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Abandono estudiantil y clase social. Hipótesis
diagnósticas y conceptos
Student dropout and social class. Diagnostic hypothesis and
concepts
Por Ana María EZCURRA
1
Ezcurra, A. M. (2022). Abandono estudiantil y clase social. Hipótesis diagnósticas y conceptos. Revista RAES, XIV(25), 176-194.
Resumen
Este artículo aborda la problemática del abandono estudiantil en educación superior, y retoma y analiza ciertas
hipótesis descriptivas, causales y conceptuales en la materia. Para ello, se llevó adelante una revisión actualizada
de literatura, así como un estudio cuantitativo breve y preliminar sobre tasas de deserción en Estados Unidos y
América Latina. La hipótesis diagnóstica más abarcadora es que la deserción en el ciclo constituye una disfunción
clasista, largamente encastrada en la educación terciaria mundial y plenamente imperante. Una falla sistémica y
global. Además, en el terreno causal se desestima la tesis de que la posición social en desventaja sea un impulsor
directo de abandono. Entonces, confluyen otros condicionantes. ¿Cuáles? Al respecto, en el cuerpo de literatura
examinado sobresalen ciertos conceptos, que se exponen y analizan críticamente: las experiencias estudiantiles, la
autoeficacia académica y la implicación del alumnado, factores que poseen diferencias de clases agudas. Asimismo,
se estudia la noción de interfaz educativa y, en ese contexto, el rol crítico de las instituciones: en especial,
expectativas académicas -fuertemente clasistas- y prácticas de enseñanza. Por lo tanto, el abandono es además
una falla institucional. Adicionalmente, se exploran ciertos impactos psicosociales en alumnos de clases
desfavorecidas, que también influyen intensamente en las experiencias estudiantiles y en resultados como el
desempeño y la persistencia.
Palabras Clave abandono/ clases sociales/ experiencias estudiantiles/ autoeficacia académica/ implicación
estudiantil.
Abstract
This article addresses the issue of student dropout in higher education, and picks up and analyzes several diagnostic,
causal and conceptual hypothesis on the subject. To that end, the article carries out an updated literature review,
and a brief and preliminary quantitative analysis about dropout rates in United States and Latin America. The most
comprehensive diagnostic hypothesis is that dropout constitutes a classist dysfunction long embedded in global
tertiary education, and fully prevailing. A systemic and global failure. Furthermore, in the causal field, the thesis
that the disadvantaged social position is a direct driver of dropout is rejected. So, other determinants converge.
1
Núcleo Interdisciplinario de Formación y Estudios para el Desarrollo de la Educación, Universidad Nacional de Tres de Febrero, Argentina /
anaezcurra@gmail.com
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¿Which ones? In this regard, the article analyzes critically and preliminarily several concepts that stand out in the
body of literature examined: student experiences, academic self-efficacy and student engagement, factors that
have large social class differences. Likewise, the notion of educational interface is studied and, in this context, the
critical role of institutions: especially, academic expectations -strongly class oriented- and teaching practices.
Therefore, dropout is also an institutional failure. In addition, certain psychosocial impacts on students from
disadvantaged classes are explored, which also strongly influence student experiences and outcomes such as
performance and persistence.
Key words Dropout/ social class/ student experiences/ academic self-efficacy/ student engagement.
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INTRODUCCIÓN
Este artículo retoma la cuestión del abandono estudiantil en educación superior, y expone ciertas hipótesis
descriptivas, causales y conceptuales al respecto.
En ese marco, la hipótesis más general es que la deserción en el ciclo constituye una disfunción clasista, en
desmedro de franjas sociales desfavorecidas, largamente encastrada en la educación terciaria mundial, que
continúa.
Por otra parte, y en el campo causal, rechaza que la posición social en desventaja sea un promotor directo de
abandono. Por ende, concurrirían otros condicionantes. ¿Cuáles? Al respecto, en la literatura aquí reportada
despuntan ciertos conceptos, que el trabajo examina inicial y críticamente:
+ Las experiencias educativas de los alumnos en el tramo,
+ la autoeficacia académica y
+ la implicación estudiantil,
+ la denominada interfaz educativa y, en ese entorno,
+ las instituciones (expectativas académicas, enseñanza) como matriz concluyente.
En la esfera metodológica, se efectuó una revisión de literatura: estudios y ensayos de alcance internacional,
regional y nacional, aportes de organismos multilaterales y centros especializados, entre otros. Además, y de forma
complementaria, se llevó a cabo un estudio cuantitativo muy sucinto y preliminar sobre el abandono en Estados
Unidos y América Latina, que proseguirá.
2. UN ABANDONO CLASISTA. Algunos datos e hipótesis descriptivas
2.1 Acceso y deserción: una dinámica paradojal
En la literatura sobre educación superior hay ciertos consensos firmes, tesis consolidadas. Entre ellas, que en el
siglo XXI la matrícula del ciclo redobló radicalmente, también en América Latina (Altbach, 2017; Ezcurra, 2020;
IESALC, 2020). Otra tesis extensamente admitida es que desde sus albores, después de la Segunda Guerra Mundial,
la masificación del tramo entrañó la incorporación de clases sociales desfavorecidas, antes relegadas. En este
sentido, comportó una mayor inclusión (Marginson, 2011).
En ese contexto, aqse retoma una hipótesis asociada: paradojalmente, esos extraordinarios avances en el acceso
acarrean brechas de abandono y finalización en perjuicio de esas clases en desventaja -sobre todo, en circuitos
institucionales con menor dotación de recursos, prestigio y poder de las credenciales- (Ezcurra, 2020; OCDE, 2015).
Una inclusión excluyente, una tendencia global (Ezcurra, 2008).
Así pues, la masificación se acopla con altas tasas de deserción con sello de clase. Sin embargo, hay problemas
serios de medición, un déficit de estadísticas rigurosas y comparables, sumamente generalizado (Bowles et al.,
2013).
Ello se da respecto del abandono per se, pero la carencia se agudiza en el caso del abandono según posición social.
Ello replica una vacancia más amplia, también de alcance internacional, referida a las varias facetas de la
desigualdad social en el ciclo, como ingreso, desempeño, permanencia, abandono y finalización (Salmi, 2020). Una
insuficiencia que fue recalcada recientemente por Graeme Atherton (2021) director del National Education
Opportunities Network y del World Access to Higher Education Day, entre otros.
En América Latina, por lo regular esa vacancia es severa, a nivel regional, nacional e institucional. Una escasez que
ya ha sido acreditada por diversos autores (entre ellos, Adrogué & García de Fanelli, 2018; Cambours de Donini &
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Gorostiaga, 2016; Fernández Lamarra & Pérez Centeno, 2016; García de Fanelli, 2019; Santamaría et al., 2013;
Suasnábar & Rovelli, 2016).
A pesar de ello, ciertos estudios nacionales, y algunos de naturaleza regional, muestran que esa tendencia global
tiende a repetirse. Es decir, y a manera de hipótesis, en América Latina las tasas de abandono en educación superior
son cuantiosas, y además resultan muy superiores entre alumnos de franjas desfavorecidas, antes excluidos.
Así, y sobre toda la región, Francisco Haimovich Paz (2017) evalúa que las tasas de finalización son “notablemente
bajas”: 46%, en el grupo de 25-29 años que alguna vez se inscribió en el ciclo (p. 95). Por su lado, María Marta
Ferreyra (2017) certifica la vigencia de una “brecha sustancial” de completamiento entre las estratos (quintiles) de
más y menos ingresos (p. 180).
A nivel nacional, por ejemplo, Argentina es un país con un sistema de educación superior de gran matriculación,
con un sector público extenso, gratuito y de ingreso abierto, que a la vez sobrelleva problemas de retención y
graduación (Fernández Lamarra et al., 2016). Al respecto, Ana García de Fanelli y Cecilia Adrogué (2015) estiman
una tasa de abandono universitario promedio del 38%. Y calculan que es marcadamente mayor en estratos de
escasos ingresos: una deserción del 55% en el quintil 1-el más bajo-, y del 21% en el quintil 5 -el más alto- (Adrogué
& García de Fanelli, 2018).
En el caso de Colombia, y acerca del ciclo en su conjunto, Ligia Melo-Becerra y colegas (2017) computan un
abandono promedio copioso, en torno al 50%: “se concluye que en promedio uno de cada dos estudiantes no
culmina sus estudios superiores” (p. 80). Por su parte, María Marta Ferreyra (2017) informa una tasa menor aunque
apreciable: 37%, en alumnos de licenciaturas (o equivalentes).
En Chile, un análisis de la Universidad de Chile (2008), de carácter nacional, reportó una tasa acumulada
considerable al tercer año del ingreso: del 39% en las universidades del Consejo de Rectores (muy selectivas), y un
guarismo algo más alto en establecimientos privados menos selectivos: 42%. Las cifras eran aún más caudalosas en
terciarios no universitarios (Institutos Profesionales, 48%, Centros de Formación cnica, 38%, en el primer año de
la cohorte 2006).
En suma, y a modo de hipótesis, el abandono clasista -inclusión excluyente- es una falla sistémica y global de primer
orden, también en América Latina, aunada con la masificación del ciclo y la consiguiente inclusión de clases en
desventaja.
2.2 El abandono mengua, pero la desigualdad permanece. El caso de Estados Unidos
Entonces, y a escala mundial, usualmente hay una vacancia de estadísticas precisas en materia de deserción y
desigualdad en educación terciaria. Una excepción es Estados Unidos, que desde hace muchos años soporta un
abandono nutrido en el tramo.
En efecto, en este caso el problema dio lugar desde hace décadas a un movimiento académico de fuste e índole
nacional, que afrontó el tema y gestó un campo de conocimiento ya maduro, con un soporte institucional fuerte y
arraigado: centros de investigación (universitarios, think tanks), publicaciones, congresos (y similares), y una
producción nutrida y sostenida de datos estadísticos, estudios empíricos cuantitativos y cualitativos, construcciones
teóricas y autores de ascendiente global como Vincent Tinto, de la Universidad de Siracusa, entre otros (Ezcurra,
2011a).
Por lo tanto, en Estados Unidos ese movimiento no solo hizo y hace hincapié en el ingreso a la educación superior,
sino también en la permanencia y finalización. Asimismo, y en algunas líneas de trabajo, apunta a las desigualdades
sociales en la cuestión. En otros términos, se dio y da un realce de los resultados y, en ciertos desarrollos, de su
igualación social.
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Al respecto, cabe nombrar ciertos think tanks muy influyentes. Entre otros, es el caso del National Student
Clearinghouse Research Center (NSCRC), de Virginia, que recaba información sobre alrededor de 3.600
establecimientos, publica periódicamente varios tipos de reportes, y es una de las pocas fuentes que distingue
entre abandono institucional (de establecimientos singulares) y del sistema de educación terciaria en su conjunto,
y que provee datos diferenciados al respecto.
Además, hay organismos específicamente encauzados a las desigualdades sociales en el ciclo. Entre ellos, descolla
The Pell Institute for the Study of Opportunity in Higher Education, ubicado en Washington D.C., que elabora
regularmente un dosier muy valioso en información y análisis: Indicators of Higher Education Equity in the United
States. Historical Trend Report, cuya última edición hasta ahora es de mayo de 2022 (Cahalan et al., 2022). Por otro
lado, destaca la Fundación Lumina, de Indianápolis, que más bien se concentra -a través de una gama amplia de
subsidios- en impulsar la superación de esas brechas sociales en el acceso y los resultados, aunque también
confecciona reportes e Issue Papers.
Por otra parte, la trayectoria de Estados Unidos en el rubro habilita la formulación de una hipótesis adicional: la
deserción en educación superior cae, pero la desigualdad perdura -una hipótesis cuya vigencia en otros países
precisaría de exploraciones ad hoc-.
En efecto, como ya se anotó, Estados Unidos padece un abandono pronunciado. Sin embargo, las tasas de
finalización mejoraron a nivel nacional y en todos los tipos institucionales; un promedio de +8.1% entre las cohortes
2012 y 2015 (Causey et al., 2020; NSCRC, febrero de 2022).
Empero, prosigue una desigualdad abultada -incluso algo mayor- según posición social. Por ende, el abandono
estuvo y sigue concentrado en clases en desventaja, aun con ese progreso.
Un indicador son los Community Colleges, una modalidad que reúne sobre todo a esas franjas desfavorecidas
(Ezcurra, 2019). Así, desde 2012 las tasas de finalización en los Community Colleges también remontaron (+5.9%),
pero en 2021 seguían bajas y con valores muy inferiores al resto de las variantes institucionales.
Tabla1
Tasas de finalización
( a los 6 años del inicio) 2012, 2019, 2021. En %
2012
2019
2021
2021/
2012
Cohorte
2006
Cohorte
2013
Cohorte
2015
Total
(promedio)
54.1
60.7
62.2
+8.1
Community
Colleges
36.3
41.1
42.2
+5.9
Público
4 años
60.6
67.7
69.0
+8.4
Privado 4 años,
sin fines lucro (sfl)
71.5
77.6
78.3
+5.2
Fuente: National Student Clearinghouse Research Center (febrero de 2022).
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Por lo tanto, el abandono fue y sigue siendo mucho mayor en los Community Colleges.
Tabla 2. 2021
Abandono y finalización a los 6 años del inicio (cohorte 2015),
según tipos institucionales. En %
Resultado
Community
Colleges
4 años
privado
(sfl)
Finalizó
42.2
78.3
Aún
matriculado
12.6
5.7
Abandonó
(no matriculado)
45.2
16.1
Fuente: National Student Clearinghouse Research Center (febrero de 2022).
Y resultados muy parecidos surgen si se sopesan cuartiles de ingreso (Cahalan et al., 2022, 2021) y dedicación parcial
al estudio (Lang et al., 2021).
En ese marco, y entre 1970 y 2020, las brechas sociales de graduación (en licenciaturas) a los 24 años incluso
escalaron, y son elevadas: del -34.0% al -44.0% entre el cuartil más alto y el menor.
Tabla 3
Graduación (bachelor) a los 24 años. En %
Cuartil
1970
2020
Cambio
(el más alto)
40
59
+19
15
40
+25
11%
25%
+14
(el más bajo)
6
15
+9
4/1
-34
-44
-
Fuente: Cahalan et al. (2022).
En suma, en Estados Unidos las tasas de finalización ascendieron, pero subsiste un abandono sistémico y clasista,
gravemente desigual. Una inclusión excluyente que, como vimos, se perpetúa en el mundo.
3. INCLUSIÓN EXCLUYENTE: LOS PORQUÉ. Notas iniciales
3.1 Experiencias estudiantiles y posición social
Entonces, perviven brechas sociales de abandono estructurales y pronunciadas que afligen a clases desfavorecidas.
Ante ello, cabe un interrogante causal. ¿Por qué? ¿Cuáles son sus condicionantes nucleares? Una pregunta que ya
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ha suscitado una producción académica sumamente copiosa (Ezcurra, 2011b, 2011c). Al respecto, aquí proponemos
un grupo de hipótesis causales generales, asociadas entre sí -sin pretensión de exhaustividad-.
Una primera hipótesis nodal, y en palabras de Ella Kahu y Karen Nelson (2018), es que por lo regular la relación
entre posición social en desventaja y tasas de finalización no es un lazo causal directo (Ezcurra, en prensa). Así, las
autoras argumentan:
Se necesita precaución al suponer que factores preexistentes como el estatus socioeconómico (…) son
la razón del menor éxito de los (estudiantes) (…) Si bien esas características del alumnado pueden ser
predictivas, la relación entre ellas y la finalización estudiantil no es causal de modo directo: es decir,
(…) no son la causa de su éxito o fracaso (pp. 2 y 3).
Por ende, no hay determinaciones forzosas ni destinos ineluctables. En este asunto no hay nada inexorable.
Repetimos: comúnmente, la posición social no es un generador lineal de abandono. Por lo tanto, convergerían otros
condicionantes.
¿Cuáles? En especial, y esta es la segunda hipótesis, la experiencia educativa de los alumnos, sobre todo en primer
año (Ezcurra, 2019; Tinto, 2000, 1997). Un motor crítico. Ello ya ha sido remarcado desde hace años por diversos
autores. Entre otros, por George Kuh, de la Universidad de Indiana, con sus contribuciones en torno al concepto de
implicación estudiantil (student engagement).
Al respecto, Vicky Trowler (2010) afirma que “Kuh demuestra que lo que los alumnos traen a la educación superior,
o dónde estudian, importa menos para su éxito y desarrollo que lo que hacen durante su tiempo como estudiantes”
(p. 2). Peter Wolf-Wendel y colegas (2009) concuerdan: “lo que los alumnos realizan (en el ciclo) generalmente pesa
más para su aprendizaje y persistencia que quiénes son (…)” (p. 410). En América Latina, Marisol Silva Laya (2015),
de la Universidad Iberoamericana (México), también acuerda:
Por lo tanto, el mayor peso en la decisión de abandonar o proseguir recae sobre lo que ocurre una vez
que el estudiante ingresó a la universidad. Es decir, lo que ocurre “antes” es importante, pero lo que
acontece “durante” la estadía del joven en la universidad es vital. Es necesario tener esto en cuenta,
pues habla de la importancia del papel que tienen las acciones implementadas desde las universidades
con respecto a su población estudiantil (p. 16).
A la vez, la tercera hipótesis es que esas experiencias exhiben diferencias de clase, intensas (Reay, 2016). Empero,
las investigaciones en el rubro por lo general no enfocan la posición social del alumnado. En ese sentido, Diane Reay
(2016) acota:
En educación superior, el aspecto relativo a la clase social más estudiado en las dos últimas décadas
(…) refiere a los procesos y prácticas (…) que impiden el acceso de ciertos grupos sociales, en especial
a las universidades de elite (…). Como era esperable, este cuerpo de indagación es respaldado por un
fuerte discurso sobre clases sociales. En contraste, las investigaciones que focalizan las experiencias
estudiantiles, y en particular la retención y el abandono, tradicionalmente han recurrido a (otras)
explicaciones (…), más individuales. No obstante, tanto el acceso como las experiencias del alumnado,
ya en la universidad, son profundamente clasistas (p. 4).
En esa línea, y sobre América Latina, Andrea Flanagan Borquez (2017) asienta que una extensa revisión de literatura,
en español e inglés, le permite inferir que en educación terciaria el tema de las experiencias de alumnos
desfavorecidos -en particular, de ¨primera generación”- “apenas ha sido investigado” en la región (p. 89). En suma,
se trata de una temática capital que, a la vez, conforma otra área de vacancia a nivel internacional y
latinoamericano.
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3.2 Instituciones, enseñanza e implicación
A su turno, esas experiencias son institucionalmente condicionadas. Es decir, y a guisa de cuarta hipótesis, aquí se
realza el peso categórico de los establecimientos y, en especial, de la enseñanza en dichas experiencias: el
currículum, la organización académica, las aulas (Ezcurra, 2007).
Una perspectiva que fue bosquejada por Vincent Tinto ya en 1975, muy presente en ámbitos académicos de Estados
Unidos y que, además, se extiende. En el seno de esa óptica, otro autor de envergadura es George Kuh, con su
trabajo sobre implicación estudiantil, antes citado.
¿De qse trata? El concepto de implicación ha ido evolucionando (Kuh, 2009). Sus orígenes se remontan al aporte
seminal de Alexander Astin (1993, 1984), quien propuso la noción de involucramiento (involvement), y señaló que
concierne al tiempo y al empeño que los alumnos ponen en sus estudios (Ezcurra, 2011a). Luego, la categoría fue
sustituida por la de implicación, y George Kuh fue un protagonista clave en su planteo y desarrollo. Al respecto, Rick
Axelson y Arend Flick (2011) puntualizan:
Muchos historiadores de la educación acordarían (…) en la idea de que la investigación de Alexander
Astin sobre involucramiento estudiantil durante los años 1980 merece crédito por originar los trabajos
sobre implicación (…) Aunque no todos los teóricos educativos coinciden en que involucramiento e
implicación son equivalentes, Astin recientemente indicó que no ve “diferencias esenciales” entre
ambos términos, y (…) George Kuh dijo hace poco a un entrevistador que esos conceptos son
mayormente lo mismo” (p. 40).
En rigor, el asunto tiene antecedentes más profusos. Al respecto, Kuh (2009, p. 6) recuerda que “la premisa de la
implicación ha estado presente en la literatura del país por más de setenta os”, con constructos como “tiempo
en tarea (Ralph Tyler) y “calidad del esfuerzo” (Robert Pace), entre otros. También la propuesta de siete principios
de buenas prácticas” educativas en el ciclo, de Arthur Chickering y Zelda Gamson (1987), como contacto frecuente
entre estudiantes y profesores, cooperación entre alumnos, aprendizaje activo y retroalimentación rápida.
Un hito cardinal fue el diseño de una encuesta en la materia, para alumnos, anual y de escala nacional, muy
difundida: el National Survey of Student Engagement (NSSE), que enunció el concepto (Wolf-Wendel et al., 2009),
activó su uso generalizado en el país hasta el presente, y además dio lugar a un cuerpo de estudios vasto y
particularmente influyente (Klemenčič, 2015).
Cabe consignar que el National Survey of Student Engagement fue una iniciativa lanzada y auspiciada por The Pew
Charitable Trust, que su trazado estuvo a cargo de un grupo de destacados especialistas en educación superior
como Alexander Astin, Arthur Chickering, John Gardner y George Kuh, y que su implementación resultó luego
adjudicada al Indiana University Center for Postsecondary Research (IUCPR), donde fue dirigida por George Kuh. Su
primera administración de orden nacional tuvo lugar en el año 2000 (Kuh, 2009).
El NSSE cristalizó un enfoque específico y además dominante del concepto de implicación. Así, en esta acepción la
categoría se centra en las llamadas prácticas educativas efectivas, y en qué medida los alumnos participan en ellas
(Kuh, 2009, 2001; Kuh et al., 2005). Reiteramos: prácticas efectivas. Ello conlleva un vigoroso acento en los
resultados estudiantiles. Resultados favorables, como un buen desempeño académico, la persistencia y el
desarrollo del pensamiento crítico (Kahu & Nelson, 2018; Kuh et al., 2008; Pascarella et al., 2010).
Entonces, prácticas educativas eficaces. Sobre ellas, el National Survey of Student Engagement selecciona, por un
lado, un conjunto acotado de “indicadores” como “aprendizaje reflexivo e integrador”, “aprendizaje en
colaboración”, “interacción entre estudiantes y profesores”, “entorno institucional que apoya”, entre otros. A su
turno, cada indicador agrupa un repertorio variado de comportamientos (“ítems”), que es lo que el cuestionario
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ausculta directamente.
2
Por ejemplo, “aplicación de hechos, teorías o métodos a problemas prácticos o nuevas
situaciones”, y “provisión de apoyo para ayudar al éxito académico de los estudiantes”.
Por lo tanto, y ello es sustancial, el enfoque entraña un marco pedagógico predeterminado (Zepke, 2014), un énfasis
en las prácticas de enseñanza (Kahu, 2013) y, por ende, un supuesto básico más general: el rol crucial de las
instituciones en esos resultados estudiantiles (Axelson & Flick, 2011).
Ello remite al paradigma organizacional, cuya marca idiosincrática es justamente el realce de las instituciones como
un condicionante primordial, no accesorio (Ezcurra, 2007); y de la enseñanza, encumbrada como “piedra angular”
de la “retención y graduación” (Tinto, 2014, p. 10). Un encuadre que fue hilvanado con gran acierto por Vincent
Tinto (1993, 1975), como vimos. Así pues, la inclusión excluyente en educación superior sería también una falla
institucional.
Un paradigma que, además, comporta de hecho un ideario alternativo a una visión causal sobre motores de
abandono muy divulgada a nivel global (Ezcurra, 2011a). Esta apunta al estudiante, y por eso solo contempla
variables propias del perfil del alumnado, como preparación académica insuficiente en el punto de partida, entre
otras. Entonces, hay un sesgo de variables omitidas: la experiencia educativa de los estudiantes y el papel de las
instituciones (Ezcurra, en prensa). Variables con una potencia causal tajante, como ya se anotó.
Cabe agregar que desde los años 1990 la noción de implicación ha concitado una atención internacional saliente,
con una producción académica abundante. Al respecto, Rick Axelson y Arend Flick (2011) juzgan que “en la
actualidad, pocos términos en el léxico de educación superior son invocados más frecuentemente, y con
modalidades tan variadas, como el de implicación” (p. 38).
En efecto, esa expansión derivó en la irrupción de usos disímiles, sentidos muy dispares (Ashwin & Mcvitty, 2015).
Así, en palabras de Bruce Macfarlane y Michael Tomlinson (2017) el vocablo implicación devino en “un concepto
nebuloso y contencioso sujeto a múltiples interpretaciones” (p. 1).
En ese entorno expansivo, el prisma dominante, con su eje en prácticas eficaces y conductas, ha sido puesto en
cuestión por ópticas críticas y alternativas (Macfarlane & Tomlinson, 2017), tema que solo enunciaremos, y
parcialmente. Así, en la esfera conceptual y según varios académicos revisionistas, se trataría de un planteo
estrecho, unidimensional, que se reduce a lo conductual y excluye o subordina otros componentes vertebrales de
la implicación.
Por eso, y en base a Jennifer Fredricks, Phyllis Blumenfeld y Alison Paris (2004 ), esos objetores patrocinan una
ampliación: una teorización más abarcadora, que incorpore y resalte las dimensiones emocional y cognitiva (Kahu,
2013; Kahu et al., 2017; Klemenčič, 2015; Trowler, 2010; Zepke, 2019, 2014). Hay autores que agregan facetas
adicionales. Por ejemplo, Ella Kahu (2013) adiciona una que llama sociocultural, atenta a estudiantes “no
tradicionales”. En suma, se promueve una reformulación conceptual encaminada a la edificación de una categoría
multidimensional: un “metaconstructo” (Fredricks et al., 2004). Por añadidura, según Peter Kahn (2014) la noción
misma se encontraríadébilmente teorizada” (p. 1005).
Sin embargo, a pesar de tales discrepancias y reparos, esos críticos aceptan la noción, aunque la revisan. ¿Por qué?
Ella Kahu y colegas (2020, 2017) lo sintetizan así: la implicación estudiantil es ampliamente reconocida como
decisiva para el aprendizaje y la retención, entre otros resultados, y su importancia ya no es cuestionada. En otros
términos, y “puesto simplemente, los alumnos comprometidos con sus estudios tienen más probabilidades de ser
exitosos” (Kahu & Nelson, 2018, p. 2).
2
El Cuestionario se organiza en 4 grandes “Temas” (p. ej., “Aprendizaje con pares”), que contienen 10 “Indicadores” (p. ej., “Aprendizaje en
colaboración”), que se desagregan en 47 “Ítems”.
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Por nuestro lado, y acerca de ese pensamiento dominante, observamos una omisión significativa. En efecto, en
dicha acepción la categoría de implicación suele prescindir de la problemática del alumnado de posición social
desfavorecida, incluido en el ciclo a raíz de su masificación. Wolf-Wandel y colegas (2009) convienen y señalan que
“una preocupación apreciable sobre (este concepto) es hasta qué punto falla en representar las experiencias de
estudiantes históricamente subrepresentados en educación superior” (p. 422).
En ese marco, y en especial, se desatiende un rasgo fundamental: el hecho de que, comúnmente, las instituciones
del tramo tienen sesgos de clase, habitualmente férreos. En particular, y acerca del alumnado, expectativas
clasistas, como veremos. Por ello, como corolario, en la aproximación dominante se dejan de lado retos académicos
acuciantes de esas franjas sociales en el punto de partida, y por eso cuáles podrían ser buenas políticas y prácticas
institucionales para enfrentarlos.
Esa falta no ocurre en otras vertientes que también participan del paradigma organizacional. Sobre todo, en
desarrollos inscriptos en la teoría de la reproducción social de Pierre Bourdieu, que suelen remarcar y redefinir
nociones como capital cultural y habitus institucional, que precisamente se identifican por una lectura
organizacional en clave de clases sociales -entre ellos, Patricia McDonough y Joseph Berger (Estados Unidos), Diane
Reay y Liz Thomas (Reino Unido)-.
En suma, el concepto de implicación transita un proceso de expansión y, a la vez, de revisión. A nuestro entender,
un aspecto estimable de ese prisma dominante es que prioriza rotundamente las condiciones educativas que
fomentan la persistencia y el desarrollo estudiantil, sobre todo en primer año y con acento en el aula.
Por eso, no solo enaltece el rol de ciertas pedagogías (pedagogies of engagement), sino que además hace hincap
en un atributo más vasto: una “cultura institucionalorientada al estudiante (Kuh et al., 2008, p. 557), que también
instaure intervenciones tempranas adicionales como sistemas de alerta, instrucción suplementaria, tutorías y redes
interconectadas de apoyo al aprendizaje, entre otras.
4. LA INTERFAZ EDUCATIVA
4.1 Un patrón de desacople. Visión sucinta
Entonces, el concepto de implicación involucra tanto al alumnado como a la institución. Y ello es crucial ya que, en
efecto, lo medular es la interacción entre ellos -nuestra quinta hipótesis-
Ella Kahu y Karen Nelson (2018) acuerdan y lo explicitan con nitidez. Así, insisten en la primacía del
entrecruzamiento entre la dimensión organizacional y la estudiantil. Para ello, postulan la noción de “interfaz”
educativa, que califican como una “metáfora” (p. 7). Según las autoras, pues, lo esencial es la relación: “la interfaz
sirve para recordarnos que los factores del establecimiento o del alumnado rara vez afectan la implicación
estudiantil separadamente, y que la interacción entre ellos es concluyente” (p. 12).
Ahora bien, la sexta hipótesis es que precisamente en dicho cruce, en clases desfavorecidas y en el punto de partida,
suele darse un patrón de desajuste, una incongruencia seria con la institución. Un desfase ante un ambiente
percibido como extraño, desconocido. Una brecha que es ponderada como nodal por varios autores, ya hace
tiempo y hasta la actualidad (entre ellos, Berger, 2000; Devlin, 2013; Devlin et al., 2012; Ezcurra, 2011a; Rendon,
1994; Silva Laya, M., 2020, 2015, 2014; Soto Hernández, 2016; Thomas et al., 2017; Trowler et al., 2021).
¿Por qué esa discordancia? La hipótesis -séptima- es que deviene de expectativas académicas de orden institucional
y sello de clases, ya aludidas, un ingrediente de gran calibre registrado también desde hace tiempo por diversos
autores (entre otros, Ezcurra, 2008; Chiroleu & Marquina, 2017; Flanagan Borque, 2017; Habel et al., 2016;
McDonough, 1999; Reay, 2004). En esa dirección, Óscar Espinoza y colegas (2018) resaltan:
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(…) los estudiantes de primera generación tienen dificultades en el primer año de la universidad no
por falta de habilidad intelectual, sino porque carecen del capital cultural requerido para el éxito
académico. La universidad como institución fue diseñada para servir a alumnos de clase alta y familias
bien educadas () Con el fin de mejorar el desempeño académico y subir las tasas de finalización, (las)
políticas y prácticas (institucionales) pueden y deberían ser rediseñadas para encajar con esa población
más compleja que busca educación (p. 176).
A la vez, se trata de un desacople social e institucionalmente condicionado que también opera como condicionante:
en especial, de abandono estudiantil -nuestra octava hipótesis general-. ¿Por qué? En parte, porque provoca
dificultades académicas que, a su turno, facilitan la deserción (Ezcurra, 2005; Gluz & Rosica, 2011). Una brecha
clasista y expulsora.
Otros autores latinoamericanos tienden a coincidir. Por ejemplo, y respecto de México, Marisol Silva Laya (2014)
aduce que “(…) las dificultades académicas son definitorias, especialmente durante el primer año. Los jóvenes no
logran superar la necesaria transición de este período crítico y las exigencias universitarias sobrepasan sus
capacidades” (p. 33). Por su parte, y acerca de Argentina y Chile, Ana García de Fanelli (2019) alega que “en ambos
países los pobres resultados académicos de estudiantes de menores ingresos entorpecen su progreso en los
programas de grado y resultan en tasas de abandono mayores durante el primer año de estudios” (p. 27). Por su
lado, el examen de la Universidad de Chile (2008), ya citado, consigna que el “rendimiento académicoes un
elemento preponderante: una de las tres causas primarias de deserción en primer año (agrega “problemas
vocacionales” y “situación económica” de las familias). Añade que ese escollo podría devenir de una inadecuación
entre demandas de las carreras y “debilidades académicas previas”, directamente aunadas con la posición social
del alumnado (p.5).
4.2 Autoeficacia y subjetividad de clase
Además, ese desfase desencadena impactos de índole psicosocial. En particular, una autoeficacia reducida, un
asunto capital.
Así, aquí asumimos -y reexaminamos- el concepto de autoeficacia, cuyo proponente principal fue Albert Bandura,
sobre todo a partir de su libro Self-efficacy: The exercise of control, de 1997 (Habel, 2009). En rigor, la noción es una
pieza descollante de un pensamiento más complejo: la denominada teoría social cognitiva, delineada por dicho
autor. A la vez, tal ideario se organiza en torno a un eje: la noción de agencia humana.
Al respecto, y como evoca Manja Klemenčič (2015), en teoría social se han dado arduos debates en torno al rol de
la estructura versus la agencia humana. Un dualismo que desde hace tiempo diversos teóricos buscan superar.
Entre otros, es el caso de Albert Bandura, que al respecto piensa una dinámica interdependiente: es decir, ni habría
agentes plenamente autónomos ni sujetos meramente sometidos a influencias ambientales.
En ese marco, a la vez, Bandura adopta una perspectiva que subraya el factor agencia: es decir, acentúa que los
seres humanos tienen chances de afectar sus determinaciones (Klemenčič, 2015). Entonces, y según Chad Habel
(2009), se trata de un esquema que aspira a “empoderar” a las personas para alcanzar sus objetivos (p. 95). Así,
Bandura (2006) mantiene:
En esta concepción, la gente contribuye a las circunstancias de su vida y no solo es producto de ellas. La teoría social
cognitiva rechaza la presencia de una dualidad entre agencia humana y estructura social. Las personas crean
sistemas sociales, y a la vez esos sistemas marcan y organizan la vida de la gente (…) Ser un agente es influir
intencionalmente en el propio funcionamiento y en tales circunstancias. Entonces, en este encuadre la incidencia
personal es parte de la estructura causal (p. 164).
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Aquí acordamos con ese principio causal, y por eso desestimamos -como ya se advirtió- cualquier aproximación
determinista, mecanicista. Por eso reiteramos: en educación superior, la posición social desfavorecida no supone
un destino ineludible de abandono. No hay razones necesarias, efectos inevitables.
Por otro lado, Albert Bandura sitúa a la autoeficacia en el meollo de la agencia humana (Bandura, 1982, 1977). ¿De
qué se trata? En términos generales, la autoeficacia remite a las creencias en las propias capacidades.
A la vez, la contribución saliente de Bandura no solo refiere al concepto mismo, sino a su rol. En efecto, como vimos,
la autoeficacia ocupa un lugar cumbre: “entre los mecanismos de la agencia humana, ninguno es más central y
generalizado que la percepción de autoeficacia” (Bandura, 2006, p. 170). ¿Por qué? Es que Bandura le atribuye una
función causal cimera: es concebida como un condicionante eminente. ¿De qué? De desempeños y, también, de
persistencia.
Las creencias en la propia eficacia son el cimiento de la agencia humana. A menos que la gente crea
que puede producir determinados resultados (…) tiene poco incentivo para actuar o perseverar ante
dificultades (…) La percepción de autoeficacia juega un papel esencial en la estructura causal de la
teoría social cognitiva (…) Es en base a esas creencias, en parte, que la gente elige qué desafíos encarar,
cuánto esfuerzo dedicar, cuánto persistir frente a obstáculos y fracasos (Bandura, 2020, p. 320).
Por lo tanto, la autoeficacia despunta como un concepto prominente para la educación superior: en particular, en
materia de desempeños y permanencia (Tinto, 2017).
Al respecto, Chad Habel (2009) circunscribe y enfatiza la noción de autoeficacia académica: las creencias de los
alumnos en sus propias habilidades para afrontar actividades requeridas en el ciclo. Y en concordancia con Bandura,
Habel distingue justamente su vigor causal: su influjo sobresaliente en los resultados estudiantiles, que estaría
demostrado por un voluminoso cuerpo de indagaciones. Así asegura:
Los reclamos acerca de la primacía de la autoeficacia han sido avalados por una multitud de
investigaciones. Así, (varios) meta-análisis de pesquisas sobre el tema refrendan esa preeminencia (…)
Su hallazgo primario fue que (...) la autoeficacia académica es el mejor predictor de ambos resultados
(desempeño y persistencia) (pp. 274-275).
Por nuestra parte, en este asunto hallamos nuevamente la misma supresión: la posición social del alumnado. En
efecto, la autoeficacia académica evidencia variaciones de clase álgidas, de gran gravitación potencial,
habitualmente ignoradas o subestimadas en la literatura.
Así, los estudiantes de clases desfavorecidas suelen arrostrar una percepción de autoeficacia frágil, sobre todo en
el punto de partida del ciclo. Se trata de posiciones subjetivas colectivas, en común, no meramente individuales.
Una subjetividad de clase. Chad Habel y colegas (2016) lo expresan así:
La clase social, aunque en parte es una medida de capital -económico, cultural y social- se prolonga
más allá del estatus socioeconómico. La clase es también una posición subjetiva y reflexiva, una
manera en que la gente es condicionada y se construye a sí misma (p.10).
Cabe mencionar que en el cuerpo de literatura examinado -implicación, autoeficacia- usualmente la dimensión
psíquica es entendida solo en sentido individual, y además suele ser escindida de condicionamientos sociales. Diane
Reay (2005) lo dice así: “las emociones y respuestas psíquicas a la clase y a las desigualdades de clase son
emplazadas firmemente en el terreno de la psicología individual (…) y sacadas del escenario social más amplio” (p.
912).
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Ahora bien, ese patrón de incongruencia académica, social e institucionalmente condicionado, tiende a reafirmar
y ahondar esa autoeficacia endeble, quebradiza, y así se refuerza la posibilidad del abandono. En esa orientación,
Albert Bandura (2006) asienta: “la gente con autoeficacia baja se convence fácilmente de la futilidad de sus
esfuerzos ante las dificultades. Rápidamente se dan por vencidos y dejan de intentarlo (p. 171).
Por ende, y en rminos de autoeficacia, plasmaría una subjetividad de clase ratificada. A la vez, ello suele afianzar
emociones negativas poderosas como miedos a no encajar, a experimentar dificultades académicas y fracasar, así
como sentimientos de ajenidad, inferioridad, inseguridad, vergüenza, falta de merecimiento. Entonces, puede
cristalizar una dimensión afectiva y colectiva potente, un malestar psíquico con sello de clase (Pratt et al., 2019;
Reay, 2005). En léxico de Pierre Bourdieu (1999), un sufrimiento posicional.
Cabe puntualizar que Ella Kahu y Karen Nelson (2018), en un rumbo muy similar, también hacen foco en lo
psicosocial como un dominio vital de la interfaz, sobre todo en franjas desfavorecidas. En suma, y siempre en
condición de hipótesis, se trata de:
+ una subjetividad de clase, mecanismos psicosociales subyacentes (autoeficacia, formaciones emocionales),
+ institucionalmente condicionados, y
+ facilitadores de abandono.
5. BREVES NOTAS FINALES
En base a Albert Bandura, ciertos autores remarcan correctamente que la enseñanza en el ciclo superior debería
concentrarse en fortalecer la autoeficacia académica y la agencia del alumnado, particularmente en primer año y
en clases desfavorecidas, vulneradas por aquella incongruencia y sus impactos (Habel, 2009).
Ello supone jerarquizar decididamente el cierre o merma relevante de esa brecha inicial. ¿Cómo? Sobre todo, se
trata de construir capacidades (Habel, 2009). Es decir, enseñar tempranamente las habilidades académicas
demandadas, en un ambiente institucional y del aula que empodera a la vez que apoya (Ezcurra, 2019).
En definitiva, un norte es acrecentar capacidades y con ello autoeficacia académica, en procesos de refuerzo mutuo
y retroalimentación positiva. En vocabulario de Chad Habel y colegas (2016), el foco organizacional y docente sería
priorizar contundentemente y de entrada el avance en las competencias y la autoconfianza necesarias para encarar
las tareas de nivel universitario exigidas.
A la vez, y siempre en carácter de hipótesis, ello animaría la implicación estudiantil. Así, y como nota Tinto (2012),
la autoeficacia, “los sentimientos de competencia, incentivan la implicación de los alumnos (…), repercuten en el
monto de empeño que aplicarán (…) y cuánto continuarán al confrontar tropiezos” (p. 27).
Entonces, para concluir y como infiere Marginson (2018), fortificar la autoeficacia académica y la agencia en
estudiantes de posición desfavorecida atenuaría restricciones al respecto ligadas a condicionamientos de clase:
Más que nada, el ciclo terciario eleva la autoeficacia y el potencial de autodeterminación (…) De forma
impresionante, y porque la educación superior ayuda a los graduados en el logro de mayor agencia
personal, simultáneamente debilita las limitaciones creadas por la determinación económica y de clase
social (p. 8).
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Fecha de recepción: 1/7/2022
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