Alfón, “Borges ante la querella de la lengua” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021 / pp. 195-211 204 ISSN 2422-5932
salió Cosas de negros, Borges le preguntó a Alonso: “‘¿Por qué se enoja, si
dentro de cien años va a estar encantado con este libro?’. Quería decirle que
era el tipo de libro que a los filólogos les gusta descubrir. No entendió” (Bioy
Casares: 2006: 1096 [Miércoles, 22 de septiembre de 1965]).
Alonso amplió su estudio, lo reeditó en El problema de la lengua en América
(1935), y se lo dedicó “A Jorge Luis Borges, compañero en estas
preocupaciones”, comprometiéndolo aún más a la solidaridad con su tesis. A
ese compromiso se le sumo una reseña encomiástica en Sur, sobre la Historia
universal de la infamia que Borges publicó ese mismo año. Alonso lo colmó de
elogios, entre los que no faltó el elogio a la austeridad, que Alonso no quiso
imitar: “privilegiado nivel estilístico”, “precisión”, “concisión”, “subidas
excelencias del libro”, “prosa magistral”, “bala certera”, “nutridas
perdigonadas estimativas”, “maestría y sabiduría”, “poder plástico”, “acierto
de artista”, “sobriedad”, “eficacia de los recursos”, “poderoso”, “aciertos de
ejecución”, “verdadera garra”, “don poético”, “fuerza creadora”, “alta
calidad”, “obra maestra”, “alto valor de creación”, “continuos aciertos”,
“espléndido”, son solo algunas de las expresiones que, apretadas en diez
páginas, conspiran contra la bienvenida del libro.
Américo Castro leyó el estudio de Alonso en la versión completa que
apareció en El problema de la lengua en América y lo reseñó ese mismo año: “Sin
exageración, un librito espléndido” (Castro, 1935: 207). A esa reseña, cinco
años más tarde se le sumó una difusión del estudio en un congreso, en la
Universidad de California, Los Ángeles, y luego una reescritura bajo el
nombre de La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941). El libro
descansaba sobre la misma tesis del estudio de Alonso: en Buenos Aires “nos
hallamos frente a un constante prurito de rebeldía respecto de cualquier
norma o magisterio, con desdén para su valía y su santa eficacia” (Castro,
1941: 23). Se trataba de una advertencia, entonces, heredera de la Comisión
de Academias Americanas creada en 1870, para velar por la pureza del
idioma. Castro creyó que la “morbosa preocupación de la lengua nacional”
(Castro, 1941: 92) en Argentina se manifestó por primera vez en 1900, al
publicarse el libro de Abeille y soslayó, acaso porque la confinó a una cuestión
filológica, los setenta años de discusión que ya tenía la querella de la lengua.
Ese tipo de confinamientos lo condujo a errores como los que hallamos en
el listado de voces y expresiones que La peculiaridad copiaba en sus últimas
páginas, y a las que condenaba por arcaicas, importadas, neológicas u otras
razones que Castro juzgó igualmente reprochables: cuero (piel), cuidador, de
arriba, despacio (hablar despacio), disparar (salir corriendo), frazada, masas
(pasteles), mercadería, nómina, recibirse, renunciar, caradura, facón, galpón, pálpito,
patota, apolillar, berretín, bulín, busarda, cana, copetín etcétera. Si hubiera sido por
Castro, deberíamos haberlas cambiado por las que se estilaban en España;
aunque no especificó en qué provincia.