
Tisselli “Arte digital: ¿la cara sonriente del…” Revista de estudios literarios latinoamericanos
Número 18 / Julio 2025 / pp. 147-166 153 ISSN 2422-5932
Pero esos celulares también utilizaban los mismos minerales que el
resto de los celulares… Pensaba en tu programa/proyecto OjoVoz,
en un momento cuando presentás tu texto curatorial explicando el
proyecto, decís que cuando trabajaste con las comunidades de Tan-
zania o incluso en México, en Los ojos de la milpa, creaste la manera
de que a través de estos celulares se interconectaran, pero no de-
pendiendo necesariamente de las geolocalizaciones habituales, ¿ha-
bías creado un sistema un poco más autosuficiente en OjoVoz, que
no dependiera de cierto control social de grandes corporaciones?
Lo intenté, pero, como bien lo señalas, estamos metidos en una paradoja
tremenda. Porque lo dices muy bien: los celulares que estaban siendo utili-
zados por comunidades campesinas para entender mejor qué era lo que
estaba pasando a nivel ambiental, a nivel ecológico, eran celulares que
también contenían oro, coltán, cobalto, etcétera. En el hardware hay, des-
de mi punto de vista, una paradoja insalvable que no nos permite construir
una verdadera autosuficiencia, porque realmente no podemos fabricar una
computadora en casa con otros materiales, es materialmente imposible. A
nivel del software, ya me había formado en la actitud Do It Yourself del
software art, que estaba entretejida con movimientos como el open source
o el hacktivismo. Ya tenía una plena conciencia de la importancia de evitar
Google, de evitar, en la medida de lo posible, todo entorno propietario, y
en cambio utilizar software libre, e incluso de crear una herramienta que
fuera de código abierto y que se pudiera compartir libremente. Bajo esa
premisa desarrollé la primera versión de OjoVoz, en 2011. Para entonces,
las sospechas de que las redes digitales se estaban convirtiendo en espacios
de vigilancia se confirmaron con las revelaciones de Edward Snowden.
Gracias a sus denuncias, supimos la verdadera magnitud de la vigilancia
digital por parte de los gobiernos. Nos dimos cuenta de lo atrapados que
estábamos en realidad, de la voltereta que habían dado esas redes que
creíamos nuestras, y de cómo eran ya una infraestructura de rastreo y con-
trol mucho más penetrante de lo que habíamos imaginado. Intentaba elu-
dir la trampa, pero el propio teléfono ya era un elemento de rastreo. En
Los Ojos de la milpa, el proyecto que hice después de Tanzania, fue la propia
comunidad la que me dijo “vamos a hacerlo, pero no queremos geolocali-
zación”. Esa petición tenía que ver, en parte, con una consciencia inci-
piente de la vigilancia del gobierno, aunque era un tema nuevo, y también
con una cuestión local de conflictos de tierras, de conflictos de propiedad.
Había tierras que se habían considerado comunitarias, pero que se empe-
zaban a reclamar, se empezaban a vender gracias a una reforma constitu-
cional reciente, y ello había provocado conflictos en la comunidad. La
propia comunidad, a pesar de vivir en aquel entonces en un entorno digital
incipiente, ya ejercía sus propias formas de protección ante la vigilancia.