Tenemos que reconocer que miramos estas imágenes con una cierta distracción probablemente provocada por el exceso. Hace mucho que nos sabemos saturados por ellas. Demasiadas imágenes, lo que en principio significaría demasiadas emociones. También hace tiempo que sabemos que somos capaces de protegernos de esas emociones, de esos shocks continuos a los que nos somete nuestro mundo plagado de imágenes.
Por lo tanto, somos conscientes de que el papel que desempeñan las imágenes es complicado. La finalidad de este texto, entonces, podría ser sencillamente intentar recuperar una mirada “interesada” para algunas imágenes e intentar rehacer así, con Susan Buck-Morss,2 una pequeña capacidad de experiencia política. Pero podemos intentar ir más lejos: podemos intentar tener una mirada algo más eficaz para nuestro presente.
Es imposible contar una historia sin contar algo de ti. Y por eso no pretendo separarme de mis intenciones ni un solo momento en este texto. Estamos ante unas imágenes “producidas” en la Maternidad de Elna, en el mundo profundamente ideologizado de la Guerra Civil Española y la posterior Segunda Guerra Mundial. El marco temporal se define con el comienzo de la retirada de España desde 1939 hasta 1943, año en que la producción de imágenes se ve mermada debido a las deportaciones. Es la etapa álgida de la labor humanitaria suiza. No solo en la Maternidad de Elna. También en los campos de Gurs, Rivesaltes, Argéles-sur-Mer y La Hille.
Y todas estas imágenes están, en parte, hechas por los voluntarios suizos, pero, sobre todo, queremos demostrar que fueron aprovechadas posteriormente por el único país que ha presumido siempre de neutralidad; de no tener, por tanto, intención de tomar partido.3 Lo que no significa que no tenga ideología, sobre todo si aceptamos, con Althusser,4 que la ideología no es una representación de la realidad imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia, sino más bien una representación de la relación que existe entre ellos y las condiciones de existencia. Tal representación (el punto central de toda representación ideológica) es, por lo tanto, una representación de naturaleza imaginaria del mundo provocada bien por unos autores definidos (déspotas, curas, gobernantes democráticos…), bien por el carácter alienado del mundo real (siempre ayudado por lo que Althusser llama los aparatos ideológicos del Estado), bien por ambas cosas. En la ideología de los habitantes de Suiza no está representado, entonces, el sistema de relaciones reales que gobiernan la existencia de esos individuos, sino la relación imaginaria de esos individuos con las relaciones reales que viven, una relación imaginaria alimentada, como no podía ser de otra manera, por una propaganda exhaustiva e invasiva para la que la insistencia en la neutralidad del país sería una cuestión económica de primer orden. Una relación imaginaria, entonces, con existencia material. Ya sabemos que no hay práctica sin ideología.
No puedo evitar recordar en este punto la obra On Translation: El aplauso que Muntadas presentó en La Casa de la Moneda de Bogotá en 1999. Se trataba de una videoinstalación en forma de tríptico, proyectada en tres pantallas contiguas: las dos laterales con imágenes y sonido de los aplausos del público frente a un acontecimiento sin identificar, y la pantalla central, con la audiencia que aplaudía de frente. Cada quince o veinte segundos, de forma regular, la imagen proyectada en la pantalla central cambiaba rápidamente, en una especie de parpadeo subliminal, y dejaba entrever una instantánea de violencia evidente, en blanco y negro y sin sonido. En principio, el trabajo partía del análisis del contexto social y político de Colombia, pero era fácilmente extensible a otros lugares de extrema violencia, corrupción, desigualdad e indiferencia internacional. Lo que trazaba al final era un retrato de la morbosidad obscena con la que los medios traducen y aceptan las atrocidades que se producen en cualquier parte del mundo. Y con los medios, el público, que aplaude. El aplauso (entendido como una convención social que denota consenso) se abordaba, entonces, como una metáfora de la identidad inmaterial del público, de su alienación, su complacencia y su pasividad. Todo el público está “sujeto” a esta complacencia y, por lo tanto, a una pasividad neutral que es imposible no entender como ideologizada. No tomar una decisión es ya decidir. No tomar una posición frente a algo es posicionarse. La neutralidad nunca puede ser neutral.
Y nuestras imágenes no pueden ser una cuestión menor en este asunto. Tal como ha señalado Geneviève Dreyfus-Armand,5 la novedad de la época de entreguerras en el campo de lo humanitario es precisamente el hecho de que esta ayuda se convirtió en muchos casos en un medio de acción diplomática, es decir, política. La revolución bolchevique fue un punto de inflexión. Las necesidades humanitarias de la población civil eran inmensas, pero, evidentemente, las consideraciones políticas dictaron muy a menudo las orientaciones humanitarias. De hecho, muy pronto tanto los americanos como los europeos vieron el beneficio que podían obtener: demostrar la superioridad económica, pero también ética, de los países capitalistas. Ya veremos cómo en el caso de Suiza la historia se complica.
De cualquier manera, lo que a mí me interesa pensar es el empeño de un país, redimido o no, por mostrarse como neutral, como no implicado, como “desideologizado”. En una época mal denominada “posideológica” como la nuestra, este asunto no puede menos que interesarnos. Es como mínimo extraño que un país se autodenomine no posicionado cuando el término no deja de parecer algún tipo de estrategia para esconder un cuarto trastero siniestro precisamente por familiar. Igual que ahora, aquella presunta no ideología, en la actualidad posideología (lo que semánticamente parece aludir a una superación, quién sabe si hegeliana, de los conflictos ideológicos), señala directamente a una ciudadanía que parecía y parece haber aceptado, sin rechistar, unas líneas políticas al parecer indiscutibles. Ninguna de estas imágenes, en ausencia de otras tantas, puede ser, entonces, inocente.
Quiero que quede muy claro que no se trata de imponer un peso de sospecha o culpabilidad a Suiza, mucho menos a los voluntarios que trabajaron con los exiliados españoles. Se trata más bien de repensar, a partir de este caso de estudio todavía en proceso de elaboración, el término “posideología” tan manejado hoy en día. Quizás, una vez más, trayendo la historia hacia nosotros, consigamos volver a mirar nuestro presente y, de esta manera, situarnos en él con mayor o menor comodidad. Pero no trayéndolo de cualquier manera, sino, tal como postula Zizek,6 ejerciendo una crítica capaz de designar los elementos que dentro de un orden social existente apuntan al carácter antagonista del sistema y, por lo tanto, permiten que tomemos distancia de la autoevidencia de su identidad establecida. Es decir, la “evidencia” de una Suiza neutral durante la Segunda Guerra Mundial puede ser contemplada no solo como algo establecido por la propia Suiza, sino también como cuidadosamente alimentado por su propaganda cuando lo considera necesario, de manera que su “evidencia” (lo que ya es una aceptación ideológica) se tambalea dejando imposibilitada la actitud cómoda de un espectador distante. Dejando imposibilitado, entonces, el cinismo.
Empecemos por el principio. En la sucesión de estas fotografías, algunas pueden parecernos simplemente un prólogo.
Tanto la mujer que sostiene al delgadísimo niño como el pequeño en la foto de al lado miran directamente a la cámara, es decir, a nosotros. A pesar de todas las críticas que ha recibido, muchas veces fundadas, sobre todo las de Clément Rosset,7 el “esto ha sido” barthesiano se revela como inevitable en nuestra percepción de la fotografía. Y es, además, el que nos permite imaginar, tal como pedía Didi-Huberman.8 Cuando esta mujer y este niño nos devuelven la mirada, por poca atención que les prestemos, nos obligan a imaginar: imaginar cómo llega ese niño a la Maternidad de Elna, imaginar su pobreza, su indefensión, la tristeza de la mujer (no sabemos si es su madre) que, a pesar de todo, decide permitir que se lo fotografíe porque busca una mirada para siempre sobre ese niño, una mirada, la nuestra, que permita al pequeño no solo mantenerse en la memoria, sino, quizás, también convertir la imagen en un potencial agente de una acción política más prolongada. Prolongada hasta hoy, aunque no podemos olvidar que en ese momento los republicanos españoles, dentro y fuera de las fronteras peninsulares, mantenían la esperanza de que una movilización internacional contra el fascismo les permitiera recuperar una victoria que ellos siempre consideraron europea. Y tenían razones para ello. El desembarco en Normandía por parte de los Aliados el 6 de junio de 1944, el rápido avance de la división del general Leclerc hacia París y el hecho de que gran parte del mediodía francés se encontraba liberado de la ocupación nazi de la Wehrmacht influyeron en numerosos núcleos de exiliados españoles en Francia. La invasión del Valle de Arán, denominada en clave Operación Reconquista de España, fue un intento de la Unión Nacional Española en el año 1944 de establecer allí un gobierno provisional republicano presidido por Juan Negrín, mediante un ataque de un grupo de guerrilleros españoles cuya agrupación fue bautizada con el nombre Reconquista de España. Aunque, obviamente, el intento fracasó, es evidente que en ese momento la esperanza de que la izquierda española no quedara aislada de los resultados políticos de la Segunda Guerra Mundial estaba en el ánimo de muchos de los combatientes exiliados o internados en los campos. Ellos todavía estaban en combate contra el fascismo. Pronto aprenderían que los victoriosos aliados no estaban dispuestos a atender estas minucias y que la España franquista quedaría, una vez más, tan aislada como respetada.
Quizás es lo mismo que pretende el fotógrafo cuando atiende la mirada hambrienta del otro chaval. Ambos buscan una mirada política, entonces: las imágenes se presentan a sí mismas como testigos y nos interpelan a nosotros también como tales. Testigos en la distancia, deseados testigos de la memoria. Hay una cita entre las generaciones pasadas y la nuestra, pero es una cita muy tensa.
Sigamos con nuestras fotografías. Curiosamente, la mayor parte de las imágenes de la Maternidad de Elna no muestran lo de las dos anteriores, aunque es evidente que todas se refuerzan entre sí. En aquella pequeña maternidad, todas estas personas aprendieron a sobrevivir a la guerra y al exilio. Lo que tenemos delante son fotografías prácticamente caseras y lo que vemos son momentos personales seleccionados cuidadosamente con un criterio específico: consisten casi siempre en recuerdos de momentos felices. La guerra ha pasado, ya no está ni aquí ni ahora.
Como pobres refugiadas que eran, más afortunadas que otras, sus historias pueden parecer a primera vista historias de superación que no funcionan en términos de narración sino de exhibición. Por eso, cuando hablamos de memoria en estas imágenes, hablamos de memoria “externalizada”. La historia se intuye en ellas siempre dentro de una temporalidad personal y se presenta, por tanto, de una manera necesariamente descentralizada.
Pero la mirada, que no puede disolverse en la contemplación, no se deja engañar. Al lado de estas fotografías podemos poner otras, que conocemos bien, de personas todavía menos afortunadas.
Y gracias a ese montaje, entendemos que lo que tenemos delante, en realidad, es la historia de un aplastamiento, de una destrucción no conseguida del todo. Casi como una excepción, un puñado de mujeres consigue sobrevivir. El tiempo histórico se impone así sobre el tiempo personal, lo que, evidentemente, no tiene por qué funcionar de una manera dócil. En las fotografías esperamos ver huellas y síntomas de unas historias dramáticas, pero la mayor parte de las veces no es así: casi todas las fotos, insisto, son alegres. Al fin y al cabo, en ese momento ellas solo podían hablar en términos de supervivencia.
La insistente aparición de las imágenes de los cuidados a los niños no deja de mantener esa obsesión. Y esto es posible porque lo que vemos no se desarrolla como una narración colectiva, sino, casi, como una narrativa personal que no solo no parece parte de la historia colectiva, sino que además entra en tensión con ella. Y, sin embargo, curiosamente, este conflicto nos hace más cercanas las situaciones que se dan en las fotografías. Y así, el tiempo personal que aparece en ellas se convierte en un anclaje fundamental.
Ninguna de estas fotos está pensada para la contemplación. Frente a ellas solo es posible la mirada distraída, pero precisamente esa mirada dispersa nos conduce, literalmente, a no hundirnos en el abismo de la contemplación, pero tampoco en el de la historia. Lo curioso es que la razón no es, tal y como hubiera querido Benjamin, la rapidez con la que las vemos (lo que, en cierto modo, estimularía nuestros sentidos), sino su simple y sencilla humildad, precisamente eso que supuestamente no les consiente entrar en la Historia con mayúsculas. No se puede contemplar lo insignificante, lo que no tiene más pretensiones que ser un pequeño, particular fragmento de una realidad aplastada a la que son capaces de convocar de un modo tan sutil como contundente. Porque la realidad, como, por supuesto, la historia (que no es más que un pliegue construido de algo que creemos es la Realidad con mayúsculas), siempre se compone de estos pequeños fragmentos. Es todo lo que podemos codiciar, pero es un deseo ambicioso: estos pequeños fragmentos pueden parecer capaces de introducir un desorden en nuestra historia aprendida, un desorden que, dicho sea de paso, hubiera encantado a Kracauer, no tanto por el gesto profundamente humano que implican, sino por el desorden en sí mismo que de esta manera queda expuesto.
Cuando dejamos que nuestra memoria de las imágenes aceche las fotografías suizas de Elna, empezamos a intuir en ellas algo parecido a la propaganda. Sabemos que los voluntarios suizos las utilizaban para recaudar fondos, pero puede que no solo sirvieran para eso. Quizás también podamos sospechar que esa intensa actividad de las asociaciones filantrópicas en Suiza y en el sur de Francia, centrada en la ayuda a menores y prestada ante todo por mujeres voluntarias, llegó a formar parte de la política exterior estratégica de Suiza, orientada a conservar y propagar su neutralidad, por un lado, y, por el otro, a mantener relaciones comerciales con los Aliados y las potencias del Eje a la vez. El 19 de diciembre de 2001, la Comisión Bergier, que trataba de clarificar el papel de la Confederación Helvética durante la Segunda Guerra Mundial y las relaciones del gobierno suizo con el III Reich y la industria alemana nazi entre 1933 y 1945, dio por terminada su misión. Su trabajo probó que numerosas empresas suizas, o con capitales suizos, emplearon trabajadores forzados en las fábricas de la Alemania nazi. De hecho, según fue capaz de demostrar Bergier, la política suiza en estos años fue una realpolitik basada en el principio de que los negocios deben continuar. Solo desde este punto de vista podremos entender las difíciles relaciones que la Cruz Roja Suiza tuvo con el CIMADE (Comité Inter-Mouvements auprés des Evacúes) en la zona sur de Francia cuando comenzaron las deportaciones de los judíos internados en los campos. El CIMADE enseguida se dio cuenta del callejón sin salida al que se enfrentaban las organizaciones humanitarias. La acción legal tenía unos límites muy claros, insuficientes para ellos, que debían completarse con acciones que la ley no podía prever. Por eso, en su actuación combinaron de manera progresiva la acción legal con la ilegal. Otras organizaciones efectuaron también esta transición, pero algunas, como la Cruz Roja, adoptaron simplemente una actitud neutral y legal.11 De hecho, décadas más tarde, Elsbeth Kasser, representante del Socorro Suizo a los niños en Gurss, se lamentaba de no haber actuado como el CIMADE.12
Foucault apuntaba que el liberalismo (y con él su neutralidad) no es una ideología sino una práctica, es decir, una forma de actuar orientada hacia la consecución de objetivos. Hasta ahí la posición suiza, impecable. Y podríamos aceptarlo así, pero ¿estamos tan seguros de que el liberalismo no es una ideología? Si atendemos a Zizek13 y pensamos que el liberalismo es el enorme marco en el que se mueve nuestro sistema (ideología totalitaria, lo llama él), no estaríamos en una sociedad posideológica. Como tampoco estaríamos frente a una Suiza neutral. No tengo que insistir en la posición de Althusser. El 3 de marzo de 2002, Suiza por fin aceptó su adhesión a las Naciones Unidas. Las razones de tan larga espera eran complicadas. Cuando la Confederación Helvética ingresó en la Sociedad de Naciones en 1920, el gobierno suizo había optado por una neutralidad diferenciada, es decir: la Confederación Helvética era políticamente neutral, aunque tomaba parte en las sanciones económicas. Ante la amenaza bélica de 1938, el Consejo Federal retomó su neutralidad total, pero en el mundo exterior se veían los negocios de Suiza con la Alemania nazi. Tanto para Estados Unidos como para Gran Bretaña y la Unión Soviética, el prestigio de Suiza había decaído mucho por esa neutralidad falsa. Se imponía un contraataque propagandístico.
Y nuestras imágenes pueden ser también exactamente eso: herramientas para difundir una imagen idealizada de Suiza, borrar la sospecha, restituir el respeto perdido. Porque lo cierto es que la insistente alegría de todas estas mujeres de alguna manera se escapa de nuestro imaginario y las convierte en fantasmas. Espectros frente a otros espectros de nuestra memoria.
En su libro sobre Marx, Jacques Derrida14 puso en juego el término “espectro” con el fin de hacer tambalear las oposiciones clásicas entre realidad e ilusión. Y quizás aquí deberíamos buscar uno de los recursos más útiles de la ideología: en el hecho de que no hay realidad sin el espectro, de que el círculo de la realidad se puede cerrar solo por medio de un misterioso complemento espectral. Lacan ajusta mucho más el tema: lo que experimentamos como la realidad no es “la cosa en sí”, sino que está desde siempre simbolizada, constituida, estructurada por mecanismos simbólicos. El problema reside en el hecho de que esa simbolización, en definitiva, siempre fracasa, nunca logra “cubrir” por completo lo real, siempre supone alguna deuda simbólica pendiente. Este real (la parte de la realidad que permanece sin simbolizar) vuelve bajo la forma de apariencias espectrales. Demasiada alegría, demasiado orden.
En consecuencia, el espectro no puede confundirse con la “ficción simbólica”, con el hecho de que la realidad misma tiene la estructura de un relato de ficción porque es construida simbólicamente; las nociones de espectro y ficción simbólica son codependientes en su misma incompatibilidad. En palabras de Zizek:15 la realidad nunca es directamente “ella misma”, se presenta solo a través de su simbolización completa/fracasada, y las apariciones espectrales emergen en esta misma brecha que separa para siempre la realidad de lo real, y a causa de la cual la realidad tiene el carácter de una ficción simbólica: el espectro le da cuerpo a lo que se escapa de la realidad simbólicamente estructurada.
Puede tener razón Zizek.16 La ideología no es simplemente una representación ilusoria de la realidad. Más bien es la realidad la que se ha de concebir como ideológica. Ideológica es una realidad social cuya existencia implica el no conocimiento de sus participantes en lo que se refiere a su esencia. Es decir, ideológica es la efectividad social cuya misma reproducción implica que los individuos “no entiendan lo que está pasando”. Ideológica no es la “falsa conciencia” de un ser social, ideológico no es el cinismo (y aquí apelo a Sloterdijk),17 sino ese ser social en la medida en que está soportado por la “falsa conciencia” entendida, en sentido marxista, como un tipo de pensamiento que se encuentra confundido y frustrado por ciertas barreras de la realidad, más que por las barreras de la mente. Evidentemente, los suizos como grupo (ya sabemos que el nacionalismo es una de las creencias que pueden atravesar a todas las clases sociales y, en este caso suizo, el nacionalismo se entiende como en esencia neutral con respecto a los acontecimientos externos) no consiguen alcanzar las metas que su neutralidad se había impuesto a sí misma (libertad, justicia, equidad…), pero con este fracaso están favoreciendo otros objetivos que no conocen. En este sentido, quizás una de las mayores rupturas la represente ese Althusser, ya mencionado y sospechosamente olvidado por Habermas, que mantiene la tesis de que la idea del posible fin de la ideología, o de una supuesta falta de ideología en el pasado, es una idea ideológica por excelencia.
Y puede parecer cierto. De hecho, como señala Zizek,18 una ideología no es necesariamente falsa. Puede ser cierta, bastante precisa. Nos movemos dentro del espacio ideológico en sentido estricto desde el momento en que ese contenido es funcional respecto de alguna relación de dominación social de un modo no transparente. Y subrayo lo de “no transparente”. En otras palabras, el punto de partida de la crítica de la ideología debe ser el reconocimiento pleno de que es muy fácil mentir con el ropaje de la verdad. Por ejemplo, Suiza es un país voluntaria, y casi esencialmente, neutral. Esto es una verdad. Pero, claro, también podríamos entender que una identidad “neutral” es una forma casi primaria de ideología. En otras palabras, la conciencia reificada refleja un mundo de objetos y sujetos congelados en su monótona identidad consigo mismos, y al ligarse así a lo que es, a lo puramente “dado”, se impiden ver la verdad de que “lo que es, es más de lo que es”.
Por eso, la legitimación de esa neutralidad (al menos durante la Segunda Guerra Mundial) es ideológica en la medida en que no menciona sus verdaderos motivos, que son, por supuesto, económicos (tal como ha demostrado el informe Bergier). O, traído a nuestros días: cuando una potencia mundial interviene en un país del Tercer Mundo porque se conocen en este violaciones de los derechos humanos, puede ser cierto que en este país no se respetaron los derechos humanos más elementales y que la intervención occidental puede ser eficaz para mejorar la situación; sin embargo, esa legitimación sigue siendo ideológica en la medida en que no menciona los verdaderos motivos de la intervención, que pueden ser múltiples pero siempre, de nuevo, económicos.
En cualquier caso, es cierto que abordar el concepto de “ideología” de esta manera puede hacernos caer fácilmente en la trampa del relativismo historicista transformando el término “ideología” en una mera expresión de circunstancias sociales o políticas. Intentemos abrir un poco el espectro pensando el término “liberalismo” desde los tres ejes con los que Zizek19 va pensando el término “ideología”. El liberalismo neutral es una doctrina teórica (primer eje) materializada en rituales y aparatos como la prensa, las elecciones o el mercado (segundo eje) y activa en la experiencia “espontánea” que los sujetos tienen como “individuos libres” (tercer eje). Aunque, cuidado, Althusser subrayaba, lleno de razón, que la ideología se basa en la constitución de sujetos entendida como una evidencia20 y que no hay sujetos sino por y para la sujeción.
Podemos pensar que hoy, en el capitalismo tardío, cuando la expansión de los nuevos medios masivos, en principio al menos, permite que la ideología penetre eficazmente en cada poro del cuerpo social, el peso de la ideología como tal ha disminuido: los individuos no actúan como lo hacen a causa de sus creencias o de sus convicciones religiosas; es decir, el sistema, en su mayor parte, prescinde de la ideología para su reproducción y se sostiene, en cambio, en la coerción económica, las regulaciones legales y estatales, y otros mecanismos. Sin embargo, las cosas vuelven a confundirse porque en el momento en que miramos más de cerca estos mecanismos supuestamente extraideológicos, nos encontramos hundidos hasta el cuello en ese oscuro terreno que ya hemos mencionado en el que la realidad es indistinguible de la ideología. Por eso, una referencia directa a la coerción extraideológica (el mercado, por ejemplo) es un gesto ideológico por excelencia: el mercado y los medios de comunicación están interrelacionados dialécticamente; vivimos en una “sociedad del espectáculo” (Debord) en la que los medios estructuran de antemano nuestra percepción de la realidad y hacen la realidad indistinguible de su imagen “estetizada”. No estamos en absoluto lejos de un complicado sistema de propaganda y, llegados a este punto, no podemos olvidar que, para Habermas,21 la ideología es sobre todo una forma de comunicación distorsionada de modo sistemático por el poder, un discurso que se ha transformado en un medio de dominación, que es deformado sistemáticamente y que, por lo tanto, puede presentar una apariencia de normatividad e imparcialidad. Es cierto: una red de comunicación sistemáticamente distorsionada tiende a ocultar o erradicar las propias normas por las que puede juzgarse que está alterada y, de ese modo, se vuelve especialmente invulnerable a la crítica. Una formación ideológica así se pliega sobre sí misma casi como un espacio cósmico, todo un universo.
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