Exposición:
El presente está encantador de Diego Bianchi
Museo de Arte Moderno de Buenos Aires
Del 22 de abril hasta el 6 de agosto de 2017
Basura, neón y obras de diferentes artistas conforman El presente está encantador, la exposición de Diego Bianchi en el MAMBA que problematiza los vínculos entre el pasado y el presente, lo visible y lo invisible, la persistencia y la desaparición, la mercancía como basura y la basura como mercancía. La muestra apuesta por una política de la perturbación que reacomoda la visión de las obras del patrimonio histórico, a la vez que rescata la basura visibilizando aquello omnipresente e ignorado, con lo que logra que los materiales se perciban como si hubiesen despertado de repente.
En el ensueño, las cosas pueden resultar imperceptibles por carecer de visibilidad o volverse invisibles por exceso de presencia. Pero el despertar, escribe Walter Benjamin (2005), está, como el caballo de madera de los griegos, en la Troya de lo onírico. La exposición de Bianchi trabaja estas dos modalidades de lo que pasa desapercibido mediante una política de la perturbación que reacomoda la visión de las obras del patrimonio histórico, a la vez que rescata la basura visibilizando aquello omnipresente e ignorado, con lo que logra que los materiales se perciban como si hubiesen despertado de repente tras un largo letargo.
La tensión entre aparición y desaparición que impone el desecho –caracterizado por ser visto pero no percibido- se hace eco desde el espacio liminar del título. El infierno de la canción de Los Redondos brilla, precisamente, por su ausencia, y se reflecta intermitentemente sobre el presente. Pero si de referencias se trata, las operaciones de Bianchi lo aproximan más al “Tomo lo que encuentro” de Virus. El artista saquea tanto el patrimonio histórico del MAMBA como su arquitectura y los restos del andamiaje de la exposición temporaria previa. Las obras ‘prestadas’ –fechadas, principalmente, entre 1960 y 1970– corresponden a una vertiente estética fascinada por el deterioro y el uso de la basura, de lo perecedero y lo inútil.
El presente que despierta la exposición de Bianchi tal vez sí sea encantador si se considera que etimológicamente la palabra se vincula con el conjuro y el hechizo. Tiempos y materiales en conflicto rechinan generando un canto –mixtura entre la voz de las sirenas y la música del encantador de serpientes– que recorre el museo despertando a las obras, haciéndolas sonar con una flexión particular al introducirlas en una nueva disposición.
La belleza, escribió el poeta ruso Burliuk, es una basura blasfema. Si bien las vanguardias históricas, desde principios del siglo XX, han trabajado con lo obsoleto como un material con potencia estética, después de 1950, coincidiendo con la segunda revolución industrial, el arte elevó el proceso de reintegración de lo residual en un ideal mediante la apropiación de objetos cotidianos desechados. Bianchi rescata este contexto para pensar el presente, signado a su vez por un suceso inédito: ya no se trata solamente una sobreproducción de basura por la industrialización, sino también de una desmaterialización del mundo por el asentamiento de la cultura digital.
El laberíntico acceso a la sala comienza por un pasillo de un blanco ascético, desmentido enseguida por el brillo de neón, escaleras de madera laxas que resuenan bajo los pies, ventanas que muestran tanto como retacean, puertas falsas, otras espejadas que se suceden a una vertiginosa velocidad, como si algo de la visibilidad estuviera interrumpido, o hiciese falta un trabajo para ver. El espacio estallado, obstaculizado por basura, es concomitante con las huellas de cuerpos, presentes en el eco de su posible haber estado ahí, siempre un poco teatral: un guante que asoma entre los escalones, una zapatilla entre tierras y hojas, pisadas irregulares en la pared.
Una tangente en el recorrido lleva a una pequeña sala donde las obras visionarias del artista argentino Alberto Heredia –mandíbulas amarillentas, desdentadas, amordazadas con trapos y vendas– hablan de otra manera al convivir con los cuerpos fragmentados que visten Nike de Bianchi, superpuestas con la música experimental en la que se escuchan murmullos. Entre los retazos de cuerpos y de palabras –de algo que parecería asemejarse a lo humano o evocarlo, y que lo intercepta esquivándolo–, la iluminación, como en un boliche, oscila entre dos oscuridades, la falta de luz y el enceguecimiento por exceso.
Así como la disposición espacial replica el estrabismo y desvío que la exposición pone como condición a la visualidad, la luminaria interferida es elocuente de una mirada que para construirse impone un esfuerzo de concentración, un afinar la vista, paralela a la disciplina corporal que la exposición impone (contorsionar el cuerpo entre barrotes de luz incandescente para atravesar un pasillo) y propone (entrar a la sala principal de la mano con alguien).
Al costado del pasadizo interrumpido una serie de puertas espejeantes –que al permitir el paso lo cierra en la sala de la exposición, habilitando un potencial accidente entre espectadores de uno y otro lado–, aparece un mirador: un hueco en la pared deja ver una obra –¿abandonada o en construcción?– imposible. Los datos espaciales se alteran en ese recoveco donde la acústica magnifica los sonidos y la temperatura ambiente parece ceder, en contraposición a la calidez del pasillo repleto de luces. Frente a una pared sin revocar resplandecen unos ladrillos sostenidos con alambre que reflejan contra la pared sombras espectrales. La exposición trabaja, literalmente, con lo “atado con alambre”, en un hacer con lo precario, con lo que está siempre al riesgo de la desaparición o del desastre, que se sostiene casi por milagro, configurando una estética que exalta la inestabilidad.
En la sala principal, luz y música varían en intensidad, se enronquecen, retumban, titilan, cesan, contribuyendo a enrarecer el espacio, obligando a atravesarlo, como quería Héctor Libertella, un poco a ciegas, un poco a tientas. Las pisadas del pasillo que parecían no conducir a ninguna parte establecen una continuidad con lo expuesto aquí. El cabello, antes en mechones y disperso, se presenta en festones, como si fuese ganando o probándose distintas consistencias hasta llegar al abultado volumen de una de las obras que cierra la muestra. El reguero de piernas –gimnásticas, contorsionadas, quebradas, monstruosas, casi siempre ajenas a los cuerpos, como si hubiesen desertado de ellos– inunda la sala confundiendo las obras propias y las ajenas.
En lo que dura un parpadeo, las maderas se vuelven extremidades, los caños las evocan obsesivamente, y obras como La fuerza bruta de Enio Iommi parecen plegadas desde siempre a este movimiento generando un alelamiento de la propiedad, una suspensión de la autoría.
En el contexto en que la sociedad experimenta un cambio general hacia lo inmaterial, el rescate de la basura como elemento estético en propuestas como la de Bianchi excede aquellos caminos que las artes visuales han extenuado a lo largo del siglo XX –sacralización de lo inútil, puesta en valor de lo desechable, o indicio del rol semiótico del artista donde es él quien define qué es el arte– e incorpora, además, un vuelco de lleno hacia lo material. Bianchi se vuelca hacia basura propiamente dicha y a las obras de arte en cuanto ruina, solo que, mientras la ruina romántica evocaba el pasado, en la ruina moderna lo que predomina es la materialidad del artefacto que evoca tensiones entre lo ausente y lo presente permitiendo indagar por qué persiste lo que persiste gracias a la doble perspectiva del tiempo que implica.
Como Energía apagada, del artista plástico Aldo Paparella, que desde materiales misérrimos produce una escultura que remite a las ruinas de la antigüedad clásica estableciendo un cortocircuito entre el material y su referencia, en el caso de El presente está encantador las temporalidades se friccionan pero van todavía más atrás. Bianchi ha declarado sentirse “como un primitivo que tiene que desentrañar algo de un origen del que desconoce con medios elementales” (2015). Su trabajo se parece al del artista en vías de desaparición que había detectado Paul Valéry, un artesano de una especie en peligro de extinción que emplea chatarra y objetos condenados.
Dos esculturas, que parecen escapadas de tiempos primitivos para interpelar con consistencia el presente, son particularmente llamativas. La primera tiene como base una enclenque caja de vino pintada sobre la que con apuro se yergue una forma de un material en apariencia sólido, que remite a lo mineral, con dos ¿ojos? hechos de rollos de papel higiénico. Otra, que se encuentra hacia el final de la sala, se compone de dos esferas de pelo.
En ambos casos, algo de lo humano –deliberadamente diferido, desviado hacia otro reino– reverbera como un espejismo, huella, resabio, espuma ante la retirada de la marea: una mirada atónita y desencajada, que presagia en la precariedad de los materiales su propia ruina, y una forma que, pese a estar confeccionada con cabello, da vuelta la cara y brilla como barnizada en una savia añeja, vegetal.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
- Benjamin, Walter (2005). El libro de los pasajes. Madrid: Akal.
- Katzenstein, Inés y Bianchi, Diego (2015). “Intercambio de ideas con Diego Bianchi sobre su muestra The Work in Exhibition”. http://diegobianchi.com.ar/articulo.php?id=20, consultado el 9/6/2017.
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