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Encuesta latinoamericana: Roberto Fernández Retamar
Presentación
Volverse Caliban
1
Por Daniel Link
Roberto Fernández Retamar, director de la Academia Cubana de la Lengua, es
uno de los nombres mayores de las letras novomundanas, tanto como poeta
como por sus aportes a los estudios literarios latinoamericanos, que tienen un
novísimo pero no por eso menos estratégico lugar en la Universidad Nacional
de Tres de Febrero, que hoy le otorga un título que honra a esta casa y la
obliga, por eso, a un renovado compromiso en relación con el horizonte de
problemas que hoy, más que nunca, nos interpelan en relación con lo
latinoamericano.
Roberto Fernández Retamar nació en Cuba, donde comenzó por
estudiar pintura y arquitectura. Pronto se cambió a humanidades y se doctoró
en 1954 en Filosofía y Letras. Continuó su formación en La Sorbona y Londres
y a fines de 1957, mientras estaba enseñando en Yale, le ofrecieron un puesto
docente a partir de abril de 1959. Pero el triunfo de la Revolución (en enero de
ese año) lo puso en otro lugar, como decisivo colaborador de la política cultural
de la Cuba revolucionaria.
Roberto Fernández Retamar había sido jefe de información de la revista
Alba desde 1947, había colaborado desde 1951 en Orígenes, ese «taller
renacentista», como le gustaba decir a José Lezama Lima, donde aprendió a
hacer revistas, había sucedido a Cintio Vitier como director de la Nueva Revista
Cubana a partir de 1959, y había co-dirigido con Nicolás Guillén, Alejo
Carpentier y José Rodríguez Feo la revista Unión. Toda esa experiencia la
volcó a partir de marzo de 1965 (cuando Haydee Santamaría le pidió que la
dirigiera) en la revista Casa de las Américas, cuya influencia fue decisiva en el
pensamiento latinoamericano a partir de entonces.
Si la Revolución fue decisiva para Roberto Fernández Retamar en sus
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1 Laudatio pronunciada en ocasión del otorgamiento del título de Profesor Honorario
de la Universidad Nacional de Tres de Febrero a Roberto Fernández Retamar, el 3 de
mayo de 2012.
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facetas de teórico y crítico de la literatura latinoamericana, también lo fue en su
actividad poética. Al respecto, ha recordado: “no fue sino hasta la Revolución
Cubana, en 1959, que empecé a trabajar con ese idioma que había intuido,
necesitado. La conmoción histórica y psicológica (¿cómo podría ser de otro
modo?), que ha sido, que está siendo, este acontecimiento, y la violencia, la
inmediatez de las cosas que me rodean, lo explican suficientemente”.
Me parece que esa declaración de 1968 a la revista Trilce dice mucho
más de lo que parece: hay una violencia, dice Fernández Retamar, en el
encuentro entre dos movimientos de diferentes velocidades (la política, la
poesía) y de esa confrontación flamígera nace no sólo una cultura nueva (su
posibilidad) sino también un arte desconocido, una lengua apenas entrevista
que es, antes que un repertorio de unidades léxicas y una gramática, una
intensidad pura, un campo magnético, la irrupción del acontecimiento y de lo
contemporáneo.
Sabemos (en la estela de Benedict Anderson y Peter Sloterdijk) que lo
nacional sólo puede entenderse como una ficción, como una “comunidad
imaginada” e, incluso, como una comunidad imaginada de lectores. Sabemos
también que los cánones literarios nacionales han sido puesto en crisis,
primero, por las vanguardias históricas (internacionalistas en su fuero más
íntimo, aunque su práctica demostrara lo contrario) y, en segundo término, por
la globalización, en su doble vía: proceso de importación y exportación cultural,
de mutua transculturación, proceso de descentramiento que genera
excentricidad (una lógica cultural que se deja leer en los poemas y los textos
ensayísticos de Roberto Fernández Retamar, profundo conocedor de la obra
de Fernando Ortiz). De modo que sería posible desprenderse de la cáscara de
los imaginarios nacionalistas (y de las lenguas nacionales) para soñarnos
fundamentalmente contemporáneos, arrastrados por esas mismas intensidades
puras y esos mismos campos magnéticos a los que Fernández Retamar hacía
referencia.
La experiencia de la literatura que se deduce del dispositivo Retamar (o
de una forma de la imaginación con la cual Fernández Retamar se relaciona)
rechaza toda ilusión de confort hogareño: no hay patria, no hay lenguaje
nacional, ni límites ni distancias. La literatura y sus fantasmas se mueven y se
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colocan en un más allá respecto de las líneas de corte, de fisura, de ruptura que
nos atraviesan y nos constituyen.
El tamaño de nuestra felicidad (de nuestra esclavitud, de nuestra
pena) no se mide respecto de hipotéticos resultados de una guerra imperial, sino
en relación con la errancia, la intermitencia, la renuncia y la intemperie. La
comunidad que imaginan los libros de Fernández Retamar atraviesa las eras, los
mares y los continentes: disuelve las arrogancias imperiales, los juegos de guerra
y las políticas corporativas porque la imaginación novomundana no sigue ya las
líneas de corte de Tordesillas, el Río Bravo o el Océano Atlántico, sino las líneas
de fuga o de ruptura representadas por la persistencia de los arcaísmos
americanos, los movimientos migratorios, los flujos de lo que vive en movimiento.
Y así, de novomundana pasa a ser novomundista.
Un poco por eso, Fernández Retamar, cuando fundó el Programa de
Estudios sobre Latinos en los Estados Unidos, insistió en que
aquella idea de Martí sobre Nuestra América que se extiende desde el Río
Bravo hasta la Patagonia, ya hoy no puede mantenerse por la cantidad de
latinoamericanos o descendientes de ellos en el seno de los EE.UU., una
minoría considerable que va a crecer en el tiempo y se calcula que para
mediados del siglo, la presencia latina o hispánica en los EE.UU. será
ampliamente poderosa. La Casa de las Américas ha creado este Programa de
Estudios porque se trata prácticamente de otro país de Nuestra América en el
seno de los EE.UU.
Sabemos que la distancia entre “lo hispanoamericano” y lo
“latinoamericano” es inmediatamente política, sin que queden dudas sobre el
sentido de lo político: la continuación de una guerra o, si se prefiere, la
realización en el plano de lo imaginario de una guerra. En esa guerra las
potencias enemigas son Europa (que dice “Hispanoamérica”) y los Estados
Unidos (que dice “Latinoamérica”), y nuestro subcontinente su escenario (o su
botín). Se trata, por cierto, de una guerra imperial que no pretende eliminar la
dicotomía “liberación o dependencia” sino decidir quién ocupara el lugar rector
en las cosas de este mundo.
Pensar políticamente, para nosotros, ciudadanos de países
novoamericanos, significa pensar ya no en términos de un dilema (“civilización
o barbarie”, “liberación o dependencia”, “Ariel” o “Calibán”, etc), sino en
términos de un trilema, donde lo norteamericano, por la dinámica de los
procesos migratorios y de la globalización, ocupa un lugar indisimulable. Como
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Fernández Retamar reconoció con perspicacia en su momento, la situación no
puede ser más promisoria, porque nos obliga a pensar soluciones nuevas, y
nos obliga a imaginar el lugar de la literatura en un conjunto de tensiones que,
hoy como ayer, se articula en tres lugares.
La misma historia cultural de América Latina nos enseña que la
emergencia de esa unidad imaginaria (“lo latinoamericano”) no fue un acto
puntual de descubrimiento sino un proceso paulatino de colonización. A partir
de esta evidencia, cabría definir a la modernidad, aquí materializada en el
Nuevo Mundo, no como el descubrimiento de lo nuevo sino como la integración
operativa de lo disponible. Por ello, si analizamos el estado del campo
latinoamericanista, su constitución y dinámica a la luz del nuevo orden mundial,
no podemos menos que subrayar que, en lo que va del siglo, la variante que
incluye a la “América norteamericana” se ha vuelto cada vez más decisiva, tal
como Fernández Retamar lo predijo.
Sabemos desde Antonio Candido que lo hispanoamericano no hace
sino reproducir una asimetría lingüística propia de las grandes potencias
imperiales que se repartieron los territorios novomundanos: España y Portugal.
Para nosotros, sería hoy prácticamente imposible sostener una comunidad
imaginada que excluyera a Brasil (a su economía, a su cultura, a su literatura)
o a los grandes teóricos de la colonización educados en las colonias francesas:
Aimé Césaire,+Frantz+Fanon.
La unidad de lo latinoamericano (una unidad posnacional, podría
decirse, una unidad “excéntrica”, una unidad no sintética de heterogeneidades)
supone un punto de vista igualmente distante respecto de las grandes lenguas
nacionales europeas y sus culturas. Consciente de esa dificultad (mejor dicho:
consciente de ese desafío), Fernández Retamar ha sostenido siempre que Una
teoría de la literatura es la teoría de una literatura, lo que explica que el estudio
de las literaturas latinoamericanas no pueda realizarse a partir de la comodidad
de un método heredado. No se trata de adoptar marcos teóricos y herramientas
de análisis que intenten decirnos qué somos, sino más bien en qué somos
capaces de convertirnos.
Creo que la perspectiva crítica de Fernández Retamar coincide, en ese
sentido, con la de Silviano Santiago. La mayor contribución de América Latina
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para la cultura occidental viene de la destrucción sistemática de los conceptos
de unidad y de pureza, esos dos conceptos pierden el contorno exacto de su
significado, pierden su peso abrumador, su señal de superioridad cultural, a
medida que el trabajo de contaminación de los latinoamericanos se afirma y se
muestra más y más eficaz.
Es en ese “entre-lugar” (propiamente martiano y dariano) el que
Fernández Retamar reconoció, en sus imprescindibles lecciones Pensamiento
de nuestra América, a partir de la utopía descripta por Henríquez Ureña en
1925, a quien cita y retoma (y yo con él, con ellos):
Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa; si lo único
que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el
hombre, y por desgracia esa es hasta ahora nuestra única realidad; si no nos
decidimos a que esta sea la tierra de promisión para la realidad cansada de
buscarla en todos los climas, no tenemos justificación. Sería preferible dejar
desiertas nuestras alti- planicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir
para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos que la codicia y la
soberbia infligen al débil y al hambriento.
El problema de América no es, pues, un problema de desarrollos (más o
menos desparejos), ni un problema de lenguas, ni un problema de razas
(Retamar ha citado varias veces el aforismo martiano: “No hay odio de razas,
porque no hay razas”), sino un problema de pueblo, porque es propio de la
función fabuladora inventar un pueblo.
No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos
convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía
sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura latinoamericana tiene
ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus recuerdos
como si fueran los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de
todos los países. El objetivo último de la literatura es poner de manifiesto esta
invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Se escribe por ese
pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con el deseo de»).
Los componentes identitarios propios de nuestra América, nos recuerda
Fernández Retamar, no están sólo en el pasado, no son recuerdos
inmemoriales que participen de la celebración folclórica, sino que resuenan en
una vasta conversación que debemos asumir como parte de nosotros: el
“pueblo nuevo”, en la terminología de Darcy Ribeiro, o el “pueblo que falta” nos
obligan a volvernos nosotros mismos un poco indios, un poco negros, un poco
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chinos. Martiano hasta las últimas consecuencias, Fernández Retamar insiste
en que hasta que no se haga andar al indio no andará bien América.
Puesto que somos un "continente intervenido" (la formulación es de
Antonio Candido), toca a la literatura latinoamericana y a los estudios
latinoamericanistas que hoy estamos homenajeando en la ilustre persona de
Roberto Fernández Retamar extremar las precauciones para no dejarse
arrastrar por los instrumentos y valores de culturas que, aunque amadas, sólo
pueden devolvernos una imagen cadavérica de nosotros mismos.
José Lezama Lima, cuando se refirió, con su prosa soberbia, a la
“Imagen de América Latina”, asoció la imagen con la fiebre (“fiebre de la
imago”) y sostuvo una distancia entre culturas e imágenes: “Las culturas van
hacia su ruina, pero después de la ruina vuelven a vivir por la imagen”. Es por
eso que la imaginación funciona como “principio de reconocimiento” y necesita,
al mismo tiempo del tacto (la imagen es táctil) como punto de producción de
diferencias.
Como hemos recordado antes, desde que América Latina existe como
unidad imaginaria ha constituido el campo de batalla de los centuriones de la
modernidad capitalista. La doctrina Monroe, en verdad ideada por el oscuro
John Quincy Adams, y su Corolario Roosevelt (1904), justificaron, a partir del
lema “América, para los americanos” las sucesivas y cada vez menos
elegantes intervenciones norteamericanas en su área de influencia y, al mismo
tiempo, el vago ideario del “panamericanismo” que, aunque hoy ya no se
pronuncie, sigue operando en diferentes niveles de la geopolítica continental.
En plena guerra entre Estados Unidos y España, Rubén Darío se
pronunció, en un texto titulado “El triunfo de Caliban” contra la doctrina Monroe,
contra “los búfalos de dientes de plata” y “los aborrecedores de la sangre
latina”, a los que llama calibanes. Caliban, como se sabe, es un personaje en
La tempestad de Shakespeare. Grosero, primitivo, salvaje, Caliban está
esclavizado por Próspero, cuyo otro sirviente, Ariel, se identifica más con lo
espiritual y lo estético.
Darío identifica a los Estados Unidos con el monstruo americano
(“Caliban” viene de “caníbal”, que a su vez viene de “caribe”: malas audiciones
que la historia nos devuelve) y sentencia: “no puedo estar por el triunfo de
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Caliban”. Entre los Estados Unidos y España (que “no es el fanático curial, ni el
pedantón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce”), se
queda con España (“la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de
América”). Contra la doctrina Monroe, Darío enarbola la doctrina Sáenz-Peña,
“el argentino cuya voz en el Congreso panamericano opuso al slang fanfarrón
de Monroe una alta fórmula de grandeza continental”. “Sea la América para la
humanidad”, propuso Roque Sáenz Peña en la Conferencia Internacional
Americana de 1890.
Fernández Retamar se ha detenido con persistencia en la misma
imagen y ha señalado que no vivimos en épocas de fundación (no vivimos el
tiempo de Darío, ni el de Groussac, ni el de Rodó), sino en épocas de
integración operativa de lo disponible.
En contra de aquella identificación del bruto Caliban con la potencia de
la máquina capitalista, él ha propuesto que
Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban. Esto es
algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas
mismas islas donde vivió Caliban: Próspero invadió las islas, mató a nuestros
ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él:
¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para
maldecir, para desear que caiga sobre él la «roja plaga»?
“No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural,
de nuestra realidad”, concluye Roberto Fernández Retamar, y se pregunta:
“¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura
de Caliban?”
Debemos encarnizarnos en llegar a ser negros, indios, chinos, calibanes
y no en descubrir que lo somos, abrazando su causa, haciendo pueblo con su
mal-dicción (que es correlativa de una mala audición primera). Esto, que
Roberto ha explorado en sus textos teóricos y críticos, en su incansable labor
cultural, es también algo que alimenta su poesía. Por eso, entre otras cosas, lo
reconocemos como nuestro maestro.
Buenos Aires, mayo de 2012
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Encuesta
Por Valentín Díaz
1. En la conferencia leída en la Universidad de Tres de Febrero, en su
último viaje a Buenos Aires, usted se refirió al surgimiento y las
sucesivas reformulaciones sufridas por su Caliban. ¿Cuál es la vigencia y
qué reformulaciones reclama hoy la perspectiva que ofrece Caliban?
La figura de Caliban parece moverse según una dinámica histórica, política y
por eso es capaz de encontrar siempre formas nuevas de vigencia. Cuando
escribí mi ensayo “Caliban”, el mundo vivía en plena Guerra Fría entre los que
eran llamados países del Oeste y países del Este. Si bien esa oposición ha
desaparecido, y dado que en muchos de sus aspectos se mostró como una
oposición no del todo diametral, resulta coherente que lo que hoy le dé vitalidad
al concepto sean las evidentes pugnas entre los que llama países del Norte y
países del Sur.
2. El recorrido que puede leerse, por ejemplo, en Todo Caliban permite ver
de qué modo el problema de Caliban funcionó como respuesta a las
diferentes formas que adquirió la relación entre Modernidad y América
Latina ¿Qué modos de Modernidad pueden reivindicarse hoy desde
América Latina en las nuevas caras que adquiere Caliban?
Al evaluar el recorrido del concepto, no puedo dejar de pensar que la
Modernidad se remite a 1492, es decir, a la segunda llegada de europeos a lo
que iba a ser llamada América. Al mismo tiempo considero que ese proceso no
terminó. Caliban, por lo tanto, puede seguir funcionando en tanto las
características propias de esa Modernidad se mantengan. En este punto, dado
que el concepto debió atravesar el debate durante la década del 80 entre
Modernidad y Postmodernidad, siempre entendí que esta última no es sino un
capítulo de la Modernidad. Caliban es efecto de esa Modernidad de largo
aliento, es efecto de la colonialidad y por lo tanto es una figura de ese mismo
combate moderno, cuya forma hoy tiene la de un combate entre una
Modernidad del Atlántico Norte y otra, distinta, de un eje Sur.
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3. En la mencionada conferencia de Buenos Aires usted se refirió a
Lezama Lima. En los últimos años su Obra Completa ha sido reeditada en
Cuba. ¿Cuál diría que es hoy el lugar que Lezama Lima ocupa en el
contexto cubano? ¿En qué sentido es posible hablar de la
contemporaneidad de Lezama?
La reedición de la obra de Lezama Lima es un síntoma más de que su nombre
ha trascendido largamente el contexto cubano. Podemos decir que el contexto
para pensar la obra de Lezama es el mundo, y por eso me parece evidente la
contemporaneidad de su obra.
4. Me gustaría introducir el tema del Barroco. ¿Puede pensarse en Caliban
como “personaje conceptual” barroco? ¿Qué balance puede hacerse hoy
de la íntima y variada relación que Cuba ha tenido con el Barroco?
Haciendo un balance de esa íntima y variada relación que ha tenido Cuba con
el Barroco, quizá, como se trasluce en la pregunta, pueda pensarse en Caliban
como un personaje conceptual barroco. Sin embargo, mi interés por los
grandes autores del barroco cubano, por Alejo Carpentier y José Lezama Lima,
se dio siempre al margen de esa filiación barroca. No era lo que más me
interesaba de sus obras, y no si hoy esa filiación es corriente en nuestra
literatura. Por ejemplo, Lezama, sin duda cabeza del grupo Orígenes, no
transmitió su barroquismo a los otros integrantes del grupo. Pienso en
escritores tan representativos como Virgilio Piñera, Gastón Baquero, Eliseo
Diego, Cintio Vitier o Fina García Marruz. Sí, en cambio, a Severo Sarduy, a
quien los escritores cubanos, sobre todo los jóvenes, estiman en alto grado. En
todo caso, al escribir el ensayo sobre Caliban no lo consideré un concepto
barroco, pero lo cierto es que el personaje es poliédrico, y sobre él pueden o
deben aceptarse nuevos criterios, y desde ya, nuevas localizaciones.
5. ¿Cuáles son los desafíos (políticos, metodológicos) que enfrenta la
literatura comparada, hablando “desde Caliban”?
Hace años publiqué un libro llamado Para una teoría de la literatura
hispanoamericana. Allí abordé la ardua cuestión desde la perspectiva de
“Caliban”, y llamé la atención sobre el hecho de que la literatura comparada
entonces al uso se valía del concepto “influencia” con criterio colonizador.
Creo que hay otra manera de enfocar la literatura comparada, vinculada a
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pensar los textos supuestamente “influenciados”, derivados, como dotados de
una capacidad canibalesca.
6. Teniendo en cuenta el lugar central que, desde la Revolución, ocupó
Cuba en América Latina y los sucesivos capítulos de esa historia, ¿cómo
definiría el lugar actual de Cuba, en función de las nuevas orientaciones
políticas de algunos de los gobiernos latinoamericanos? ¿Qué evaluación
hace de estos procesos?
Durante muchos años Cuba estuvo aislada de los demás países de nuestra
América. De hecho, solo México mantuvo relaciones diplomáticas con ella. La
situación ha cambiado radicalmente. En la mayoría de los países
latinoamericanos y caribeños hay regímenes progresistas, y tales regímenes
ven con simpatía la Cuba revolucionaria. Creo que desde la primera
independencia en el siglo XIX no se había vivido una experiencia similar, que
me hace sentir optimista.
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