
neologismos. En este sentido, se destacó la frondosa obra del profesor de
origen catalán Ricardo Monner Sans, que enseñaba Lengua en el Colegio
Nacional de Buenos Aires y era autor de varios textos relacionados con la
corrección en el uso de la lengua, con especial foco en los “barbarismos”
(Lidgett, 2013). Sus títulos alcanzaron múltiples ediciones dirigidas al lector
medio, advirtiéndole de los disparates más corrientes en el habla popular
(Monner Sans, 1947).
1
A tal punto era conocida su preocupación normativa
por el habla del habitante de la ciudad de Buenos Aires que no faltaron sus
críticos; entre ellos se destacó el escritor Roberto Arlt, quien en una de sus
Aguafuertes porteñas se echó a reír abiertamente de la vocación depuradora
de Monner Sans acerca del idioma. Con una metáfora irreverente en la que
comparó la gramática con el boxeo, y rescató los aportes al habla popular
urbana de los cronistas populares, insinuó que se podía aprender mucho más
en materia de idioma de un cronista de turf como Last Reason que de cualquier
“idiomólogo”:
Querido señor Monner Sans: la gramática se parece mucho al boxeo. Yo se
lo explicaré. Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que
hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia
boxeo, tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo
exclaman “¡este hombre saca golpes de todos los ángulos!”. [...] Con los
pueblos y el idioma señor Monner Sans ocurre lo mismo. Los pueblos bestias
se perpetúan en su idioma [...] pero en cambio los pueblos que, como el
nuestro, están en continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos,
palabras que indignan a los profesores [...] A mí me parece lógico que ustedes
protesten. Tienen derecho a ello ya que nadie les lleva el apunte. [...] Last
Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros han influido mucho más sobre
nuestro idioma que todos los macaneos filológicos y gramaticales. [...] Este
fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es enchalecar en
una gramática siempre canónica las ideas siempre cambiantes y nuevas de los
pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un
consocio le dice: te voy a dar un puntazo en la persiana es mucho más
elocuente que si dijera “voy a ubicar mi daga en su esternón”. [...] Señor
Monner Sans, si le hiciéramos caso a la gramática [...] hablaríamos todavía el
idioma de las cavernas. (Arlt, 1958: 153-156)
Además de los periodistas mencionados por Arlt, colaboradores del diario
Crítica, podríamos agregar los nombres de Roberto Gache, Enrique ndez
1
Miembro de la Real Academia Española, Monner Sans abogó por el reconocimiento por parte de la
institución española para términos provenientes de la gauchesca.
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Calzada y Enrique Loncán, cronistas populares en Nosotros y El Hogar. Sus
pinturas costumbristas contenían no sólo una sátira de costumbres, sino
además un espejo en el que retratar el habla de los habitantes de la ciudad.
No podemos olvidar, por otra parte, el desafío abierto por las vanguardias
literarias y estéticas de los años veinte que, como ocurrió en los casos de Xul
Solar y Oliverio Girondo, alentaron la innovación lingüística y coquetearon
con la idea de avanzar hacia una un lenguaje neocriollo (Rivera, 1992: 311-
317). Los defensores de la corrección lingüística y gramatical así, Monner
Sans parecían en franca retirada en la década de 1920 en el marco de una
sociedad en ebullición como Buenos Aires, cuya población excedía el millón
y medio de habitantes y contaba con una importante proporción de
extranjeros producto de las grandes oleadas migratorias que recibió la
Argentina antes de la Primera Guerra Mundial.
Otro de los profesores preocupados por la corrección lingüística fue
Juan Selva, amigo platense del lingüista Arturo Costa Álvarez y autor de una
Guía del buen decir que tuvo varias reediciones en la década de 1920, incluida
una en Madrid. Selva acudió a la autoridad lingüística del primer director y
fundador del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires para
legitimar su obra:
El ilustrado filólogo español Dn. Américo Castro, en las conferencias que dio
el año pasado ante el magisterio de Buenos Aires, tuvo muy buenos acuerdos
para esta obra, y sólo advirtió que era incompleta en cuanto no alcanzaba a reflejar todo
el movimiento del castellano hablado en la Argentina (Selva, 1925).
La obra de Selva alcanzó varias reediciones, incluso una por la prestigiosa
casa El Ateneo, lo cual es sintomático de la creciente preocupación por la
cuestión lingüística. Se sumaban a la labor emprendida a través de los
manuales de urbanidad que no sólo enseñaban reglas de cortesía en la
conversación, sino que transmitían las reglas básicas para preservar la
“corrección en el lenguaje”. Se le prestaba especial importancia al manejo de
la lengua hablada, puesto que la oralidad era clave en la vida de las grandes
urbes y podía ser reveladora de estatus, origen y posición social del hablante.
Se recomendaba, por ejemplo, dejar a un lado las groserías, acomo también
los barroquismos y expresiones retorcidas:
Los principales vicios de dicción en que se puede incurrir al hablar son el
barbarismo, el solecismo, la cacofonía, la anfibología u oscuridad, la
monotonía y la pobreza o empleo muy frecuente de unos mismos vocablos
[...] Toda persona que se respeta a misma proscribe escrupulosamente de
su conversación las expresiones groseras, triviales, indecorosas. Hay que
abstenerse con el mayor cuidado de semejantes expresiones, que sólo se oyen
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en boca de los muchachos faltos de educación; nunca las profiere una persona
que tiene cierta elevación de sentimientos (S/a, S/f: pp. 146-150).
A una persona se juzga por sus actos y por sus palabras; pero no siempre es
fácil darse cuenta de aquellos, mientras que, por el contrario, basta oír hablar
un rato a una persona para formar una idea bastante clara de su educación,
de su cultura, de su instrucción y hasta de muchas de sus condiciones de su
carácter. (S/a, 1924: 36).
No obstante, no puede decirse que a los gramáticos “nadie les lleve el
apunte”, como escribió Arlt en la cita transcripta más arriba. Dos de los
títulos más populares de Monner Sans gozaron de varias reediciones
sucesivas. Al fin y al cabo, si el nombre de Monner Sans fue objeto de un
comentario explícito por parte de Arlt en una de sus aguafuertes, es porque
ese nombre era significativo para los lectores de su columna en el diario El
Mundo; no es casual que lo mencionara, y que al mismo tiempo omitiera a los
filólogos académicos. A diferencia de la obra elaborada por los universitarios,
cuyas producciones iban destinadas a los expertos, Monner Sans procuró dar
con su público entre los sectores medios que se aferraban a los valores del
decoro, decencia y buenas costumbres, que aspirarían a una cierta pureza en
el lenguaje y gozaban además de una posición social relativamente
confortable:
En las páginas que siguen, consecuente, pues, con ideas profundamente
arraigadas, irá un montón de palabras y locuciones viciosas recogidas, no en
el arroyo adonde no baja ninguna persona culta, pero sí en el trato social, en
los salones, en los ministerios, en las cámaras, en los diarios, en los libros y
en los folletos, razonando las correcciones con el fin de que las acepten
cuantos, por deber o por placer, corren en pos de la pureza del lenguaje.
(Monner Sans, 1947)
En los os veinte y treinta, la “correcciónen el lenguaje no era un valor
destinado a las elites sociales, sino que se volv una pretensión de los
sectores medios para quienes el buen decir era una herramienta para
favorecer su movilidad social ascendente. En este contexto, es interesante
detenernos en las producciones sobre el tema en la prensa popular, destinadas
a un público menos docto, pero no por ello menos preocupado por las
buenas formas. En especial, prestaremos atención a la columna La paja en
el ojo ajeno”, publicada por la revista El Hogar, redactada por Francisco
Ortiga Anckermann, bajo el seudónimo de “Pescatore di Perle”, “humorista
personalísimo y a quien mucho debe el mejoramiento de la práctica de
escribir entre nosotros”, según lo caracterizara el influyente escritor Manuel
Gálvez (Gálvez, 2002, I: 524). La experiencia de la movilidad social tornó
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urgente que en revistas ilustradas como El Hogar se incorporara una columna
en la que se le enseñara al lector, sin tecnicismos y en lenguaje accesible, las
inflexiones del lenguaje más convenientes para dar una buena impresión, los
usos que mejor hacían quedar al hablante, sin atisbos de mal gusto ni
sobreactuaciones, y se le señalaban además los “barbarismos” que debía
evitar si deseaba quedar bien. La columna de Ortiga Anckermann que, cabe
señalar, se nutría de las propias colaboraciones que los lectores le hacían
llegar, constituye un prisma apropiado en el que analizar la relación entre los
criterios de corrección idiomática y las transformaciones sociales en una
época de avances democráticos y de presiones en pos de la movilidad social
de vastos sectores de la población que, de tan intensas, se hicieron también
sentir sobre la lengua.
No es casual, pues, que en la década de 1920 la lengua haya ocupado
un lugar de enorme importancia en el debate intelectual (Ennis, 2019; Alfón,
2013; Glozman y Lauría, 2012; Di Tullio, 2010). Las preocupaciones
idiomáticas llegaron a ser objeto de polémicas públicas, tal como la que se
suscitó entre los directores del Instituto de Filología de la Universidad de
Buenos Aires, traídos del Centro de Estudios Históricos de Madrid, en
especial, con Américo Castro en 1923 y varios de sus sucesores en el cargo,
en especial, Amado Alonso (Lida, 2019; Toscano y García, 2013). Mientras
los académicos se enzarzaban en batallas públicas en las que estaba en juego
la propia legitimidad de su disciplina y, por otro lado, la ciudad de Buenos
Aires se convertía en un hervidero en el que, gracias a la democratización
cultural y social, se multiplicaban los lectores y los oyentes de radio, la revista
El Hogar se lanzó a intervenir en cuestiones lingüísticas. Se trata de la misma
revista en la que en más de una oportunidad colaboraría Jorge Luis Borges, y
que también publicaría colaboraciones del propio Monner Sans, preocupado
por el uso correcto, atildado, pulcro, preciso, exactodel lenguaje, pero no sin
cometer a su vez “disparates” de todo tenor, según se burlaría de él uno de
sus más furibundos críticos (García Medina, 1924: 62-64). Que el arte de
hablar, estrechamente vinculado con la conversación y la cortesía, ocupara
un lugar destacado en los manuales que se leían en Buenos Aires en el primer
tercio del siglo XX es todo un síntoma de la importancia que tenía la cuestión
en amplios sectores de la sociedad que hacían de la educación, en las formas
y en los contenidos, una vía para el ascenso social. Este contexto es el que
conferirá su cabal sentido a las columnas del “Pescatore di Perle” en El Hogar,
y su continuidad luego en Atlántida, que analizaremos a continuación.
El “Pescatore di Perle” en acción
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La columna del periodista de origen español Ortiga Anckermann en El Hogar
se publicó ininterrumpidamente desde 1914 hasta 1934, cuando su autor pasó
a dirigir la revista Atlántida, fundada por Constancio C. Vigil y se hizo cargo
allí de una página similar, que se titularía “Errare humanum est”, de tal modo
que extendió su labor por durante más de dos décadas. Según la vanguardista
revista Martín Fierro, de la que participaría (en su segunda época) el joven
Jorge Luis Borges, se trataba de una “celebrada página” firmada por quien,
en esos mismos años, se convertiría en el animador del “Symposium de
Agathaura”, un foro de escritores de vanguardia que organizaba banquetes
en los que solían participar algunas de las plumas literarias de El Hogar, en
especial, Nicolás Coronado y Enrique Méndez Calzada.
2
Sobre esta base, podemos inferir que para mediados de la década de
1920 la columna de Ortiga Anckermann alcanzaría un cierto éxito, o al menos
una cuota de reconocimiento social, tanto es así que comenzó a ser imitada
por otras publicaciones. Se incorporó una primera columna dedicada al “arte
de hablar” en Atlántida con el fin de educar a los lectores para que no usaran
“palabras gruesas en los tranvías” (El Hogar, 2/10/1925: 78); el diario La
Prensa introdujo también una sección titulada “Gramaticales y filológicas”,
destinada a la enseñanza popular de las reglas del idioma, con un fin didáctico,
pero más acartonado, dado que careció del tono irónico de las revistas de
divulgación general.
En el estilo mordaz que lo caracterizaría, el Pescatore tomó con humor
aquella multiplicación de las columnas idiomáticas en los diarios y revistas
porteños de la década de 1920. La Prensa, Atlántida y El Hogar eran las
publicaciones de masas de mayor circulación, así que no era un dato para
pasar por alto:
El noble sport de la pesca de perlas se encuentra hoy en nuestra grande
y gloriosa nación tan difundido, aceptado y generalizado como el
football, las quinielas y la toxicomanía. Así, no se publica línea alguna
que no sea minuciosamente examinada, valorada y analizada por mil
Argos celosos de la pureza del idioma (El Hogar, 13/8/1926: 66).
Entre tantos pescadores, Ackermann debió comenzar a cuidar su lenguaje, a
fin de no resultar a su vez criticado por sus pares: no faltó quien, en imitación
del Pescatore, se dedicara a criticarlo por alguna errata que se le deslizó en sus
observaciones lingüísticas. En tono jocoso, apuntó que:
Otro fenómeno que suele producirse matemáticamente [...] es la aparición
regular de los pescadorcitos en la ilustrada prensa nacional. Y todos se
2
S/a, "Ecos del Symposio", Martín Fierro, segunda época: 15/5/1924.
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manifiestan casi como exactamente lo mismo: como advertidos del triste fin
que les aguarda, debutan mediante un feroz brulote contra el Pescatore, su
padre (El Hogar, 28/8/1930: 69)
La columna de Ortiga Anckermann creció a lo largo del tiempo, lo cual
también es buena prueba del interés que despertaba. De apenas ocupar un
recuadro, pasó a ganar dos carillas íntegras en El Hogar que se nutrían, entre
otras cosas, de las colaboraciones de los lectores, a los que se premiaba por
remitir recortes de diarios con erratas, cuanto más escandalosas, mejor. Se
intentaba transmitirle al lector que la “pesca de perlas” era todo un oficio que
demandaba una cierta pericia para detectar “barbarismos” y ponerlos en
evidencia. La columna se nutrió, de hecho, de la lectura cuidadosa de diarios,
revistas y publicaciones de todo el país y de diferente envergadura: desde los
tradicionales matutinos porteños como La Nación y La Prensa, y sus
principales colaboradores, incluso firmas de prestigio, hasta los más
innovadores como Mundo Argentino o Crítica, pasando por el socialista La
Vanguardia y el católico El Pueblo: ninguno quedaba inmune al bisturí del
Pescatore, que iba en busca de las “perlas s hilarantes publicadas por
desprevenidos periodistas. Revistas consagradas como Caras y Caretas, al igual
que diferentes publicaciones del interior del país, fueron sometidas al mismo
cedazo, y lo mismo cabe decir de la prensa de Montevideo, ampliamente leída
en Buenos Aires. s adelante, Anckermann incursio en la caza de
“barbarismos” en libros recién aparecidos en Buenos Aires y también en los
manuales escolares. Era tan extensa la red del Pescatore, y tan incisiva su
corrección idiomática, que no había escritor o periodista que no comenzara
a cuidar su manejo de la lengua escrita. Por ejemplo, Manuel Gálvez se jactó
en sus memorias de haber sido cazado por el Pescatore tan sólo en dos
ocasiones, pero pese a ello reconoció el valor de la labor del periodista de El
Hogar. Ni siquiera los autores consagrados se mantuvieron indemnes frente a
la crítica despiadada del Pescatore: Leopoldo Lugones, Paul Groussac, Ricardo
Rojas, entre otros tantos. Con respecto a este último, por ejemplo, Ortiga
Anckermann detectó un error en la monumental Historia de la literatura
argentina en torno de la adecuada contextualización e interpretación de una
obra de Francisco Grandmontagne y no omitió hacérselo saber (entre otros
ejemplos, véase los recogidos en Pescatore di Perle, 1934: 293-294).
Pero su labor más influyente se concentró en la crítica despiadada de
la prensa perdica, y ello valía incluso para las propias revistas en las que
Ortiga Anckermann traba en diferentes momentos de su carrera, El Hogar
y Atlántida, que no estuvieron exentas de su cotidiana pesca de
“barbarismos”, abusos lingüísticos, errores gramaticales y plagios. En un
momento en que apenas existían manuales de estilo para uso de los
periodistas y los editores el único, quis, era el de Matías Calandrelli,
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Informaciones gramaticales y filológicas de La Prensa, que Anckermann
consideraba no del todo exacto en sus apreciaciones sobre la lengua, el
periodista supo ganarse el aprecio de muchos colegas de su generación. No
incursio sin embargo en la radio ni en el cine, aunque Ortiga Anckermann
creía que eran unos viveros riquísimos e inagotables” para su labor de
Pescatore. Otro terreno igualmente interesante fueron los avisos comerciales
que, en una ciudad como Buenos Aires, dadas sus dimensiones, su febril
ritmo de gran urbe y su carácter cosmopolita, ritmado por la expansión de
las agencias publicitarias y la sociedad de consumo, ofrecían quis, para
muchos recién llegados, los primeros textos escritos que lan en la gran
ciudad. Y no siempre bien escritos, por cierto. El Pescatore tenía conciencia
de la función social, de a su preocupación por pasar ensanchar el campo
para su labor:
Con todo esto quiero significar que si deseamos ser útiles o queremos
entretener didácticamente al gran público no debemos ir en procura de
perlas a los libros antiguos o modernos, ni a las revistas literarias, sino
que tenemos que corregir los dislates, los absurdos y las atrocidades que
se leen en los anuncios comerciales, se oyen en la radio y se ven en el
cine. ¡El campo es inmenso, la aventura no se ha intentado aún, y si
sabemos desempeñarnos, en un par de años nos hacemos ricos! A la
radio y el cine, sobre todo, les tengo mucha fe. Los speakers, por
ejemplo, son unos viveros inagotables. Y peligrosísismos: considerad
que en una sola noche enseñan a hablar a centenares de miles de
oyentes, e influyen de una manera desastrosa en el lenguaje corriente
del público. ¿No habéis notado cuántas personas se expresan ya con un
léxico artificioso y rebuscado y hasta silabean con un tonito altisonante,
como si estuvieran con el micrófono bajo las narices? ¡Y los disparates
que sueltan con toda seriedad! (Pescatore Di Perle, 1934: 46; El Hogar,
17/7/1930: 69).
Nadie que hiciera de la palabra su medio de vida y de comunicación en la
esfera pública quedaría inmune frente al Pescatore, parecía advertir
Anckermann. En este sentido, no fal tampoco la punzante crítica a los
políticos, en especial, a diputados y senadores que, desde el parlamento,
hacían llegar sus voces hacia la sociedad cada vez que se daba un debate de
cierta intensidad. La decisión del gobierno de transmitir las sesiones
parlamentarias por radio, propia de los os veinte, en un claro intento de
darle visibilidad social al Congreso y sus parlamentarios, se enfrentaba al
riesgo creciente del desprestigio si en el recinto parlamentario el uso del
lenguaje no cumplía mínimamente con las reglas del buen decir. No es casual
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que el Pescatore se haya detenido en este aspecto que ponía en juego la imagen
social de las instituciones democráticas:
El Parlamento Nacional, animado por el excelente propósito de dar a
conocer en todos los ámbitos de nuestra dilatada república todos los
insultos, ultrajes, afrentas, ofensas, injurias, calumnias, insidias,
improperios, denuestos, invectivas, groserías, sarcasmos, descortesías,
insolencias, desvergüenzas, apóstrofes, blasfemias, imprecaciones,
oprobios, contumelias, amenazas y en fin todas las palabras gruesas [...]
ha instalado en su recinto la radiotelefonía. (El Hogar, 25/9/1925: 70).
Así, pues, la columna de Ortiga Anckermann fue un neto producto de las
transformaciones sociales, políticas y culturales del período que transcurrió
entre el fin de la primera guerra mundial y el ascenso del peronismo, signado
por el avance democrático, por un lado, y la aparición a su vez de resistencias
que este mismo avance despertaría en diferentes actores sociales y políticos
(Halperín Donghi, 2007). Se inscribe, claro está, en el marco del proceso de
expansión de los magazines dirigidos, fundamental pero no exclusivamente,
a la mujer en la primera mitad del siglo XX. El Hogar apareció en 1904 bajo
la batuta de Alberto Haynes, y Atlántida fue fundada a su vez por Constancio
Vigil. Se han estudiado muchos aspectos de estas revistas, en relación con la
expansión del consumo, con los cambios en el papel de la mujer, y suele
reconocérseles un lugar destacado en la historia de los medios de
comunicación (Bontempo, 2011 y 2012); se ha señalado asimismo que
además de ser una vidriera para las familias de alta sociedad que salían
retratadas a través de sus páginas de eventos sociales, estas revistas eran
también consumidas por crecientes sectores medios en ascenso que habrían
emulado a estos últimos en ocasiones (Díaz, 1999, III: 47-87). Si las revistas
contribuyeron en alguna medida a tornear los gustos, las modas, los
consumos y las prácticas sociales, no menos importante fue su tarea de
proyectar al público las letras argentinas es conocida la asidua colaboración
de Roberto Arlt o Jorge Luis Borges en El Hogar (Borges, 2000; Saítta, 2000;
Juárez, 2008), así como también cumplieron una importante función al
intentar familiarizar a los autores entre los lectores (así, por ejemplo, a través
de su columna “Noticias de nuestro mundo literario” donde por medio de
pequeñas viñetas se retrataba cada escritor, su obra, su mundo, sus proyectos
literarios). Atlántida, en efecto, imaginó este mismo perfil cultivado para su
“lector ideal” promedio, según puede advertirse en un aviso publicitario de
la revista que rezaba: “Un lector de Atlántida es un hombre culto. Supóngase
el caudal de cultura que se atesora en un año leyendo una revista que en
cualquiera de sus ediciones ofrece un material de lectura variado, rico,
ameno” (Atlántida, 28/10/1926: 18).
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Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 97-117 109 ISSN 2422-5932
Si podemos inferir que para los sectores medios en ascenso estar
mínimamente informados acerca del movimiento literario se volvía de buen
tono, entonces con más razón era importante desenvolverse en la vida social
con un nivel razonable de corrección lingüística y gramatical, de ahí que la
columna de Ortiga Anckermann creciera tan pidamente en estas revistas y
terminara por instalarse en Atlántida, cuando esta modifi su formato y
apostó por una mayor elegancia en su presentación gráfica. Si el lector no
estaba aún lo suficientemente cultivado en cuestiones lingüísticas, podía
fácilmente llegar a serlo, y nada mejor que la lectura sostenida de la columna
“La paja en el ojo ajeno” para ello. Veamos pues al Pescatore en acción y
algunas pocas muestras de las “perlas” literarias y lingüísticas que extrajo de
la prensa periódica, puesto que permiten advertir algo del estilo del periodista
que las recolectó y, a la vez, del tipo de público que las habría consumido.
Por ejemplo, frente a la noticia de un diario de que en Sydney, Australia,
se descubrió “un yacimiento de kerosene”, Ortiga Anckermann escribe:
Todos los grandes sabios de ambos continentes sabemos que se llama
kerosene, kerosina, keroseno, aceite de keroseno y querosén al petróleo
refinado, al petróleo de arder. De modo que si existen yacimientos de
kerosene, deben de existir yacimientos de vaselina, de parafina, minas de
jabón y de queso Camembert (El Hogar, 4/9/1925: 70).
Otro ejemplo, en idéntico tono: “El doctor Marcelo T. de Alvear escribe en
Caras y Caretas del 22 de octubre de 1931 que... perdurable por sus virtudes
sabe ser el partido [...] porque es el órgano motriz de las instituciones”. Y dice
al respecto el Pescatore, con el mismo tono socarrón:
Un gramático aprendiz o una buena institutriz con un ligero barniz
regularmente feliz de darse así de nariz por ignorar el matiz que existe entre
directriz (así como entre motriz) y el vocablo director, y el masculino motor,
que emplea cualquier autor, cuando se mete a escritor sobre todo si es
doctor (Pescatore Di Perle, 1934: 62).
Y como simple muestra de que el Pescatore no tenía reparo alguno a la hora
de dejar en evidencia a los autores consagrados, véase la siguiente “perla”:
Don Leopoldo Lugones publica en La Nación del domingo 15 de febrero de
1925 un poema solariego titulado Mediodía. Y es esta la única palabra que en
el poema figura sin el indispensable adjetivo. Todas las demás van con
acoplado, ya sea adelante, ya sea atrás. [...] Confesemos que algunos de estos
adjetivos son muy exactos y felices: la salchicha lívida, el alejovial y el pan
amigable (es decir, de mucha miga) (Pescatore Di Perle, 1934: 185-186).
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Los errores gramaticales, como así también la falta de estilo, de sentido
común y de buen gusto en la lengua, es algo más común de lo que se cree,
advertía: “todos los días recibo por el correo centenares de publicaciones
semejantes”. Y concluía:
Es necesario crear escuelas elementales para que todos sin excepción [...]
escriban como Dios manda. Ese día terminará el teatro nacional, la política
criolla, el vocabulario de los conductores de ómnibus, de los diputados, de
los senadores y de los órganos quincenales de literatura social. (Pescatore Di
Perle, 1934: 320).
La cuestión del lenguaje es sólo un prisma, pues, a través del cual el periodista
lee en filigrana la sociedad argentina; en última instancia, es la propia
Argentina aluvial la que está en cuestión, una Argentina signada por la
experiencia de la inmigración, que desalas presiones democráticas de las
masas y que, a la par, le dio una voz cada vez más potente a sus detractores,
en especial en la década de 1930 (Devoto, 2002).
Como se advierte a lo largo de las sucesivas citas del Pescatore, no
podemos dejar de llamar la atención sobre el hecho de que el humor aparece
como un componente habitual en sus observaciones a vuelapluma acerca del
estilo de escritura prevaleciente en las principales expresiones de la cultura de
masas, un rasgo compartido con diferentes expresiones de la prensa popular
del período, como se puede advertir en las crónicas de Roberto Gache,
Arturo Cancela, Enrique Méndez Calzada, Enrique Loncán e incluso el
propio Arlt (García Pérsico, 2012). En este caso, además, el humor se
entrelaza con los usos del idioma: ofrece una estrategia para desacralizar las
reglas gramaticales y de “buen gusto” literario, tomándolas a la chacota. Se
trata de un gesto a través del cual el periodista procura presentarse a su
público alejado de un rigorismo lingüístico en exceso purista, actitud que le
parece más apropiada para profesores de la lengua como Monner Sans tal
vez, pero no para un periodista de revistas destinadas a un público de masas
que dialoga con el formato y los lenguajes de la prensa popular. Lleva a tal
punto estas ideas que Ortiga Anckermann se atreve incluso a emular a
Francisco de Quevedo, quien en las postrimerías del Siglo de Oro español
sostuvo que “en muy poco tiempo, sin maestro, por sí sola qualquiera muger
se puede esperitar [espiritar] de lenguaje”, cita que el propio Pescatore hace
suya en El Hogar (El Hogar, 5/3/1926). Claro que la frase de Quevedo era
irónica, puesto que su texto iba dirigido a burlarse de las formas refinadas,
incluso rebuscadas, de hablar, que resultaban retorcidas, de mal gusto y
carecían por ende de la elegancia que pretendían traslucir (Quevedo, 2003
[1798]: 471-4).
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La apropiación de Quevedo por parte del Pescatore no es inocente en la
década de 1920. La obra de Quevedo estaba siendo releída y puesta en valor
en los años de expansión de las vanguardias por algunos de sus jóvenes
plumas. Así, despertó la curiosidad de Jorge Luis Borges, quien le dedicó
varios ensayos; para Borges, Quevedo encarnaba el atrevimiento del poeta
por subvertir los cánones literarios establecidos y hacer un uso del lenguaje,
en prosa y en verso, que desbordaba cualquier rígido esquema. Tenía humor
y sabía hacer de la poesía un juego que nada tenía de ceremonioso. Quevedo
invitaba, además, a revalorizar la lengua española. Así, contra el canon
literario, Quevedo encarnaba la apuesta por la imagen y el aprovechamiento
de los recursos literarios y poéticos hasta sus últimas consecuencias; contra
la rigidez de las formas, la riqueza de la lengua en toda su extensión; contra
la solemnidad y el arcaísmo, el juego lingüístico, el retruécano y la chacota.
Escribía Borges por entonces:
La rima es aleatoria. Ya don Francisco de Quevedo se bur de ella por la
esclavitud que impone al poeta; ya otro s poderoso, [John] Milton el
puritano, la tachó de invención de una era bárbara y se jactó de haber
devuelto al verso su libertad antigua, emancipándole de la moderna
sujeción de rimar. Estas ilustres opiniones las saco a relucir, para que
nuestro desdén de la rima no se juzgue a puro capricho y a torpeza de
mozos. Sin embargo, mi mejor argumento es el empírico de que las rimas
ya nos cansan (Borges, 2007 [1926]: 332-333).
Quevedo era para aquel Borges un maestro y un modelo invalorable: sus
descomunales calaveradas de imaginación, de idioma, de razonadísimo
disparate [...] Todo lo revuelven e invierten”.
3
“Disparate” es precisamente el
término que mejor resume la labor de Ortiga Anckermann al frente de sus
columnas de El Hogar y de Atlántida. Así quedó consignado en el libro que
reúne lo mejor de “Con la paja en el ojo ajenoy “Errare humanum est”, la
Antología del disparate, que hizo imprimir en la década de 1930 en España, libro
que vendió y publicitó en la librería Atlántida.
A través del humor y la calaverada inspirada en Quevedo, Ortiga
Anckermann se burlaba, más que de la ignorancia de las reglas gramaticales
por parte del hablante medio de Buenos Aires, de su cursilería o mal gusto,
un fenómeno que creía cada vez más extendido en una sociedad de masas en
la que ciertas fracciones de la clase media impostaban su manera de hablar
para tratar de aparentar un mayor nivel de cultura del que poseían (tanto es
así que desconocían acabadamente las reglas del idioma).
3
Borges, Jorge Luis, “Quevedo humorista”, La Prensa, 20/02/1927. Este artículo continúa otros trabajos
recogidos en Inquisiciones (1925) y en El idioma de los argentinos (1928).
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En este contexto, Ortiga Anckermann hizo suyo el neologismo
lugoniano de cursiparla”, que enseguida explicaremos, para hacer referencia
a la cursilería lingüística, problema que ya había sido señalado por Monner
Sans en una de sus obras académicas más difundidas que, precisamente,
reunía el más ambicioso glosario de “barbarismos” publicado hasta entonces
en la Argentina. Monner Sans apuntaba, por ejemplo, no sin ironía, que por
el vocablo “factor” se debe entender causa, origen, agente, parte, etc., […]
según el P. Mir un ejemplo vivo de la cursiparla hoy en boga” (Monner Sans,
1917: 240).
4
“Cursiparla” parece referir aquí a un tipo específico de
“barbarismo” que según Ortiga Anckermann se puede hacer corresponder
con galicismos, que juzga “insoportables” por su mal gusto, cuya única
función sería revelar el afán de demostrar una cierta posición social: “el
extranjerismo es una de las formas predilectas del snob”, apuntaba (Pescatore
Di Perle, 1934: 84 y 100). Sin embargo, los neologismos o galicismos no son
la única forma posible de cursiparla. Esta corresponde a un tipo específico
de “barbarismo” que no se expresa necesariamente a través de la incorrección
lingüística o gramatical, fruto del desconocimiento de las reglas sicas del
idioma, sino que está asociado a la utilización de neologismos cuya sola
función sería que el interlocutor aparentara su dominio de una lengua
extranjera, aun cuando eso implicaba el riesgo de recaer en traducciones
imprecisas o adaptaciones forzadas e innecesarias de los vocablos. Claro que
tampoco se debe concluir que el Pescatore fuera por definición un purista
conservador, que se resistía por principios y por casticismo a cualquier
innovación lingüística. Acerca de la visión que tienen los lingüistas puristas
de la cuestión de los neologismos su mirada no era elogiosa, de hecho:
En materia de léxico, las novedades no suelen ser tan frecuentes como se
supone. La infecta raza de los puristas que son la roña viva del castellano
tan celosos se muestran de la doncellez del idioma que los celos han
terminado con su poca razón y su poquísimo sentido común [...] Solemos
llamar neologismo a cualquier disparate más o menos nuevo, a cualquier mala
traducción y a no pocas faltas de gusto. Pero neologismos nuevos, es decir,
palabras completamente nuevas en el lenguaje, sin antecedente etimológico
alguno, sólo se han inventado cuatro en los últimos dos siglos: gas, rococó,
felibre y Kodak. Las otras no pasan, como he dicho, de traducciones o
construcciones más o menos desdichadas. La Nación, por ejemplo, tiene lo
que en semántica se llama berretín lexicográfico. Un buen día se le ocurre la
adaptación chófer que, naturalmente, fallece por monstruosidad. [...] Y esto,
4
Monner Sans hacía referencia a la obra de un jesuita español, y lingüista, autor de un compendio de
barbarismos en español de amplia difusión en aquellos años donde utilizaba ampliamente el término
cursiparla por vulgarismo, pero sin definirlo (Mir y Noguera, 1908).
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aunque lo tolere la Academia, jamás lo ha admitido el uso, que es el supremo
juez en materia de lenguaje (El Hogar, 20/11/1925: 78).
Quiero decir que bien está el uso, cada vez más general, de voces
forasteras, pero a condición de conocerlas bien y emplearlas a tiempo:
no como aquel que leyó the time is money y tradujo "el que toman los
monos (Pescatore Di Perle, 1934: 102).
No rechazaba per se los neologismos, pero el uso inadecuado de vocablos
extranjeros, revelador del mal gusto de escritores, periodistas y hablantes, a
quienes Ortiga Anckermann adjudicaba un afán cursi o forzado por intentar
aparentar un cierto estatus social. Así, pues, nuevamente, el meollo de la
cuestión residía en el impacto de las expectativas de ascenso de amplios
sectores de clase media y sus maneras de hacer uso de la lengua, lo cual nos
devuelve de lleno a la idea lugoniana de cursiparla, una de las claves en las que
leer sus intervenciones. Explica el periodista, al mismo tiempo que recoge
otra de sus “perlas”:
Leo en [...] el Diario del Plata de Montevideo: “Caía un chaparrón de lluvia...”
La simple voz chaparrón significa “lluvia recia de escasa duración”. ¿A q
viene pues el pleonasmo? Os diré: parece ser que la palabra lluvia está en
desgracia. Se la debe considerar breve y grosera por añadidura. De otra
manera no me explico por qué La Razón de esta capital la ha desterrado de su
léxico, poniendo en su lugar esta elegante perífrasis: precipitación pluvial. Bella
expresión que va a enriquecer el acervo que Lugones llamaba cursiparla y que
cuenta ya con vocablos tan escogidos como nosocomio por hospital, odontólogo
por sacamuelas, necrópolis por cementerio, etc. (El Hogar, 13/6/1940: 74)
Y continúa:
Esto de hablar o escribir en difícil tiene gran número de cultores, sobre todo
en cierto mundo. Figuraos qué negocio sería editar para esta gente un
diccionario de términos rebuscados, un léxico que les facilitara la búsqueda,
indicándoles que en lugar de sediento deben decir sitibundo, gachón por
gracioso, tuso por perro, galafate por ladrón, procela por tormenta, foto por
confianza, lengüear por espiar, mirlar por embalsamar, cania por ortiga menor,
pastinaca por chirivía, etc. Pero eso sería llenar de pastinacas el campo de las
letras. (Pescatore Di Perle, 1934: 324-325).
¿Qué es, pues, la cursiparla contra la que se rebela Ortiga Anckermann, mucho
más temible, aparentemente, que el popular lunfardo? Nada mejor que recurrir
al propio Leopoldo Lugones en este punto. Se trata contextualicemos de un
Lugones ya completamente desencantado con la sociedad de masas y el
sufragio universal, tal como se pudo advertir en su discurso militarista “La hora
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de la espada” de 1924, pronunciado en ocasión del centenario de la batalla de
Ayacucho, revelador de un viraje hacia el nacionalismo que tenía lugar sólo dos
años después de la marcha sobre Roma de Benito Mussolini. Dice al respecto
Lugones
La cursilería del lenguaje, como la del vestido, consiste en la ostentación
ridícula de una falsa apariencia. Manifiéstase en aquel por la predilección del
término desusado e indirecto, sobre todo si es latinismo, pues el latín goza o
padece, a decir mejor, la preferencia de los pedantes. Por supuesto, que a
condición de ignorarlo. [...] Suele afectar, sobre todo, a las voces de la ciencia
y de la técnica. Fruto clásico, por decirlo así, de la pedantería escolar, a medida
que la instrucción pública decae en nuestro país [...] Con todo, la misma
propensión al lenguaje cursi revela que la gente desea expresarse bien. Esto
tiene que enseñárselo la escuela, y es un argumento más a favor de la
Gramática: “el arte de hablar y escribir correctamente”.
[...] Sólo me queda por agregar que lo cursi anda muy cerca de lo guarango.
Hay un acicalamiento de la grosería más desagradable que su tosquedad: el
que llama ungido por el sufragio popular al favorecido de los comicios, alumnado a
los estudiantes, esposo al marido y guardián de orden al gendarme de la esquina.
(Lugones, 1931: 380-384).
La cursiparla tal como fue definida por Lugones nos devuelve a la dimensión
social de la lengua: hablar de cuestiones lingüísticas en la década de 1920 no
es indiferente a la sociedad, sus aspiraciones, las expectativas de ascenso y
también la otra cara de la moneda, a saber, las frustraciones en caso de que
ese ascenso no se viera reconocido según lo esperado. A través de la idea de
la cursiparla, las columnas del Pescatore reflejaban semana a semana, que su
finalidad no era finalidad pura y exclusivamente pedagógica (a fin de corregir
los malos usos del idioma), sino que movilizaba también un afán de llevar a
cabo una incisiva crítica de costumbres de los habitantes de Buenos Aires,
una ciudad en la que el movimiento social y las expectativas de ascenso de las
mayorías despertaban tantas expectativas como recelos. Era evidente para el
cronista que la corrección lingüística expresaba las expectativas de la clase
media, junto con ciertos estándares de decoro, buenos modales y urbanidad,
y en esto no había quejas por parte del columnista de El Hogar y Atlántida.
Ahora bien, cuando esos estándares se revelaban como un artificio, el Pescatore
se revolvía contra ellos e incluso lo denunciaba para poner en evidencia una
manera de hablar impostada, tomando prestada la idea de la cursiparla de
Leopoldo Lugones.
Palabras finales
Finalmente, la lectura de Ortiga Anckermann del habla de los porteños que
anhelaban convertirse en clase media e iban en busca de reconocimiento
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social y prestigio, mostraba que bastaba con una palabra fuera de lugar, por
lo pedante, pretenciosa o hueca, aun cuando gramaticalmente resultara
correcta, para que se sospechara que ahí no había más que pura cursilería,
afectación o falsa apariencia, según dijera Lugones. Así, pues, Ortiga
Ackermann cumplía una invalorable función pedagógica, en sintonía con el
papel que solían jugar los magazines populares en las grandes urbes, puesto
que servían de hoja de ruta y, además, contribuían a tornear el gusto y el
buen decir de las clases medias urbanas, reafirmándolas en los valores y las
aspiraciones propias de quienes se aupaban en la carrera del ascenso social.
A la par, sin embargo, Ortiga Anckermann llevaba adelante una implacable
crítica social en la que ponía en cuestión los valores básicos en los que se
funda la democracia, al menos en su dimensión social: vale decir, cuestionaba
la propia idea de una sociedad en la que todos tuvieran las mismas
oportunidades para la movilidad social y el hecho de que la democratización
hubiera permitido que ascendieran socialmente personas que no sabían
siquiera hablar correctamente y, por ende, no gozaban de respetabilidad, a tal
punto que no vaciló en hacer suyas las palabras del elitista Leopoldo Lugones,
acerbo crítico del sufragio universal y de la democracia.
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