Carreras, “Hacia una construcción…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 79-103 79 ISSN 2422-5932
HACIA UNA CONSTRUCCIÓN DEL ESPACIO
DE EMERGENCIA DE LA FICCIÓN CRÍTICA
ARGENTINA
TOWARDS A CONSTRUCTION OF THE EMERGENCE SPACE OF
ARGENTINE CRITICAL FICTION
Mariano Carreras
UniversidaddeBuenosAires
Graduado en la licenciatura y el profesorado de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Docente de
Prácticas del Lenguaje y de Literatura en escuelas secundarias de la Provincia de Buenos Aires. Co-editor de los dos
números de la revista digital Ousaider publicados hasta el momento. Escribe crítica literaria y cinematográfica y es
colaborador en distintos medios.
Contacto: marianocarreras77@gmail.com
ORCID: 0000-0001-8118-1170
A
RTÍCULOS
Carreras, “Hacia una construcción…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 79-103 80 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 28/05/22 Fecha de aceptación: 02/08/22
Ficción crítica
Ricardo Piglia
Josefina Ludmer
Nicolás Rosa
Este trabajo es una indagación del espacio de emergencia de la ficción crítica argentina a partir de los
proyectos de escritura de Ricardo Piglia, Josefina Ludmer y Nicolás Rosa. Dicho espacio discursivo se
presenta como un conjunto de materiales literarios, intervenciones públicas y enunciados críticos que
configuran una trama cuyas líneas, puntos de incidencia y desplazamientos conceptuales han abierto
programas de trabajo todavía en desarrollo en muchas de las exploraciones críticas de la actualidad.
A su vez, las propuestas de los tres autores se pueden leer como instancias de reinscripición y despliegue
de la problematización de la frontera entre crítica y ficción desarrollada en el contexto de la literatura
borgeana. En Piglia, el regreso a Borges constituye una exploración de los límites de la crítica en el
espacio de la ficción. Por su parte, en Ludmer, el señalamiento de las fronteras de la crítica supone un
ejercicio de transgresión progresiva de sus límites. En Rosa, finalmente, el pasaje de los mitos de la
crítica entendidos como límites epistemológicos hacia una rearticulación de esos mitos como dispositivos
de lectura
p
roductivos deriva en una suerte de
p
aradi
g
ma de la
f
icción.
R
ESUMEN
PALABRAS CLAVE
Critical fiction
Ricardo Piglia
Josefina Ludmer
Nicolás Rosa
This work is an inquiry into the space of emergence/surfacing of Argentine critical fiction derived
from/based on the writing projects of Ricardo Piglia, Josefina Ludmer y Nicolás Rosa. Such
discursive space is presented as a group/combination of literary materials, public interventions and
critical statements/declarations which make up a plot (como en trama de guión) whose lines, points
of incidence, interruptions and conceptual displacements have opened up work programs still in
development in many of the current/present critical explorations. In turn, the three authors' proposals
could be read as instances of updating and unfolding of the problematization of the frontier between
criticism and fiction developed within the context of Borgean literature. In Piglia, the return to Borges
constitutes an exploration of the limits of criticism in the space of fiction. As for Ludmer, the
signalling of the borders of criticism supposes an exercise of the progressive transgresion of its limits.
In Rosa, at last, the passage from the myths of criticism understood as epistemological limits towards
a rearticulation of those myths as productive reading devices derives in a kind of paradigm of fiction.
ABSTRACT
KEYWORDS
Carreras, “Hacia una construcción…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 79-103 81 ISSN 2422-5932
En algunas de sus derivaciones actuales, la crítica literaria argentina desplaza
sus protocolos de lectura y escritura y trasciende sus límites. La ampliación
del repertorio de los objetos de estudio, el uso de secuencias narrativas y la
construcción de pasajes ambivalentes o ambiguos son algunas de las variantes
más reconocibles en una serie de propuestas de escritura que se inscriben
dentro de lo que se ha denominado ficción crítica. Jorge Panesi ha observado la
existencia de un “‘pasaje a la narración’ de la crítica argentina
contemporánea”, y ha señalado en este sentido dos derivaciones posibles:
“seguir el camino trazado y reforzado por las instituciones […], manteniendo
separados el discurso narrativo de la crítica literaria […], o bien mixturar las
perspectivas en ensayos donde el discurso crítico pierde sus bordes” (Panesi,
2018: 80). En ambos casos, lo que se verifica es un “volverse relato de la
crítica argentina”. Ahora bien, dicho pasaje supone una transformación del
lenguaje de la crítica tanto como de sus preocupaciones y de sus estrategias
de intervención.
Las propuestas en las que el discurso de la crítica “pierde sus bordes”
pueden ser leídas, por un lado, como reinscripción de un desplazamiento
crítico y literario producido en el contexto de la invención borgeana. Por otro
lado, hacen serie con una tradición que recorre la historia de la teoría y de la
crítica de la segunda mitad del siglo XX. Por lo demás, responden a exigencias
particulares fundadas en la percepción de un presente que atraviesa una
transformación histórica sin precedentes. Después del fracaso de los
proyectos políticos revolucionarios hacia fines de los años 70, el contexto
histórico se impone con el desenlace en apariencia espontáneo de lo que suele
describirse en los términos de una mutación radical. Asistimos a una
reconfiguración sustancial y constante de las formas de experiencia,
relacionada sobre todo con la construcción imaginaria de una cultura global,
el desarrollo de las tecnologías digitales y de las redes virtuales, la incidencia
de los algoritmos y los usos políticos y comerciales del big data, pero pareciera
que estamos cada vez más lejos de las posibilidades históricas de una
transformación estructural del statu quo. En este contexto, para la crítica, la
pregunta ya no es sólo cómo está hecho un texto literario o cómo se inscribe
en tanto que forma discursiva en el conjunto de los discursos sociales, sino
también cómo las estrategias de lectura de la crítica literaria pueden ser
utilizadas para interrogar producciones culturales que exceden los límites de
la literatura. El problema ya no se limita a desentrañar los procedimientos
formales o las configuraciones ideológicas de los materiales literarios; se trata,
además, de reconfigurar el lenguaje y el lugar de la crítica literaria frente a
formas de experiencia que no solo están relacionadas con la literatura y que
suscitan interrogantes nuevos.
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Este trabajo comenzó como la construcción de una genealogía y derivó
en lo que se puede pensar como una indagación de la emergencia de la ficción
crítica argentina a partir de los proyectos de escritura de Ricardo Piglia,
Josefina Ludmer y Nicolás Rosa. También se puede pensar como la
construcción de ciertas zonas de un espacio en el que una serie de materiales
literarios, intervenciones públicas y enunciados críticos configuran una trama
cuyos desplazamientos conceptuales y puntos de incidencia han abierto líneas
de trabajo todavía en desarrollo en muchas de las exploraciones críticas de la
actualidad. Si dichas exploraciones críticas tienen lugar, es en un espacio
discursivo cuyo proceso de formación es posible describir. No se trata de
caracterizar los núcleos cronológicos de un conjunto de ocurrencias críticas
singulares en las que se agotaría todo el problema, ni de construir el mito de
origen de una forma más o menos heterodoxa de la crítica literaria
contemporánea, sino de analizar una serie de producciones críticas y literarias
relevantes para describir parte del proceso en que esa forma pudo ser
nombrada y desplegada como tal.
Escribir en el umbral
En sus intervenciones públicas, Piglia sostiene una concepción de la ficción
que excede los límites de las prácticas artísticas. En este sentido, la
producción de relatos está muy lejos de ser una prerrogativa exclusiva de la
literatura. Las sociedades contemporáneas se caracterizan por generar
dispositivos narrativos que producen ficción, condicionan el orden de lo
perceptible y tienden a sedimentar en sistemas de creencias más o menos
estables. Ahora bien, los discursos de la literatura y de la crítica literaria se
distinguen de otros dispositivos narrativos por el modo en que se relacionan
con el lenguaje. En lugar de consolidar el sentido común establecido, o
incluso de buscar sustituirlo por uno distinto, la literatura y la crítica tienden
a explicitar el hecho de que todo discurso supone una forma de gestionar la
fractura entre “el ver y el decir”. “Siempre habrá un hiato insalvable entre el
ver y el decir, entre la vida y la literatura” (2015: 22), escribe Piglia en Los
diarios de Emilio Renzi, texto en el que la explicitación de la no identidad entre
“vida” y “literatura” suscita un repertorio de procedimientos literarios
deliberadamente ficcionales. En otro pasaje del texto aparece una
reformulación del mismo problema: “Obligado a traducir su vida en lenguaje,
a elegir las palabras, ya no se trata de la experiencia vivida, sino de la
comunicación de esa experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es
la de la sinceridad, sino la del lenguaje” (2015: 336).
Para Piglia, la escritura autobiográfica consiste en un ejercicio de
“traducción”. Pero ese ejercicio no implica la reconstrucción de una vivencia
originaria que sería necesario rescatar de los desplazamientos del discurso o
de las porosidades de la memoria, sino el despliegue de una serie de
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“elecciones” que pertenecen estrictamente al orden del lenguaje. Más
adelante se verá que, cuando Piglia se desplaza de la escritura autobiográfica
a la reflexión sobre la escritura ficcional, el trabajo narrativo será
conceptualizado no ya como “traducción” sino como “disfraz”. Ahora bien,
“traducir” y “disfrazar”, prácticas que difieren entre sí pero que a su vez
confluyen y se mezclan en Los diarios, son sustancialmente distintas al ejercicio
de resignificación que supone la crítica literaria. Provisionalmente, es posible
decir que la escritura de Piglia mezcla crítica y ficción solo en su literatura,
mientras que, en sus ensayos críticos, aún en sus derivaciones más narrativas,
el discurso crítico no “pierde sus bordes”. En este sentido, Alberto Giordano
ha caracterizado la ensayística de Piglia, en oposición a la de Borges, como
una “retórica de la certeza”. A diferencia de lo que ocurre en los textos
críticos de Borges, Piglia reduce al mínimo en sus ensayos la incertidumbre
que, en términos de Blanchot, constituye lo “esencial del acontecimiento
literario”:
La escritura borgiana no sólo encuentra en lo incierto [...] una condición de
posibilidad para su realización, sino que, además, al realizarse según las
modalidades de un pensamiento conjetural, hace que lo incierto se configure
y no cese de configurarse. Para Piglia, en cambio, dicho en sus propios
términos, “Todo el trabajo de la crítica [...] consiste en borrar la incertidumbre
que define a la ficción” (Giordano, 2005: 2).
La incertidumbre con la que Piglia efectivamente trabaja en su literatura, en
sus artículos críticos funcionaría más bien como objeto de interrogación. Es
por eso que, para pensar los modos en que Piglia produce desbordes entre
crítica y ficción, es preciso prestar atención sobre todo a sus textos literarios.
En “Nombre falso” (1994), una nouvelle publicada en 1975, Piglia escribe
los apuntes críticos de un narrador-investigador homónimo detrás de un
cuento inédito de Arlt. Dentro de la ficción, Piglia conoce personajes que
rodearon al escritor y consigue y comenta documentos póstumos. Como
apéndice, la nouvelle incluye el cuento de Arlt, que funciona como pieza clave
de una supuesta publicación de textos inéditos en preparación. Con tintes
muy próximos al policial negro, “Nombre falso” narra una investigación
crítica ficticia, puesto que el hallazgo editorial es, en realidad, un texto
apócrifo. En el mismo apéndice, se despliegan las notas críticas que dan
cuenta de las decisiones editoriales de la versión, basada en el manuscrito
original y en una copia mecanografiada. En el marco de la investigación, entre
los papeles de Arlt, aparece un “retrato autobiográfico” que finalmente no se
habría incluido en la “reedición de Los siete locos y Los lanzallamas en un solo
volumen” (1994: 90), para la cual estaba destinado. En ese retrato, incluido
en la nouvelle como nota al pie, Arlt confiesa que los escritores mienten,
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incluso cuando no escriben ficción. Pero, en virtud de su forma confesional,
el pasaje, en lugar de simplemente deslizar una mentira, la deja al desnudo:
“La gente busca la verdad y nosotros [los escritores] le damos moneda falsa.
Es el oficio, el ‘métier’. La gente cree que recibe la mercadería legítima y cree
que es materia prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda, de
otras falsificaciones que también se inspiraron en falsificaciones” (1994: 91).
Arlt, en la ficción de Piglia, dice que los escritores, acostumbrados a la
ficción, incluso cuando narran su propia vida, falsifican. Cuando Arlt dice
que miente, confiesa; y a la inversa: cuando confiesa, no es seguro que diga
la verdad. El texto no solo tematiza el carácter paradójico de la relación de la
literatura con las nociones de “mentira” y de “verdad”, sino que, además, se
presenta como discurso en ese espacio intersticial entre la “moneda falsa” y
la “mercadería legítima”. La escritura de Arlt en la ficción de Piglia no hace
más que señalar esa distancia y poner el discurso literario entre estos dos
géneros, entre la confesión y la falsificación, entre el índice ficcional del
testimonio y el matiz confesional de la ficción.
La literatura, la crítica, hablan desde posiciones en las que se pone en
evidencia que la ficción contamina incluso los discursos que suponen, cuando
menos, cierto margen de veracidad. Sin embargo, en sus intervenciones
públicas, en sus ensayos, Piglia se desmarca en varias ocasiones de la hipótesis
de la ficción como principio contaminante, que es, como se verá, el
paradigma que sostiene Nicolás Rosa en su proyecto crítico. “No todo es
ficción (Borges no es Derrida, no es Paul de Man)”, dice Piglia respecto de
Borges como lector; aún así, “todo puede ser leído como ficción” (2014: 25).
Lo cierto es que, en su literatura, Piglia trabaja a partir del principio
contaminante de la ficción: hay efectos de lectura que dan cuenta de ello. En
una de las entradas de Los diarios (2017) aparece un comentario sobre la
recepción de “Nombre falso”. El texto está fechado el 19 de febrero de 1976,
dos años más tarde de la publicación de la nouvelle: “Insólito llamado de Ulyses
Petit de Murat para elogiar Nombre falso, lectura que parece venir de otro
mundo y sin embargo se opone a los que parecen estar más cerca (Juan Carlos
Martini, Enrique Molina, Osvaldo Soriano), que se toman a la letra el relato
sobre Arlt y piensan que es cierto” (2017: 20). Piglia comenta entonces una
lectura “que parece venir de otro mundo” (2017: 20). Es, en todo caso, para
él, una “buena” lectura. Tanto mejor, puesto que está rodeada de lecturas
defectuosas, que no logran distinguir “ficción” de “realidad”. Confunden dos
regímenes de textualidad que son para Piglia distintos. Podríamos invertir la
frase que Piglia le dedica al Borges lector, para pensar el juego de
equivocidades con el que trabaja en su literatura, y decir que, aunque no todo
relato tenga pretensiones de “realidad”, siempre puede ser “tomado a la letra”
y ser considerado como “cierto”. En rigor, no siempre queda claro que para
Piglia las “buenas” lecturas sean las más interesantes: “Un lector es también
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el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de
leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor” (Piglia, 2014: 17). En
ocasiones, son las lecturas deficitarias las que tensionan los textos literarios y
les hacen decir aquello que todavía no había sido leído. En la ensayística de
Piglia, la cuestión de las “malas” lecturas se asocia con el problema de la
recepción de la literatura popular, pero sobre todo nos importa porque se
conecta con las resonancias utópicas de su propia literatura.
En su introducción a El juguete rabioso en la edición de Espasa Calpe,
Piglia lee la novela de Arlt como un caso de bovarismo. Allí plantea una
contradicción acuciante entre el valor de los materiales literarios y el potencial
transformador de la literatura:
Las novelas cambian la vida de los lectores. Esa es la utopía del género. Hace
falta un lector apasionado e ingenuo que encuentre en los libros la
autenticidad que la realidad no tiene. Pero las novelas que cambian la vida son
libros populares, novelitas sentimentales, cuentos semipornográficos,
literatura bandoleresca, relatos de masas. Seguro que Madame Bovary no
hubiera leído Madame Bovary. La lectora ideal no hubiera leído la novela ideal
(1993b: 3).
Por un lado, allí donde la literatura tiene la capacidad de transformar la
realidad, ya no es literatura o es una literatura irrelevante. Esos materiales no
son más que subproductos de la industria cultural destinados al olvido. Por
otro lado, los lectores “ideales”, aquellos que confunden ficción con realidad
o que conciben la realidad de acuerdo con las claves de la ficción, son
personajes “apasionados” pero “ingenuos” que, en última instancia, “leen
mal”. Pero, en sus ficciones, Piglia trabaja en torno a la porosidad de la
frontera entre ficción y realidad, esa misma porosidad que, en el prólogo
citado, define la perspectiva de los lectores de literatura popular, y la de
quienes, en Los diarios, son descalificados como “malos” lectores de su
literatura. Con todo, el comentario de la recepción de “Nombre falso” sugiere
la posibilidad de concebir como “apasionados” a lectores que evidentemente
estaban lejos de ser “ingenuos”. En este sentido, a la luz de los efectos de
lectura de la nouvelle de 1975, se puede leer, en el ensayo de 1993, publicado
cuando las expectativas de transformar la sociedad parecían perimidas, algo
así como la utopía de la ficción en Piglia. En una perspectiva en la que se
plantea la desconexión entre la literatura de vanguardia y el potencial
transformador del arte como problema, las “malas” lecturas de las ficciones
experimentales adquieren estatus de promesa.
Ahora bien, la construcción y los efectos de lectura de “Nombre falso”
recuperan estrategias enunciativas y efectos de lectura identificados con la
literatura borgeana. Isabel Stratta ha señalado, por ejemplo, que las ficciones
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de Borges constituyen la invención de una forma narrativa “ligada a la
falsificación y a la fabricación de artefactos verbales provocadores, que
tienden trampas a la certidumbre del lector sobre la naturaleza genérica de
los textos” (Stratta, 2005: 55-56). A fuerza de comentarios críticos de textos
apócrifos, de atribuciones erróneas y de autores ficticios, Borges desdibujó o
relativizó los límites entre el ensayo crítico y la ficción. No obstante, si la
crítica pudo encontrar un correlato entre las falsificaciones de la ficción
borgeana y la configuración de lo incierto en sus ensayos, las falsificaciones
en la ficción de Piglia parecieran acotadas a un pequeño conjunto de
incidentes sin proyecciones en el pacto de lectura que, en términos generales,
han establecido sus ensayos. En los modos en que Piglia recupera “las
trampas” de la invención borgeana, la capacidad de contaminación de la
ficción ya no tendría los poderes de la incertidumbre, por lo menos no más
allá de la escritura de ficción y de los casos aislados de las “malas” lecturas.
Piglia vuelve en sus ficciones a la inestabilidad de una frontera que
Borges relativizó para trazarla de nuevo en sus ensayos. Ese trazado es una
de las marcas de su escritura crítica. “No hay que hablar poéticamente de la
poesía” reza el epígrafe de Crítica y ficción (1993a), libro que reúne una serie de
intervenciones públicas de Piglia realizadas durante las dos últimas décadas
del siglo XX. La frase lleva la firma de Witold Gombrowicz, pero aparece
sensiblemente retocada respecto de la original. La palabra que Piglia le
adjudica a Gombrowich está evidentemente más cerca de funcionar como
premisa del proyecto crítico de Piglia que de respetar el espíritu de la letra del
escritor polaco. El gesto es relevante, no solo porque pone en evidencia el
desplazamiento de sentido que supone toda cita, sino también porque allí
donde Gombrowicz hablaba “Contra los poetas” (2009) (tal es el título del
ensayo), Piglia usa la frase para polemizar con los críticos. En esa polémica,
desde la perspectiva ensayística de Piglia, de lo que se trata es de separar
crítica y literatura.
En la primera entrevista de Crítica y ficción, publicada originalmente en
1984, Piglia plantea la existencia de una zona “indeterminada” donde verdad
y ficción son indistinguibles, donde la ficción tiene el poder de presentarse
como verdad y la propia realidad puede aparecer como un tejido de ficciones:
Me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción y la
verdad. Antes que nada porque no hay un campo propio de la ficción. De
hecho, todo se puede ficcionalizar. La ficción trabaja con la creencia y en este
sentido conduce a la ideología, a los modelos convencionales de realidad y
por supuesto también a las convenciones que hacen verdadero (o ficticio) a
un texto. La realidad está tejida de ficciones. La Argentina de estos años es
un buen lugar para ver hasta qué punto el discurso del poder adquiere a
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menudo la forma de una ficción criminal. El discurso militar ha tenido la
pretensión de ficcionalizar lo real para borrar la opresión (1993a: 16-17).
Volveremos a encontrar una articulación semejante entre “ficción” y
“realidad” en las categorías de “imaginación pública” y de “fábrica de
realidad” con las que Josefina Ludmer buscará superar, en los primeros años
del siglo XXI, las categorías de análisis tradicionales de la crítica literaria. Es
precisamente esta zona de “indeterminación” la que le interesa a Piglia como
escritor. Es la zona en la que trabajó en muchas de sus ficciones y le interesó
leer en las ficciones de otros. En su respuesta, Piglia relativiza la distancia
entre “ficción” y “realidad”, puesto que, en “esa zona”, ambas instancias se
“cruzan”. Pero, en la misma entrevista, en la respuesta inmediatamente
posterior, cuando el reportero refiere en su pregunta a Foucault, Piglia precisa
un poco más su propuesta, “toma distancia” de los planteos del filósofo
francés y establece un límite respecto del alcance del concepto de ficción:
Yo tomo distancia con respecto a la concepción de Foucault que a menudo
tiende a ver lo real casi exclusivamente en términos discursivos. Es obvio para
mí que hay zonas de la realidad, las relaciones de dominio y opresión, por
ejemplo, que no son meramente discursivas. Las relaciones de dominación
son materiales y sobre ellas se establecen relaciones discursivas. Hecha esta
salvedad, volvemos a lo que decíamos antes: para mí la literatura es un espacio
fracturado, donde circulan distintas voces, que son sociales (1993a: 17).
Todo se puede ficcionalizar, pero no todo es ficción. Existen, por ejemplo,
relaciones materiales de dominación, sobre las que se tejen relaciones
discursivas, pero eso no significa que se pueda homologar “la realidad” con
una serie de efectos discursivos. Piglia advierte que la estrategia del poder
consiste precisamente en poner en funcionamiento dispositivos narrativos
que ocultan las relaciones materiales de dominación. La existencia de una
zona indeterminada en la que ficción y realidad se cruzan, eso que a Piglia le
interesa trabajar en su literatura, se articula con el hecho de que “la literatura
es un espacio fracturado”. Es decir, si “ficción” y “realidad” se pueden cruzar,
es precisamente porque existe un hiato insalvable entre “el ver y el decir”. La
literatura, la crítica, trabajan esa discontinuidad. El discurso del poder, en
cambio, la niega, la oculta con un movimiento por el cual también se oculta
que se mezclan “ficción” y “realidad”. Es así como, en ciertas circunstancias,
como en los años en que “el discurso militar ha pretendido ficcionalizar lo
real para borrar la opresión”, ese discurso puede asumir “la forma de una
ficción criminal”.
La entrevista de 1984 no es la primera ocasión en la que Piglia politiza
el debate literario y pone ese gesto en contacto con el problema del
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terrorismo de Estado. En la segunda parte de Respiración artificial (1980), la
extensa conversación de teoría y crítica literaria entre Renzi y Tardewski tiene
lugar en una escena que se constituye a partir de la ausencia de Maggi, el tío
historiador que Renzi viaja a Concordia para visitar y que significativamente
no encuentra. En una novela publicada en el contexto de la última dictadura
militar, cuya trama discurre durante los primeros años de ese mismo proceso
histórico, “Complicaciones diversas, difíciles de explicar por carta” (2001:
28), obligaron a Maggi a emprender la “retirada” (99). El sesgo político y el
potencial trágico de esa ausencia motivan el discurso de la teoría y de la crítica
literaria. Y es allí donde, en el límite de un conjunto abigarrado de
concepciones literarias, nociones teóricas y formulaciones críticas, aparece
una hipótesis de lectura que adquiere estatuto de ficción. Tardewski, quien
renunció a la filosofía porque ha preferido el “fracaso” en lugar de convertirse
en “cómplice” de los efectos devastadores del racionalismo del cual se siente
parte, ha hecho un “gran descubrimiento” sobre la obra de Kafka. Esa
renuncia y ese descubrimiento son los núcleos narrativos de un relato
jalonado por el horizonte histórico de los crímenes del nazismo. Tardewski
renuncia a la filosofía porque se da cuenta que Mein Kampf (1925) de Hitler es
la culminación práctica de las Meditaciones metafísicas (1641) de Descartes. Por
otro lado, encuentra algunos indicios de que Hitler y Kafka pudieron
conocerse en Praga entre los años 1909 y 1910. “Kafka hace en su ficción,
antes que Hitler, lo que Hitler le dijo que iba a hacer” (Piglia 2001: 194). En
la ficción de Piglia, Tardewski le cuenta a Renzi, en tiempos de crímenes de
Estado, una hipótesis que conecta la ficción del horror con el horror de la
historia. Pero esa conexión permanece en estado de imaginación crítica: no es
más que una posibilidad, porque en medio de la investigación estalla la guerra
y Tardewski pierde la oportunidad de reunir los documentos que le
permitirían comprobar su hipótesis.
En la entrevista de 1984, Piglia esboza una teoría de la ficción y ofrece
una concepción de la crítica literaria. Por un lado, “la ficción construye
enigmas con los materiales ideológicos y políticos, los disfraza, los
transforma, los pone siempre en otro lugar” (1993a: 20). Por otro lado, es
posible pensar al “crítico como detective que trata de descifrar un enigma
aunque no haya enigma” (20). Aunque no sea crítica literaria, aunque
tampoco sea estrictamente ficción, Plata quemada (2000) se despliega en la
convergencia de ambas formulaciones. Piglia ficcionaliza en su tercera novela
los documentos de un caso periodístico. La construcción del relato responde
evidentemente a la máxima según la cual todo se puede ficcionalizar. El
personaje que investiga el caso es un periodista: Emilio Renzi. Ahora bien, es
posible recuperar la teoría de la ficción como disfraz, parafraseando las
palabras del epílogo de la novela: en Plata quemada, la ficción “transforma”,
disfraza “un caso menor y ya olvidado de la crónica policial”, lo convierte en
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una historia que adquiere “la luz y el pathos de una leyenda” (2015: 221). A su
vez, dentro de la ficción, el trabajo de Renzi, quien investiga el caso “como
detective”, funciona como ficcionalización de la figura del crítico, entendida
como quien “descifra” un enigma que quizá no existe. Entre los policías y los
criminales, entre la ley y la transgresión, en esa zona indeterminada en la que se
mezclan “ficción” y “realidad”, Renzi hace preguntas y toma notas.
Por su parte, en El último lector (2005), el discurso de la crítica asume la
forma de un ensayo narrativo. Piglia lee escenas de lectura ficcionales en un
conjunto de materiales de la literatura del siglo XX. Si en Plata quemada se
“disfrazaba” y se le confería estatuto literario a un caso menor de una sección
menor del periodismo, El último lector “descifra”, en el canon, las ficciones de
la lectura, es decir de una práctica prestigiosa, aunque acaso en camino a
quedar subsumida, en los albores del siglo XXI, en el carácter hipermedial de
los modos de consumo de la cultura digital. Como prólogo del libro, Piglia
propone un texto que no habla de lectura y que no es un ensayo. El texto es
en cambio un relato que se lee como ficción. Pero no es una ficción crítica,
sino un cuento, una ficción narrativa breve que instituye un lugar de escritura
en relación con el libro en general. Si, como se vio, algunas de las ficciones
de Piglia se construyen con el lenguaje de la crítica, la crítica misma se escribe
siempre desde la perspectiva que configura el oficio de quien también escribe
ficción. El comienzo del libro, en tanto que prólogo, no aclara ni anticipa
nada, es un rodeo ficcional, un desvío, una puerta de entrada que pone todas
las certidumbres de los ensayos del libro bajo una luz oblicua. No es el único
libro de Piglia que empieza con un desvío que desestabiliza el pacto de
lectura.
“En el umbral” (2015) es el primer texto de Los diarios de Emilio Renzi.
Años de formación después del prólogo. Allí, Piglia, en el comienzo de un libro
que fundamentalmente es un diario de escritor, en lugar de escribir una
primera escena de escritura, en lugar de contar su mito de origen como
escritor de ficciones, narra una primera escena de lectura; es decir, si se quiere,
narra su mito de origen como escritor de crítica literaria. El personaje tiene
tres años y ve leer a su abuelo. No entiende bien de qué se trata, pero los
gestos del abuelo lo “intrigan”. Son, en verdad, gestos mínimos: “ausente en
un círculo de luz, los ojos fijos en un misterioso objeto rectangular. Inmóvil,
parecía indiferente, callado” (2015: 15). “Intriga”, “misterio”, “un círculo de
luz”: las palabras y las imágenes remiten al policial, género que Piglia usa para
esbozar una concepción de la crítica literaria como “desciframiento”. Por lo
demás, en el relato, la “intriga” lleva al pequeño a cultivar el arte de la
imitación:
Carreras, “Hacia una construcción…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 79-103 90 ISSN 2422-5932
[…] esa mañana se trepó a una silla y bajó de una de las estanterías de la
biblioteca un libro azul. Después salió a la puerta de calle y se sentó en el
umbral con el volumen abierto sobre las rodillas.
[…]
Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga
sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés (2015: 15).
En el salto de la tercera a la primera persona, el relato señala la fractura del
discurso literario. A la vez, el escritor muestra el “disfraz”; es decir, como el
Arlt de “Nombre falso”, confiesa el índice ficcional del texto autobiográfico.
Además, la escena trae de nuevo la figura de Renzi como lector en un espacio
liminar, en esa “zona de indeterminación” que a Piglia le interesa trabajar en
su literatura o en la de los autores que lee como crítico. A su vez, ese lector
en ciernes, que ya casi lee aunque todavía no sabe cómo, pone mal el libro,
lo pone del revés. En el mito de origen del escritor de crítica literaria, lo que
se vislumbra es precisamente la figura del lector más “ingenuo” que se pueda
imaginar, en el sentido en que todavía no conoce los signos que le permitirían
hacer una “buena” lectura. Lee “mal”, pero, al mismo tiempo, ese lector
“ingenuo” representa la figura de un lector “ideal”, ya que puede dar vuelta
el texto, puede leer lo que nadie más. Finalmente, se trata de un lector
“apasionado”, ansioso, por eso ya quiere hacer su lectura visible. En la
construcción de su mito de origen como lector, Piglia ficcionaliza su posición
como crítico.
En la historia de la literatura argentina, Borges inventó lo que el
narrador de “Pierre Menard, autor del Quijote” denominó “la técnica del
anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas” (Borges, 1997: 55).
Además, practicó una forma de ensayo crítico atravesada por la
incertidumbre esencial del acontecimiento literario” (Giordano 2005: 2). En
suma, le dio forma a un procedimiento en el que se mezclan deliberadamente
crítica y ficción. Piglia, Ludmer y Rosa han generado proyectos de escritura
cuyos desplazamientos relativos fueron cruciales en lo que cabe describir
como una reinscripción y un despliegue de ese procedimiento bajo el nombre de
“ficción crítica”. La escritura de Piglia, los relatos en los que usó la crítica
para producir ficción, pero también las escansiones más narrativas de sus
ensayos críticos, son acaso las exploraciones de un escritor que, en ese
proceso de reinscripción del procedimiento borgeano, permanece en el
umbral, ni dentro ni fuera, o con un pie en cada lugar. Leer a Piglia para
pensar el problema de la emergencia de la ficción crítica argentina es leer
algunos de los bordes de una forma que Piglia no usó. O que, en todo caso,
como en esa primera escena de lectura, usó al revés, con el libro dado vuelta.
El sueño de la crítica
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Número 13 / Diciembre 2022 / pp. 79-103 91 ISSN 2422-5932
En 1972, hacia el final de la autodenominada Revolución Argentina, Ludmer
publica Cien años de soledad, una interpretación. En el prólogo, propone una
versión un poco más compleja respecto del planteo de Piglia acerca de los
relatos del poder. En un contexto político signado por el autoritarismo,
Ludmer observa que “el poder represivo politiza violentamente la cultura
[…] y al mismo tiempo [lo] niega y atribuye ese gesto al enemigo” (1985: 4).
Ya no se trata del poder entendido como totalidad. Aun frente a formas de
gobierno que pretenden un dominio absoluto, se vuelve necesario distinguir
los procesos represivos respecto de otras formas alternativas de ejercicio del
poder. Incluso cuando el autoritarismo se convierte en la voz oficial, existen
voces disidentes que eventualmente pueden encontrar las formas de hacerse
escuchar. Además, el poder represivo pone en funcionamiento un dispositivo
narrativo cuya ficción no solo consiste en negar la violencia de sus políticas,
sino que, además, responsabiliza de todo gesto de violencia “al enemigo”.
Por otra parte, Ludmer observa que existe una “tensión entre autonomía […]
y usos políticos de la literatura”, y que dicha tensión “define el carácter
específico del enfrentamiento de las lecturas críticas” (6). Esa concepción de
la crítica, cuyo trabajo es definido entonces por la tensión entre autonomía y
politización, se funda a su vez en una definición epistemológica: “El
conocimiento es polémico y estratégico” (4) a la vez. Lejos del mito liberal
según el cual todas las interpretaciones son válidas y conviven
armónicamente en el concierto de las diferencias, lejos de los programas
científicos que bregan por la construcción de un consenso intersubjetivo, si
una lectura crítica produce conocimiento, lo hace necesariamente contra el
conjunto de las lecturas que niega o enfrenta.
Ese mismo año, en una encuesta literaria publicada en la revista Los
Libros, Ludmer señala las posibilidades y los límites de lo que por entonces
concibe como una crítica materialista:
El trabajo crítico se inserta en el proceso de producción de la significación
mediante la palabra escrita, tomando como materia prima uno de los sectores
específicos de esa producción: el trabajo literario, la obra literaria. (Creo que si
volvemos a aprender, desde su etimología misma, la significación de la palabra
"obra", del latín opera = actividad del trabajador, así como operarius es el
obrero, podríamos revalorizarla y utilizarla en su sentido estricto,
despojándola de toda idea fetichista y mistificadora). El trabajo crítico es,
sobre todo, una serie articulada de lecturas escritas (1972: 5).
El pasaje pone en contacto el discurso de la crítica con el concepto de
“trabajo” y todo un campo semántico asociado. Con todo, la crítica es una
práctica “inserta en el proceso de producción de la significación” (5). Su lugar
es apenas distinto, en este sentido, al de la literatura. Casi se podría decir que
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una y otra están allí frente a frente. Pero entonces ¿en qué difieren? La
literatura genera ficciones. La crítica produce “una serie articulada de lecturas
escritas” (5). Por lo demás, la significación, eso en lo que ambos discursos
convergen aunque no se confundan, no es un producto, es un proceso. En la
misma entrevista, Ludmer plantea cuáles son las tareas de la crítica: “El
trabajo crítico debe rehistorizar y materializar el proceso literario” (6). Por un
lado, no simplemente reponer el contexto de producción de los textos, no
simplemente historizar, sino más bien articular instancias de producción, de
publicación, de lectura y reescritura de los textos. Por otro lado, la crítica debe
“materializar”, debe trabajar con la materialidad de los textos, es decir con el
lenguaje, con los efectos semánticos y pragmáticos y con las articulaciones
ideológicas de las obras literarias. Cien años de soledad, una interpretación despliega
una lectura en la que Ludmer no emprende todavía una tarea de
rehistorización, pero desarrolla un análisis textual que da cuenta de lo que por
entonces entiende por materializar. Trabaja con dos ejes de lectura: las
relaciones de parentesco y el mito de Edipo, las relaciones entre esas
materialidades lingüísticas que son los nombres de un árbol genealógico y los
modos en que dichas relaciones se fundan ideológicamente en el mito.
Publicado originalmente en 1977, Onetti. Los procesos de construcción del
relato incluye un extenso análisis de La vida breve (1950) de Onetti en el que se
desarrollan estrategias de lectura que llevan un poco más lejos las
posibilidades de la crítica materialista. Para Ludmer, Onetti ficcionaliza en su
novela el proceso de construcción de la ficción. La vida breve piensa la escritura
como producción, cuenta las condiciones materiales del escritor (Brausen, el
narrador, empleado de una agencia de publicidad) como trabajador, y las
condiciones de posibilidad de su relato (el “argumento” que Brausen escribe
por dinero) como resultado de un trabajo. ¿Cómo reflexiona el texto de
Onetti acerca del proceso de construcción de la ficción? ¿Cuáles son las
articulaciones entre “ficción” y “realidad”? ¿En qué sentido en esa reflexión
narrativa se encuentran las claves para comprender la poética de Onetti? Son
los problemas que Ludmer despliega en su trabajo. Por supuesto que, en
literatura, “No hay un referente unificante, pleno y estable” (Ludmer, 2009:
19). Existen, no obstante, zonas “privilegiadas” para el análisis (los “incipit”,
las “repeticiones”, las correlaciones intertextuales) en función de qué es lo
que se pretenda leer cada vez. En esas zonas en las que el relato se “escande”,
se da a ver, muestra sus posibilidades y sus límites, la crítica no tiene más que
trabajar con “la lengua [puesto que] es la materia y el enlace [de la literatura]
con la realidad” (93). Si el propósito de Ludmer en su lectura de La vida breve
es analizar los modos de producción y las condiciones de posibilidad de la
ficción en la literatura de Onetti, el foco de la lectura está puesto en “el trabajo
de transformación que la escritura imprime a la lengua, [es decir] su modo de
producción específico” (21). Esas transformaciones de la lengua son los
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modos de pensar de la literatura y constituyen, en última instancia, inflexiones
ideológicas.
En Onetti, el primer movimiento del texto de Ludmer consiste en
separar “ficción” y “realidad”: “Las primeras lecturas separan con nitidez los
dos planos” (17). Aún cuando Ludmer dice de inmediato que en la literatura
uno y otro plano se conectan por medio de la lengua; aún cuando postula que
la narración se despliega como articulación a partir de la figura de un narrador
(de una posición enunciativa) que cuenta (su vida) y escribe (ficción), el
primer paso del análisis consiste en separar, distinguir dos esferas que se
conciben nítidamente diferentes. Ahora bien, dicha separación entre
“ficción” y “realidad” es un movimiento que, en El género gauchesco. Un tratado
sobre la patria, publicado en 1988, no solo ya no tiene lugar, sino que, además,
por las propias características de los objetos críticos que se construyen en el
libro, resultaría evidentemente problemático. La literatura gauchesca abre el
proyecto crítico de Ludmer a una estrategia de lectura de acuerdo con la cual
los textos del género se conciben “en contacto” con los materiales literarios
y extraliterarios que constituyen su exterioridad. Allí, dice Ludmer, alrededor
y en relación con el género, está “la literatura de la época [...] y algo más: las
músicas, los murmullos de las voces, las risas, los gritos y los miedos” (2000:
42). De un lado, el uso letrado de la voz del gaucho que constituye la fórmula
del género; del otro lado, el uso de los cuerpos para la guerra y para el trabajo.
Pero, entre el adentro y el afuera, Ludmer postula la existencia de una “zona
donde una y otra orilla se tocan”, en la que funcionan “círculos o sistemas de
referencia mutua” (39).
En “Nota sobre la crítica”, la segunda nota al pie de El género gauchesco,
Ludmer teoriza la relación entre la crítica y su objeto. Allí plantea, en primer
lugar, que el sentido de una crítica se define por los objetos que construye:
“La categoría de objeto en crítica es simultáneamente la categoría de
restricción, de construcción y de sentido. Y definir qué lee un crítico [...] es
definir el sentido de su crítica” (2000: 19). En segundo lugar, plantea que la
construcción del objeto de la crítica supone “la referencia a la escritura de
otro, o a un corpus otro, sin la cual dejaría de ser crítica” (19). Es el carácter
diferencial del discurso literario lo que garantiza la posibilidad del discurso
crítico; uno y otro son discursos que, en este sentido, difieren en su relación.
Sin embargo, los límites de la crítica y su objeto, paradójicamente, a su vez,
coinciden: “Las dos fronteras se tocan; de un lado los objetos que se leen, del
otro lado las posiciones para la construcción y lectura de esos objetos” (20).
El género gauchesco se escribe a partir de esta relación ambigua. Crítica y ficción
son instancias de producción cuyos límites difieren y coinciden a la vez: son
las dos caras diferentes de un mismo proceso de significación a través de la
palabra escrita. En tercer lugar, Ludmer define el trabajo de lectura como un
proceso. Leer no es fijar, es producir desplazamientos del sentido. Ahora
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bien, no es casual que en la caracterización de ese proceso se invoque una
figura borgeana, al mismo tiempo que se concibe un horizonte en el que los
bordes entre crítica y ficción se podrían disolver:
Movilidad y diversidad: en este ensayo no se trata con un solo tipo de objeto.
Según las posiciones relativas de los objetos del género y de los sujetos de la
crítica, surgen figuras diversas. […] Se busca un tipo de línea o de perspectiva
privilegiada: la que permitiría leer todo a la vez y donde el objeto parecería
decirlo todo. O la que permita leer en los objetos del corpus del género lo
que se quiera leer; en esos aleph se verían el género y la crítica como si
estuvieran frente a frente y dibujaran algo así como un arco luminoso de 360°:
la transparencia total que es el sueño de la crítica. Entonces la crítica dejaría
de ser ella misma y el otro corpus y sus objetos dejarían de ser ellos. (2000:
20)
La alternancia entre el presente del indicativo (“se trata”, “se busca”), el
condicional (“permitiría”, “parecería”, “se verían”) y el modo subjuntivo
(“permita”, “se quiera”) genera una ambivalencia referencial que aproxima el
pasaje a la lógica de funcionamiento de la propia literatura. Ludmer convoca
las imágenes de algo que no está claro todavía si es un sueño que permanece
irrealizado, o si lo que se lee es ya el relato de una concreción. Además, tal
como Ludmer lo presenta, el sueño de la crítica tanto puede ser un querer ser
como una suerte de deriva delirante, o ambas cosas a la vez: el deseo de la
crítica sería entonces perderse en la locura de su objeto. En suma, si la
literatura se caracteriza por trabajar sobre la pluralidad del sentido, El género
gauchesco se escribe también en función de una construcción plural del sentido
de las formulaciones críticas. El texto de Ludmer oscila entre la explicitación
de un deseo que asume la forma de un programa por hacer y la producción
de un discurso que no excluye la fuerza expresiva del delirio, entre la
construcción de un conjunto de objetos y los desplazamientos conceptuales
de una prosa ambivalente, entre la crítica materialista y el sueño de la crítica.
Por otra parte, allí donde la crítica niega más rotundamente el mito de la
transparencia del lenguaje, en la medida en que produce un discurso tan
opaco como el de los objetos que construye, dice, paradójicamente, que su
sueño es “la transparencia total”. El caso es que, si tradicionalmente ha
funcionado para referirse a un tipo de escritura “instrumental” y “objetiva”,
la metáfora de la transparencia del lenguaje aparece aquí, en cambio, como
una “paradoja” según la cual el discurso de la crítica perdería los rasgos que
le confieren consistencia, y asumiría como propia la opacidad delirante de la
literatura.
Es Panesi quien ha recurrido a la noción de “delirio” para describir el
proyecto crítico de Ludmer, en un pasaje en el que plantea además que, en
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El género gauchesco, se leen claramente los gestos de una crítica inventiva o
experimental. Y si esos gestos eran ya reconocibles en Onetti, en el libro sobre
la gauchesca asumirían la dimensión de un descubrimiento:
La otra dimensión que Josefina descubre en El género gauchesco se relaciona con
la libertad de inventar o, lo que es lo mismo, la felicidad […] de experimentar
la crítica como una invención. Como si no hubiera habido ya invención en
los dos libros anteriores, como si no se hubiese permitido ya en Onetti… el
delirio […] (Panesi, 2018: 269).
En este mismo sentido, en la primera frase del prólogo a la edición del 2000
de El género gauchesco, Ludmer plantea que en el libro prevalece la imaginación:
“Este libro se escribió con la idea absolutista de que la imaginación crítica es
puramente verbal” (2000: 9). La crítica, puesto que imagina, incorpora en el
proceso de producción de la significación una lógica ficcional. Así, “Nota
sobre la crítica” se puede leer como una secuencia imaginativa en la que, entre
otras cosas, se define una perspectiva de lectura. Queda por saber, puesto que
en la descripción de esa perspectiva se invoca una figura borgeana, cómo
funciona el regreso a Borges en Ludmer. Si en su obra aparecen los signos de
un programa en el que se borrarían los bordes entre crítica y ficción, si algunas
de sus producciones se pueden leer como ficciones críticas, lo cierto es que
nada de ello ha puesto en crisis el reconocimiento genérico de sus textos
como ensayos. Las ambivalencias de las ficciones de Borges y de Piglia
desestabilizaron los pactos de lectura de unos artefactos que pudieron ser
leídos como pertenecientes a la crítica literaria tanto como a la ficción. En
cambio, en Ludmer, la imaginación de un horizonte en el que crítica y ficción
se fundirían una con otra, fue tan productiva para inventar nuevas lecturas
como insuficiente para concretar el sueño de la “transparencia total”. Si Piglia
recupera la incertidumbre borgeana con su ficción pero la niega en sus
trabajos críticos, Ludmer vuelve a Borges no para disolver el discurso de la
crítica en su objeto, sino para expandirlo con experimentos verbales y lecturas
imaginativas.
El género gauchesco. Un tratado sobre la patria no es exactamente un tratado.
El libro se propone y se lee como un ensayo, cuyo objeto no es, por otra
parte, la patria, sino la literatura gauchesca, y en todo caso la patria en tanto
que articulación ideológica en los textos del género. El subtítulo del libro, sin
embargo, pone en tensión ambas cosas, género y objeto. Algo semejante pasa
con el subtítulo del siguiente libro de Ludmer. Publicado en 1999, El cuerpo
del delito. Un manual, lejos de responder a la lógica didáctica o instructiva de
los manuales, despliega, como es sabido, una serie de análisis literarios y de
interrogaciones críticas. A la vez, su tema no es el delito en sí mismo, sino la
forma en que la literatura argentina pudo ficcionalizar las transgresiones de
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la ley. Dos textos, en suma, un “manual” y un “tratado”, que estrictamente
no son lo que dicen ser. En este sentido, en ambos subtítulos, Ludmer apela
al “como si” de la ficción.
Además, en el primer párrafo del prólogo de El cuerpo del delito, Ludmer
define el “tema” y el “campo” de la propuesta del libro. Y aunque uno y otro
se leen claramente como definiciones críticas, no es tan fácil distinguir los
límites entre crítica y ficción por el modo en que se las conceptualiza:
Mi tema es “el delito” y este libro es un manual sobre su cuerpo. Un manual
sobre “el delito” entre comillas (y sobre el delito y las comillas), porque no
sólo uso la palabra en su sentido jurídico sino en todos los sentidos del
término. Y porque mi campo es la ficción: los “cuentos de delitos” sexuales,
raciales, sociales, económicos, de profesiones, oficios y estados. Que son los
que forman El cuerpo del delito. Un manual (1999: 11).
Cabe recordar que Ludmer construye en el libro un corpus de lecturas muy
amplio trabaja con relatos de la tradición literaria argentina entre la
Generación del 80 y el fin del siglo XX respecto del cual señala que, a partir
de la consolidación del Estado nacional, de manera progresiva, los escritores
que forman parte de su corpus se profesionalizan, al mismo tiempo que los
materiales literarios que producen sufren un proceso de autonomización. En
parte por eso, y en parte porque en el pasaje citado rearticula una concepción
según la cual las comillas de la ficción implican una separación entre “ficción”
y “realidad”, dice Ludmer que, en El cuerpo del delito, el campo al que
pertenecen los objetos que construye, es la ficción. Pero, cuando lo afirma,
en virtud de la ambigüedad referencial que asume en ese contexto el
pronombre posesivo en primera persona, Ludmer parece decir algo más. En
efecto, la ficción es el campo al que pertenecen los “cuentos de delitos” que
se analizan en el “manual”, pero es también, si se quiere, el que de algún
modo le corresponde al propio discurso de la crítica. Es decir, cuando
Ludmer dice “mi campo es la ficción”, parece señalar al mismo tiempo el
estatuto de los textos literarios que analiza y el de los textos que despliegan
sus lecturas.
El prólogo a la segunda edición de El género gauchesco está fechado en
marzo del 2000, a doce años de la fecha de publicación de la primera edición.
Enunciado desde una perspectiva que evidentemente ya no es la del libro,
Ludmer dice allí que subyace en el texto una “idea absolutista”. ¿Cómo leer
esa adjetivación? Sea que se trate de una idea que le resulta ahora
desmesurada, injustificada o antojadiza, lo cierto es que esa idea postula “que
la imaginación crítica es puramente verbal” (2000: 9). Una escritura que se
define por lo que se imagina. Una imaginación que se despliega como puro
artificio verbal. Resuenan en esa caracterización los atributos que se le
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reprochaban a Borges, según Ludmer, desde el nacionalismo y desde la
izquierda entre los años 30 y 50 (1999: 4). En el prólogo de un libro en el que
la crítica materialista finalmente había conseguido superar el uso de las
categorías de “ficción” y “realidad” como planos separados, Ludmer sugiere
la necesidad de tomar distancia de una concepción de la crítica que
pretendería conservar los privilegios de la especificidad. Esa distancia se tensa
todavía más en el prólogo a la edición de Onetti del 2009. “Escribir sobre
Onetti en los años setenta era coincidir con su estética moderna, urbana,
cosmopolita, experimental, autorreferente: pura literatura y pura ficción”
(Ludmer, 2009: 10). Aunque Ludmer señala que aquella “crítica militante [...]
no [necesitaba] separar política y literatura porque el texto las [fundía]” (12),
también advierte que la propuesta de aquel entonces ya no es suficiente para
interrogar los procesos de significación del presente. Ya no se puede
restringir la observación crítica a la “pura literatura” y la “pura ficción”
porque ahora “el texto no está en la obra ni en la literatura sino en la
imaginación pública en forma de un hipertexto sin afuera” (14). La crítica de
los años setenta fundía política y literatura pero también postulaba una lógica
textual coincidente con una práctica de la literatura “autorreferente” y
“experimental” que habría quedado irremisiblemente en el pasado.
En El género gauchesco, la imaginación regía el trabajo de lectura. Allí, cada
objeto encerraba la promesa de un aleph. Dentro del sueño de la crítica, dentro
de esa ficción que la constituye como tal, crítica y ficción podrían verse
“como si estuvieran frente a frente y dibujaran un arco luminoso de 360°”
(2000: 20). Todo eso era una hipótesis imaginativa. Una pequeña ficción
crítica, sin duda decisiva respecto de la perspectiva desde la que Ludmer leyó
el género gauchesco, pero, aun así, esbozada en un lugar marginal, puesto que
se trata de una ficción articulada en los márgenes del texto, en una nota al
pie. Ahora bien, en Aquí América Latina. Una especulación (2020), el lenguaje de
lo posible, de lo conjetural, ya no se desliza en las definiciones tangenciales
del paratexto, sino que, literalmente, abre el texto y rige toda la argumentación
introductoria. La primera palabra del libro es taxativa: “Supongamos”.
Ludmer publica el libro en un contexto que construye como posibilidad
radicalmente distinta respecto de todo lo que la crítica literaria, entendida
como conjunto de “palabras”, “nociones”, “moldes”, “géneros” y “especies”,
pudo pensar tradicionalmente como contexto para sus objetos de
interrogación. Quizá por eso la crítica no tiene ahora más que hipótesis
tentativas para ofrecer:
Supongamos que el mundo ha cambiado y que estamos en otra etapa de la
nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de
los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como
testimonio, documental, memoria y ficción), necesitamos un aparato
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diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no
solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que
se dividía y diferenciaba. Esas formas nos ordenaban la realidad: definían
identidades y fundaban políticas y guerras (2020: 29).
Esta descripción del “nuevo mundo” es una posibilidad entre otras. Es una
construcción especulativa que se dice construcción. Es ahí, en esa hipótesis
de mundo, que Ludmer toma ahora la palabra. Las transformaciones sociales
de repente desplazan los límites de la crítica y la obligan a someter sus
protocolos de funcionamiento a un ejercicio de reconfiguración. Cambió el
mundo y cambiaron los modos de percepción. La crítica, si quiere entender,
no puede más que verse arrastrada por el contexto de transformación que
construye como posibilidad. La disolución de los límites de la crítica ya no es
el sueño de la transparencia total en relación con su objeto, sino una
necesidad a la vez epistemológica y estratégica. Ya no se trata solo de “leer lo
que se quiera leer”, sino, más bien, de “leer[lo] todo a la vez” (2000: 20). Pero
no en el sentido de leer todo en el texto, sino más bien de leer todo como un texto.
De lo contrario, la crítica corre el riesgo de no entender, de leer continuidad
donde no hay más que ruptura, de seguir leyendo “pura ficción” en un
contexto en el que la ficción se encuentra diseminada en las configuraciones
de una “imaginación pública” sin afuera. “La imaginación pública sería un
trabajo social, anónimo y colectivo de construcción de realidad” (Ludmer,
2020: 31). La idea es “ver cómo funciona la fábrica de realidad para darla
vuelta” (33). Son algunos de los enunciados que señalan un horizonte de
trabajo, incluso más allá de los límites trazados por los materiales
fundamentalmente literarios y ficcionales que Ludmer construye en Aquí
América Latina.
Para Ludmer, el sueño de la crítica supone en todo momento el
programa de sobrepasar los límites de la crítica. En este sentido, la crítica se
define cada vez en el sueño de trascender sus propios límites en el proceso
de producción de la significación. En todas sus propuestas, Ludmer
construye una perspectiva desde la cual interroga sus objetos y prefigura las
coordenadas de una propuesta crítica por venir. Nunca dejó de producir
enunciados críticos experimentales, nuevas configuraciones críticas, porque
siempre escribió en función de una concepción de la crítica entendida no solo
en términos de “polémica” y “estrategia”, sino también entendida como
transgresión. En Aquí América Latina, el sueño de la crítica ya no solo supone
la construcción de una posición privilegiada desde la cual leer todo en el texto.
Tampoco implica simplemente la prefiguración de un momento en el que
crítica y literatura se podrían fusionar. En un texto que se abre como
invitación a la conjetura y a la especulación, lo que se propone es que la crítica
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debe ahora sobrepasar los límites dentro de los que siempre ha construido
sus objetos.
El paradigma de la ficción
El espacio de emergencia de la ficción crítica está relacionado con una
problematización de la relación entre los discursos de la crítica y la literatura,
y a su vez con una reconfiguración del modo en que ambos discursos se
relacionan con la historia. Hacia la segunda mitad de la década del 80, algunos
de los proyectos críticos más relevantes coinciden en la percepción de que es
indispensable poner en discusión las concepciones que entienden el discurso
de la crítica como producción de enunciados científicos objetivos. A su vez,
si toda una tradición que se remonta a Contorno piensa el discurso literario en
relación con las coyunturas históricas en virtud de la elaboración de esquemas
de lectura que tienden a politizar el discurso de la crítica, la ficción crítica no
deja de pensar las articulaciones entre crítica, política y literatura, pero las
integra en esquemas de lectura que subrayan el carácter polisémico y
diferencial del discurso literario. Por lo demás, en un contexto de quiebre de
los proyectos revolucionarios, la emergencia de la ficción crítica se presenta
como un repliegue del discurso de la crítica hacia la literatura, no para
desconectarlo de los debates políticos, sino para desplazar el lugar desde el
cual la crítica puede intervenir.
En los primeros años del siglo XXI, la ficción crítica sufre un
desplazamiento: la preocupación es ahora construir el contexto en el que se
interviene, y dicho contexto despliega las marcas de una transformación
radical o de un corte histórico. Para Ludmer consistía en la emergencia de un
“nuevo mundo” que exigía la invención de nuevas categorías de análisis.
Otras variantes de la ficción crítica adquieren resonancias más bien trágicas
o apocalípticas, y “lo nuevo” se traduce entonces como “lo peor”. Es el caso
de Nicolás Rosa, para quien, por ejemplo, “Los órdenes mundiales generados
por la satelización encubren los rigores de las endogamizaciones aceleradas
de sectores que se hunden en profundidades prebabélicas” (2006: 61). Estos
“órdenes mundiales” se presentan como la materialización de un caos
inminente. Es un tipo de construcción que pone en crisis el sueño de la
crítica, lo da vuelta y le confiere los rasgos de una pesadilla. El revés del sueño
de la crítica es entonces una construcción aterradora que se concibe como
realidad. La fragmentación lingüística aparece como el correlato de una
fragmentación social encubierta por la falsa hiperconexión generalizada de la
satelización. O el concepto de literatura se disuelve y “migra” en “diversos
soportes de la actividad representativa actual”, y “sus formas son ahora el
facsímil, la copia, la réplica […], nuevas formas de lo Mismo” (62). Las
transformaciones del siglo XXI ponen quizá a la crítica en general no solo
frente a la urgencia de generar perspectivas de análisis y estrategias discursivas
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novedosas, entre las cuales la ficción crítica sería una opción entre otras, sino
también frente a la necesidad, por no decir la urgencia, de situar el discurso y
problematizar el contexto de intervención.
Rosa encarna para la crítica argentina el paradigma de la ficción
sencillamente porque escribió ficción crítica. Esto es así al menos en dos
sentidos. Por un lado, Rosa nombró la categoría en esos términos: escribió
literalmente el sintagma “ficción crítica” para designar lo que la crítica hace o
debería hacer. Por otro lado, entendió precisamente en esos términos su
propio proyecto de escritura. Rosa piensa y dice el discurso de la crítica en
términos de ficción. Y si, por alguna razón, alguien pudiera decir que en
realidad lo que escribe todavía no llega a ser ficción crítica, esa noción, con
toda certeza, constituiría en Rosa un programa por hacer, funcionaría en tal
caso como su horizonte de escritura. Para Rosa, la crítica tiene que ponerse
al mismo nivel ficcional que la literatura. Pero, en un sentido más radical, la
crítica, aún cuando asuma como propios los protocolos de la investigación
más objetiva, en realidad, no podría más que fundarse en las posibilidades de
la ficción. Es decir, más que ponerse al mismo nivel que su objeto, la crítica
tiene que asumirse en ese nivel en el que ya de algún modo funciona en tanto
que escritura. Respecto de la categoría de “ficción crítica”, los planteos de
Rosa oscilan entre estas dos tipologías textuales, una descriptiva y otra
prescriptiva. Es una de las ambivalencias que despliega su escritura.
En Los fulgores del simulacro (1987), el propio título del volumen pone el
discurso de la crítica en relación con el problema de la ficción; ya no
simplemente como objeto de la crítica, sino como lógica discursiva, como
fuerza operativa del propio discurso de la crítica. En el título del libro, los
que “fulguran” no solo son los simulacros de la literatura. La crítica misma
fulgura allí como un simulacro más o como una más de las formas del
simulacro. Por cierto, no simplemente como una forma más, puesto que el
discurso de la crítica es nada menos que la forma de simulacro que toma en
este caso la palabra. En este sentido, si en el libro las ficciones literarias
pueden brillar, no solo es en virtud del resplandor que emana de la literatura,
sino también de los fulgores de los que el propio discurso de la crítica es
capaz. En el primer texto del volumen, “Estos textos, estos restos”, Rosa
pone el sueño de la crítica entre lo descriptivo y lo programático y dice que
la ficción es el punto de articulación entre la crítica y su objeto: “La crítica no
puede, no debe, mantener una relación de subordinación con respecto a los
objetos literarios sino que, revalorizando una relación dialógica con ellos,
debe adquirir su mismo nivel y por lo tanto su mismo rango de ficcionalidad”
(1987: 10). Entre el “no puede” y el “no debe”, en esa breve oscilación, entre
la imposibilidad de hecho y el gesto programático, el discurso de la crítica
duda, avanza y retrocede, dice y corrige su decir, hace del texto la puesta en
escena de una especie de escritura en borrador. Sobre la corrección queda
Carreras, “Hacia una construcción…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
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vigente lo corregido, y esa ambivalencia establece una tensión entre una idea
de lógica discursiva de hecho (la crítica es ficción, no puede no serlo) y la
postulación de un programa para el cual es necesario asumir una posición
polémica (la crítica debe ser ficción, a pesar y en contra de las perspectivas
de acuerdo con las que la crítica debería ser más bien otra cosa).
En “Viñas: las transformaciones de una crítica”, también publicado en
Los fulgores, se lee la misma oscilación entre el ser y el deber ser de la crítica
como ficción: “hoy diríamos que el discurso crítico no puede consistir en
ninguna especificidad, ni formal (formalista), ni estructural (estructuralista),
ni siquiera ontológica o ideológica. El discurso de la crítica es la literatura en
una de sus versiones: la ficción crítica” (2003: 53). Es preciso señalar, antes que
nada, no solo el gesto de nominación, sino también el lugar que Rosa le asigna
a la crítica dentro de la literatura. Una recolocación que asume, por cierto, la
forma de un enunciado borgeano. Por otro lado, el “no puede”, en este caso,
supone una imposibilidad atenuada en cierta medida por el condicional del
declarativo “diríamos”. Una cosa es decir que A no puede consistir en B, y
otra muy distinta es decir que eso, eventualmente, lo diríamos. Pero, a pesar
de todo, aun cuando la imposibilidad de una crítica específica quede bajo el
ambiguo paraguas de un condicional, lo cierto es que, a la vez, “el discurso
de la crítica es [ya] la literatura en una de sus versiones” (53). El condicional
del declarativo, ese “hoy diríamos”, implica ya, de algún modo, un índice de
ficcionalidad. No sería forzar demasiado las cosas poner en serie ese giro
textual con el “supongamos” de Ludmer. Antes incluso del gesto nominativo,
casi como un lapsus que lo anticipa, la idea de ficción crítica se infiere en ese
“hoy diríamos” como un deslizamiento ideológico en el que la crítica, como
práctica, en el “ahora” del texto de Rosa, ya se reconoce.
Pero todo esto es un punto de llegada. Rosa no siempre escribió desde
una posición de ambivalencia operativa como la que funciona ya en Los
fulgores del simulacro. En el primer número de la revista Los Libros, se publica
un artículo de Rosa en el que aparece una concepción de la crítica
sustancialmente distinta respecto de los planteos que se acaban de evocar. El
artículo es un comentario del volumen Nueva novela latinoamericana (1969), una
compilación de crítica literaria a cargo de Jorge Lafforgue. El título del
artículo es significativo porque transfiere la idea de lo nuevo de la narrativa a
la crítica. Pero lo hace en modo interrogativo: “Nueva novela latinoamericana
¿nueva crítica?” (Rosa, 1969: 6). Allí, lejos de las postulaciones descriptivas y
prescriptivas de la crítica como ficción, Rosa propone identificar y terminar
con los mitos de la crítica. En el pasaje en cuestión, queda claro que esos
mitos, más que ficciones, son errores epistemológicos, creencias equivocadas
que falsean o que debilitan los modos de leer. Cabe poner en perspectiva esta
preocupación por los mitos y subrayar el contraste con la idea de ficción
crítica que Rosa va a postular años después:
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Tal vez esté allí nuestra mayor fuerza y nuestra mayor posibilidad:
desembarazarnos perentoriamente y “combativamente” de los mitos de la
crítica. Enumeraremos algunos: la “unidad de la obra” (un mito más reciente
que deriva de un mito anterior: la “unidad de la creación” y engendra otro
que es nuestra máxima preocupación actual: la “autonomía de la obra”,
cuando precisamente la crítica debe ser ese mediador necesario de las
significaciones que se entrelazan en los numerosos pasajes de la obra y el
mundo: cuando precisamente debería proponerse que la obra es ese mismo
sistema relacionante y en continua transformación con lo que es el sistema
homólogo del mundo). Otros mitos conexos a pulverizar: Tematización,
Esencialidad, Transparencia del Lenguaje (1969: 6).
Estos mitos son entonces falsedades, algo así como un sentido común, una
doxa, o una de las inflexiones de la doxa, cosa contra la que Rosa, en sus
distintas intervenciones, acaso nunca dejó de batallar. En ese entonces, la
“unidad de la obra”, la “autonomía”, la “tematización”, la “esencialidad” y la
“transparencia del lenguaje”, eran errores, mitificaciones que la crítica estaba
llamada a superar. Ahora bien, en Los fulgores del simulacro, lo que parece
cambiar, más que las convicciones (“valores positivos”) a partir de las que
escribe Rosa, es la estrategia de combate: ya no se trata de “desembarazarse”
de esos posicionamientos porque suponen ideas a desmitificar, ya no se trata
simplemente de correr el velo de las ideologías para confrontar los textos
literarios con los ojos de la verdad; se trata, más bien, de postular los mitos
de la crítica precisamente como lo que son, como ficciones, de poner en
funcionamiento esos mitos como dispositivos de lectura que se encuentran
“al mismo nivel” que las ficciones literarias que la crítica hace el ejercicio de
leer. En el artículo de Los Libros, la verdad estaba en otro lado y su búsqueda
exigía “combatir” los mitos sedimentados en el fondo del sentido común. En
Los fulgores, la verdad de la crítica está allí mismo, en los mitos que se inventan
para interrogar los procesos de significación de los textos literarios. Así, Rosa
vuelve sobre sus pasos y resuelve el problema de los mitos de la crítica con
un giro autorreflexivo: pone sobre la mesa las cartas de la ficción que la crítica
no puede más que producir para leer.
Rosa le asignaba a la crítica en el artículo de Los Libros un lugar de
mediación. El crítico era allí el guardián de los “pasajes” entre la obra y el
mundo. En ese lugar, la figura del crítico resiste el mito contra el cual es más
urgente combatir: el mito de la autonomía. El crítico mantiene abiertas las
vías de contacto entre la literatura y la vida, pero, en realidad, la obra misma
es ya un sistema relacionante. La crítica, en todo caso, lo que puede es
garantizar, mediante su ejercicio, mediante la actualización de los
desplazamientos de un sistema “en continua transformación”, que los pasajes
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funcionen. Es posible incluso arriesgar una hipótesis, en todo caso una
imaginación oscura: si el crítico no lograse resguardar los vasos comunicantes
entre la obra y el mundo, si fallara en su papel de mediador, el mito de la
autonomía prevalecería, el error que profesa como verdad podría convertirse
en realidad, la razón de la que carece podría convertir la propia realidad en
una pesadilla. El riesgo de la fragmentación recorre la escritura de Rosa desde
la concepción de la crítica que funciona en Los Libros hasta el modo en que
se configura el contexto de intervención en Relatos críticos.
En “Estos textos, estos restos”, el artículo introductorio de Los fulgores,
las ficciones de la crítica no aparecen como mitos sino como “fantasmas”.
Ahora bien, bajo la noción de “fantasmas” no se incluyen exactamente los
mismos problemas que en el artículo de Los Libros aparecían como mitos que
era necesario superar. Es decir, hay un desplazamiento que no solo tiene que
ver con el modo de nombrar la ficcionalidad de la crítica; también son otras
las ficciones que allí se pueden ver: “En el imaginario de la crítica
contemporánea toman cuerpo tres fantasmas de los que me he hecho cargo
sucesivamente: el de la paternidad textual, el de la pluralidad de los sentidos
de la “obra” literaria y el de la especificidad de la literatura” (Rosa, 1987: 15).
Estos fantasmas ya no son entonces mitos contra los que sería necesario
combatir en virtud de una verdad que se encontraría en otro lado o que habría
que buscar con otras categorías, con otro lenguaje, con otras metáforas. Más
bien son las imaginaciones con que la crítica puede ir en busca de su propia
productividad. Este giro estratégico supone una doble precaución teórica: la
crítica no debería pretender o esperar deshacerse sin más de sus fantasmas ni
tomarlos como premisas a partir de las cuales fuese posible construir el
edificio de las “buenas” lecturas. Si pudiésemos recuperar la denuncia de los
mitos en el artículo de Los Libros desde la perspectiva de Los fulgores,
podríamos decir que el problema de la crítica mitificante era tomar los mitos
como las “bases sólidas” de una crítica en verdad imposible. En el lugar de
los fundamentos combatidos en el 69, Rosa pone en el 87 un vacío lleno de
fantasmas. Contra ellos, carece de sentido que el crítico se proponga
combatir. Más bien, si hay fantasmas, lejos de la urgencia de una disipación
tendiente al rigor científico y a la racionalidad del discurso crítico, conviene
“hacerse cargo” de las corporizaciones fantasmáticas que de todos modos se
producirán en el imaginario de la crítica.
Así, por ejemplo, frente al fantasma de la “paternidad textual”, existen
“dos versiones relevantes y en ambas –entre ambas– nos seguimos
moviendo: el reconocimiento y por ende la búsqueda de las fuentes
originarias” y “el cuasi-mitologema de la diseminación” (Rosa, 1987: 15). Así
también, respecto del fantasma de la “pluralidad de sentidos de la obra”, la
“crítica contemporánea” reivindica “siempre la multiplicidad de las lecturas,
la pluralidad de los sentidos, la varia interrogación, incluso la polisemia y la
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ambigüedad semánticas, hasta la indecibilidad del sentido” (16). En lo que
respecta al “fantasma formalista de la especificidad”, se trata en este caso de una
construcción crítica que, por cierto, “es más fácil de aventar. Luego del
compromiso estructuralista, la literatura se encontró límpida y acerada en su
forma y en sus formalizaciones pero aislada del conjunto de los discursos
sociales, alejada de la heteroglosia circundante” (17). Estamos otra vez muy
cerca del mito de la autonomía, que ahora toma cuerpo como fantasma de la
especificidad, de la literaturidad, del lenguaje específico de la literatura, un
fantasma cuyo cuerpo es tan insustancial que ya casi es imposible que asuste
a nadie. Sin embargo, aunque ya no asuste, su espectralidad desvanecida sigue
recorriendo los claustros, toma a veces “la forma más sofisticada del
humanismo universitario”, y, por ende, es preciso que el crítico todavía “se
haga cargo” de él. Con todos los cuidados del caso: es preciso no desconocer
que la literatura nunca está tan alejada de la “heteroglosia circundante” como
el buen estructuralista estaría inclinado a suponer, que sus restos están
rodeados de otros restos, que los numerosos pasajes que entrelazan la obra y
el mundo son también para la crítica objeto de preocupación o instancias de
articulación de sus lecturas. Leer desde el fantasma de la especificidad, en
suma, no significa o no debería significar nunca esencializar sus posibilidades
como ficción.
En “El olvido textual” (1990), incluido en El arte del olvido, Rosa
recupera y reformula un fragmento de “Estos textos, estos restos”. En dicha
reformulación, se problematiza la relación entre escritura y literatura, dos
nociones que en el artículo introductorio de Los fulgores todavía funcionaban
como sinónimas o en todo caso como nociones intercambiables. Así, la
versión del pasaje en “El olvido textual” complejiza y le confiere más
precisión conceptual a la formulación. El fragmento es importante, además,
porque introduce la metáfora de la contaminación, muy productiva para
pensar la relación entre lenguaje y ficción:
La escritura es un discurso excedentario pero riesgoso: la ficción contamina
y por ende nuestra hipótesis de máxima y de mínima ficcionalidad de toda
letra incluye al discurso de la crítica: ese discurso que simula hablar de un
objeto, la escritura, la literatura, como un simulador cibernético y que no
puede entrar en relación de subordinación o de independencia con respecto
al mismo, no es un discurso-otro pero tampoco es un metalenguaje (1990:
159).
La ficción contamina. No se trata, en todo caso, de una noción discreta, sino
que, más bien, responde a una lógica gradual, se mide en términos de “más”
o “menos”. Es por eso que los combates que Rosa proponía contra los mitos
de la crítica estaban perdidos de antemano. La escritura aparece ahora como
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un dispositivo que le permite a la crítica pensar la ficción desde el interior
mismo de la ficción. El crítico ya no es un mediador, el suyo no es ni un
“discurso-otro” ni un “metalenguaje”, más bien hay que decir que su trabajo
de simulación forma parte de un dispositivo (la escritura) que “no posee
ninguna consistencia”, que “es pura insistencia significante en el conjunto de
las voces alternas que componen la heterología social” (158-159). El fantasma
de la especificidad no podría haber mostrado un rostro más insustancial. Si
la escritura se distingue por algo dentro del conjunto de las “voces alternas”,
no es más que por su empecinada insistencia. El discurso de la crítica simula,
se hace pasar por lo que dice ser. Ese es su modo de insistir: “simula hablar
de un objeto, la escritura, la literatura, como un simulador cibernético” (159).
La enumeración de elementos concomitantes que a la vez podrían ser
opciones alternativas (“un objeto, la escritura, la literatura”) es el modo en
que el discurso de la crítica, en la escritura de Rosa, insiste, como si el lugar
enunciativo se resolviera también en esa suerte de oscilación deliberada del
sentido.
El concepto de ficción asume entonces la dimensión de un paradigma,
dentro del cual el dispositivo de la escritura cumple una función de enorme
relevancia. La escritura “insiste”, constituye un “discurso excedentario”. Es
lo que la distingue de las voces que componen la “heteroglosia social” o la
“‘charlatanería’ de los discursos sociales” (Rosa, 1987: 11). Si el concepto de
literatura se funda en la falta, la escritura es excesiva, deja restos que
reactualizan o rearticulan nuevas escrituras. Escribir la lectura de la escritura
de un otro (uno de los usos de la crítica) es un simulacro, una de las formas
de la ficción, la puesta en funcionamiento de un dispositivo de simulación del
cual se desprenden fulguraciones, materializaciones, conceptualizaciones,
rehistorizaciones. Toda escritura, en realidad, no es más que ese ejercicio de
reactualización/rearticulación de la escritura de otros en la propia escritura,
que se repite indefinidamente. Algo así como “Falsificaciones que también se
inspiraron en falsificaciones” (Piglia, 1994: 91). No hay escritura (no hay letra
en realidad) que no esté contaminada de ficción. A veces más, a veces menos,
el lenguaje siempre se despliega o se repliega bajo un índice de “máxima” o
de “mínima” ficcionalidad. En el párrafo final de “El olvido textual”, Rosa
propone una formulación del paradigma de la ficción, articulado a la luz de
categorías provenientes de la teoría lacaniana:
El imaginario textual es el depósito de la ficción que cada época y cada cultura
metaboliza entre lo Real y lo Simbólico. La escritura es el dispositivo que
manifiesta y posibilita la mostración-ocultamiento de esta ficción. Nuestras
especulaciones, si somos fieles a nuestros axiomas, son también ellas una
forma de la ficción contemporánea donde se revelan los interrogantes
enlazados de nuestro tiempo: el significante, y por ende el enigma del sentido,
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el sujeto, y por ende el enigma del objeto, y entre ambos el enigma mayor de
la cultura (Rosa, 1990: 161).
La escritura es un dispositivo puesto en jaque por la ficción: no puede más
que mostrar u ocultar su carácter ficcional. Si la escritura muestra su carácter
ficcional dice lo que es, y si lo oculta, en la medida en que simula ser otra
cosa, en el carácter ficcional de su rodeo, la escritura queda al descubierto
como ficción. Podríamos volver a las palabras de Arlt en la ficción de Piglia
y decir que la escritura no es más que ese ejercicio por el cual los escritores
dicen que ofrecen “moneda falsa”, aun cuando la gente reciba esas monedas
como mercancías legítimas, aun cuando la “ingenuidad” condene a leer allí
mercancías sin restos carentes de legitimidad. Pero hay algo más, otra forma
de leer el texto de Rosa. La puesta en funcionamiento del dispositivo de la
escritura no hace posible otra cosa más que mostrar y ocultar a la vez su
carácter ficcional. La ficción, en la escritura, se muestra y se oculta, es una
suerte de movimiento alterno lo que define su modo de funcionamiento o su
proceso de producción de significación. Así, el movimiento dialéctico de la
escritura se despliega entre la mostración y el ocultamiento, entre la confesión
y la falsificación, entre el índice ficcional del testimonio y el matiz ficticio de
la confesión.
Restos
El proyecto crítico de Piglia, como se vio, disocia crítica y ficción, aunque,
sin duda, se despliega en la confluencia del discurso de la crítica con la
narrativa. En sus ensayos críticos, sobre todo en El último lector, los
procedimientos narrativos sostienen las lecturas. Sin embargo, solo en sus
ficciones literarias la crítica se mezcla deliberadamente con la ficción. Claro
que Rosa lo diría de otro modo, porque toda letra está contaminada de
ficción, incluso los ensayos críticos menos conjeturales y menos ambiguos.
Rosa nos permitiría decir, en todo caso, que el carácter ficcional de una
escritura, de acuerdo con el modo en que se resuelve en sus articulaciones
conceptuales esa compleja dialéctica entre confesión y falsificación, es una
cuestión de grado, de “máxima” y de “mínima” ficcionalidad. En un artículo
de Arturo Carrera sobre Nicolás Rosa leído en la presentación de La letra
argentina (2003), el poeta plantea la siguiente hipótesis: en su proyecto de
escritura, Rosa fue el crítico hispanoamericano que más se acercó a la poesía,
entendida como un ejercicio de escritura en el cual “se pone en crisis el
lenguaje” (Carrera, 2016: 19-20). Rosa, en su escritura, lo que habría
desplegado es, entonces, una poética. Acaso también sea conveniente recurrir
a una caracterización similar para pensar el lenguaje experimental de buena
parte de las lecturas de Ludmer. Así, por ejemplo, en El género gauchesco,
Ludmer produce una serie de reflexiones en las que se pone en crisis el
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lenguaje del género y nuestra propia concepción del lenguaje de la crítica
literaria. Una forma de escritura que consistiría en poner en crisis el lenguaje
en las escrituras de otros y en experimentar sobre la propia singularidad del
discurso de la crítica. Son entonces dos derivaciones posibles: un “pasaje a la
narración” y un “pasaje a la poesía” de la crítica argentina. Dos variantes
alternativas. O también, dos derivaciones que eventualmente podrían
articular una dialéctica en el interior de una misma escritura.
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