Isola, “Mirtha Dermisache” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 11 / Diciembre 2021/ pp. 250-254 251 ISSN 2422-5932
En la casa de mis padres había un cuadro que me fascinaba. Estaba
colgado en el living. Sobre un fondo blanco, su autora había dibujado
letras que no eran como las que me habían enseñado en la escuela. En
1975, yo ya había aprendido a leer pero esas grafías más bien se
parecían a notas musicales, a pequeños insectos, a hilos enredados. Sin
embargo, yo trataba de deletrear el cuadro que Mirtha Dermisache le
había regalado a mi mamá. Habían sido compañeras de colegio en
Quilmes; siguieron siendo amigas hasta su muerte en 2012.
Mucho tiempo tuvo que pasar para entender la razón de esa
pulsión lectora de la obra de Dermisache. La respuesta la dio ella
misma: “Porque, ¡yo escribo!”.
El que entendió esa frase como el proyecto que Mirtha intentó
conciliar toda su vida, unir obra gráfica y obra literaria, fue Agustín
Pérez Rubio y le dedicó una muestra. La merecida retrospectiva fue en
el Malba en 2017 y el título está extraído de las entrañas del archivo
Legado Mirtha Dermisache que con gran generosidad aportó las imágenes
que están en este dossier.
Ese archivo que se puede recorrer como un laboratorio es donde
aparece y se refuerza el empeño de la artista por la busca de unas
formas que sacudan la lengua posible hacia una imposible. Menos como
capacidad de pensarla y de formarla sino en los albores del sinsentido.
Las obras gráficas son la ocupación del espacio. Crea un mundo
que hace existir el lenguaje: sensaciones, percepciones, afectos, espacios
y hasta personajes se hacen lenguaje.
Obras en papel, cartas manuscritas, ediciones, libros, impresiones
y diarios son el repertorio de una incesante construcción que
Dermisache realizó como un camino único que derivó en senderos. Sus
talleres para adultos están en la misma línea: desandar lo aprendido,
volverse niño para el arte. En esa serie se refleja su tarea rigurosa para
una creatividad expandida y explotada. Además fueron muy masivos,
algo que es doblemente hermoso.
Se sabe de su correspondencia con Roland Barthes, a partir de que
el crítico francés vio su trabajo. Este le donó el concepto de “escrituras
ilegibles” que acuñó en 1971. También a su pesar, sin intención digo,
ese reconocimiento tuvo un sesgo un tanto paternalista. Esta impronta
se la dio la fascinación argentina por el crítico francés. Dermisache fue,
sin querer, la distinguida por Barthes. Esta nota está presente, no podría