¿Puede haber ciencia e innovación tecnológica sin un desarrollo industrial autónomo?
La respuesta a este interrogante suele tener al menos 2 vertientes.
Una de esas vertientes es la que representa a quienes circunscriben el hecho científico a la investigación en ciencia básica y no en ciencia aplicada.
Para quienes razonan de esta manera, o la priorizan, el objeto de estudio es esencialmente vocacional, o forma parte de las inquietudes, ansiedades y expectativas de quien se empeña en la búsqueda de respuestas en el inmenso magma de lo desconocido.
Y vale especialmente para las ciencias sociales, por ejemplo, donde la reflexión tiene sentido y se justifica en el objeto de la investigación, pero rara vez en la solución de cuestiones de la realidad efectiva.
Sin desconocer naturalmente al universo de cientistas sociales que han buceado en las problemáticas sociopolíticas para encontrar respuestas y tal vez políticas públicas de impacto reparador.
Lo anterior es lo que conocimos como cientificismo, es decir, el laboratorio dedicado a la una ciencia impoluta, que tuvo un amplio despliegue en nuestro país en la década del 60, o sea durante el posperonismo desarrollista.
La investigación científica creció significativamente en el sistema universitario, principalmente empujada por su amplio despliegue en las ciencias sociales que vivieron globalmente un alineamiento con la versión “científica”. Pero aún en las llamadas ciencias básicas, el derrotero investigativo empezó a justificarse por si mismo, alejándose de todo propósito utilitario inmediato, al menos para el sistema científico nacional.
Fue la etapa dorada del “financiamiento” de laboratorios y programas por el sistema de fundaciones internacionales y de fondos provenientes de los países industrializados.
Pude conocer y participar, siendo estudiante de física, de la creación y despliegue del más importante laboratorio del Instituto de Física de la Universidad Nacional de Tucumán. Versaba sobre un fenómeno de reciente atención global, el de la radiación cósmica. En aquel entonces, la NASA promovió y financió la instalación de laboratorios en centros de investigación en lugares estratégicos del globo, para la captura de la información asociada con partículas elementales provenientes del espacio exterior. Naturalmente que mas allá del impacto formativo y del despliegue y uso de instrumentos adecuados, la información se transmitía al centro internacional de análisis, con bajo aprovechamiento por parte de los equipos de investigación participantes, que por lado pertenecían y eran pagados por las universidades e instituciones similares. El CONICET, fundado en esos años bajo la presidencia de Bernardo Houssay, vivió intensamente los debates acerca de las alternativas de investigación básica o aplicada.
La segunda vertiente nos habla de la necesidad de orientar el trabajo científico a los campos de interés nacional, definidos éstos por las problemáticas particulares del país. Supone una estrecha vinculación de la investigación con su deriva en las aplicaciones tecnológicas. Tuvo protagonismo, claro está, en los gobiernos de la década 1945-1955. Lo que distinguió entonces a esta segunda vertiente fue, por un lado, el financiamiento estatal del sistema científico, y la evaluación de los procesos en función de logros ambiciosos, tanto en el campo industrial como en las tecnologías de punta. Valga mencionar la industria automotriz nacional, así como los desarrollos vinculados con la aviónica y con la energía nuclear.
Como país, hemos atravesado por ambos escenarios. Destaquemos adicionalmente que los Premios Nobeles de nuestro país fueron en su mayoría cultores de la investigación aplicada, particularmente al terreno de la salud y la biología.
Bernardo Houssay, a quien en 1947 el Instituto Karolinska de Suecia le otorgó el Premio Nobel de Fisiología y Medicina por el descubrimiento de la función que desempeña la hormona del lóbulo anterior de la hipófisis en el metabolismo del azúcar, distinción que lo convirtió en el primer Nobel en Ciencias de América Latina.
Luis Federico Leloir, que en 1970 fuera elegido por la Real Academia de Ciencias de Estocolmo para el Premio Nobel por su trabajo en bioquímica, al descubrir los nucleótidos de azúcar y su función en la biosíntesis de hidratos de carbono. Y Cesar Milstein, Premio Nobel en 1984, por el desarrollo de la técnica de hibridoma para la producción de Anticuerpos Monoclonales.
Los tres, egresados de la Universidad Nacional de Buenos Aires, la universidad pública más reconocida de nuestro país y una de las mas calificadas del mundo donde estudiaron también los otros 2 premios Nobel argentinos merecedores del galardón de la Paz.
Un crítico destacado del elitismo en la investigación científica fue Carlos Varsavsky, doctor en Química en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y reconocido propulsor de la investigación científica. Estimuló la creatividad del científico y su espíritu nacional, fomentando los estudios de la materia que interesa a cada país, eliminando los trabajos individualistas. con el único fin de satisfacer las necesidades y los intereses de una elite mundial. Es por ello que fue definido como el padre de un “estilo epistemológico” caracterizado por la transparencia, participación y exhaustividad.
Ahora bien, después de lo dicho, lo que merece una reflexión es la situación actual de la investigación científica en la Argentina.
Y sin duda alguna, desde la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación en 2007, se han dado avances significativos, sobre todo en la cuantía de la inversión pública en la materia. El Ministerio se asume como el organismo dedicado a financiar la investigación, proveer infraestructura, promover el vínculo armónico entre los sistemas académico y productivo y divulgar los conocimientos producidos por el quehacer científico-tecnológico y sus aplicaciones en la sociedad.
Hay un hilo conductor entre la persistencia y consolidación de organismos cientifico-técnicos como la Comisión Nacional de Energía Atómica, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, con la creación de empresas públicas como INVAP, Nucleoeléctrica Argentina, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales y Argentina Satelital - ARSAT, todo lo cual indica una creciente participación estatal en la producción de conocimiento científico, pero también de productos industriales de alta tecnología como reactores nucleares de investigación y producción de radioisótopos; combustible para centrales nucleares de producción de energía eléctrica, así como satélites de observación y satélites de telecomunicaciones, radares 3D y mas recientemente turbinas para producción hidroeléctrica.
Todo esto nos lleva a destacar dos cuestiones. La primera es que cuando la inversión tecnológica, especialmente la que se impulsa desde el Estado, consigue años de desarrollo y consolidación, el país trasciende internacionalmente y conquista mercados altamente competitivos, como el de la producción de radioisótopos. Argentina no tiene dificultades desde el punto de vista de los recursos profesionales ni de formación, dada la altísima calidad de las Universidades Públicas, ni del mismo sistema científico. Entonces, la dificultad no es técnica sino política. Es la estructura de la distribución de la riqueza y del poder económico lo que ha frustrado sistemáticamente el fortalecimiento del país basado en el fruto de la investigación y la economía del conocimiento.
Cuando el programa Conectar Igualdad, que cuando a fines del años 2015 lograba alcance nacional y consolidaba una demanda de medio millón de computadoras personales anuales para la educación de nivel medio, el cambio de gobierno y esencialmente de perspectiva a partir de 2016, sepultó por la vía de la importación con arancel cero de bienes de capital, la iniciativa de empresas nacionales que habían invertido capital en la incorporación de robótica para producción nacional de plaquetas y notebooks, así como la investigación aplicada de la Universidad Nacional del Sur para la fabricación nacional de microprocesadores.
La segunda, que la inversión pública en ciencia, tecnología e innovación productiva produce aquí como en todos, reafirmémoslo, todos los países del mundo, un impacto muy positivo en la generación de empresas privadas dedicadas a la producción de bienes en estas tecnologías que ha impulsado y desarrollado inicialmente el Estado.
Sostenía una gran pensador y científico argentino, Amilcar Herrera, geólogo de la Facultad de Ciencia Exactas y Naturales de la UBA, cuya tesis doctoral de 1950 se inspiró en el estudio de los yacimientos de hierro de Sierra Grande:
“En la mayoría de los países de América Latina los proyectos nacionales vigentes tienen su origen en el período inmediato poscolonial (aunque heredado en gran parte de la colonia). Es el momento en que se consolida la inserción de esos países en el sistema internacional, como economías periféricas dependientes, exportadoras de materias primas e importadoras de bienes manufacturados provenientes de las grandes metrópolis industriales. La articulación y estabilidad de esos proyectos se apoyan básicamente en la alianza entre sus principales beneficiarios locales -las oligarquías de terratenientes, exportadores e importadores, que han tenido siempre directa o indirectamente el poder económico y político de la región- y los centros de poder mundial. [...] Finalmente, estos proyectos nacionales -basados en el cultivo extensivo de la tierra, en la explotación de las principales fuentes de materias primas por grandes empresas extranjeras y en una industrialización muy primaria para producir algunos bienes básicos de consumo- no tienen casi demanda de ciencia y tecnología locales, salvo como lujo cultural, o en aspectos que se relacionan sobre todo con tareas de "mantenimiento”
Ahora es el turno de otros emprendimientos igualmente estratégicos para la Argentina. Destaquemos a título indicativo, la condición privilegiada del país en la minería del Litio. Sería imperdonable que ese mineral siguiera el destino del resto de la inversión minera internacional en la Argentina, que no es otra que el de una actividad extractiva que no deja nada significativo en materia de generación de empleo, desarrollo tecnológico y productivo, pagando en las provincias una renta absolutamente insignificante.
El Litio debe considerarse un producto estratégico, cuya tecnología industrial debe desarrollarse como tantas otras tecnologías desarrolladas en nuestro país, a partir de la inversión público-privada. Hoy se extrae como bicarbonato de litio y se exporta como commodity sin valor agregado, más que el costo de la extracción.
El gobierno nacional ha anunciado la creación de YPF-Litio con el objetivo impulsar desde el estado una carrera tecnológica vinculada a la electromovilidad y las energías renovables.
Es una oportunidad única. Las baterías son esenciales al desarrollo de la telefonía celular, las plataformas electrónicas en general y la nueva industria automotriz a escala global. Y existe la posibilidad de ser, junto a Chile y Bolivia el polo industrial más importante del mundo en producción industrial de almacenamiento para la energía eléctrica.
No ignoramos a la llamada “restricción cambiaria” pero en u mundo cada vez mas multipolar están las respuestas para salvar escollos que muchas veces fueron el pretexto para políticas sumisas ante el interés global.
Ese es nuestro camino para la innovación pero también para el despegue industrial de nuestro país.