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/ pp 13-25 / Año 9 Nº17 / DICIEMBRE 2022 – JUNIO 2023 / ISSN 2408-4573 / SECCIÓN GENERAL
estandarizadas, que proporcionan información sobre el funcionamiento del sistema de enseñanza y sobre el tipo de
incentivos o apoyo para los actores escolares (Oyarzún Vargas y Falabella, 2022). Se trata de políticas basadas en
relaciones profesionales auditables y performativas que responden a una lógica de gobernanza centrada en el
desempeño de las escuelas y de sus actores (Ball, 2003).
Fue a partir de 1990, en el marco de los programas neoliberales de ajuste estructural promovidos por los organismos
internacionales a nivel mundial, cuando las propuestas de evaluación de la educación toman impulso y quedan
asociadas a los principios de la Nueva Gestión Pública (NGP) como forma particular de modernizar la administración
pública. La literatura especializada ha definido a la NGP como un conjunto de teorías gerenciales, herramientas,
reglamentos y normativas orientadas a la reforma y modernización del sector estatal producidas por redes
transnacionales de expertos,
policy-makers
, organizaciones internacionales,
think tanks
, fundaciones y grupos de
consultoría (Verger y Normand, 2015). En el campo escolar, dicho enfoque abarca una amplia variedad de medidas y
dispositivos de reingeniería organizativa y cultural cuyo propósito es transformar las estructuras institucionales y los
comportamientos de los actores para hacerlos más eficientes (Ball y Youdell, 2008; Gunter y Fitzgerald, 2013). Opera,
de este modo, como un “paradigma de políticas” (Hall, 1993) que ofrece a los actores responsables del diseño de
políticas marcos interpretativos y categorías que proporcionan información “objetiva” para la toma de decisiones sobre
la reforma escolar. En este modelo se reconoce a la autoridad estatal como la responsable de monitorear el desempeño
educativo a partir de ciertas definiciones curriculares y de estándares previamente definidos. Dicha autoridad tiene
también a su cargo la difusión de los resultados, y es quien determina y asigna las consecuencias asociadas al logro
alcanzado (recompensas, asesorías o sanciones) (Maroy, 2009). De allí que se destaque la función evaluadora o “super
vigilante” del Estado en el análisis de estas iniciativas.
Dentro de esta lógica, las evaluaciones destinadas a la medición de los desempeños escolares se han tornado
instrumentos privilegiados para mejorar la calidad de los sistemas educativos, así como para orientar la acción de los
actores a través de una serie de incentivos. Al respecto, el discurso de la evaluación en el campo de la educación ha
ido de la mano de algunos supuestos que han contribuido a instalar un nuevo sentido común donde la calidad se ha
vuelto sinónimo de aprendizaje susceptible de medición. Se afirma, a su vez, que el mejor instrumento para cuantificar
su valor son las pruebas estandarizadas de desempeño en tanto ofrecen datos continuos, pertinentes y válidos sobre el
funcionamiento de los sistemas de enseñanza. Finalmente, se asume que la información provista por estos dispositivos
es de utilidad para informar la gestión, así como los procesos institucionales y pedagógicos al permitir asociar los
resultados con los factores claves que dan forma a los aprendizajes, tanto dentro como fuera de las escuelas. Se
reconoce, en esta línea, que las pruebas de desempeño operan como una de las mejores herramientas para identificar
problemas y hallar soluciones a una parte importante de las dificultades que atraviesan los sistemas educativos.
Una de las organizaciones que mayor impulso le ha otorgado a la evaluación de la calidad bajo estos términos es la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), quien a través de su reconocido Programa
Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA) ha colaborado en la legitimación de dichas prácticas a nivel
mundial. Desde el año 2000 hasta la fecha, PISA se ha convertido en un referente de la reforma educativa (Breakspear,
2012) que no solo ha contribuido a instalar el problema de la calidad y de la eficiencia como un fenómeno mundial, sino
que también ha formulado, en términos de recomendaciones, medidas para alcanzarlas. Las pruebas de desempeño,
estandarizadas, externas y aplicadas a gran escala, se presentan como uno de los instrumentos más reconocidos a
nivel global para medir y valorar la formación de los estudiantes y de sus docentes. Se las adopta así, como herramientas
privilegiadas de generación de un tipo particular de información considerada de interés para que los países adopten las
decisiones y las políticas públicas necesarias para optimizar su educación. Propuestas de este tipo han estado también
presentes en organizaciones como el Banco Mundial, agencia que desde hace varias décadas promueve la evaluación
continua de los docentes como estrategia de mejora de la educación. Al respecto, entre sus principales sugerencias
destaca aquella orientada al reclutamiento de los profesores con el objetivo de atraer a la profesión a los más
“talentosos”. Para tal fin, entre otras propuestas, el Banco plantea incrementar la selectividad de los programas de
formación docente y la modificación de la estructura de los incentivos salariales. Se busca, de este modo, modificar la
antigüedad como criterio central que estructura el régimen de la carrera docente, y establecer los ascensos y los pagos
basados en las competencias medidas a través de pruebas de desempeño (Banco Mundial, 2014).
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, aprobada en 2015 por la Asamblea de las Naciones Unidas, puso también
en primer plano la preocupación por la calidad en términos de la formación de los estudiantes y de sus docentes. Entre
sus objetivos plantea la necesidad de garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad, y promover
oportunidades de aprendizaje permanente para todos (ONU, 2020). Este propósito ha conducido a los países a revisar