Abstract
2020, barajar y dar de nuevo…
A comienzos de abril de 2020 y como una forma de ordenar algunas ideas y ensayar otras, en medio de una extraña situación de confinamiento casi global que empezábamos a experimentar, escribí este texto que titulé Barajar y dar de nuevo, en el mundo del arte y la cultura, un borrador para pensar. No pensé publicarlo, pero sí lo hice circular entre algunos amigos y colegas en busca de establecer algunos puntos de partida para conversar sobre preocupaciones comunes.
Al pensar en las cuestiones que motivaron este número, pensé en aquel texto y decidí recortar algunos párrafos que transcribo a continuación para compartirlos aquí como parte del contexto singular en el que se pensó este número de Estudios Curatoriales.
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Mucho se habla de lo que perderemos con esta pandemia. Hay quienes hasta llegan a describir esto como “el fin del mundo”. Y quizás así sea, quizás sea “el fin del mundo”, al menos como lo conocemos hasta ahora o, mejor dicho, como lo experimentamos en los últimos veinte años: crecientemente desigual, frívolo, lleno, abarrotado de: cosas, deseos y promesas incumplidas, ansiedades, necesidades no siempre necesarias, en fin, de vacío (¿o de vaciamiento?).
En ese sentido, el neoliberalismo permeó de tal forma el mundo de la cultura y especialmente el de las artes visuales que lo convirtió en otra cosa. Si convenimos que esto es así, entonces quiere decir que lo que “el mundo de las artes visuales” es (muy en plural y sin inmanencias) posiblemente esté allí, adormecido, quizás exista aún, o tal vez no, pero merezca ser rescatado de su situación residual.
Pero, si así fuera: ¿dónde encontrarlo?, ¿cómo rescatarlo? Quizás el sitio sea el de la experiencia; ese tipo singular de “experiencia” que se habría ido diluyendo en otras dinámicas. Me refiero, claro, a la “experiencia estética”. Asalta allí otra pregunta: ¿dónde ha quedado este tipo peculiar de experiencia en medio de la farandulización y turistización del sistema del arte?
Creo que una vez más la historia sirve para pensar y pensarnos. Así como la noción de arte es una noción históricamente situada y con ella la de la “experiencia estética”, me atrevo a sugerir que esos otros lugares y experiencias que tuvimos en los últimos tiempos en aquellas propuestas tan altamente procesadas por ideas como las de espectacularización, demandas de un público que quiere “distraerse”, “divertirse” y todo aquello que fue situando la oferta artística en el lugar del ocio, pero lejos de aquella noción de “ocio creativo”… Y podemos preguntarnos también dónde queda, en ese marco, el “arte”, ese “arte” definido como tal en la modernidad (pensando en los procesos de delimitación de los espacios para las artes que –aunque travestidos– reconocemos hoy día como integrados en la “institución arte”).
Recuerdo cuando en 1989, a doscientos años de la Revolución francesa, toda Francia celebraba sus consignas republicanas de Libertad, igualdad y fraternidad en sus monumentos, museos y otros sitios patrimoniales como conmemoración, pero también como punto de arribo de un proceso de democratización cultural iniciado 200 años antes (o un poco más) y de definición hacia la ciudadanía –propia y global– de una política cultural que derramaba su sentido sobre una vasta zona de las acciones de la nación. Restauró, actualizó, recicló espacios y con ellos formas de acceso a ellos, y no me refiero solamente a eso que se entiende por “accesibilidad” restringido a establecer rampas y dispositivos que den ingreso a estos espacios a quienes tengan capacidades diferentes. Pienso en “acceso” también en el sentido de ampliar audiencias, abrirse a otros públicos y hacer de los museos las “catedrales del siglo XXI”, como se repitió tantas veces. Junto con este proceso observado en Francia y también en otras grandes “capitales culturales”, varias señales daban el “toque de largada” de la posmodernidad, el fin de los “grandes relatos”, el “fin de la historia” y de la “vida moderna” como la conocíamos.
Sin embargo, si las catedrales y templos religiosos traspasaron la barrera de los siglos adecuando la liturgia pero dejando esencialmente las prácticas en su lugar, estas otras “catedrales”, cuya sacralidad está situada en unos espacios precisos y un conjunto de objetos atravesados por la noción de “valor” (en el sentido extenso y complejo de valor de uso y valor de cambio), fueron poblándose poco a poco de una serie de prácticas de consumo que replicaban (caricaturescamente) las prácticas en uso y fueron gradualmente desnaturalizándolas. En ese camino, a medida que se ganaban nuevas audiencias se iniciaba una carrera por mejorar las estadísticas, superar las propias marcas y las de los otros, hacer de los museos el centro de atracción convirtiendo a la “vieja Europa”, “cuna de la cultura occidental”, en “el” sitio donde “ver” las producciones que la habían puesto y reconfirmado indiscutiblemente en ese lugar dentro del mapa de distribución de roles a nivel global. Y Europa y sus “catedrales” se poblaron de “curiosos”. Tanto que si, por ejemplo, a comienzos de los noventa se podía transitar por ellas y encontrar a los parisinos en el Louvre o a los florentinos de paseo un día cualquiera con sus hijos en los Ufizzi, avanzados los 2000, año a año eso fue cada vez más difícil: los “curiosos” ganaron la batalla y desplazaron a las comunidades locales. Esto no significa que unos u otros sean excluyentes, sino que al menos, y en virtud de que hoy unos y otros permanecen “en casa” y los sitios totalmente vacíos, nos podemos dar el lujo de detenernos a pensar una vez más sobre las prácticas, representaciones y valores vigentes.
En esta línea de reconsideraciones, ¿cómo preservar la mirada y la fruición cotidiana de quienes conviven con esos espacios a diario y la de los “curiosos”, aquellos turistas de masa que quieren ver “en persona” la Gioconda o el Guernica, por ejemplo?
O, trasladándolo a otras dinámicas que se acrecentaron dentro de estas nuevas lógicas de consumo cultural del capitalismo tardío instituidas a partir de la “posmodernidad”, ¿cómo compatibilizar el placer de las muestras viajeras y su rentabilidad cultural más allá de la espectacularización que rodea habitualmente muchas de estas exhibiciones? Preguntándonos esto en términos más concretos: ¿cómo preservar a Kusama o a Yoko de sí mismas? O, más bien, de lo que el mercado de bienes simbólicos ha hecho de ellas…
Así es como llegamos hasta aquí: corriendo cada día un poco más el límite entre el “arte” y el “consumo masivo”, ¿por qué no revisar esas fronteras y resituarlas? Por qué no recuperar la dimensión de la experiencia estética para todos, queriendo incluir en “todos” a aquellos que puedan sentirse atraídos, a aquellos que se sientan interpelados e incluso a quienes ni tengan señales de que esta experiencia exista, pero sin travestirla, sin distorsionarla para llamar la atención, sino justamente dando acceso, ofreciendo las herramientas, pensando con y desde los términos de las obras, sean de cuando y donde fueren, pero desde el presente siempre, no para trasladar nuestras mismas prácticas cotidianas a esos espacios, sino justamente reconociéndoles la diferencia, sin sacralizar, por supuesto, sino encontrándoles la vía, esa que los hace singulares, esa que nos llama la atención, la que nos inquieta, nos pregunta, nos impide dejar de verlas incluso con los ojos cerrados, la que no nos deja detener el pensamiento ni siquiera cuando ya no la escuchamos, esa que persiste, nos ronda y se hace parte de nuestra imaginación.
Felices los legos, los curiosos, los turistas, los especialistas y los ciudadanos que conviven en cercanía de estas “catedrales” porque de ellos será la fruición del descubrimiento, en el juego con los espacios, las imágenes, las luces y sombras, los sonidos, los llenos y vacíos, los silencios y la catarata de sonoridades, porque son ellos quienes se dejarán cautivar por esta experiencia distinta y desafiante.
Ahora bien, y si de barajar y dar de nuevo se trata, la responsabilidad es de quienes tenemos entre manos estos espacios y la posibilidad de pensarlos y encontrar las vías para que unos y otros –más allá del “deber ser” instalado por el mercado del consumo cultural masivo global– puedan encontrarse entre esos muros, entre esas perspectivas ofrecidas por artistas, pensadores, músicos, militantes del universo de lo simbólico de distintas épocas reunidos todos en el hoy y sintiendo el poder que le otorga su propio equipamiento mental al instalarse a partir de la idea de cómo y para qué llegué hasta aquí, logrando responder la pregunta más allá de la demanda externa, desde las propias demandas de sujeto en su contexto.
Asimismo, este presente “en casa” y “virtualizado” nos lleva a reconsiderar el “valor” de estas experiencias y, nuevamente, a barajar y dar de nuevo: si es posible poner los museos online, las exposiciones temporales, las permanentes, hacer una puesta en foco en las “obras maestras” y a la vez ensayar “como si estuviéramos allí” un recorrido virtual, ¿qué ha quedado de la experiencia? Quizás para muchos esté cubierta de esta forma, quizás la curiosidad esté saldada, quizás no para otros, entonces ¿desde dónde se construye el deseo, la necesidad de la experiencia estética? Ha circulado estos días de comienzo de la cuarentena aquel graffiti que sentencia: “si usted piensa que los artistas son innecesarios, intente pasar la cuarentena sin música, libros, poemas, películas y pinturas”… la asignación de “valor” vuelve a estar en juego, entonces a barajar y dar de nuevo.
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Firmaba esto en Buenos Aires el 14 de abril de 2020. A ocho meses de ese momento, como señalara, elijo publicar algunos fragmentos de aquel texto en esta introducción al número 11 de la revista Estudios Curatoriales ya que creo que se vinculan con buena parte de las cuestiones que motivaron este número dedicado a museos. Un número que surgió de una de las reuniones virtuales, claro está, del Consejo Editor en la que la mirada crítica sobre el sistema del arte no solo sirvió para revisar aquellos “vicios” del sistema, sino que también contribuyó a repensar eso que identificamos como “buenas prácticas”, de pasados más o menos lejanos, que indagadas por cada uno de los autores de este número, creemos que merecen ser recuperadas del naufragio.
Gracias a todas y todos por la contribución a seguir pensando juntos.
Diana B. Wechsler, diciembre de 2020