Albin y Sued “Cambaceres, un bautista…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 12 / Julio 2022 / pp. 151-175 151 ISSN 2422-5932
CAMBACERES, UN BAUTISTA
HETERODOXO. LOS NOMBRES EN
POTPOURRI
Y
MÚSICA SENTIMENTAL
CAMBACERES, A HETERODOX BAPTIST. NAMES IN POTPOURRI
AND SENTIMENTAL MUSIC
Juan Albin
Universidad de Buenos Aires Universidad Nacional de las Artes
Licenciado en Letras. Profesor de estética en el Departamento de Artes Visuales de la UNA (Universidad Nacional
de las Artes) y de literatura argentina del siglo XIX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Universidad de
Buenos Aires). Su trabajo de investigación aborda las imágenes impresas en las publicaciones de la literatura gauchesca.
Ha publicado, en libros y revistas especializadas, ensayos y artículos sobre literatura y arte argentinos del siglo XIX.
Contacto: juanfalbin@gmail.com
ORCID: 0000-0001-6819-1702
Emiliano Sued
Universidad de Buenos Aires
Licenciado en Letras. Docente de literatura argentina del XIX en la carrera de Letras (FFyL / UBA);
investigador del Instituto de Literatura Hispanoamericana (FFyL / UBA). Ha publicado textos críticos sobre
literatura testimonial argentina, tango, José Rivera Indarte y Eugenio Cambaceres. Su investigación de doctorado
aborda producciones literarias sobre matreros a partir de un enfoque que privilegia la relación de este tipo de gauchos con
el espacio
Contacto: emilianosued@hotmail.com
ORCID: 0000-0002-2195-2962
ARTÍCULOS
Albin y Sued “Cambaceres, un bautista…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 12 / Julio 2022 / pp. 151-175 152 ISSN 2422-5932
Fecha de envío: 28/07/21 Fecha de aceptación: 07/02/22
Autoría y anonimato
Narrador
Nombre propio
Novela
Literatura argentina del
siglo XIX
La decisión de Eugenio Cambaceres de publicar sin firma su obra inaugural Potpourri. Silbidos
de un vago (1882) puede ser considerada un primer indicio de su manera de relacionarse con los
nombres propios. El anonimato fue un factor relevante en el éxito escandaloso que alcanzó la novela;
no menos decisivo que las indiscretas referencias explícitas o implícitas (en clave) a algunos sujetos
reales. También fue anónima y muy vendida su segunda obra Música sentimental (1884), que
repetía el subtítulo de la anterior y le daba continuidad al vago, el innominado narrador cuyos rasgos
hicieron que se lo identificara sin mediaciones con el autor. Cuando la novela aún no estaba consolidada
en la literatura argentina, Cambaceres encontró en el manejo de los nombres propios una de las vías
más fecundas para experimentar con el género novelístico y hacer sonar su propio nombre.
RESUMEN
PALABRAS CLAVE
Authorship and
anonymity
Narrator
Name
Novel
19th century Argentine
literature
Eugenio Cambaceres’ decision to publish his inaugural work Potpourri. Silbidos de un vago
(1882) without signing it can be considered as a first indication of his way of relating to names.
Anonymity was a relevant factor in the novel's scandalous success, not less decisive than the indiscreet
references explicit or implicit (coded) to certain real subjects. His second work Música
sentimental (1884) was both anonymous and successful too, and it repeated the subtitle of the
first thus providing continuity to this “vago”, the unnamed narrator whose features caused him to be
directly identified with the author. In times when the novel was not yet consolidated in Argentine
literature, Cambaceres found by means of his use of names one of the most productive ways of
exploring this genre and ultimately sounding his own name.
KEYWORDS
Albin y Sued “Cambaceres, un bautista…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 12 / Julio 2022 / pp. 151-175 153 ISSN 2422-5932
Los juegos del autor
En ¿Qué es un autor? (1985) Michel Foucault señala que la proclamada
desaparición del autor en la década de 1960 no hace otra cosa que “descubrir
el juego de la función autor” (53). Dado que esta función está asociada a un
nombre propio, se podría pensar que el anonimato activa ese juego de un
modo singular. La decisión de Eugenio Cambaceres de publicar en 1882 sin
firma su primera obra Potpourri. Silbidos de un vago colaboró sin duda con la
gran repercusión y el éxito de ventas que alcanzó la novela. También fue
anónima y muy leída su segunda obra Música sentimental. Silbidos de un vago,
que apareció dos años después; su primera tirada se agotó en menos de
quince días.
Sergio Pastormerlo ha precisado los rasgos de una particular serie de
literatura escandalosa que se abre con Potpourri. Se trata de textos narrativos
en que la adaptación criolla del naturalismo tiende hacia una inflexión
chismosa y hacia un tono obsceno y aun pornográfico, que transgrede el
recato sexual de la época (Pastormerlo, 2007: 24). Dando un paso más allá de
esa caracterización de Pastormerlo, llama la atención que todos esos textos
no hayan contado con un nombre real como escritor responsable de la obra.
En 1882, por ejemplo, se anuncia como publicación anónima Ladridos de un
perro (Cymerman, 2007: 730), y en 1884 se publica sin firma Chez Buenos Aires.
La gran canalla; en esta obra, el anonimato fue especialmente subrayado por
los puntos suspensivos (“por…”) dispuestos gráficamente en el lugar del
autor (Pastormerlo, 2007: 23). También en 1884 se anunció la próxima
edición de Potpourri. Memorias de un bisojo, escrita por Pilatus (Cymerman, 2007:
749). Por último, el de Música celestial es un caso especial: publicada en 1885,
no solo jugaba con las expectativas de un título con el que se había anunciado
inicialmente la segunda novela de Cambaceres (Cymerman, 2007: 750) sino
también con un seudónimo (Rascame-bec) que funcionaba como anagrama
de su propio nombre. Podríamos decir entonces que en todos estos textos,
además de la flexión chismosa y obscena, también escandalizaba la
articulación de esas opciones estéticas con un modo particular de resolver la
responsabilidad autoral. En Potpourri. Silbidos de un vago el chisme adoptaba la
forma de una novela en clave, que a su vez parecía meterse en la alcoba de
sus personajes y mostrarlos en cueros ante los lectores. Si todo ello
escandalizaba en una sociedad de dimensiones aún pequeñas, no lo hacía
menos el hecho de que, mientras se sugerían e incluso explicitaban ciertos
nombres reales (como los de Mitre y Tejedor o los de Cané y Goyena), el
autor sustrajera el suyo. Esa conjunción fue explosiva y explica en parte el
éxito ruidoso con que Potpourri abrió el campo para la serie de publicaciones
que siguieron su huella.
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Según Robert J. Griffin, el anonimato no es una característica exclusiva
de la cultura oral o del manuscrito; durante siglos siguió siendo una forma
dominante de la cultura impresa. Por lo tanto, el estudio de la autoría durante
el surgimiento del autor profesional en Europa, a partir de la segunda mitad
del siglo XVIII no puede eludir una comprensión histórica del anonimato.
Si bien esta práctica comienza a decaer aceleradamente en la segunda mitad
del siglo XIX, en la secuencia histórica, el anonimato no es reemplazado por
la autoría declarada. En muchos casos, los autores seleccionaban entre sus
textos aquellos que firmarían y aquellos que no firmarían o publicarían bajo
un seudónimo, que, según Griffin, es una forma de anonimato que emplea
un nombre. La distancia que separa el nombre del autor (legal o ficticio) del
escritor empírico es una metáfora de la impersonalidad; en este sentido, el
anonimato sería la realización literal de esa impersonalidad, concluye Griffin
(1999: 890-891).
Por otro lado, el momento de emergencia de la función autor para los
textos literarios es objeto de discusión. Según Foucault, se da a partir del siglo
XVII o XVIII; en tiempos anteriores, el discurso literario circulaba sin que
existiera la necesidad de saber quién lo había producido (Foucault, 1985: 22).
Para Roger Chartier, en cambio, la aparición de la función autor para textos
literarios escritos en lengua vulgar ya puede ser detectada en el siglo XIV, a
partir de un hecho editorial, dado por la identidad “entre una obra y un
objeto, entre una unidad textual y una unidad codicológica” (Chartier, 2000:
64). Es decir, cuando para un libro tenemos un único responsable de su
escritura, un único autor.
Más allá de esta diferencia a la hora de situar un punto de partida, se
podría concluir que cuando los textos literarios empezaron a contar con una
firma de autor, el anonimato paulatinamente devino un disfraz. Podríamos
considerar entonces el anonimato como el color blanco (desde el punto de
vista lumínico): no es la ausencia de color, sino la simultaneidad de todos los
colores; no es la ausencia de máscara, sino la primera de las máscaras, la que
no representa más que al enmascarado, la que representa la categoría “autor”.
En el caso de Cambaceres, la máscara blanca del anonimato es
provocativamente transparente, ya que cualquiera podía advertir quién
estaba detrás.
Según Chartier, hasta la primera mitad del siglo XVIII, antes de la
aparición del escritor profesional, el autor prefirió “el público elegido entre
sus pares, la circulación en forma de manuscrito y el ocultamiento del nombre
propio detrás del anonimato de la obra” (Chartier, 2000: 52). Cuando el
recurso a la prensa era inevitable, apelaba a otras prácticas para borrar la
autoría: eliminar su nombre de la portada, recurrir a la ficción del manuscrito
encontrado por casualidad o inventar un autor apócrifo. A diferencia de lo
que Chartier establece respecto de Europa (fundamentalmente en Francia e
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Inglaterra), en la Argentina no parece posible trazar una relación temporal
clara entre la profesionalización del escritor que justamente podría situarse
a partir de la cada de 1880 y la práctica del anonimato en la publicación
de textos literarios. Por lo tanto, se podría decir que Cambaceres adopta
con más sorna que nostalgia, lúdicamente lo que Chartier denomina la
actitud autoral del “antiguo régimen literario” (Chartier, 2000: 52): escribe
desde una posición en la que siente que no necesita firmar su obra para que
se sepa que es de él, como si todos ya le conocieran la “letra”, aun cuando
Potpourri sea el primero de sus textos literarios. Sabe que su obra emerge en
una comunidad lo suficientemente pequeña como para que todos sus
miembros reconozcan la escritura de un hombre lo suficientemente conocido
para no tener la necesidad de identificarse.
Se podría decir que Cambaceres explota la función autor. Persistir en el
anonimato (con cada edición y reimpresión de Potpourri y Música sentimental)
es acentuar el juego, intensificar los efectos, de la función autor. Foucault
afirma que la función autor se efectúa en la escisión que separa al escritor real
del narrador (Foucault, 1985: 27). Allí decide plantarse Cambaceres. Desde la
instancia prefacial, donde Genette (2001: 43) sitúa para el autor la ocasión de
asumir o rechazar oficialmente la paternidad de su texto, Cambaceres toma
la palabra a fines de 1883, en la introducción que agrega para la segunda
edición de Potpourri (la de París).
1
En esas “Dos palabras del autor”, consigna
clara e irónicamente que en el escándalo desatado por su novela, pese a no
haberla firmado, lo que ha quedado expuesto a la ira de sus detractores son
“esos billetes de banco que se ganan sudando y que se llaman nombre, fama,
reputación” (Cambaceres, 2016: 29).
Al quedar vacante la autoría, la función autor es pura potencia, es una
función no realizada. Dejar vacío el lugar del autor es dejar al descubierto la
función que opera detrás de ese nombre propio, es revelar el mecanismo
atributivo que actúa desde ese casillero de la portada de un libro.
Paradójicamente, lo fallido de este caso (el anonimato) exhibe de un modo
directo lo que Agamben define como el “proceso de subjetivación a través
del cual un individuo es identificado y constituido como autor de un
determinado corpus de textos” (Agamben, 2005: 85).
El vacío de aquella primera portada de Potpourri facilitó sin duda la
lectura de Pedro Goyena y otros contemporáneos que identificaron sin
mediaciones al vago con el autor. El texto que prologa la novela, el
inmediatamente anterior al capítulo I, probablemente haya sido un segundo
1
Aunque la portada indica que se trata de una tercera edición, consideramos que no debería
contabilizarse como tal, ya que la publicación que Biedma designa como segunda edición es solo una
reimpresión de la primera. Para precisiones respecto de las ediciones y reimpresiones de Potpourri, cfr. las
propuestas que se hicieron en 2016 en “Criterios de esta edición” (Cambaceres, 2016: 21-23).
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factor de confusión. En noviembre de 1882, entre los lectores críticos
contemporáneos, el redactor de la Nueva Revista de Buenos Aires deduce la
identidad del autor a partir del perfil autobiográfico que el vago presenta en
ese texto introductorio: “El libro aparece anónimo, pero se diría que su autor
no pretende ocultarse, puesto que hace un retrato d’après nature, colocándose
en el médium en que ha vivido con tal franqueza, que leyéndolo se puede saber
cuál es su nombre” (Cambaceres, 2016: 253).
En las portadas de las ediciones hechas en vida de Cambaceres, el único
nombre propio que se explicita es el de los impresores (Biedma para las dos
primeras impresiones de Potpourri y Denné para la edición parisina; el mismo
Denné para la primera edición de Música sentimental) y esos nombres son
emplazados en ese espacio inferior de la gina que ya a esa altura las
convenciones editoriales asignan a los responsables materiales de las
publicaciones. En el espacio superior, y en una tipografía de mayor tamaño,
el centro lo ocupan los títulos y subtítulos de las dos novelas. El nombre del
autor es, por tanto, en esta primera lectura de la portada, un vacío que hay
que llenar (Figuras 1, 2, 3 y 4).
Sin embargo, otra lectura es posible al considerar la organización gráfica
de esas portadas, teniendo en cuenta las convenciones editoriales de la época.
Llama la atención el modo en que el sintagma “UN VAGO” es privilegiado
tanto por su mayor tamaño tipográfico como por su segmentación gráfica
respecto de la construcción que lo incluye: “SILBIDOS / DE / UN
VAGO”. En la primera edición de Potpourri (Figura 1), incluso, el sintagma
“UN VAGO” es mayor en tamaño no solo que el resto del subtítulo sino
también que el título mismo de la novela, y además se distingue por una
diferente elección tipográfica, como si visualmente se lo quisiera destacar. En
el siglo XIX, si bien la convención mayoritaria que va desvaneciéndose
progresivamente hacia fin de siglo era presentar en la portada el nombre del
autor mediante la preposición “por”, también la preposición “de era
utilizada para ese fin. Por lo tanto, la organización gráfica de la portada, por
esos énfasis y esas distribuciones particulares, podría hacer leer ese sintagma
no como parte de un subtítulo sino como un modo particular de atribución
de autoría que jugaría con las formas de un heterónimo o autor ficticio: el
vago.
2
2
En el mundo editorial de la Argentina, a partir de la década de 1870 es posible observar un incipiente
cambio: muy lentamente empiezan a dejar de usarse el “por” o el “de” que normalmente antecedían y
presentaban el nombre del autor en las portadas. Ya en los primeros años de la primera década del siglo
XX, el uso de estas preposiciones empieza a ser poco común. Ya no hay un enlace sintáctico entre el
nombre de la obra y el del autor. ¿La ausencia señala un cambio en el código de lectura? ¿Podría
relacionarse esto con un nuevo estado de la función autor? Asimismo, se da una inversión en el orden
acostumbrado: primero aparece el nombre del autor y luego el de la obra. ¿Empieza a ser más importante
(al menos en algunos casos) el nombre del autor que el de la obra? Si así fuera, sería consecuente con el
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En “Dos palabras del autor”, Cambaceres sale a contradecir esa lectura,
postulándose autor al tiempo que tomando distancia de su personaje y sin
asumir como propio el nombre que ya todos le asignaban al responsable de
la obra. En esa introducción, repite lo ya dicho en una carta pública a Pedro
Goyena,
3
que no es el vago y que Potpourri no es una autobiografía:
nadie tuvo derecho a suponer en el autor de un libro anónimo,
particular modesto par le fait, que llevara su petulancia hasta dragonear de
héroe de la fiesta, gritando a voz en cuello: ¡aquí estoy yo; soy, como
quien no dice nada, Rousseau y allá van mis confesiones! (Cambaceres,
2016: 33).
Más allá de estas aclaraciones, vale observar que la repetición del subtítulo
Silbidos de un vago le daba a Música sentimental desde la portada una marca de
identificación autoral; el autor anónimo de esta obra era el mismo autor
anónimo de Potpourri. “Silbidos de un vago” resultaba casi un equivalente de
la fórmula “por el autor de…”, todavía usual en el siglo XIX, caracterizada
por Genette como una declaración de identidad entre dos anonimatos, que
pretende capitalizar el éxito del libro precedente, y que logra constituir una
entidad autoral sin utilizar un nombre propio (Genette, 2001: 42).
¿Cambaceres empezaba a adoptar ese vacío como una especie de firma
personal?
Lo cierto es que juega provocativamente con la función autor, en el
borde ambiguo de todas sus variantes. Juega con un anonimato que no deja
de ser transparente, pero también con un posible heterónimo, que a su vez
es problemático porque Cambaceres no ha independizado del todo a esa
posible figura autoral sino que ha sembrado su biografía ficcional de
elementos que remiten a su propia biografía. Jugando con aquel anonimato
transparente, o con este heterónimo problemático, o en el mismo borde
ambiguo entre ambos, pero en todos los casos jugando a sustraer y
declive del anonimato. El nombre del autor funcionaría como una marca, un sello, ya no ligado a un
libro, a un texto en particular, sino a una obra como conjunto de textos. La obra de Cambaceres se
inscribe en este período de cambios editoriales (para la función autor).
3
En una carta firmada por “[e]l autor de Potpourri”, fechada el 3 de abril de 1883 y publicada en El Diario
el 2 de mayo del mismo año, Cambaceres le decía a Pedro Goyena: “En su afición por la Santísima
Trinidad, ha creído ver reproducido el misterio una vez más y, así, asegura que el vago es el Dr. D.
Eugenio Cambaceres y que el Dr. D. Eugenio Cambaceres soy yo. Tres personas distintas y un solo Dios
verdadero. En cuanto al vago que pueden ser muchos y que puede ser ninguno, rechazo la personería; déjelo
donde está que está bien, por más que algunos pretendan lo contrario. Ahora, en cuanto que el infrascrito
sepa responder al nombre de Cambaceres (Eugenio), ya que Vd. lo quiere, será y hágase, Señor, tu
voluntad, etc.” (Cambaceres, 2016: 273).
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enmascarar el propio nombre, Cambaceres termina por hacerse luego de sus
dos primeras novelas un nombre literario y una figura de autor.
Vale destacar, entonces, la operación que realiza entre 1882 y 1884, en
lo que va de Potpourri a Música sentimental. Sin firmar sus dos primeras novelas,
y articulando esa reticencia con una literatura chismosa y obscena, termina
por generar ese éxito ruidoso que le permite hacerse y asumir una posición
en el campo literario. Mientras se publican las últimas reseñas y artículos
sobre Música sentimental durante octubre de 1884, El Mosquito publica el 2 de
noviembre un retrato de Cambaceres en su “Galería contemporánea” de
celebridades, bajo el epígrafe de “Literato argentino” (Figura 5). Nada parece
recordarse ya de su paso también ruidoso por la escena política. Como
miembro de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, había
propuesto la separación de la Iglesia y el Estado en el contexto de la reforma
de la Constitución Provincial; en 1874, impugnó por fraude las elecciones a
diputados, en las que su propio partido había salido victorioso y él mismo
había resultado electo; ambas intervenciones generaron tensiones, no
tuvieron una respuesta favorable y determinaron su progresivo alejamiento
de la política a partir de 1876. Hacia 1884, por lo que se puede ver en el
retrato de El Mosquito, Cambaceres ya no es una figura política sino que se ha
vuelto ante todo una celebridad literaria, por medio de la singular, juguetona
y provocadora estrategia de no firmar sus libros.
El espectro del narrador
La sustracción o enmascaramiento del nombre del autor en las dos primeras
novelas de Cambaceres se articula con el particular sistema de nombres que
se despliega en el interior de las novelas. Lo más llamativo es la correlación
entre la sustracción del nombre del autor y la sustracción del nombre del
narrador. Como bien señala Julio Schvartzman, “el anonimato es al autor lo
que la renuencia a nombrarse es al narrador” (Schvartzman, 2014a: 2).
Cuando las circunstancias exigen que se presente o alguien más lo nombre,
el narrador es Fulano o Fulanito, el hijo de Zutana; se fulaniza, dice
Schvartzman.
Cambaceres ha hecho todo lo posible por tender una trampa a los lectores
incautos, jugando con la ambigüedad y prestando a la autobiografía del
narrador datos de su propia biografía. […] Un narrador en primera persona
puede evitar con relativa naturalidad el camino de la autopresentación
inmediata con que arranca El Lazarillo de Tormes, o la forma sesgada en que
Huckleberry Finn se deja nombrar, en el primer capítulo de sus Adventures,
por Miss Watson. Pero el vago, en esta materia, juega a las escondidas.
Cuando el relato exige que se presente a un tercero y que el otro lo llame por
su nombre, se escurre artificiosa y ostensiblemente. (Schvartzman, 2014a: 2).
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Sin embargo, en cuanto a la falta de nombres, vale señalar una diferencia
entre ambos casos. El nombre del narrador confundía por su inexistencia;
debajo de la máscara, más allá del Fulano, no hay s que vacío (no un
nombre oculto). Extendiendo y jugando con la analogía que presenta el
propio Cambaceres en “Dos palabras del autor”, se podría imaginar que, a
diferencia de una foto donde, por ejemplo, aparece retratada una persona real
asomada en el marco de una ventana, alguien de quien solo vemos la cabeza,
una pintura puede mostrar una cabeza que se asoma de igual modo pero no
necesita un cuerpo que la sostenga y le dé vida para asomarse en el marco de
esa misma ventana. En “Dos palabras del autor” Cambaceres dice de los
“ejemplares” reales del Club del Progreso (cap. XIV): “he seguido el
procedimiento de los industriales en daguerrotipo y fotografía” (Cambaceres,
2016: 30). En cambio, para explicar el origen de sus criaturas ficticias, recurre
a la analogía pictórica:
Ni soy el vago, ni para bosquejar la silueta de mis personajes, redondear sus
contornos y llegar a darles la última mano, he trabajado solo.
Mal que les pese, todos Uds. han colaborado alcanzándome la pintura.
Sea los colores nobles y delicados, los matices puros que he puesto en Juan y
en la índole del carácter del mismo vago [...].
Toda esta factura, lo repito, sin pararme en individuos, nadie ha posé en mi
taller. (Cambaceres, 2016: 34).
Si bien no hay certeza de que Flaubert haya dicho “Madame Bovary c’est
moi”, la frase puede aún ser considerada una declaración respecto del modo
de funcionamiento de la literatura (del siglo XIX). Flaubert o quien le haya
hecho afirmar que Madame Bovary era él estaba quitando al personaje todo
estatuto de realidad y situándolo en la imaginación del autor; Madame Bovary
era una de sus criaturas imaginarias, no una mujer real que pudiera ser
identificada; podía ser cualquier mujer o ninguna: así funciona la ficción, la
creación literaria. Es por eso interesante que una afirmación en sentido
contrario desemboque en la misma conclusión; Cambaceres dirá más de una
vez que no es el vago; puntualmente a Pedro Goyena, empeñado en
homologar personaje y autor, le contestará que el vago “pueden ser muchos
y que puede ser ninguno, rechazo la personería” (Cambaceres, 2016: 273). La
diferencia entre ambos casos, aquello que justifica que dos afirmaciones
contrarias estén queriendo explicar lo mismo que la literatura no requiere
basarse en la realidad para darle vida a un personaje, está dada por la persona
gramatical que narra. El narrador objetivo, aséptico, de Flaubert, a partir del
cual la estética realista alcanza su cumbre y así se encamina al cientificismo
del movimiento naturalista, parecía estar observando la realidad, sin
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mediaciones. En cambio, ese yo (sin nombre) de Potpourri no podía leerse s
que como autobiográfico en el contexto de la literatura argentina de la década
de 1880.
El narrador de Potpourri y Música sentimental es identificado desde el
paratexto como un/el vago. Recordemos, sin embargo, que ese nombre
común que lo identifica como lo haría un nombre propio no es el que lleva
al interior de la novela (el texto), donde, como se dijo, no tiene ninguno.
Entre las confusiones que esa falta de nombre podía generar, vale subrayar la
del diálogo del capítulo XVI de Potpourri, donde Juan, luego de explicarle al
narrador la conveniencia de tener una amante, le dirige la siguiente pregunta:
“¿Entiendes, Fabio?” (Cambaceres, 2016: 163). Este nombre era uno de los
habituales en el elenco de personajes característicos de la comedia y la
literatura (fundamentalmente españolas). En la novela de Cambaceres, su
mención no hace más que nombrar al protagonista de un modo lúdico, que
depende del sobreentendido contextual de la época, y que una vez más
conecta la novela con un antecedente cultural. Pero también es un nombre
incluido en un sintagma.
4
Encontramos la misma pregunta en un poema de
Lope de Vega (“Mientes, Fabio”) y en más de un diálogo dramático de las
obras en las que Fabio es un personaje (normalmente un criado). Como en
muchas otras ocasiones de sus dos primeras novelas (pero sobre todo en
Potpourri), Cambaceres apela a lo “preconstruido” (Amossy y Pierrot, 2010:
113) que provee la lengua como sistema y reserva cultural.
5
Barthes señala que cuando un narrador en primera persona es un
personaje, es decir, cuando es el campo de imantación de una combinación
relativamente estable de semas, ese yo deja de ser un pronombre para
convertirse en un nombre (Barthes, 2015: 75). Pero para que ese yo mantenga
su estatuto de personaje y nombre es necesario que remita virtualmente a un
cuerpo, que ese cuerpo habite el espacio de la diégesis. Asucede en Potpourri.
En cambio, en Música sentimental, esta condición se va deteriorando. Ese yo,
que ha abandonado el juego de esconderse, de generar la necesidad de ser
nombrado con un nombre propio y escapar de allí por la vía fulanizadora,
empieza a perder participación en la acción para ir transformándose en un
mero testigo de lo que otros deciden y hacen. Desde que Pablo recibe un
balazo y comienza el reposo y la convalecencia que harán que se manifieste
la sífilis que permanecía latente en su organismo, el narrador prácticamente
4
En el número del 18 de septiembre de 1887 de El Mosquito encontramos una imagen publicitaria (en la
que una mujer exhibe una hoja impresa) cuya leyenda dice: “Una magnífica publicación que se vende a
un nacional a beneficio de los establecimientos italianos de beneficencia. Entiendes, Fabio?”. Se podría
inferir que en aquella época el “¿Entiendes, Fabio?” tenía una función fática (Jakobson, 1984), que era
una forma de cerrar una intervención y de ese modo asegurarse de que lo dicho había sido comprendido
por el/los interlocutor/es.
5
Cfr. Schvartzman (2014b) y Cisneros (2000).
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solo observa cómo Loulou cuida del enfermo, y a veces ni siquiera eso. Pero
la pasividad y la distancia del foco de la acción no lo alejarán de su función
narrativa. Comenzará a perder corporalidad y seguirá narrando desde una
perspectiva omnisciente; incluso apelará al estilo indirecto libre,
procedimiento poco esperable para un texto gobernado por un narrador
homodiegético.
En su estudio sobre Flaubert, Mario Vargas Llosa explica: “La raíz del
estilo indirecto libre es la ambigüedad, esa duda o confusión del punto de
vista, que ya no es el del narrador pero no es todavía el del personaje” (Vargas
Llosa, 1975: 231). En Música sentimental, a partir de la segunda mitad, el
narrador alcanza por momentos la omnisciencia y, desde ese inverosímil
plano narrativo, que rompe con la lógica enunciativa de la novela, en alguna
ocasión su voz se confunde con la de Pablo. En el capítulo XXIII, mediante
el estilo indirecto libre, el narrador presenta la aversión y el rencor que Pablo
en el delirio de la fiebre causada por la herida recibida en el duelo siente
por Loulou:
¿No era ella la causa de todo, la sola autora de su desgracia? Se había portado
como una perversa, como una infame. Y decía, después, que lo quería…
¡Mentira, qué lo había de querer! Lo que había querido era engañarlo,
esplotarlo, como hacían todas las desorejadas de su especie. Ahora recién
abría los ojos, ahora empezaba a conocerla. (Cambaceres, 1884: 221-222).
Poco después, en el capítulo XXVIII, la voz del narrador se fusionará con la
de Loulou. En lo que empieza siendo un diálogo entre ambos, cuando él le
cuenta que Pablo la ama, ella le reprocha que intente engañarla, ilusionarla;
es entonces el narrador quien cuenta el largo juicio que Loulou hace de
misma, en el que su posición social y, más específicamente, su condición de
prostituta obstruirían toda posibilidad de que ella y Pablo puedan formar una
pareja, un hogar, una familia. No solo él está infectado:
Era una miserable, es cierto, una mujer corrompida; pero si había sido capaz
de degradarse hasta llegar a hacer de su cuerpo un tráfico repugnante, no
alcanzaba su abyección hasta prostituir también sus sentimientos, hasta
esplotar la gratitud de su amante, exigiendo de su hidalguía el pago de lo que
no le había vendido.
[…]
Porque tal era la justicia de la pena a que el mundo condenaba a las mujeres
como ella: no solo el delito las manchaba, sino que su contacto, como el de
los sarnosos, infectaba también a los demás. (Cambaceres, 1884: 264-266).
Jorge Panesi define al vago como un moralista equívoco (Panesi, 200: 278).
Estos dos ejemplos de estilo indirecto libre, de los que solo hemos citado un
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breve fragmento, son los más largos de sica sentimental. Como se puede
observar, en ambos casos se trata de una crítica contra Loulou presentada
por el narrador; en el primer ejemplo, proviene de los pensamientos de Pablo,
que repudia la traición de ella, por cierto esperable para una mujer de su
condición; en el segundo, la fuente de lo que leemos es la propia Loulou,
quien se agravia a misma. Como respuesta a estas críticas, el narrador toma
distancia de lo que los personajes han expresado a través del discurso
indirecto libre. Así, le pedirá a Pablo que no sea injusto con Loulou, que le
tenga compasión y entienda que ella es víctima primera de sus propios
estravíos” (Cambaceres, 1884: 229). Y considerará insensata la autocondena
de Loulou, su impulso inicial vencido luego por los celos de renunciar a
Pablo. El escepticismo cínico del narrador lo lleva a desaconsejar las
relaciones surgidas de pasiones extremas; en su opinión, lo mejor para estos
personajes sería separarse, pero Loulou está embarazada de Pablo y, al igual
que en Potpourri, “las crías obligan” (Cambaceres, 1884: 272).
Se podría decir que en estas dos primeras novelas de Cambaceres nos
encontramos con un narrador que se extralimita, incluso en un sentido
espacial. Además de la manera recién descripta en que alcanza la omnisciencia
en Música sentimental, vale recordar el movimiento que realiza en el capítulo
XVI de Potpourri, al “salirse” del diálogo que, como personaje, mantiene con
Juan luego de la noche pasada en el baile de carnaval en el Club del Progreso,
en la que advierte por primera vez la infidelidad de María y ve cómo ambos
esposos se engañan mutuamente sin sospecharlo. Como en un aparte teatral,
las notas al pie de ese capítulo le permiten, por ejemplo, contarle al lector lo
que hubiese querido decirle a Juan para insinuarle el engaño de su esposa: “Y
tu mujer, ¿qué pitos toca mientras tanto?” (Cambaceres, 2016: 160). El
narrador se desdobla, desciende al pie de la página donde ineludiblemente
se vuelve visible la escritura para decir con la concisión del personaje lo que,
en el espacio principal de la página, hubiese tenido que pensar como narrador.
Sería difícil determinar el grado de conciencia con que Cambaceres lleva
a cabo estos procedimientos; en cambio, parece más fácil de afirmar que, por
la libertad experimental con que se mueve, no le preocupa ajustarse a los
mecanismos tradicionales de composición novelística, para entonces ya
consagrados por la literatura europea. Sin embargo, también es cierto que
Cambaceres pronto dejará atrás estos “descuidos” o transgresiones en el
trabajo con el narrador y sus próximas dos producciones ya no mostrarán
características destacables respecto del canon formal de la novela realista. En
el momento mismo en que se decide a firmar sus novelas, primero Sin rumbo
(1885) y luego En la sangre (1887), Cambaceres abandona la figura y el
dispositivo narrativo del vago y pasa a la tercera persona.
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Los personajes y sus nombres
Cambaceres pareciera desestimar el salto que dio la novela moderna en las
primeras décadas del siglo XVIII respecto de los nombres propios. Ian Watt
señala que una de las características fundamentales del nuevo modo de
representación de la realidad consiste en darles a los personajes nombres
ordinarios, nombres que ya no remitan a un personaje histórico ni a un tipo,
ni tampoco a un corpus literario o dramático que brinde por anticipado a los
lectores o espectadores un perfil del personaje. Los nuevos nombres debían
ser los de un individuo común (Watt, 1962: 18-20). Cambaceres pareciera no
detenerse mucho a pensar los de su primera novela; para sus protagonistas
opta por nombres muy genéricos: Juan y María, no muy lejanos de Fulano o
Mengano. En este sentido, Barthes señala:
Llamar a los personajes, como lo hace Furetière, Javotte, Nicodème, Belastre es
[…] acentuar la función estructural del Nombre, declarar su arbitrariedad,
despersonalizarlo, aceptar la moneda del Nombre como pura institución.
Decir Sarrasine, Rochefide, Lanty, Zambinella (sin hablar de Bouchardon, que
existió realmente) es pretender que el sustituto patronímico está lleno de una
persona (civil, nacional, social), es exigir que la moneda apelativa sea de oro
(y no dejarla al capricho de las convenciones). (2015: 101)
Como novela en clave, Potpourri contiene alusiones peyorativas a individuos
reales identificables mediante los rasgos biográficos ofrecidos por el
indiscreto narrador. Y mientras que esos nombres propios brillan por su
ausencia, algunas figuras públicas contemporáneas aparecen claramente
nombradas en situaciones risibles. Por un lado, los individuos reales referidos
en el capítulo del baile de carnaval en el Club del Progreso comprenden una
serie de semas que no encuentran un nombre propio que los convierta en
predicado, en “inductores de verdad” (Barthes, 2015: 196). El texto esconde
deliberadamente el sujeto. Por otro, algunos nombres históricos Miguel
Cané, Lucio V. López, Manuel Láinez, Roque Sáenz Peña, Pedro Goyena
aparecen mencionados del mismo modo en que, según Barthes, los utiliza
Balzac; refuerzan el efecto de verdad, colaboran con la estética realista, dado
que solo son mencionados al pasar, como si formaran parte de un decorado;
haberlos hecho interactuar con los personajes ficticios los habría teñido de
impostura.
Adriana Amante ha propuesto que si Potpourri es una novela en clave,
que “oculta los nombres que de lo real han ido a parar a la ficción”, En la
sangre podría pensarse como “una novela de función pronominal”: en la
última novela de Cambaceres, nombres como Genaro o Máxima los
protagonistas centrales del relato funcionarían en tanto pronombres, en el
sentido de que son formas de decir “posibles nombres futuros (reales) que
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de no tomarse los suficientes recaudos podrían ser como ellos, convertirse
en ellos, ocupar su lugar” (Amante, 2005: 17-18). La hipótesis es iluminadora
respecto del funcionamiento peculiar de los nombres propios en las novelas
de Cambaceres. En Potpourri, sin embargo, el sistema onomástico es más
complejo, como hemos visto, y no se reduce a los nombres cifrados en clave,
aunque este aspecto haya jugado un papel fundamental en el escándalo
causado por la novela. Así, ya pueden encontrarse en ella, incluso, nombres
que podrían funcionar en modo pronominal: Juan y María son nombres
genéricos que podrían ser ocupados por cualquiera, a la manera de los
Genaro y las Máxima de En la sangre.
Música sentimental abandona el terreno de la novela en clave y el chisme.
No obstante, mientras que el autor sigue sosteniendo su anonimato
transparente, los nombres de los personajes centrales Pablo y Loulou
funcionan en la modalidad pronominal de Juan y María o de Genaro y
Máxima. En el primer capítulo, el narrador describe las “mercaderías
humanas” cargadas por el vapor que acaba de llegar a Francia y, en seguida,
se presenta a sí mismo y al protagonista de la novela:
Entre los presentes estoy yo y está el héroe de mi cuento. / Qué es? / En
globo, uno que va a liquidar sus capitales en ese mercado gigantesco de carne
viva que se llama Paris. / En detalle, un hombre nacido en Buenos Aires; ha
heredado de sus padres veinte mil duros de renta y de la suerte, un alma
adocenada y un físico atrayente (Cambaceres, 1884: 3).
Sin importar el punto de vista, desde lejos o desde cerca, Pablo no dejará de
ser un tipo; incluso visto en detalle, su presentación inicial no configura un
sujeto singular sino un tipo nacional: el joven rastacuero porteño que va a
consumir su herencia a París. Su nombre genérico (sin apellido) va en la
misma dirección y termina por constituir al personaje como una figura; esto
es, ya no “una combinación de semas fijados en un Nombre civil” asociados
a una psicología y a un tiempo biográficos, sino más bien una “configuración
incivil, impersonal, acrónica, de relaciones simbólicas” (Barthes, 2015: 76).
En sus relaciones sociales con la prostituta Loulou, el rastacuero Pablo forma
parte del “mercado de carne viva” de París; ambos constituyen una pareja de
figuras, como lo son también, en otros sentidos, Juan y María o Genaro y
Máxima. Y si el rastacuero es porteño, la prostituta es francesa. En ese
sentido, se podría decir del nombre de Loulou algo de lo que Barthes
propone al analizar la literatura de Proust. Si los nombres propios no son
meros índices que designan sin significar, sino un “signo voluminoso […],
cargado de un espesor pleno de sentido que ningún uso puede reducir”
(Barthes, 2011: 119), uno de los significados de los nombres proustianos es
“la nacionalidad y todas las imágenes que se pueden asociar a ella” (125).
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Existan o no, propone Barthes, nombres como Laumes, Argencourt,
Villeparisis, Combray o Doncières, no dejan de presentar una “plausibilidad
francofónica” y “su verdadero significado es: Francia, o mejor todavía, la
‘francidad’” (124). Y si el nombre Loulou hace del personaje un tipo nacional,
en Potpourri, el nombre del criado gallego del narrador, don Juan JoTaniete,
pronunciado por él mismo como “Juan Jusé Taniete” (2016: 70), funciona de
un modo similar, remitiendo a las opciones fonéticas de la lengua gallega que
se desplegarán exagerada y permanentemente en el habla del personaje. En
tanto tipos locales y desde sus propios nombres, el criado gallego vale por
sus relaciones con el amo criollo tanto como la prostituta francesa por sus
relaciones con el rastacuero porteño.
El 8 de octubre de 1884 El Nacional señalaba que Música sentimental se
encontraba saturada del bajo fondo parisino en que se degradaban “los Pablos
criollos y las Loulous boulevardières”, y proponía que “no ha sido escrita para ellas,
sino para ellos, los Pablos que se vinculan a las Loulous(Cymerman, 2007:
760-761). Al pasar del singular al plural y del plano de los personajes al plano
de los lectores, esta reseña no solo concibe a los personajes como tipos
sociales y locales sino que intenta establecer un puente entre la realidad y la
ficción y, como sugería Amante respecto de los personajes de En la sangre,
hace funcionar nuevamente en calidad de advertencia aquellos nombres
ficcionales genéricos como pronombres que podrían ser ocupados en
cualquier momento futuro por otros posibles nombres reales.
Pablo y Loulou son casi los únicos personajes que tienen un nombre
propio en Música sentimental. El narrador, el mismo vago de Potpourri, persiste
en su resistencia a ser nombrado, mientras que el cónsul argentino en
Mónaco el otro personaje que reaparece en la segunda novela de
Cambaceres al ser convocado como padrino en el duelo que, por su amorío
con la condesa, tiene Pablo con el conde ha perdido el genérico apodo de
Pepe con el que era nombrado en Potpourri y ahora se lo enuncia tan solo
como el “cónsul” (Cambaceres, 1884: 205). La condesa y el conde tampoco
son llamados por sus propios nombres, lo mismo que el médico que atiende
la herida y luego la enfermedad de Pablo: en los tres casos, son siempre
enunciados como la condesa, el conde y el médico.
6
6
En el cap. XII, cuando el conde y Loulou irrumpen en la casa de Pablo y lo sorprenden reunido con la
condesa y el narrador, alguien dice: “Lucas Gomez, y Loulou!” (Cambaceres, 1884: 136). Como parte de
un rápido diálogo digno de una comedia de enredos, esa intervención cuyo locutor no se explicita, pero
puede inferirse que se trata del vago podría llevar al error de asignar el nombre de Lucas Gómez al
conde, así como en Potpourri el sintagma “¿Entiendes, Fabio?” podría llevar a creer que este es el nombre
del narrador. Sin embargo, el nombre Lucas Gómez originalmente, el de un Alcalde español formaba
parte de una tradición oral que había hecho del sintagma una expresión aplicable a un momento en que
las cosas salen mal, en que lo planeado fracasa. Al respecto, Luis Montoto y Rautenstrauch aclara:
“Cuando a la postre sale mal un negocio por torpeza o ineptitud de quien en él anda, se suele invocar el
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En la misma línea de Pablo y Loulou, la casi total ausencia de nombres
propios de los personajes secundarios tiende a constituirlos también como
meros tipos o figuras y devalúa toda ilusión realista. La austeridad para
nombrar a los personajes se da, sin embargo, sobre un fondo más complejo
y contrastante, en el que ciudades, pueblos, clubes, cabarets, barcos, calles o
tiendas se enuncian en muchas ocasiones con nombres cargados de
singularidad y en muchos casos con sus nombres reales. Ya en papel de cicerone
del joven argentino en París, el narrador le aconseja a Pablo un cambio de
vestimenta para adaptarse al ambiente parisino; le propone abandonar ese
aspecto que le dan las tiendas de Buenos Aires (la “zapatería de Fabre,
sastrería de Bazille, sombrerería de Gire”) y lo manda a las tiendas de moda
en la capital francesa: “Vaya, luego, a lo de Charvet, calle de la Paz; se
encontrará con un camisero conveniente. En seguida, a lo de Pinaud,
sombrerero y, por último, lléguese por la zapatería de Galoyer, boulevard des
Capucines” (12-13).
La novela no solo experimenta sobre el espacio discursivo de los
nombres propios sino que se muestra muy consciente de lo que ellos implican
en una sociedad, como la de Buenos Aires o París. Las tiendas parisinas de
Charvet, Pinaud y Galoyer no son recomendadas por el valor de uso de sus
productos sino por la reputación de sus nombres de moda: “Sobre el mérito
del artículo, está el nombre de la casa y la réclame consiguiente” (13). Y, en ese
mercado de carne viva que es París, las prostitutas Loulou y Blanca se
muestran muy conscientes respecto de lo que implican sus propios nombres.
El de Loulou aparece por primera vez en la carta que el vago le envía para
concertar una cita con Pablo. Allí, su nombre se presenta de dos maneras:
“Loulou”, en el encabezado, en el espacio interior de la carta; Madame L. de
Préville”, en el sobre (16). Ese doblez tendrá su despliegue cuando
acompañadas por una tercera mujer Loulou y Blanca lleguen al teatro y el
narrador le hable de ellas a Pablo. Tal como esa madre “postiza” con la que
llega Loulou y que funciona como un “comodín” y un trucque le permite
ganar unos “diez o veinte luises más”, dándole cierto cachety haciéndola
posar como hija de familia, también los nombres propios de las prostitutas
son recursos de “mise en scène” y formas de “faire l’ article” (24-25): la marca de
la mercadería y la apariencia con la que circula. La madre postiza de Loulou
es una antigua prostituta que “en sus buenos tiempos, la llamaban
Rigolblague” y “hoy se deja decir la señora de Preville” (24). La futura pareja
de Pablo “circula con el nombre de Loulou” (25). En cuanto a Blanca, el
nombre de aquel famosísimo alcalde que, al firmar unas embrolladas diligencias, trocó las letras de su
nombre y de su apellido; resultando una expresión nada limpia y mal oliente” (Montoto y Rautenstrauch,
1921: 49). En síntesis, el nombre Lucas Gómez era un equivalente de la cagamos.
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narrador relata el origen de su nombre en una breve biografía. Llegada a París
desde la aldea rural donde fue engendrada,
empieza su carrera de criada con el nombre de Fanchón que le dieron en la
pila y treinta francos al mes, la sigue de cocotte, con diez o quince más,
llamándose Blanche d’ Armagnac es mucho más chic y acaba por morirse
averiada y sin un medio en el hospital, o por ser un ejemplar de La Morgue
(26).
Los nombres de las tres prostitutas son formas de la puesta en escena y de la
pose: se trata de nombres de artistas, en una novela cuyo narrador concibe
una continuidad entre las actrices de la escena teatral “de genre y las
prostitutas de la calle (21). El nombre de la artista es también parte del
artificio y del simulacro de la escena, y engendra el deseo de los espectadores
con el prestigio que rodea su circulación pública en la prensa o en la literatura:
“Se sueña con la heroína cuyo nombre, prestigiado por el velo de la mentira
en las páginas de la crónica o de la novela, suena en nuestros oídos como la
promesa de un mundo de delicias” (31).
En Cohetes, los fragmentos de Baudelaire que solo se publicaron
póstuma e íntegramente en 1887, se puede leer la siguiente definición: “¿Qué
es el arte? Prostitución” (1947: 19). Enigmática como muchos de esos
fragmentos, la reflexión relaciona de un modo complejo el arte con el
intercambio y la circulación mercantil de los cuerpos y de sus goces. En
Música sentimental el nombre de artistas y prostitutas es parte fundamental de
la apariencia de la mercancía ofrecida. Por ello no debe pasarse por alto que
en las “Dos palabras del autor”, que Cambaceres agrega en la edición parisina
de Potpourri, el propio nombre y la reputación del autor aún anónimo
aparezcan enunciados bajo la forma monetaria del trabajo y de la ganancia:
“esos billetes de banco que se ganan sudando y que se llaman nombre, fama,
reputación” (2016: 29).
El juego que hace Cambaceres en torno a los nombres del autor, del
narrador y de los personajes es transgresor en varios planos y sentidos. En
cuanto al anonimato en el que se publican Potpourri y sica sentimental, no
solo hace un uso de esa práctica cuando no está en el horizonte de
expectativas, sino que lo ejerce sistemática y firmemente de edición en
edición de un mismo texto, y en el pasaje de una a otra novela, entre 1882 y
1884. En el terreno del narrador, se podría pensar como una insumisión
similar la sostenida resistencia de Cambaceres a darle un nombre en los dos
volúmenes de Silbidos de un vago, lo que provocaba una caída de la ilusión
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realista y habilitaba todo tipo de posibles asociaciones entre autor y narrador.
7
Por último, las dos primeras novelas de Cambaceres parecen ser un espacio
abierto a la experimentación con los nombres propios de los personajes e
incluso a la explicitación de cierta conciencia crítica sobre ellos. Cuando la
novela realista ya ha avanzado en una dirección determinada y establece cierta
regla onomástica, Cambaceres no solo exhibe su carácter convencional sino
que experimenta con un variado y singular sistema de nombres. “Toda
subversión, o toda sumisión novelesca, comienza […] por el nombre
propio”, observa Barthes (2015: 101). En Potpourri y Música sentimental, el del
nombre propio es uno de los terrenos sobre los cuales Cambaceres
experimenta; ese terreno le dio la oportunidad de subvertir un género que
abordaba por primera vez y que todavía no se encontraba consolidado en la
literatura nacional.
Final de juego
En su ya clásica lectura sobre “El matadero”, Ricardo Piglia decía: “La clase
se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la
ficción” (1993: 9). Se podría pensar que, en la década de 1880, la élite letrada
argentina ya podía contarse a misma mediante la ficción, pero debía hacerlo
en tercera persona, para conjurar, o al menos atenuar, la lectura
autobiográfica, como Cambaceres lo hará en 1885 con Sin rumbo. Todavía un
año después, sin embargo, parece seguir jugando a borronear los límites entre
su figura de autor y sus propias criaturas ficcionales. Una nota de Sud América,
publicada el 15 de julio de 1886, hace la crónica de una visita a su casa. Se
trata del periódico que, con motivo de la aparición de Sin rumbo, había
publicado dos extensas notas, firmadas por Cay por García Merou, que
hacían un balance crítico de las obras de Cambaceres; se trata también del
diario con el que el autor firmará un contrato para publicar en forma de
folletín su última novela, En la sangre, en 1887. La crónica de 1886 puede
considerarse parte de una intensa campaña publicitaria que Sud América
empieza a organizar muy tempranamente respecto de esa cuarta obra del
autor. Cambaceres ya es una celebridad literaria, el “reputado autor de Los
silbidos de un vago y de Sin rumbo (Cymerman, 2007: 794), y Sud América hace
un retrato del autor en su hogar. Llama la atención el modo en que el cronista,
al nombrar la obra, la organiza: de un lado, Potpourri y Música sentimental se han
vuelto una sola obra, unificadas por el subtítulo que ahora ha devenido título
7
Una trampa fundamental, en el pasaje que va de la publicación de Potpourri a Música sentimental: cuando
Cambaceres publica la primera edición de Potpourri en Buenos Aires, enseguida se hace público que sale
de viaje a París; en la siguiente novela, Música sentimental, el vago narra su viaje a Francia; así, ante la
mirada de sus lectores contemporáneos, Cambaceres parece haber hecho el mismo trayecto que el vago,
y solo vuelve a Buenos Aires con los ejemplares de Música sentimental que hace imprimir en París.
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y que pone al vago en primer plano; del otro lado, Sin rumbo, la novela en que
Cambaceres ha abandonado definitivamente esa figura narrativa en primera
persona y ha trabajado cuidadosamente con un narrador en tercera.
Estampando su nombre en la portada (Figura 6), Cambaceres ha dejado de
jugar a las escondidas. Sin embargo, junto al cronista de Sud América parece
seguir inclinado a practicar el juego que ha sostenido de manera experimental
en sus primeros dos libros y que ha ofrecido como un plato jugoso a sus
lectores; tal como se muestra y es mostrado en la crónica, Cambaceres sigue
probándose las máscaras de sus personajes. Se podría pensar entonces en una
estrategia pactada entre el autor, el cronista y la dirección de Sud América: para
promocionar En la sangre, eligen el camino trazado por las repercusiones de
las dos primeras novelas, aquellas que Cambaceres supo explotar y por
momentos intentó confrontar. El resultado es un juego que se despliega en
la zona fronteriza entre las categorías de autor, narrador y personaje.
Situada en el límite entre la calle del Buen Orden y la avenida Montes
de Oca, la casa de Cambaceres parece “un castillo colocado sobre una colina
en miniatura”; allí vive “como un príncipe” (Cymerman, 2007: 793). La
descripción de la entrada y el acceso sucesivo a algunos de los interiores
confirma ese aspecto señorial y lujoso. Llegado a una sala saturada de
gobelinos, cuadros, cortinados, sillones y muebles de “valor inapreciable”
(Cymerman, 2007: 793), el cronista atisba una puerta y juega a imaginar lo
que podría verse detrás:
Después se ve otra puerta detrás de la cual sospecha uno ver esa cama ancha,
chata, cómoda y muelle de que Eugenio Cambaceres nos habla en uno de sus
libros dormitorios que son un nido de amores, de perfumes suaves,
dormitorios de novios que van a recibir a la que ha de reinar en el hogar por
toda una vida. (Cymerman, 2007: 793)
En este punto, al relacionar esa cama que se sospecha ver detrás de la puerta con
aquella otra que se ha leído en uno de los libros del autor, se pone en juego una
lectura en clave autobiográfica que permea y reactualiza toda la descripción
de la casa. Hemos sido dispuestos en un interior saturado de objetos y lujo
como aquel que se describía en el capítulo XVIII de Sin rumbo, el de la casa
de la calle Caseros, donde Andrés el protagonista de la novela solía recibir
a sus amigas y tiene sus encuentros amorosos con la Amorini. Algunos de los
adjetivos con que el cronista de Sud América caracteriza la anchura y la
comodidad de esa cama que imagina y sospecha ver, así como el modo en
que su discurso los acumula sucesivamente en la frase, acusan la memoria de
la lectura de aquel capítulo de la tercera novela de Cambaceres: “en una
alcoba contigua, bajo los pesados pliegues de un cortinado de lampás vieil or,
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la cama se perdía, una cama colchada de raso negro, ancha, baja, blanda.”
(Cambaceres, 1885: 112-113).
Hay diferencias, claro, y el cronista de Sud América no deja de
plantearlas, como si el juego fuera tanto borrar límites como restablecerlos.
Así, la casa de Cambaceres, la de la calle del Buen Orden, no tiene ese doblez
que caracteriza a la casa de la calle Caseros en Sin rumbo tan linda por dentro
y tan fea por fuera, como dirá la Amorini, inteligentemente analizado por
Noé Jitrik en “Cambaceres: adentro y afuera” (1970). Además, los sillones y
muebles de la sala de la casa del autor “incitan” a una “dulce voluptuosidad”,
sí, pero de una “pereza decente(Cymerman, 2007: 793), subraya el cronista.
En esa misma dirección moralizante, el dormitorio y la cama descriptos
conformarán un espacio salvado por el matrimonio (en él, imagina el cronista,
el novio recibe a quien va a reinar en el hogar para siempre), y no el espacio
inmoral de la casa de la calle Caseros, donde “recibiría Andrés a sus amigas”
(Cambaceres, 1885: 113).
Incluso restableciendo esos límites y esas diferencias, la crónica de Sud
América muestra que el abandono de la figura del vago por parte de
Cambaceres, así como su pasaje definitivo a la tercera persona y la presencia
de su firma de autor en Sin rumbo, no detuvieron del todo los juegos
experimentales que el autor ofreció a sus lectores. En plena campaña previa
a la publicación de En la sangre, incluso sin haber terminado de escribirla,
Cambaceres siguió explotando y autorizando hasta cierto punto algunas de
las prácticas asociadas a la configuración y repercusión disruptivas de sus
primeros libros. Sin embargo, cuando la cuarta novela se publica
efectivamente en 1887, toda experimentación parece clausurarse. Sobre todo,
la nueva novela ya no incluye ninguna trampa en la que capturar lúdicamente
al público en una lectura autobiográfica, respecto de la cual toma una
distancia ya contundente. Si bien algunos lectores intentan develar qué sujeto
se encuentra detrás de Genaro, en una dirección referencialista y chismosa
que aún puede hacerse eco del escándalo de las primeras novelas, ningún
personaje de En la sangre puede ya identificarse juguetonamente con el autor.
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En una nota titulada “¿Quién es Genaro?”, publicada en Sud América el 19 de septiembre de 1887,
mientras se publican en folletín los primeros capítulos de En la sangre, se dice que dos son las preguntas
que se escuchan por todas partes: “¿Quién es Genaro? ¿Quién es el hijo del tachero?”. En un tono
chismoso, Sud América juega con la productividad que implica decir y no decir: “¿Qué personalidad se
oculta bajo ese seudónimo? / Nos limitaremos a decir que el misterio es fácil de sondear y que el nombre
es transparente, sobre todo para los que seguimos los cursos de la universidad en la época en que Eugenio
Cambaceres hizo sus estudios preparativos [] Genaro es… vosotros sabéis perfectamente quién es el
hijo del tachero, vosotros ya no dudéis de quien es Genaro!...” (Cymerman, 2007: 804). Este es el primero
de una serie de artículos (los siguientes son del 21, el 22 y el 24 de septiembre) con los que Sud América
se hace eco de la curiosidad y de la lectura referencialista y chismosa. En alguno de ellos, incluso, se
publica una carta de un “lector de Sud América” sobre la identidad de la persona detrás de Genaro, que
Albin y Sued “Cambaceres, un bautista…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
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No es casual, por ello, que la clausura de esa zona experimental de la literatura
de Cambaceres en una novela cuyo diagnóstico además implica que el
problema social del país no se encuentra ya al interior de la propia clase social
dirigente sino en el fenómeno de una inmigración extranjera que se percibe
amenazante coincida no solo con su aceptación definitiva en el incipiente
campo literario sino también con su reincorporación final (luego de su
alejamiento ruidoso en la década de 1870) en cierta zona menor de la política
cultural nacional. En 1888 Cambaceres es designado delegado en París de la
comisión organizadora de la participación argentina en la Exposición
Universal de 1889. Pasa sus últimos tiempos gestionando la instalación y la
construcción del pabellón argentino en el campo de Marte, al lado de la torre
Eiffel. “Su última obra ha sido el Pabellón Argentino’ en la Exposición de
París” (Cymerman, 2007: 818), se puede leer al día siguiente de su muerte, el
14 de junio de 1889, en la línea final de una nota fúnebre publicada por Sud
América, que recupera tanto la actividad política como literaria de
Cambaceres. Para entonces, la obra política vuelve a quedar alineada con la
obra literaria, ya cerrada a toda experimentación y a todo juego.
Figura 1. Portada de la primera edición de [Eugenio Cambaceres]. Potpourri.
Silbidos de un vago. Buenos Aires: Imprenta de M. Biedma, 1882.
de todos modos no se devela: se juega a decir y no decir, en el registro del chisme (cfr. Cymerman, 2007:
804-805).
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Figura 2. Portada de la segunda edición (en rigor, reimpresión de la primera)
de [Eugenio Cambaceres]. Potpourri. Silbidos de un vago. Buenos Aires:
Imprenta de M. Biedma, 1882.
Figura 3. Portada de la tercera edición (en rigor, segunda edición) de
[Eugenio Cambaceres]. Potpourri. Silbidos de un vago. París: Librería Española y
Americana E. Denné, 1883.
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Figura 4. Portada de la primera edición de [Eugenio Cambaceres]. Música
sentimental. París: Librería Española y Americana E. Denné, 1884.
Figura 5. Henri Stein. Doctor Don Eugenio Cambaceres Literato argentino.
Litografía. En El Mosquito, sección “Galería Contemporánea”, 2/11/1884.
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Figura 6. Portada de la primera edición de [Eugenio Cambaceres]. Sin rumbo.
Buenos Aires: Felix Lajouane Editor, 1885
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